Salmo 50

Crea en mí un corazón puro

«Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13b).

 

Presentación

El Miserere es el más famoso de los siete salmos llamados «penitenciales» en la tradición cristiana. Se trata de una confesión individual de pecado seguida de una plegaria para obtener el perdón. El encabezado lo vincula al pecado de David, que, tras el adulterio con Betsabé, hizo lo necesario para desembarazarse de su marido, Urías (cf. 2 Sm 12,7). La nota no tiene carácter histórico, pero ayuda a comprender bien lo que es el pecado, todo pecado. Muchos exégetas lo consideran en estrecha relación con el salmo precedente (el Sal 49), en el que Dios emprende un proceso contra su pueblo infiel en cuanto que éste se contenta con un culto puramente formal.

3Misericordia, Dios mío, por tu bondad;
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti sólo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

8Te gusta un corazón sincero
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu eneroso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios
y mi boca proclamará tu alabanza.

18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.

20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos;
sobre tu altar se inmolarán novillos.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Cuando Dios, accediendo al deseo de Moisés de contemplar su gloria, le concedió una experiencia más viva de sí mismo (cf. Ex 33,18ss), «pasó el Señor delante de Moisés clamando: El Señor, el Señor: un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado» (Ex 34,6s).

Así se revela Dios: un Dios que perdona, rico en misericordia, dispuesto a inclinarse sobre la debilidad del hombre pecador. Experimentar a Dios equivale, por consiguiente, a encontrarle como a aquel que perdona la culpa, porque el hombre es por su propia naturaleza rebelde y traidor, en perenne fuga de Dios e incapaz de amar de verdad a los hermanos. El tema del conocidísimo Miserere no es el pecado en cuanto tal, sino más bien el arrepentimiento por la toma de conciencia del pecado y la consiguiente petición de perdón que brota del corazón del hombre.

En el salmo se encuentran frente a frente Dios, rico en misericordia, y el hombre, pecador: de este encuentro nace la sufrida percepción de la propia condición de pecadores, de hijos que han herido el corazón de su Padre. Ahí comienza el camino de conversión: el hombre, reconociendo su propia culpabilidad, se eleva a la fe pura en el Señor clemente y misericordioso, el Único capaz de recrear el corazón del pecador. Desde los primeros versículos aparecen tres términos distintos para expresar el pecado y otros tantos vocablos para hablar de la misericordia de Dios.

Por lo que se refiere al hombre, se describe la culpa como rebelión, situación torcida y pecaminosa y, por último, como un errar el tiro. A Dios, en cambio, se le considera en la gratuidad de su rebajarse al nivel del súbdito o como el que ama con una ternura apasionada y, finalmente, como aquel que es fiel a ultranza. En la plegaria del orante aparece una cascada de 17 verbos en imperativo dirigidos a su Dios para que le cree de nuevo.

El salmista sabe que todo pecado tiene como primer referente a Dios mismo; la culpa llega a su corazón y es sólo él quien, con el perdón, puede recrear. Aunque, efectivamente, el orante tiene una profunda conciencia de ser pecador desde su propia concepción, sabe también con certeza que Dios puede intervenir llevando a cabo una salvación que es una nueva creación. Se usa precisamente el verbo bara', término que se emplea en la Biblia con parsimonia y referido siempre a Dios.

En efecto, Dios debe proceder precisamente a una recreación con poder para sanar de nuevo al hombre, para liberarle del pecado. La espiritualidad que penetra el Sal 50 da voz a temas que ya son entrañables a los profetas, especialmente a Jeremías y a Ezequiel. También ellos se tomaban muy a pecho la autenticidad: no puede haber verdadero culto sin la pureza interior del orante. Los dos últimos versículos (w. 20s) tal vez sean una actualización litúrgica del salmo en el período posexílico. Expresan el deseo de un nuevo templo en el que se celebre un culto auténtico no ya por parte de los individuos, sino de toda la comunidad.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El Miserere es uno de los salmos con los que resulta más fácil entrar en oración. La primera carta de Juan nos recuerda que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). En efecto, ¿quién no se reconoce en el hijo pródigo que, desde regiones lejanas, emprende un camino de retorno a Dios, impulsado por la nostalgia invencible del Padre siempre traicionado y abandonado?

Nosotros somos pecadores y a la luz de su amor es como reconocemos nuestra lejanía -causa de muerte-del Amor, fuente de nuestra vida. En este salmo se filtra ya el mensaje del Nuevo Testamento; pone en nuestros labios palabras que podemos hacer nuestras para invocar a Dios que nos libere de la esclavitud de nuestro pecado. Mejor aún, podemos y debemos decir a Cristo: Tú nos eres necesario.

Él es el Perdón. En él se hace visible, tangible, el don del Padre que nos hace nuevos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos» (1 Jn 1,1). Sí, porque el Verbo de la vida, que vino a habitar en medio de nosotros, es también la revelación plena de la misericordia del Padre, de su gran amor, que viene a cancelar nuestro pecado para convertirnos en criaturas nuevas. La cruz de Cristo es el seno donde se nos regenera.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Aunque el hombre contemporáneo busca de todos los modos posibles la manera de cancelar todo sentido de culpa, llamando con frecuencia bien al mal y viviendo en una pretendida autosuficiencia ética, vive uno de los más grandes tormentos y de las más profundas soledades precisamente porque le falta la alegría de recibir el perdón.

Esa experiencia tan actual expresada por el Miserere nos conduce, con su simplicidad, a un horizonte en el que se puede medir la gravedad de las acciones humanas, porque respecto a todo pecado debemos decir a Dios: «Contra ti, contra ti, sólo pequé» (v. 6). Pero pone también de manifiesto la maravillosa novedad que Dios, en su gran amor, puede llevar a cabo: hace nuevas todas las cosas, o sea, recrea. Por eso la invocación: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (v. 12), expresa al mismo tiempo arrepentimiento y experiencia de salvación.

¡Cuántas veces, en efecto, después de una mala acción, tras pronunciar una palabra injusta, nos sorprendemos pensando: podíamos no haberlo hecho. Pero sólo Dios puede cancelar nuestro pecado hasta restituirnos una integridad total; es ésta una fuente de alegría que necesita el corazón humano para recomenzar, para volver a partir con una vida nueva.

b) Para la oración

Dios de misericordia y de perdón, ten piedad de mí. A ti, sólo a ti te puedo pedir lo imposible: destruye mi pecado, vuelve a darme la alegría de una inocencia total. Estoy cansado de señalar las causas conscientes e inconscientes de mis comportamientos equivocados; ya no puedo inventar excusas. Sé que cada uno de mis pecados llega derecho a tu corazón, que el mal que hago a mis hermanos me vuelve despreciable ante mis mismos ojos, porque ya no puedo levantar la mirada a tu Hijo crucificado y sostener la contemplación de su amor implacable y tierno. ¿Qué cristiano soy? ¿Qué he hecho de tu Evangelio? Te pido lo que nadie más puede hacer: crea en mí un corazón nuevo, un corazón puro. Dame el mismo corazón de tu Hijo Jesús, apacible y humilde. ¡Gracias, Dios mío!

c) Para la contemplación

«Yo reconozco mi culpa», dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad» (v 3).

e) Para la lectura espiritual

La tristeza que experimentas al sentirte imperfecto y pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso poner la mirada más arriba. Existe Dios, la inmensidad de Dios y su esplendor inalterable. El corazón puro es el corazón que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. El corazón puro no se interesa más que por la existencia misma de Dios y es capaz de vibrar con el pensamiento de la eterna inocencia y de la eterna alegría de Dios, aun en medio de sus miserias. Un corazón así es al mismo tiempo un corazón limpio y rebosante. Le basta con que Dios sea Dios. El corazón encuentra toda su paz y toda su alegría en este pensamiento. Y Dios mismo se convierte entonces en toda su santidad.

Ahora bien, la santidad no consiste en una realización del propio ser, ni en un estado de plenitud. La santidad consiste, en primer lugar, en un vacío que descubrimos en nosotros y que aceptamos, y que Dios llena de sí mismo en la medida en que nos abrimos a su plenitud. Nuestra miseria, cuando la aceptamos, se convierte en el espacio libre donde Dios puede crear aún. El Señor no le permite a nadie arrebatarle su gloria. El es el Señor, el Ser único, el único Santo. Sin embargo, coge al pobre de la mano, le saca del barro y le invita a sentarse entre los príncipes de su pueblo para que contemple su gloria. Dios se vuelve de este modo el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, descubrir que Dios es Dios, y Dios para siempre, mucho más allá de nuestra condición humana, alegrarnos de él, extasiarnos ante su eterna juventud, darle gracias por él mismo y por su misericordia, que nunca desaparecerá: todo eso constituye la exigencia más profunda del amor que el Espíritu Santo no cesa de difundir en nuestros corazones. En eso consiste precisamente para nosotros tener el corazón puro (E. Leclerc, Sapienza di un pobero, Milán 1970, 112s; edición española: Sabiduría de un pobre, Encuentro, Madrid 2007).