Deuteronomio 32,1-12

¿No es él tu padre y tu creador?

«Considerad el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios, y en verdad lo somos» (1 Jn 3,1).


Presentación

Los versículos tomados en consideración pertenecen al segundo «Cántico de Moisés». El primero era el canto festivo entonado inmediatamente después de la milagrosa travesía del mar Rojo. Este otro está puesto en labios de Moisés cuando se encuentra a las puertas de la tierra prometida.

En realidad se trata de un texto de difícil dotación, aunque, de todos modos, posterior a los acontecimientos del Exodo y de la conquista. Podemos subdividirlo así:


'Escuchad, cielos, y hablaré;
oye, tierra, los dichos de mi boca;
2
descienda como lluvia mi doctrina,
destile como rocío mi palabra;
como llovizna sobre la hierba,
como orvallo sobre el césped.

3Voy a proclamar el nombre del Señor:
dad gloria a nuestro Dios.
4El es la roca, sus obras son perfectas,
sus caminos son justos;
es un Dios fiel, sin maldad;
es justo y recto.

5Hijos degenerados, se portaron mal con él,
generación malvada y pervertida.
6¿Así le pagas al Señor,
pueblo necio e insensato?
¿No es él tu padre y tu creador,
el que te hizo y te constituyó?

7Acuérdate de los días remotos,
considera las edades pretéritas;
pregunta a tu padre, y te lo contará,
a tus ancianos, y te lo dirán:

8Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad
y distribuía a los hijos de Adán,
 trazando las fronteras de las naciones,
según el número de los hijos de Dios,
9la porción del Señor fue su pueblo,
Jacob fue el lote de su heredad.

10Lo encontró en una tierra desierta,
en una soledad poblada de aullidos:
lo rodeó cuidando de él,
lo guardó como a las niñas de sus ojos.

11Como el águila incita a su nidada
revolando sobre los polluelos,
así extendió sus alas, los tomó
y los llevó sobre sus plumas.

12EI Señor solo los condujo,
no hubo dioses extraños con él.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

El cántico de Moisés, colocado en el capítulo 32 del Deuteronomio, es una meditación lírica sobre la historia. Reevoca un proceso entre Dios y su pueblo en el que se amenaza al culpable con un castigo, pero el Señor le salva después gratuitamente. También podemos definirlo como un himno a la grandeza de Dios, fuerza de su pueblo, el cual, a pesar de los signos de la benevolencia divina, se ha mostrado infiel.

El cántico se abre solemnemente con la convocación de cielos y tierra, llamados a escuchar y a dar testimonio de las palabras que bajan de lo alto y no deben volver a Dios sin fruto (cf. Is 55, l Os). Se invoca a Dios con el título entrañable a Israel de «Roca»: refugio seguro y fundamento inquebrantable al mismo tiempo, signo de su inmutable fidelidad. Su acción es perfecta: sus caminos, en efecto, son santos, porque él es recto y justo. Se confirma todo lo que hemos meditado precedentemente en el Sal 91. No es malvado lo que hace Dios, sino el pecado cometido por el Israel idólatra, que va por caminos tortuosos.

El texto se alza en este punto a una concepción de Dios muy elevada. Ni siquiera parece que esté separado tantos siglos de la buena nueva evangélica: «¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te constituyó? (v 6). El remedio propuesto para este olvido incurable y culpable es hacer memoria de los beneficios de Dios. Eso es posible en el interior de la comunidad que transmite, de generación en generación, todo lo que Dios ha hecho desde el principio cuidando directamente de «su» pueblo.

La historia de Dios no comienza en este cántico, como de costumbre, con la liberación de Egipto, sino con el desierto, donde Dios encuentra al pueblo extraviado como un niño, como un expósito, y le adopta y le prodiga sus cuidados volando a su alrededor como hace el águila que protege desde lo alto a su nidada y la enseña a volar. Así guió Dios a Israel en un encuentro amoroso y exclusivo.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Pablo, en la primera carta a los Corintios, releyendo a la manera de los rabinos el acontecer del pueblo elegido en el desierto, afirma: «Bebían, en efecto, de la roca espiritual que los acompañaba, roca que representaba a Cristo» (1 Cor 10,4). De él se trata, en efecto, en nuestro cántico.

Cristo es el Amén definitivo de la fidelidad del Padre a nosotros, hijos degenerados y perversos, que hemos pecado contra Dios hasta matar a su enviado, a su Unigénito. Así le hemos pagado su amor nosotros, que somos verdaderamente necios, estúpidos y, sobre todo, desmemoriados para todo lo que hizo por nosotros al elegirnos desde la fundación del mundo para hacer de nosotros, en Cristo, un pueblo real, profético y sacerdotal. Por eso también nosotros queremos proclamar el nombre que el Señor Jesús vino a darnos a conocer: «Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste de entre el mundo» (Jn 17,6a), y queremos dar gloria a nuestro Dios, que nos transfigura en el mismo fulgor del Hijo: «Por nuestra parte, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa» (2 Cor 3,18).

Entonces, hechos voz de cielo y tierra y de toda criatura, podremos elevar un himno pleno de alabanza a Dios, porque verdaderamente «sus obras son perfectas» (v 4) y todos sus caminos para nosotros los hombres son justos. ¿No es éste el canto que el vidente del Apocalipsis oyó resonar en el cielo (Ap 15,3; 19,1s) y que también nosotros estamos llamados a entonar desde ahora en la asamblea litúrgica? «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justo y fiel tu proceder, rey de las naciones. ¿Cómo no respetarte, Señor? ¿Cómo no glorificarte?».

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

A los cristianos nos resulta fácil rezar este bello cántico, que tiene como tema la gloria de Dios, su santo nombre. Jesús nos ha revelado en plenitud su rostro de Padre y lo que las imágenes del texto evocan al corazón que escucha. Esta es, en efecto, la primera condición: disponernos a acoger lo que la Palabra –como lluvia fecunda– nos comunica hoy.

También nosotros, como Israel, corremos el riesgo de olvidarnos perennemente del Padre que nos ha creado. El olvidarnos de él, de su amor, nos impulsa por caminos tortuosos y perversos que nos conducen a la muerte, mientras que Dios ha venido a arrancarnos de los páramos solitarios en los que continuamente vamos a confinarnos. El nos envió a Jesús, su Amén definitivo, firme como roca, a repetirnos continuamente que somos para él preciosos como las niñas de sus ojos.

El Padre vigila nuestros pasos, nos sigue de manera invisible protegiéndonos, invitándonos a subir bajo su protección a la verdadera tierra prometida, que ha pensado desde siempre como meta de nuestro vagar humano. ¿Por qué le pagamos mal al Señor? ¿Por qué seguimos siendo todavía hijos degenerados si ya hemos conocido el corazón y el rostro de un Padre tan amoroso que nunca se cansa de esperarnos; más aún, de salirnos al encuentro para estrecharnos en su abrazo paternal?

b) Para la oración

Señor, haz que nos acordemos de que tú, sólo tú, viniste a buscarnos a la tierra mortal de nuestros desiertos, de nuestras amargas soledades, donde nos encontrábamos perdidos y llenos de miedo. Hemos creído en tu amor, que nos ha llevado sobre grandes alas y puesto

a salvo. No permitas que el olvido o la prueba nos hagan hijos necios, degenerados y, sobre todo, ingratos, porque tú eres santo, Señor, y todo lo que dispones para nosotros es siempre justo y recto. Enséñanos a dar gloria a tu nombre, que Jesús, el Hijo verdadero y perfecto, vino a revelarnos. Concédenos llamarte en él, con fe y ternura: «Abba, Padre», y nos encontraremos en paz y en armonía con todo lo creado. Amén.

c) Para la contemplación

Viendo bien David de dónde y con qué engaño había sido expulsado el hombre del paraíso terrenal, deseó reconstruir y recrear aquella belleza y, dedicándose a los salmos, nos procuró algo equivalente a la vida celestial. De hecho, aunque la Escritura exalta en cada una de sus partes la belleza de Dios, se muestra dulce de una manera particular en el libro de los Salmos. Por eso, también Moisés, que describió en simple prosa las gestas de los patriarcas, cuando hizo atravesar el mar Rojo al pueblo de los padres en una empresa maravillosa y memorable, y vio al faraón sumergido con su ejército, entonces elevó más arriba sus dotes naturales, porque había tocado una meta más alta que sus propias fuerzas. Y cantó al Señor un cántico de triunfo.

También María, tras tomar el címbalo, invitaba a las otras mujeres diciendo: «Cantemos al Señor...». También el mismo Moisés, tras haber leído la ley del Señor, para imprimirla en los corazones de quienes le escuchaban, habló con un canto que dice: «Escucha, cielo, y hablaré... ». Dios se complace, por tanto, en ser alabado con el canto. Y no sólo eso, sino que también se complace en reconciliarse con el canto. Y por eso se sirvió Moisés del canto poético, sobre todo cuando daba testimonio del cielo y de la tierra, por dos motivos: para que, al son de la belleza celestial, el mundo escuchara con mayor interés el canto de su propia salvación y para que, gracias a la suavidad de aquel placer sagrado, se arraigara para siempre en el ánimo del hombre la observancia de la ley. De este modo, el canto del Señor descendió como rocío suave desde el cielo y bañó como hierba la fe de los hombres con una lluvia de belleza espiritual (Ambrosio de Milán, Comentario al salmo 1,3-5, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Dad gloria a nuestro Dios» (v. 3b).

e) Para la lectura espiritual

Israel no fue un pueblo de gente impecable, pero sí, a buen seguro, un pueblo de creyentes: esta apertura personal y comunitaria a Dios, este vivísimo sentido de la trascendencia, constituye el primer gran servicio que Israel prestó a toda la humanidad. Y sólo Dios sabe cuánta necesidad seguimos teniendo, todavía hoy, de un testimonio como éste. Israel tampoco fue un pueblo de gente perfecta, pero sí esperó siempre en su perfectibilidad, gracias a los dones de YHWH, gracias a la fidelidad de Dios a sus promesas. La esperanza de Israel constituye una de esas herencias que no se ha perdido, ni nunca se perderá.

Uno de los servicios más preciosos que Israel ha prestado a la humanidad consiste exactamente en el gran resorte espiritual de la esperanza. ¿Sabe convertir en un tesoro esta herencia el mundo actual? ¿Sabrá reconocer con alegría la gran e insustituible tarea de Israel en el gran concepto de la salvación universal? Israel no fue un pueblo de santos, pero, ciertamente, cultivó la tensión hacia la santidad, a través de una oración que alcanzó cimas altísimas, que conoció expresiones literarias rarísimas. Esto constituye también uno de los más grandes servicios que Israel ha prestado a toda la humanidad (C. Ghidelli, Magnificat. II cantico di Mario, la donna che ha creduto, Milán 1990, 39).