Salmo 15

Mi vida está en las manos del Señor

«El que cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,26).

 

Presentación

Salmo de confianza y canto de intimidad con Dios. Aunque el texto está muy corrompido en algunos puntos, hasta el punto de que se presta a diferentes interpretaciones, sigue intacto, a pesar de todo, el clima unitario de la composición, que puede situarse muy bien en labios de un levita.

La composición se puede subdividir de este modo:

— v. 1: antífona introductoria: invocación a Dios;

w. 2-6: primera estrofa: profesión de fe en el verdadero Dios, con rechazo de los ídolos;

w. 7-11: segunda estrofa: enumeración de los beneficios de la fe en Dios.

 

1Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
2
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».

3Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.
4Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.

5El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
6mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.

7Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
8Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

9Por eso se me alegra el corazón,
gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
10
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

11Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Los investigadores tienden a datar el salmo en el período posexílico. Podría haber sido empleado en las liturgias en las que los levitas -u otros creyentes- profesaban su propia pertenencia a la comunidad del Señor.

Comienza con una invocación confiada, seguida de una profesión de fe en la que el orante reafirma su propia opción fundamental de ser siervo de un solo señor ('adhón), el Señor, y obedecerle sólo a él, fuente de verdadera felicidad. Una adhesión radical de fe en Dios comporta un rechazo claro de todo tipo de idolatría, como atestiguan los vv. 3s, que resultan de difícil reconstrucción.

El texto prosigue retomando de manera coherente la confesión inicial de pertenencia al Señor, formulada con el lenguaje propio de los levitas. Cuando la entrada en la tierra prometida, ellos no recibieron en suerte ningún territorio: su «lote» fue únicamente el Señor (cf. Dt 10,9 y Nm 18,20). ¿Qué es, de hecho, la «tierra prometida», sino un «signo» de la presencia de Dios y de la plena libertad en él? El salmo atestigua que el orante ha experimentado precisamente esa comunión íntima y profunda con el Señor; por eso puede afirmar exultante: «Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (v 6). El levita no tiene necesidad de participar en el sorteo de la tierra mediante dados introducidos en una copa (cf. Jos 13-21): él tiene al Señor como su posesión. Dios mismo le aconseja, le protege y le defiende. No permitirá, a buen seguro, que su fiel se aleje de su «lote hermoso» recibido en suerte para ser abandonado en el reino de la muerte, donde no se goza de la presencia de Dios. El levita, gracias a la profunda experiencia de comunión que tiene con su Señor, entrevé ya que el destino del hombre es la inmortalidad y la incorruptibilidad: caminar con el Señor es ya comenzar a vivir una alegría sin fin.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El Sal 15, en virtud de su referencia a la vida eterna, es central en la espiritualidad judeo-cristiana. La versión de la Biblia griega, llamada de los Setenta, lo ha leído como expresión de la esperanza en la resurrección de la carne, en particular los vv 9s, traducidos así: «Mi carne reposará en la esperanza» (v 9a) y «no dejarás que tu santo vea la corrupción» (v 10b).

Pedro cita este salmo, en el discurso a los «hombres de Israel» referido en Hch 2,24-32, como testimonio de que Jesús es el Cristo, el Mesías esperado, cuya resurrección profetizaba David: él es el verdadero Santo al que Dios ha arrancado de la corrupción del sepulcro. También Pablo, al anunciar la buena nueva de la resurrección de Cristo en la sinagoga de Antioquía (Hch 13,34-36), se remite al v 10, declarando que en Jesús ha tenido su realización plena. Los Padres de la Iglesia continuaron interpretando la composición como oración de Cristo, en la que se anuncia su resurrección y su ascensión a la derecha del Padre. Este bello canto sigue resonando ahora en la Iglesia y alimenta la alegre certeza de que el Padre ha llevado a cabo en Jesucristo por nosotros mucho más de lo que el piadoso hasidh podía imaginar en el Primer Testamento. El, en efecto, «a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una herencia incorruptible...»; por eso podemos exultar ya ahora «con un gozo inefable y radiante» (1 Pe 1,3-4.8), al saber que quien cree en él tiene la vida eterna y será resucitado en el último día (cf. Jn 6,40).

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Elegir a Dios es vivir; el que cree no muere. Se puede expresar así, de una manera sintética, el don de la fe y de la esperanza encerrado en el espléndido Sal 15, al que siempre podemos volver como a una antigua fuente de aguas abundantes, a fin de reavivar nuestra certeza en la vida eterna. Esta es para nosotros, los cristianos, mucho más que una simple supervivencia: es participación gozosa en la resurrección de Cristo, en quien hemos sido incorporados mediante el bautismo. Nuestra fe encuentra su apoyo en lo que el salmista, hace ya tantos siglos, había intuido con una fulgurante certeza: Dios no puede abandonar en la muerte a quien le ama.

También el libro de la Sabiduría afirmaba: «Tú tienes compasión de todos [...], amas todo cuanto existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues, si odiaras algo, no lo habrías creado [...]. Señor, amigo de la vida» (Sab 11,23-26, passim). Quien encuentra verdaderamente a Dios sabe por experiencia que es Dios de vivos y no de muertos.

Toda la existencia queda entonces transfigurada y se convierte en signo de las realidades últimas para todos. ¿Cómo no pensar en la fascinación que emana de ciertas personas que han «gustado» a Dios: los santos de todos los tiempos y los que hemos podido encontrar en nuestro camino? Su oración es encuentro con un «tú» vivo; mirándolos, podemos descubrir el secreto que abre nuestra vida diaria al misterio de Dios y va tejiendo nuestros días de eternidad. Entonces también nosotros seremos testigos del Resucitado: si mantenemos siempre nuestros ojos fijos en él, su amor nos invadirá por completo.

b) Para la oración

Señor, tú eres mi único bien, mi herencia preciosa: ya no me falta nada más. No quiero ir detrás de quien persigue falsos espejismos de los que espera una felicidad inmediata. No, no tendré otro Dios fuera de ti. Sólo tú puedes ponerme en lugar seguro en la vida y más allá de la muerte, porque tú me amas. Tu amor constituye para mí una garantía absoluta: tú, a quien amo, eres el Dios de la vida. Sé que soy precioso a tus ojos; no has dudado en enviar a tu Hijo, el único Justo y Santo, a compartir mi muerte, para volverme en ti eternamente vivo. En él me indicas el sendero de la vida, me aseguras una alegría sin fin en tu presencia; con él, en él y por él estaré a tu derecha saboreando la dulzura sin fin de ser hijo tuyo.

c) Para la contemplación

También vosotros seréis santos en la fe y en la dulzura: con tal de que sea una fe no fingida, sino verdadera; una fe no muerta, sino viva y vivaz. La fe tiene unos ojos tan avispados y tan agudos que son capaces de extender la vista con vivacidad incluso a aquellas cosas que vendrán, y de fijar la mirada en aquellas que, aunque ya presentes, están todavía escondidas. De hecho, las dudas del tiempo no pueden impedir a la fe, iluminada por el Espíritu eterno, anticipar también el tiempo. La fe pregusta los bienes futuros, que espera como si ya estuvieran presentes, y los hace subsistir ya en el corazón del creyente. ¿Acaso no es verdad que el que decía: «Ya estarnos salvados, aunque sólo en esperanza» (Rom 8,24), mostraba que ya existía por fe en su propio corazón aquello en lo que había puesto su esperanza y esperaba con paciencia? Y el que tiene «siempre presente al Señor» (cf. Sal 15,8), ¿no estaba acaso persuadido de que estaba presente aquel que no se mostraba? El justo vive de la fe. Es ésta, en efecto, la que lo hace justo, lo custodia justo y lo alimenta entretanto con la alegría de la esperanza, a fin de que viva para siempre (Guerrico de Igny Sermón cuarto para la fiesta de san Benito, 3s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Tú eres mi bien» (v 2).

e) Para la lectura espiritual

La vida cristiana parte como actitud, como un confiarse a las manos de Dios, como un consentir a su gracia. Encaminarse por el camino del Espíritu es confiarse a Dios. Consentir, corresponder, ponerse en manos de Dios... equivale a decir que no hay vida espiritual que no sea mediada, suscitada, sustanciada por la fe. Y esta fe asume necesariamente la forma del servicio. Es un consentir a servir. Es un camino de despojo, de empobrecimiento; nos volvemos cada vez menos señores y, por consiguiente, tenemos cada vez menos riquezas en nuestras propias manos. Las manos se vacían. No somos dueños del futuro, de los acontecimientos que pueden levantarse en el interior de nuestro propio espíritu, de nuestra propia corporeidad, de nuestra propia comunidad, del conjunto de las relaciones. Más allá de todo esto, y como travesía de todo esto, aborda las citas, incluso con los fracasos, que son índice de gran pobreza. Sería una imagen equivocada, deletérea, la de proyectar y atender a la vida espiritual como a una edificación progresiva, casi como a una construcción segura que vemos crecer poco a poco y a la que dirigimos los ojos complacidos. No deberá sorprendernos sentir que nos volvemos cada vez más indigentes, incluso de espíritu, incluso de gracias espirituales, entendidas como satisfacciones que dan agrado. Empezamos, pero no sabemos dónde vamos a acabar. Sólo tenemos la certeza de la fe de que el que nos llama es fiel [...]. Dios se revela poco a poco. Se revela y se esconde, porque Dios es luz, pero es también «tiniebla» para nosotros, y en ciertos momentos experimentamos más las tinieblas o «exceso» de Dios que no la luz de Dios (1. Biffi, Itinerario di fede. Lodare Dio con la vita, Milán 1989, 117s).