Salmo 91

¡Qué bello es alabar al Señor!

«Permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros. Ningún sarmiento puede producir fruto por sí mismo, sin estar unido a la vid, v lo mismo os ocurrirá a vosotros si no estáis unidos a mí» (fu 15,4s).

 

Presentación

Se trata de un salmo de acción de gracias usado en la liturgia, y más precisamente asignado al sábado (cf. v. 1). La acción e gracias va acompañada de una reflexión sapiencial sobre la suerte del justo y del malvado. Tras una introducción de alabanza a la bondad de Dios (w. 2-4), sigue una meditación sobre la recompensa del impío y la del orante (w. 5-12) y sobre la prosperidad del justo (w. 13-16). El verbo «proclamar» se repite al comienzo (v. 3) y al final (v. 16), formando así una inclusión que, en el texto original, tiene su centro exacto (le preceden y le siguen 52 palabras) en el v. 9: «Tú, en cambio, Señor, eres excelso por los siglos».


2
Es bueno dar gracias al Señor
y tañer para tu nombre, oh Altísimo;
3
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad,
4con arpas de diez cuerdas y laúdes,
sobre arpegios de cítaras.

5Tus acciones, Señor, son mi alegría,
y mi júbilo, las obras de tus manos.
6¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
7El ignorante no los entiende,
ni el necio se da cuenta.

8Aunque germinen como hierba los malvados
y florezcan los malhechores,
serán destruidos para siempre.
9Tú, en cambio, Señor,
eres excelso por los siglos.

10Porque tus enemigos, Señor, perecerán,
los malhechores serán dispersados;
11pero a mí me das la fuerza de un búfalo
y me unges con aceite nuevo.

12Mis ojos despreciarán a mis enemigos,
mis oídos escucharán su derrota.

13EI justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano:
14plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios;
15en la vejez seguirá dando fruto
y
estará lozano y frondoso,

16
para proclamar que el Señor es justo,
que en mi Roca no existe la maldad.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmista canta las alabanzas del Señor frente a la asamblea acompañado con instrumentos musicales. Goza exaltando a su Dios, cuyas obras maravillosas le producen alegría. Con todo, hay una condición para entrar en esta exultación: comprender los designios del Señor, sus santos caminos. El necio no lo puede comprender. Eso es lo que afirmaba ya el Sal 48.

Los malvados -los destructores de la comunidad-prosperan, germinan, florecen, es cierto, pero son como la hierba que se seca en un momento. Dios, sin embargo, da a su fiel una fuerza extraordinaria, le infunde vigor como a un luchador al que se le ha dado un masaje con aceite fresco. Los impíos no tienen ningún futuro en el plan de Dios. El es «el Excelso», el que triunfa sobre sus enemigos y sobre los del salmista.

El justo se levanta, en efecto, hacia el cielo descollando como una palmera, majestuoso como un cedro del Líbano al que se le prometen nuevas estaciones en los atrios del templo. Para él, Dios es verdaderamente todo: su cielo y su tierra, promesa de perenne fecundidad. En consecuencia, podrá continuar proclamando noche y día que el modo de pensar del Señor es recto y no hay injusticia en él. La duda sobre la prosperidad de los impíos no sirve para turbar la certeza del orante. Se trata sólo de ir más allá de las apariencias: el malvado florece, es cierto, pero como la hierba. El justo lo hace como un árbol secular plantado en los atrios del templo.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La obra más grande y más bella que Dios ha realizado es habernos enviado a Jesús, su Hijo, como Salvador. Por ello podemos y debemos alabar al Señor. Es «su amor» lo que debemos proclamar por la mañana; es «su fidelidad» al hombre lo que debemos exaltar por la noche. La encarnación es el pensamiento estupendo y profundo que el necio no puede comprender.

Los enemigos del Señor perecerán arrastrados por su misma inconsistencia. Por seguir la vanidad ellos mismos se volverán vanos (cf. Jr 2,5), mientras que el Señor es excelso para siempre. Jesús es el verdadero justo que florecerá para siempre, procurándonos a todos nosotros la posibilidad de ser injertados en él mediante el bautismo y dar así frutos abundantes. La Iglesia, al aplicar este salmo a la liturgia de los santos, nos muestra cuál es el destino del fiel. La fecundidad en Cristo del que ha estado «arraigado y fundado en la caridad» continuará resplandeciendo en la tierra del cielo, en la casa del Padre, donde ya nos ha precedido Cristo, del que dice san Agustín: «Tenemos una raíz que se dirige hacia lo alto. Nuestra raíz es Cristo, que asciende al cielo» (Enarratio in psalmos CIX, 13).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

A través de las palabras inspiradas del salmo podemos volver a escuchar la voz del Señor, que nos tranquiliza una vez más: «No temáis». Abandónate con alegría a la alabanza y a la gratitud por lo que ves de bello y de bueno. Todo es obra de mi amor y nunca acabarás de asombrarte al descubrir qué grandes y maravillosas son mis acciones. Yo soy Dios, no hay otro.

Que no se turbe tu corazón. Nosotros nos dejamos invadir fácilmente por la carcoma de la duda y de la sospecha. Aunque venzamos la primera tentación de la incredulidad, nos dejamos atacar a menudo por la necedad que nos impide comprender la acción del Señor: nos parece que la mejor suerte es la reservada a cuantos gozan de la vida malamente.

¡Qué dulce serenidad, sin embargo, brota de las imágenes del salmo! Quien cree en el Señor, quien se fía de él, entra en una nueva dimensión: se vuelve partícipe con él de su excelsa soberanía. Ya no hace cuentas con lo efímero, con lo que deslumbra y cautiva pero mañana se ha desvanecido. El asume una consistencia ilimitada. Ya no se mide con los minutos y las horas, sino con la eternidad.

El que entra en los pensamientos de Dios -y nosotros podemos porque tenemos, como recuerda san Pablo, el pensamiento de Cristo (1 Cor 2,16)- echa desde ahora sus raíces en plena tierra y se recorta en pleno cielo, dando frutos perennes de santidad y de belleza. Para quien está en el Señor ya ha empezado el futuro, porque vive el hoy de Dios. Por eso podemos -más aún, debemos-colmar nuestros labios y nuestros corazones con cantos alegres de gratitud. Nuestros hermanos necesitan experimentar que la alegría que nos ofrece el Señor es una primavera eterna en la vida del que cree, una primavera que crece con el acercamiento de la hora de ser trasplantados en el cielo.

b) Para la oración

Oh Dios, qué bello es anunciar con alegría tus alabanzas noche y día ante la comunidad de mis hermanos: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justo y fiel tu proceder, rey de las naciones... Sólo tú eres santo» (Ap 15,3s). Concédeme la sabiduría del corazón, para que no sea atacado por la carcoma de la necedad y no me deje seducir por las lisonjas de los que viven sin ti, arrollados por lo efímero. Tú, oh Señor, me haces fuerte y consistente, me haces partícipe de tu maravillosa estabilidad, porque haces circular en mí tu savia divina. Por eso nos enviaste a Jesús, tu Hijo, el único Justo. El que permanece en él da mucho fruto y vivirá eternamente en la alegría de la fecunda Trinidad.

c) Para la contemplación

Si queréis florecer como la palmera y no secaros como la hierba expuesta al sol ardiente, estad atentos, hermanos, a no imitar a los que parecen florecer porque el sol está oculto. Así pues, si no queréis ser hierba, sino palmera y cedro, ¿qué anunciaréis? Que el Señor es recto y en él no hay injusticia. ¿Cómo que no hay injusticia? El impío comete muchas acciones pésimas y, sin embargo, goza de buena salud, tiene hijos, llena su casa, recibe gloria y honores, aunque se venga de sus enemigos y realiza todo tipo de maldades. El inocente, por el contrario, un hombre que pone atención en sus actos, que no roba ni hace mal a nadie, sufre con cadenas en la cárcel, se debate y suspira en medio de una pobreza extrema. ¿Cómo es posible admitir que no hay injusticia en Dios? Tranquilízate y comprenderás; ahora estás, en efecto, turbado, y en tu pequeño recinto se ha apagado la luz, pero el Dios eterno quiere iluminarte. Tranquilízate y escucha lo que voy a decirte.

Dios es eterno y si en el tiempo presente dispensa a los malhechores, lo hace para disponerlos a la conversión; si, a continuación, castiga a los buenos, lo hace para educarlos a vivir con el pensamiento dirigido al Reino de los Cielos. Por eso no hay injusticia en él, ¡no temáis! Muchos afirman de hecho: «Mira, sólo yo he sido castigado. Soy un pecador, es verdad, lo saben todos y yo lo confieso. Reconozco que no soy justo».

Pero también sucede esto: aquel está afligido por alguna desgracia que se ha abatido sobre él, tú vas a su casa a confortarle y él te responde: «He pecado, lo confieso; reconozco que es por mis pecados, pero ¿acaso he pecado tanto como aquél? Sé cuánto y qué mal ha hecho aquel hombre. No niego mis pecados, es más, los confieso a Dios, pero es seguro que son menos graves que los de aquél. Y a pesar de ello, él no sufre nada».

No te inquietes, permanece en calma y piensa que el Señor es recto y no hay injusticia en él. ¿Qué dirías si llegaras a conocer que el Señor te castiga en esta tierra para ahorrarte el fuego eterno? ¿Qué dirías además si supieras que Dios deja gozar por poco tiempo a los malvados, a los que dirá un día: «Id al fuego eterno»? Pero ¿cuándo? Cuando te haya puesto a su derecha y diga a los que se encuentren a su izquierda: «Id al fuego eterno preparado para el diablo y para sus ángeles» (Agustín de Hipona, In psalmis XCI, 14).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«¡Qué bello es proclamar tu amor!» (cf. vv. 2s).

e) Para la lectura espiritual

Descubrir a Dios y nuestro verdadero «yo» son el mismo acontecimiento. El hombre llega a sí mismo descubriendo a Dios. Hay en esto una valoración de la vida que no tiene comparación posible. «El cielo es el alma del justo», afirma san Gregorio. El cielo está aquí, ahora. Toda nuestra vida cotidiana, toos los gestos humanos del trabajo, de la fatiga..., quedan transfigurados, divinizados. Adquieren un valor infinito, un alcance eterno.

No podríamos admirar nunca bastante esta solución cristiana, que no procede de un filósofo o de un científico, sino que emana de la autenticidad de nuestra propia entrega, de la generosidad infinita que es Jesús mismo. Para llegar a ser hombres, debemos entrar en diálogo con Dios. Sólo en esta intimidad de amor se hace perceptible la música silenciosa que es el Dios vivo. El hombre se constituye en su grandeza con una mirada al otro. Perdería su valor pensando en sí mismo.

Redescubramos esta grandeza que debemos construir para llegar a ser fermento de liberación respecto a todos nuestros hermanos. Debemos hacer fructificar este maravilloso secreto para comunicar esa grandeza a todos los que se sienten, afortunadamente por otra parte, atormentados por este deseo de grandeza, una grandeza de renuncia, de amor, de generosidad.

San León Magno decía en una homilía para la Navidad: «Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina, y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al Reino y claridad de Dios». Debemos escuchar esta invitación a la grandeza y a la dignidad, porque es esencial a la humanidad de hoy. Que nuestra vida pueda partir de nuevo para difundir la Buena Nueva del Evangelio, a fin de que cada hombre escuche esta invitación a la verdadera grandeza, que está constituida por la entrega de nosotros mismos. Ella constituye el bien común a todos los hombres, que sólo pueden unirse si son capaces de arraigarse en la misma Presencia de vida y de amor (M. Zundel, Stupore e povertá, Padua 1991, 21 s).