Salmo 96

El Señor reina, la tierra goza

«El Reino de Dios es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo (c f. Rom 14,17).

 

Presentación

Este himno celebra una poderosa manifestación de Dios como Rey del cosmos. La composición se puede datar con gran probabilidad en el posexilio –se advierten temas entrañables al Deutero-Isaías–, pero se emplean también materiales literarios más antiguos. Los exégetas que han señalado la estructura antológica de este salmo consideran, sin embargo, que tiene una fisonomía propia.

1El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
2Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono.

3Delante de él avanza el fuego,
abrasando en torno a los enemigos;
4sus relámpagos deslumbran el orbe,
y, viéndolos, la tierra se estremece.

5Los montes se derriten como cera
ante el dueño de toda la tierra;
6los cielos pregonan su justicia
y todos los pueblos contemplan su gloria.

7Los que adoran estatuas se sonrojan,
los que ponen su orgullo en los ídolos;
ante él se postran todos los dioses.

8Lo oye Sión, y se alegra;
se regocijan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor;
9
porque tú eres, Señor,
altísimo sobre toda la tierra,
encumbrado sobre todos los dioses.

10El Señor ama al que aborrece el mal,
protege la vida de sus fieles
y los libra de los malvados.

11Amanece la luz para el justo
y la alegría para los rectos de corazón.
12
Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

La estructura del salmo es simple: una primera parte, introducida y concluida por una aclamación, presenta la teofanía de YHWH (vv. 1-6), mientras que la segunda parte describe sus efectos sobre los ídolos y los idólatras y sobre los fieles exhortados a la rectitud, a la alegría, a la acción de gracias.

El anuncio festivo del Reino de Dios llena el mundo de exultación: el salmista convoca a espectadores cósmicos (la tierra, v 1, y los cielos, v. 6) e históricos (las islas, regiones alejadas y accesibles sólo por mar, v 1, y todos los pueblos, v 6) a fin de contemplar la teofanía. La referencia principal para la descripción de la manifestación de YHWH es el acontecimiento del Sinaí (cf. Éx 19,16-20). El Señor avanza en la oscuridad de la tempestad, sentado en su trono real sostenido por la justicia y el derecho, fundamentos estables de la alianza. Se trata de una imagen de firmeza y perennidad que se recorta en la confusión cósmica provocada por el paso del Señor (vv. 3-5) y se reproduce en la humanidad.

En efecto, la aparición de la gloria de YHWH implica de por sí un juicio: quien ha confiado en la mentira y en las vanidades se hunde, se precipita en la confusión, y los ídolos deben postrarse en adoración ante Dios (v 7). Por el contrario, el que ha establecido su propia vida sobre la fidelidad a la alianza se alegra y se regocija (v 8). Es preciso orientar el presente a la luz de esta perspectiva final de la historia. El salmo concluye con una exhortación que ilumina con una esperanza invencible los días de los justos: los rectos de corazón saborean ya desde ahora la alegría de pertenecer al Señor.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El horizonte universalista del Sal 96 nos trae a la memoria la enseñanza de Jesús sobre su venida final (cf. Mt 25,26-44). El Reino de Dios está ya desde ahora en medio de nosotros: se extiende de una manera escondida en el corazón de todos los que aceptan el señorío de Cristo sobre su propia vida. Y, sin embargo, el Reino de Dios debe venir todavía, es decir, debe revelarse claramente a todos y triunfar; esto tendrá lugar el día de la parusía de nuestro Señor. El Sal 96 nos lleva a considerar, invocar y contemplar este acontecimiento que aclamamos en cada eucaristía: «...mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo».

Cuando los ojos de todos los hombres se abran para ver la realidad espiritual, que ahora sólo es perceptible a la mirada de la fe, el fulgor divino será luz de verdad y fuego que prueba en el crisol la obra de cada uno (vv 3s; cf. 1 Cor 3,13-15). Ya no quedará espacio para la ambigüedad y todo manifestará su propia consistencia específica ante Cristo crucificado y resucitado, Señor de la gloria. Los ídolos vanos de este mundo revelarán su impotencia, para confusión de sus adoradores.

A este salmo parecen hacer eco las páginas del Apocalipsis que describen la caída de Babilonia y la victoria del Cordero (capítulos 18-20), celebrada en los cielos y en la tierra por la voz de todos los «siervos de Dios, pequeños y grandes» (19,5s). Sí, el día definitivo será una fiesta sin fin para todos los que, habiendo guardado humildemente los mandamientos del Señor, han sido custodiados a su vez por su mano a lo largo de los caminos zarandeados de la historia (v. 10). Sin embargo, ya es fiesta desde ahora para los que, firmes en la fe, saben dirigir sus propios pasos cada mañana hacia la luz de Cristo, que brilla en las tinieblas del mundo (vv. lls).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La liturgia de laudes del miércoles nos hace recorrer un largo camino bajo la guía del Espíritu. Es el recorrido de la fe, que se arraiga en la historia que vivimos y sufrimos. En primer lugar, hace asumir y presentar a Dios (cf. Sal 76,2) la pregunta de los hombres de todos los tiempos: «¿Se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa? (Sal 76,9). Este primer salmo nos ayuda a considerar nuestra situación actual a la luz del pasado de salvación y a reforzar nuestra confianza en las promesas del Señor.

El cántico nos confirma después en la fe, enseñándonos una vez más a rechazar la mentalidad del mundo, que con tanta facilidad se insinúa también en nosotros: el bienestar, el éxito y el poder son efímeros; la gloria verdadera es la que da Dios a sus pobres, porque sólo él es el Juez universal (cf. 1 Sm 2,8-10). Por último, el Sal 96 proyecta decididamente nuestra mirada desde la perspectiva de la conclusión de la historia: se trata, a buen seguro, de una perspectiva que suscita espanto y temor, pero que, al mismo tiempo, da seguridad y hace exultar el corazón del que es fiel al Señor. «Cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él» (Col 3,4).

En consecuencia, aceptemos la invitación conclusiva de este salmo (vv. 10-12) y preguntémonos si no habremos arrinconado demasiado superficialmente el pensamiento del Juicio divino, que la espiritualidad cristiana de todos los tiempos consideraba tan saludable para la vida del alma. Son las «realidades últimas» las que dan sabor a las «penúltimas»; si la vida es hoy un peso y un disgusto para tantos hermanos nuestros, tal vez se deba a que no pensamos bastante en la vida eterna.

Frente a cada acto o decisión que debamos tomar tendríamos que preguntarnos: ¿qué relación tiene con la vida eterna? Esto, lejos de hacernos vivir como personas desencarnadas, dilatará el horizonte de las realidades que vivimos, llenándolas de luz. La luz de Cristo, que se ha levantado para el justo, es alegría sin fin para los rectos de corazón (cf. Sal 96,11).

b) Para la oración

Viene el Señor, fuego de amor que estalla e ilumina: bienaventurados los que, ya desde ahora, se han purificado en este brasero de toda escoria de pecado y han considerado a esta luz los acontecimientos, sus decisiones, puesto que todo lo que resiste y se opone al amor será quemado para siempre. Sí, en el último día caerá el paño opaco que cubre la mirada de los hombres, y todos verán la gloria de Dios y de su Cristo. Ya no podremos decirnos ninguna mentira a nosotros mismos: todo será restituido al orden de la verdad. La alegría será alegría eterna para quien ha confiado en ti, Señor.

Y puesto que eres luz, ilumina los pasos de nuestro camino, para que todos ellos estén orientados al encuentro contigo y para que recorramos cada día el camino de tus preceptos con presteza y serena confianza.

c) Para la contemplación

Toda la tierra se alegra porque ahora reina el Señor. El Señor, el Creador que os ha plasmado, él mismo reina. Se alegran las islas innumerables: el santo presbítero ha aplicado bien estas palabras a nuestras almas sacudidas por pensamientos que contrastan como flujos contrarios. Nosotros, sin embargo, decimos que también las Iglesias son islas. Del mismo modo que las islas están en medio del mar, así también las Iglesias están colocadas, por así decirlo, en medio del mar de este mundo; en consecuencia, se ven golpeadas por las persecuciones como por flujos contrarios.

En realidad, estas islas se ven sacudidas cada día, pero no sumergidas. Están en medio del mar, es cierto, pero tienen como fundamento a Cristo, que no puede ser sacudido. Dos cosas envuelven al Señor: nubes y niebla. Yo considero que éstas son las nubes de las que se ha dicho: «Tu verdad hasta las nubes» (Sal 35,6). Se trata de la verdad del Señor, que dice en el evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». La verdad de Dios es Cristo. Los cielos proclaman su justicia, la tierra no la proclama. Quien es cielo no teme que Dios sea justo; quien es santo y es cielo no teme que Dios sea justo. El pecado, en cambio, pide que Dios sea misericordioso (Orígenes - Jerónimo, «Sul salmo 96», en Settantaquattro omelie sul libro dei salmi, Milán 1993, 304-308, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra» (v 9).

e) Para la lectura espiritual

Los pensamientos de Dios no nos son accesibles. Más aún, cada pensamiento sobre Dios debe servir para hacernos visible su misterio, totalmente superior a nosotros; para hacernos visible la misteriosa y escondida sabiduría de Dios, su santidad y carácter misterioso.

Ahora bien, el mundo es ciego ante todo misterio. Quiere un Dios al que sea posible reducir a su propia medida y explotarlo; de lo contrario, no quiere ningún Dios. El secreto de Dios sigue estando escondido para él. No lo quiere. Se hace dioses según su propio deseo, pero al Dios cercano, secreto, escondido, no lo conoce. Los dominadores de este siglo viven de cálculo y de utilidad, y por eso se convierten en grandes en el mundo, pero no comprenden el misterio, sólo lo comprenden los niños. El mundo lleva un signo seguro, que da testimonio de su ceguera ante el misterio de Dios en el mundo: Jesucristo. El misterio de Dios consistía en que este Jesús de Nazaret, el carpintero, era el mismo Señor de la gloria. Misterio por el hecho de que Dios se hizo pobre, humilde, limitado y débil por amor al hombre; por el hecho de que Dios se hace hombre como nosotros a fin de que nosotros lleguemos a ser divinos, porque él vino a nosotros a fin de que nosotros fuéramos a él. La gloria de Dios está en su humillación y pobreza; el honor de Dios, en su amor a los hombres -hasta el punto de que no está lejos del hombre, sino que se le acerca y le ama. En el amor y la proximidad de Dios, en esto consiste el misterio de Dios «que él ha preparado a los que le aman» (1 Cor 2,9).

Ahora bien, en este misterio del amor de Dios en Jesucristo sólo participan los que aman a Dios. El misterio significa, por tanto, ser amados por Dios y amar a Dios. En todo el mundo no hay un misterio más grande que éste, que Dios nos ama y que nosotros podemos amarle. De un modo incomparable con cualquier amor humano, del mismo modo que el Creador es incomparable con la criatura. El Creador del mundo te ama, esto no es de «sentido común», es misterio, el misterio más increíble, concebido como misterio sólo por quien ama a Dios. El misterio de Dios significa ser amados por Dios y amar a Dios (D. Bonhoeffer, Gli scritti, Brescia 1979, 401 s; edición española: Escritos esenciales, Sal Terrae, Maliaño 2001).