Daniel 3,52-57

Bendito seas tú, Dios de nuestros padres

«Demos gracias al Padre, que [...] nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado [...] En él fueron creadas todas las cosas [...], todo lo ha creado Dios por él y para él» (Col 1,12-13.16).

 

Presentación

Tres jóvenes judíos, para permanecer fieles a YHwH, el Dios único, se niegan a adorar una estatua idolátrica durante el exilio de Babilonia. El rey Nabucodonosor ordena entonces que sean arrojados a un horno ardiendo. Elevan entre las llamas una oración al Dios justo y recto, que castigó con el exilio a Israel por su infidelidad (w. 26-41). Haciendo suyo el pecado de todo el pueblo, invocan la salvación (w. 42-45), y YHWH interviene inmediatamente: el fuego no les hace el menor daño. De la experiencia de la misericordia (w. 46-51) brota el himno de alabanza y de bendición -solemne profesión de fe- de nuestro cántico, que asciende a Dios abrazando todo lo creado (w. 52-89).

52Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre, santo y glorioso:
a él gloria y alabanza por los siglos.

53Bendito eres en el templo de tu santa gloria:
a ti gloria y alabanza por los siglos.

54Bendito eres sobre el trono de tu Reino:
a ti gloria y alabanza por los siglos.

55Bendito eres tú, que sentado sobre querubines
sondeas los abismos:
a ti gloria y alabanza por los siglos.

56Bendito eres en la bóveda del cielo:
a ti honor y alabanza por los siglos.

57Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

Bendecir a Dios es reconocer su soberanía universal y acogerla en nuestra propia vida. Al bendecir, el hombre se abre para recibir la bendición de Dios, don de vida, don para la vida. El «cántico de los tres jóvenes» se desarrolla precisamente como una letanía de alabanza. En su primera parte glorifica al Señor haciendo emerger diferentes aspectos de su majestad: él es ante todo el «Dios de los padres», el Dios que se ha mostrado fiel a las promesas y que también en las presentes circunstancias ha dado pruebas de la veracidad de su nombre (v 52); es el Dios que eligió habitar en medio de su pueblo en el templo de Jerusalén y, más precisamente, en el Santo de los Santos, desde donde reina (vv. 53s); es también el Dios que escruta y conoce el abismo oscuro e impenetrable (v 55a), aunque sigue siendo el Altísimo, el Omnipotente, Aquel que ha establecido el cosmos mediante una ley inmutable (w 55b-56; cf. Gn 1,6-8.14s). Por eso toda criatura está invitada a bendecirle con una alabanza perenne.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El que permanece fiel a Dios en la hora de la prueba experimenta su incomparable fidelidad. Prorrumpe entonces del corazón el canto de bendición y alabanza, que, como un río en crecida, llega a toda criatura para arrastrarla consigo en su impulso hacia Dios.

La Iglesia nos hace entonar este canto en los laudes del domingo, pascua semanal, casi con la misma voz de Jesús resucitado de la muerte. En él el «Dios de nuestros padres» se convierte en «nuestro Padre», Aquel que penetró en el abismo de la muerte e hizo resucitar a su Hijo unigénito, que se ha vuelto ahora el primogénito entre muchos hermanos y primicia de la nueva creación. Elevado desde la tierra y sentado a su derecha, en el trono de su Reino, intercede por toda la humanidad y la espera en su gloria (Ef 2,6); sigue, sin embargo, todavía peregrino en la tierra, a fin de que el hombre no se extravíe, sino que sea capaz de rechazar todo compromiso con las idolatrías de este mundo y de bendecir a Dios en toda circunstancia, repitiendo como en una profesión de fe: ¡Sí, bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por los siglos!

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Bendecir al Señor en todo momento, en la alegría y en la prueba, es una gracia inmensa. Dios nos la quiere conceder y la Iglesia nos dispone para acoger este don poniendo en nuestros labios palabras de alabanza. Como un niño aprende a conocer las realidades que le rodean silabeando y repitiendo los nombres que le indican, así aprendemos nosotros a adorar al Señor haciendo brotar de nuestro corazón los versículos de este antiguo cántico que le han dirigido innumerables generaciones de creyentes.

Ellos experimentaron que Dios no es sólo «el que es», sino también el Dios que se hace presente como «el que está aquí para salvarte». El humilde testimonio de esta escuadra de hombres y mujeres de fe nos ayuda a bendecir el nombre de Dios en toda circunstancia, unas veces penetrados de santo temor frente a su majestad infinita, otras penetrados de amor filial a su divina bondad y condescendencia.

Él se sienta, en efecto, sobre los querubines, pero al mismo tiempo tiene su morada en nosotros, penetra con su mirada amorosa los abismos más profundos (v. 55), incluso los que llevamos en el corazón, colmados a menudo de sufrimientos inexpresables. Es más, Dios mismo quiso conocer en la pasión de su Hijo nuestro propio dolor como uno de nosotros, y más que nosotros. Desde entonces brilla en el abismo de la muerte la luz de la obediencia filial de Cristo. Desde entonces quedó derrotada la muerte para siempre, y en él también nosotros podemos cantar: «Bendito seas, Señor, por los siglos de los siglos».

b) Para la oración

Bendito seas, Señor, Dios fiel y Padre nuestro. A ti alabanza y gloria sin fin. Bendito sea tu santo nombre; tú eres YHWH, el que es y el que está aquí para salvar. Bendito seas tú, que moras entre nosotros en tu verdadero templo, en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Bendito seas tú, omnipotente en el amor. Bendito seas tú, que mediante tu Hijo nos has arrancado de la muerte y nos has llamado a compartir tu gloria en los cielos. A ti te tribute alabanza y gloria sin fin toda criatura.

c) Para la contemplación

Dios, colmado de una bondad que está por encima de todo honor y toda alabanza, no recibe ninguna ventaja ni acrecentamiento de bien de todas las bendiciones que le tributamos: no es, por ello, más rico ni más grande, ni más feliz, ni tiene mayor contento, porque su dicha, su grandeza y sus riquezas no consisten ni pueden consistir en otra cosa que en la divina infinidad de su bondad. Con todo, comoquiera que, según nuestra manera de ver, el honor es considerado como uno de los más grandes efectos de nuestra benevolencia hacia los demás, de suerte que, merced a él, no sólo no suponemos indiferencia alguna en aquellos a quienes honramos, sino que más bien reconocemos que abunda en toda clase de excelencias, de aquí que hagamos objeto de esta benevolencia a Dios, que no se limita a agradecerla, sino que la exige, como conforme a nuestra condición y como cosa tan propia para dar testimonio del amor respetuoso que le debemos, que aún nos manda rendirle y referir a Él todo el honor y toda la gloria.

Así, pues, el alma que se complace mucho en la perfección infinita de Dios, al ver que no puede desear para El ningún aumento de bondad, porque es ésta infinitamente superior a cuanto se puede desear y aun pensar, desea, a lo menos, que su nombre sea bendito, ensalzado, alabado, honrado y adorado más y más; y, comenzando por su propio corazón, no cesa de moverlo a este santo ejercicio, y, como sagrada abeja, anda revoloteando de acá para allá sobre las flores de las obras y de las excelencias divinas, haciendo acopio de una dulce variedad de complacencias, de las que hace nacer y elabora la miel celestial de las bendiciones, alabanzas y honrosas confesiones, con las cuales, en cuanto le es posible, ensalza y glorifica el nombre de su Amado.

Pero este deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nuestros corazones, es insaciable: porque el alma quisiera disponer de alabanzas infinitas, para tributarlas a su Amado, pues ve que sus perfecciones son más que infinitas, y así, sintiéndose muy lejos de poder satisfacer sus deseos, hace supremos esfuerzos de afecto para, de alguna manera, alabar a esta bondad tan laudable (Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, V, 81).

e) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres [...]
Bendito tu nombre, santo y glorioso» (v 52).

e) Para la lectura espiritual

«Alabanza» no es una palabra que resuena todos los días en nuestros labios. Del mismo modo, «acción de gracias» traduce, en el lenguaje de la Iglesia, lo que ordinariamente expresamos al decir «gracias».

Pero en estos dos casos —alabanza y acción de gracias— se trata de salir de sí mismo.

Compartimos la salvación con otros y la recibimos de Otro. El hombre que se ha salvado es conocido por su alabanza y por su acción de gracias. Alabanza y acción de gracias constituyen la expresión perfecta de la salvación. El mal es cárcel y la salvación es libertad. La envidia es el guardián de esta prisión. Consiste en entristecerse del bien que otros poseen, en gozarse de un bien a condición de poseerlo en solitario. El dispositivo de la libertad está construido a la inversa: la alabanza se goza de un bien del que se benefician los demás. La acción de gracias reconoce en un bien el don que proviene de otro.

El famoso cántico de los tres jóvenes en el horno (Dn 3,51-90) parece estar ahí para hacernos comprender que la alabanza y la liberación son una única e idéntica cosa. El canto de «alabanza eterna» es ya victoria sobre el horno y el fuego. Va mucho más allá de la prueba presente: invita a todas las criaturas, una por una, a alabar a Dios. La imagen de los tres jóvenes entonando himnos en el horno será recuperada desde los primeros tiempos del arte cristiano, es decir, desde el período de las catacumbas. Con esto se ha querido hacer más que conmemorar a los héroes del libro de Daniel: se trataba de proponer un símbolo transparente, pero múltiple. El grupo de los tres jóvenes anuncia la comunidad cristiana. Es la alabanza eucarística la que la reúne. Las llamas indican el martirio de Cristo y de los suyos. Si ellos tienen la fuerza de alabar en medio de las llamas de la muerte, es porque Dios los resucita. Su cántico hace referencia a la primera y a la segunda creación, para que todo llegue al mismo tiempo al fin de todo: «La alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6) (P. Beauchamp, Los salmos noche y día, Sígueme, Madrid 1981, 91 ss passim).