Apocalipsis 11,17-18; 12,10b-12a

Han vencido por la sangre del Cordero

«Ésta es la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5, 4).

 

Presentación

Este cántico, situado en el libro del Apocalipsis inmediatamente después del toque de la séptima y última trompeta, es un himno de acción de gracias compuesto por dos partes distintas, que ponen sobre el tapete, respectivamente, la hora del juicio de Dios (11,17s) y sus consecuencias (12,10b-12), que se realizan en Cristo.

11,17Gracias te damos, Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.

11,18Se encolerizaron las gentes,
llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a
los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra.

12,10Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,

y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.

12,11Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
12,12Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Introducidos en el texto bíblico por esta afirmación: «A nuestro Señor y a su Cristo pertenece el dominio del mundo y reinará por los siglos de los siglos» (Ap 11,15b), los dos fragmentos que componen este cántico -separados del pasaje del gran signo de la mujer vestida de sol-forman una composición unitaria cuyo tema central es el poder de Dios y de su Cristo, manifestados en la instauración del Reino celestial.

En la primera parte (Ap 11,17s) resuena un canto que anticipa la victoria. Los reinos y los imperios (cf. Sal 2) se han coaligado contra Dios y contra su Mesías con un triple asalto que tiene en su punto de mira al Señor, a sus fieles y a la tierra. Esta coalición de muerte provoca, no obstante, la ira de Dios, que convoca a todos: se trata precisamente del «día de la revelación del justo juicio de Dios» (cf. Rom 2,5-7). Es el momento en el que se inaugura el nuevo reino. En él están los «siervos» o los fieles en general, es decir, los que estuvieron encargados de una misión; los profetas, que ejercieron el ministerio de la palabra para edificar, exhortar, confortar (1 Cor 14,3). Los santos son todos aquellos, pequeños y grandes, que han intentado asemejarse a su Señor (cf. 1 Pe 1,15).

Con acentos tomados tal vez de un himno litúrgico usado en la comunidad joánea para celebrar el triunfo pascual de Cristo, en la segunda parte el canto pone voz a la certeza de que «ahora» está asegurada la victoria del Resucitado en el cielo. El mal está todavía activo en el mundo, pero el que se adhiere a Cristo está seguro de que su propio testimonio le permite entrar en la victoria final.

Satanás, sin embargo, el que «acusaba a nuestros hermanos», ha sido precipitado desde el cielo. En la Escritura se le describe como acusador público ante el tribunal de Dios (cf. Job 1-2; Zac 3,1ss). No obstante, encuentra la oposición de Miguel y de sus ángeles; en consecuencia, estalla entre ellos la «guerra en el cielo» (cf. Ap 12,7-9). Satanás es precipitado a la tierra, donde todavía podrá actuar. En el cielo, sin embargo, Dios triunfa ya y la corte celestial puede entonar el canto por aquellos que han compartido la suerte del Cordero ofreciendo en sacrificio como él su propia vida y obteniendo la victoria.

Ésta es, en efecto, obra de Dios, de Cristo y de los fieles unidos a él en el testimonio hasta el derramamiento de su sangre. Cristo ha inaugurado con su muerte en la cruz su reino de poder: «Es ahora cuando el mundo va a ser juzgado; es ahora cuando el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera. Yyo, una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (In 12,31s). Los habitantes del cielo pueden exultar, porque está asegurado el éxito de la lucha, y la última palabra es la alabanza, la alegría y la exultación por nuestro Dios.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

El itinerario espiritual que ha trazado la salmodia de hoy alcanza aquí su meta, que es también la meta de toda la historia humana: el Reino de Dios. Éste ha crecido en nuestra tierra al modo como germina una semilla pequeña: algo tan ordinario que pasa desapercibido. El cántico del Apocalipsis muestra la visibilidad final de esta realidad y nos hace reflexionar sobre el contraste entre lo que aparece y la realidad, tal como la ve Dios.

El v 15, que precede al cántico, proclama con la claridad de voces poderosas del cielo: «A nuestro Señor y a su Cristo pertenece el dominio del mundo y reinará por los siglos de los siglos». Si ésta es la realidad más allá de toda apariencia, el largo y sufrido trabajo de la historia no es un destino ciego, la fatalidad: cuando llegue el cumplimiento que atestigua el cántico, comprenderemos la incidencia efectiva de cada acontecimiento, de toda opción, de todo gesto de caridad realizado o negado. Comprenderemos asimismo el peso que ha tenido en nosotros la acción del maligno, que intenta siempre separarnos de Dios y entre nosotros. Veremos sin velos lo que ahora creemos por la fe, o sea, que la salvación depende únicamente de la sangre del Cordero y de cuantos han ofrecido su vida con él en la fe, en un martirio cruento o consumado en la conciencia, día a día. Éste sigue siendo el gran consuelo del cristiano que trabaja en el tiempo: su sacrificio no será en vano, no se perderá la sangre de tantos inocentes.

El sufrimiento injusto que ha aplastado a tantos miles y miles de millones de hombres a lo largo de los siglos no podrá impedir la realización del designio de Dios. Ésta aparecerá, en cambio, en la hora definitiva de la historia como la preciosa contribución de la humanidad a la victoria divina sobre el dominio del mal. Y esta victoria encontrará reunidos a todos los siervos de Dios, pequeños y grandes, que recibirán de él una recompensa eterna, puesto que no han recibido ninguna en este mundo. Exulten, por tanto, los fieles y exultemos también nosotros, que todavía estamos en camino: teniendo orientado el corazón a la meta del Reino podremos dar valor a cada instante, porque en él se consuman la lucha y la victoria sobre el amor.

b) Para la oración

Te damos gracias, Señor Dios omnipotente y eterno, que envuelves y penetras el tiempo, porque has manifestado tu poder haciendo triunfar tu Reino. Son muchas las fuerzas que se han opuesto a ti a lo largo de los siglos, pero ésta es la hora de rendir cuentas, el tiempo del juicio definitivo para cada hombre. Es la hora en la que quien ha esperado en ti no queda decepcionado, puesto que tu alegría compensa a cuantos han servido a la causa del Reino en la medida, pequeña o grande, de sus posibilidades.

Sí, ésta es la hora de la salvación definitiva, porque has vencido para siempre al diablo, que nos separaba de ti y de los hermanos. Has vencido haciéndote inerme en tu Hijo, Cordero inmolado que ha dado su sangre por nosotros. Has vencido acogiendo en el seno de tu compasión el sufrimiento de tantos inocentes, el martirio de tantos creyentes. Has vencido porque nos has amado hasta el final. A ti la gloria por los siglos de los siglos.

c) Para la contemplación

Qué grande es la benignidad del Señor, qué abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera atrevido nunca a pronunciar este nombre en la oración si él no nos lo hubiera permitido.

Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos en tenerlo por Padre. Sea nuestra conducta como conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales

Pedimos que se haga presente el Reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado entre nosotros. Porque no hay un solo momento en el que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino, que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su Pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos parte después en el Reino de Cristo, como él nos ha prometido, con las palabras: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). También podemos entender, hermanos muy amados, este Reino de Dios en el sentido de la misma persona de Cristo, cuyo próximo advenimiento es también objeto de nuestros deseos. El es la resurrección, ya que en él resucitaremos; por eso podemos identificar el Reino de Dios con su persona, ya que en él tenemos que reinar (Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padre nuestro, 11.13, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Ahora se estableció la salud y el poderío, y el reinado de nuestro Dios» (v 10).

e) Para la lectura espiritual

Al hombre de nuestro tiempo le es indispensable reflexionar continuamente sobre la esencia de la historia, porque se trata de su historia, y parece que se escapa. Ni siquiera las cada vez más violentas experiencias de nuestra historia más reciente le sirven de ayuda. Ahora bien, si ya no nos dejamos plantear problemas por la historia, nos convertiremos nosotros mismos en seres sin historia y perderemos así nuestra humanidad. Puesto que el hombre es un ser histórico.

Dirijámonos, por consiguiente, a un libro que tiene como tema la historia. Es el llamado Apocalipsis: «Revelación de Jesucristo». ¿Qué dice nuestro libro sobre la historia? Su tesis es que ésta sólo ha empezado a hacerse clara en su desarrollo con Cristo. Ningún hombre, ningún héroe, ningún demonio, ningún ángel puede hacer que la historia se manifieste en su carrera a lo largo de los siglos. Sin embargo, «el león de la tribu de Judá», que es el «Cordero», Jesucristo, es digno y capaz de abrir sus sellos. Su muerte es «la victoria» -la victoria del amor-, no es su derrota. Porque este muerto ha sido resucitado por Dios y elevado a la diestra del Padre. El amor de Jesucristo, que sostiene todo y a todos, ha demostrado que es superior a la muerte y que es el amor omnipotente de Dios. La victoria, podríamos decir también, es ésta: el sacrificio de Jesucristo se ha convertido ahora en la clave de toda soberanía y de la vida.

De este modo, la historia no se presenta ya como objeto de acusación, sino que aparece en la palabra de justificación por obra del amor de Cristo. No es que la tierra ya no esté recorrida por el espíritu del egoísmo y, por consiguiente, haya dejado de estar en poder de sus tinieblas y de su muerte. Más aún, este espíritu, expulsado de la eternidad, se lanza ahora sobre ella, aunque en el fondo ya no puede nada. En efecto, ¿qué es la tierra? Un breve período de tiempo. El futuro y la eternidad, que, por lo demás, no sólo están cerca, sino que ya están juntos, pertenecen a Jesucristo. La victoria de Cristo consiste en esto: que ya no es el poder arbitrario el que domina la historia y el que prepara su futuro a esta última, sino el amor de Dios (H. Schlier, Riflessioni sul Nuovo Testamento, Brescia 1976, 463-467).