Salmo 147

El Señor envía su Palabra a la tierra

«Orad para que la Palabra del Señor se difunda y sea glorificada» (2 Tes 3,1).


Presentación

El Sal 147, presentado aquí como un salmo autónomo, constituye en la Biblia hebrea la tercera parte de un himno articulado. Probablemente se remonta al período posexílico. Podemos subdividirlo así:

– v. 12: invitatorio;

– vv. 13-14: Dios en la historia;

– vv. 15-18: Dios en el cosmos;

– vv. 19-20: Dios en la historia.

 

12Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu
Dios, Sión:
13
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti;
14ha puesto paz en tus fronteras y
te sacia con flor de harina.

15ÉI envía su mensaje a la tierra
y su palabra corre veloz;

16
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza;

17hace caer el hielo como migajas
y con el frío congela las aguas;
18
envía una orden, y se derriten;
sopla su aliento, y corren.

19Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
20
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El Sal 50 rezaba: «Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén» (v 20). La ciudad está ahora reconstruida; en este salmo encontramos la invitación a alabar al Dios que no sólo la ha reconstruido, sino que vela por la seguridad de sus habitantes reforzando las trancas de las puertas de las murallas y, sobre todo, poniendo paz en su territorio.

El salmista se detiene a contemplar, sorprendido, las maravillas de Dios. El envía, efectivamente, a la tierra, como don, su Palabra, que obra de una manera activa realizando acontecimientos naturales capaces de sorprender (cf. también Is 55, l Os). La atención se detiene en un paisaje invernal, yerto por el asedio del frío. La nieve blanquea el paisaje como lana blanda, y la escarcha lo cubre todo como ceniza. No faltan el granizo ni el hielo, pero la intervención de la Palabra cambia la escena una vez más. Entonces todo se anima. Con el soplo poderoso de YHWH, todo lo que el hielo había inmovilizado recobra vida y movimiento. La Palabra capaz de animar la naturaleza no limita, sin embargo, su poder a las realidades cósmicas; obra también de una manera eficaz en Israel, convirtiéndose en ley de vida. El salmista tiene, por consiguiente, motivos para extasiarse todavía más, porque el don de predilección constituido por los preceptos divinos no es para todos los pueblos, sino sólo para Israel, el pueblo elegido.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El salmista invita a Jerusalén a alabar a su Señor. La Ciudad Santa lleva en sí el misterio de una elección que la hace única en toda la tierra: es, al mismo tiempo, patria histórica del pueblo de Dios, imagen de la Iglesia y profecía del destino de los salvados. Por eso todo orante siente dirigida a él la invitación a alabar a Dios, a contemplar su obra. Es Dios, en efecto, quien pone paz en su Iglesia y la alimenta con el Pan de vida, Jesús, verdadera flor de trigo. Él, enviado por el Padre a la tierra, difunde velozmente la Buena Noticia, la Palabra que hace pasar del hielo del invierno a la alegría de la primavera. ¿Acaso no es ésta una imagen espléndida e inmediata del destino de muerte y resurrección que el Padre ha pensado para su Palabra hecha carne?

El Verbo es don de revelación que se hace camino, verdad y vida para quien le recibe. Como dice el evangelio según Juan, «a cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). El cristiano, al rezar este salmo, saborea la alegría de estar entre los pequeños a los que el Padre ha revelado el precepto nuevo, síntesis y compendio de todos los mandamientos antiguos: «Amaos como yo os he amado» (Jn 13,34).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Al Sal 147 podemos aplicarle lo que escribe san Ambrosio a propósito del Magníficat: «Que en cada uno esté el alma de María para proclamar la grandeza del Señor». Que también nosotros estemos llamados a alabar a nuestro Dios por sus muchos prodigios; cuanto más profunda sea la contemplación de éstos, tanto más crecerá la alegría de descubrir qué grande es nuestro Dios. El es el protagonista de este salmo: el que da la paz; alimenta con el pan de vida; envía su Palabra a la tierra. Es también él quien ordena los grandes prodigios de la naturaleza y realiza cosas maravillosas que nosotros, hombres desencantados, no podemos más que admirar embobados.

La misma Palabra que ha creado la luz, los astros, el hombre, continúa desplegando su omnipotencia en los fenómenos que nos acontecen a diario, pero el motivo por el que nuestra alabanza puede y debe elevarse en plenitud es el descubrimiento de que esta Palabra ha venido a plantar su tienda entre nosotros (Jn 1,14). Desde entonces todo ha cambiado: cada alma está llamada -como María- a acoger al Verbo de la vida, al amor hecho carne que ha venido a morar en su pueblo. Se comprende, por consiguiente, que la elección de Jerusalén, de Israel, fuera en vistas a todos nosotros, que estamos llamados a presentarnos al Padre como hijos en el Hijo amado.

b) Para la oración

Señor, Dios nuestro, mediante el bautismo nos has hecho el don de entrar en la nueva Jerusalén, en la santa Iglesia. Te alabamos y te damos gracias por haber enviado tu Palabra a realizar su maravilloso recorrido entre nosotros. Ni siquiera la muerte pudo detenerla; más aún, gracias a la fuerza de su Espíritu, don del Resucitado, sigue ella resonando hasta los últimos confines de la tierra. Haznos también a nosotros testigos ardientes de tu Verbo, para que todos los hombres se reconozcan como hijos de tu pueblo, alimentado por tu Hijo, Pan de vida.

c) Para la contemplación

Aumenta cuanto puedas los méritos, multiplica los sudores: la misericordia del Señor vale más que la vida.

Ella me reconcilia con el Padre, ella me restituye la herencia, y con una gracia más abundante me hace experimentar las bien conocidas alegrías de la sinfonía, del canto y de la exultación de toda la familia. No me avergüenzo de confesar que, especialmente al comienzo de mi conversión, me sentía duro y frío de corazón, y buscaba a aquel a quien quería amar mi alma; de hecho, no le amaba todavía o le amaba menos de lo que quería, por eso pedía poder amarle más.

Así pues, mientras buscaba a aquel en el que pudiera encontrar fervor y reposo mi espíritu languidecido y entorpecido, no había nadie que me saliera al encuentro y me ayudara a hacer desaparecer la intensa niebla y la rígida bruma que entumecía mis sentidos internos y a recuperar así la tibieza y la dulzura primaverales. Mi alma languidecía cada vez más, se aburría y dormitaba por tedio, triste y casi desesperada, susurrando para sí estas palabras: «¿Quién podrá resistir ante este frío?» (v 17).

Y he aquí que, de improviso, a una palabra, o a la sola presencia de cierto hombre espiritual, sopló el espíritu y corrieron las aguas, y las lágrimas eran mi pan de día y de noche (Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los cantares, XIV, 4s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Glorifica al Señor, Jerusalén» (v. 12).

e) Para la lectura espiritual

Al final de todo el salterio se encuentra el pequeño Halle/ (Sal 147-150). El designio del hombre sobre el hombre se realiza en la historia, en el hombre se resume toda la creación. El salterio canta la relación del hombre, de toda la humanidad, con Dios, pero contempla la realización de esta relación en una creación que es revelación de la gloria de Dios y, asimismo, el reino del hombre. La alabanza se convierte en el único contenido de la vida del hombre; más aún, del universo. La palabra ya no es invocación y plegaria, pues la transformación del hombre está consumada: se ha hecho hombre en la oración del pobre, pero el hombre se ha convertido ahora en Dios por participación de amor en la alabanza pura del Verbo.

A través del hombre, es toda la creación la que alaba al Señor. La función del hombre es invitar y llamar a todas las criaturas del cielo, de la tierra y del mar a la alabanza de Dios, o, más bien, es el mismo hombre el que presta su voz a esta alabanza universal en la que se consuma la vida de toda la creación. Ahora bien, ¿cuál es el motivo de esta alabanza a Dios, sino la misma gloria de Dios que se desborda en el universo? ¿Su misericordia que ha colmado los abismos de la creación? ¿Su fidelidad que ha salvado a Israel? Ni siquiera en los últimos salmos del pequeño Halle/ la luz fulgurante de Dios que llena todo de sí mismo cancela el recuerdo de Sión, de la Ciudad Santa, de la alianza de Dios con Israel.

Dios es glorificado así menos por lo que es en sí mismo que por lo que hace. Es obra suya la creación, es obra suya, sobre todo, la salvación de Israel. En su obra brilla la omnipotencia, pero, especialmente, brillan la misericordia y la fidelidad. Ha cumplido todo lo que había prometido. El preso, el huérfano y la viuda han encontrado ayuda en él; de él han obtenido la salvación el ciego y el cojo. Jerusalén ha sido reconstruida; los dispersados han sido reunidos en la Ciudad Santa. Dios está en medio de su pueblo como defensa segura, ha establecido la paz en sus confines y sacia a su pueblo de todo bien. La alabanza divina refluye sobre todo. La luz de Dios, en vez de eclipsar el universo, se desborda sobre las cosas y las ilumina, se difunde por el universo y lo glorifica (D. Barsotti, Introduzione al salmi, Brescia 1972, 260-263).