Salmo 118,145-152 XIX (qof)

Promesa de observar la Ley de Dios

«En esto consiste el amor de Dios, en observar sus mandamientos» (1 Jn 5,3).

 

Presentación

Se trata de un fragmento del Sal 118, el más extenso del salterio (veintidós estrofas de ocho versículos cada una), alefático y en honor de la ley y de la fe judías. El texto nos presenta el contenido de la espiritualidad judía correspondiente al período posterior al exilio de Babilonia (después del año 538 a. C.), bajo el influjo de la teología del Deuteronomio y de la literatura sapiencial, centrado en la meditación personal y en la observancia interior de la Torá. Los w. 145-152, correspondientes a la letra qof, decimonovena estrofa, son una súplica individual en la que el salmista pide fuerza y ayuda para observar la Palabra del Señor. La estructura es la siguiente:

— vv. 145-146: súplica al Señor para obtener la salvación;

vv. 147-148: oración nocturna del orante que precede a la aurora;

vv. 149-152: dificultades superadas por la proximidad del Señor.

145Te invoco de todo corazón:
respóndeme, Señor, y guardaré tus leyes;
146
a ti grito: sálvame

y cumpliré tus decretos;
147me adelanto a la aurora pidiendo auxilio,
esperando tus palabras.

148Mis ojos se adelantan a las vigilias
meditando tu promesa;
149
escucha mi voz por tu misericordia,
con tus mandamientos dame vida;
150
ya se acercan mis inicuos perseguidores,
están lejos de tu voluntad.

151Tú, Señor, estás cerca
y todos tus mandatos son estables;
152hace tiempo comprendí que tus preceptos
los fundaste para siempre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmo comienza con una súplica del fiel al Señor, a fin de obtener su ayuda y verse liberado de los enemigos que le asaltan. No se trata propiamente de una oración interesada, en forma de chantaje, esto es, prometer observar la ley si el Señor libera al orante de las personas que buscan su mal; se trata, más bien, de un israelita piadoso que siempre ha sido fiel al Señor y que recurre a él con confianza: «Te invoco de todo corazón: respóndeme, Señor, y guardaré tus leyes; a ti grito: sálvame y cumpliré tus decretos» (vv. 145ss). Estas palabras nos hacen pensar en las promesas proféticas del Señor expresadas por Jeremías: «Entonces, cuando me invoquéis y supliquéis, yo os atenderé» (Jr 29,12).

El salmista desarrolla ampliamente el tema de la observancia de la ley divina, hasta tal punto que emplea ocho términos diferentes en el texto completo del salmo: palabra dicho, decreto, juicio, ley, precepto, testimonio, orden. Todos estos términos expresan el sentido religioso de revelación de la voluntad de Dios. El orante posee una dilatada experiencia de fidelidad a la vida religiosa y afirma su fe firme y su credo: «Hace tiempo comprendí que tus preceptos los fundaste para siempre» (v 152). En efecto, toda su vida pasada está iluminada por el servicio de Dios y por la observancia de la Palabra del Señor, que ha puesto en el centro de su obrar y como regla de vida. Si el israelita piadoso encuentra dificultades con sus enemigos, que se le oponen por su coherencia religiosa, confirma, a pesar de todo, su decisión de querer observar la voluntad de Dios, expresada en la Torá, desde que espera la aurora. La proximidad benévola y salutífera de la presencia de Dios, que ilumina como sol su camino espiritual, le sirve de consuelo y de aliento para seguir adelante en la vida, anclada en la verdad de la enseñanza del Señor: «Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables; hace tiempo comprendí que tus preceptos los fundaste para siempre» (w 151-152).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La estrofa del salmo, que corresponde bien a las alabanzas del sábado, día que la tradición judía y la tradición cristiana dedican a la palabra orante, vincula a Dios y al hombre en un diálogo que es enseñanza de vida y observancia de los mandamientos. El Nuevo Testamento resume toda la ley dejándola en dos mandamientos fundamentales, que constituyen el corazón de toda la revelación de Jesús: el amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,40). Y, en realidad, el Sal 118 no es otra cosa que una meditación profunda sobre estos dos mandamientos, que se traducen en la vida cristiana con la observancia de la Palabra del Señor: «Porque el amor consiste en guardar sus mandamientos, y sus mandamientos no son pesados» (1 Jn 5,3).

El amor al que es Padre implica, en consecuencia, el amor a los que él ha engendrado, que son para nosotros hermanos. El amor, especialmente para el apóstol Juan, es considerado en su origen, en Dios; también el amor al prójimo brota del que tenemos a Dios (1 Jn 4,7.16). Sin embargo, este amor tiene su criterio de autenticidad: la observancia de los mandamientos, el cumplimiento de la voluntad de un Padre que nos ama.

Llegados aquí, la expresión «y sus mandamientos no son pesados» (1 Jn 5,3) también se vuelve clara. La ley del amor ya no es un peso, una obligación, en el camino de fe del cristiano, sino la manifestación alegre y espontánea de la comunión vivida entre Padre e hijos. Dice, en efecto, el Señor: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). Esta es la fe de los creyentes, que se expresa en la certeza de la victoria final de Cristo, una victoria que los hombres nacidos de él anticipan ya en su vida, triunfando sobre la parte del mundo enemiga del Señor. Esta fe tiene como objeto a Jesús, a quien la comunidad cristiana, vencedora del mundo, proclama Hijo de Dios.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

El amor que Jesús alimenta por sus discípulos pide una respuesta pronta y generosa, que el Señor expresa muy bien con estas palabras: «Pero sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,10). La respuesta se verifica en la observancia de los mandamientos de Jesús, en el hecho de permanecer en su amor, y se modela sobre su ejemplo, vivido en la obediencia radical al Padre hasta el sacrificio supremo de la vida.

Las palabras del Maestro tienen una lógica sencillísima: el Padre amó al Hijo y éste, al venir entre los hombres, permaneció unido en el amor con la actitud constante de un «sí» generoso y obediente al Padre (cf. Jn 15,2.18). Se verifica igualmente en la relación entre Jesús y los discípulos, que han sido llamados a practicar con fidelidad lo que el Señor realizó a lo largo de su vida. Su respuesta debe ser un testimonio sincero del amor de Jesús por ellos, permaneciendo profundamente unidos en su amor (cf. 1 Jn 4,16). El Señor no les pide tanto que le amen como que se dejen amar, aceptar el amor que desde el Padre, a través de él, baja a ellos; les pide que le amen dejándole a él la iniciativa, sin poner obstáculos a su venida; les pide que reciban su don, que es plenitud de vida.

La vida cristiana tiene un solo problema: cuando, por iniciativa divina, ha tenido lugar en el cristiano la inserción en Cristo, no queda más que permanecer en su amor, que supone acoger, imitar y prolongar la comunión que une al Padre y al Hijo, y que se ha manifestado, históricamente, en el amor de Cristo a sus discípulos. Para permanecer en el amor de Jesús es preciso cumplir una condición: observar sus mandamientos (cf. Jn 14,15.21.23ss) tomando a Jesús como modelo de esta observancia.

Planteada en estos términos, la vida del discípulo permanece en la de Jesús y el camino del amor ya está trazado. Este camino le procurará tanta más alegría cuanto más recorra el camino del Maestro y se deje amar por él. Esta alegría es la que deriva de su amor, de su obediencia y docilidad al Padre, de su morar en el Padre. Esta alegría, como don mesiánico, es algo que todo discípulo debe experimentar. La da Jesús, fuente de la verdad y de la vida, y es la misma vida de comunión y de amor que se da en la realidad de Dios.

c) Para la oración

Padre santo, tú enviaste a tu Hijo entre nosotros para hacernos conocer tu Palabra de vida, que se resume en el mandamiento del amor a ti y a los hermanos, y que da alegría y paz a los que lo viven con un corazón sincero y generoso. Concede a toda la Iglesia ser siempre signo de este amor en el mundo, para que no falte nunca a su vocación de ser luz y fermento entre los pueblos. Haz, por otra parte, que cada cristiano observe con celo los mandamientos contenidos en tu Palabra, que es vida para nosotros. Concédenos la gracia de caminar hacia ti, aun cuando tu Palabra parezca pesada para nuestros hombros y nos asedien los enemigos. En esos momentos, haz que nos acordemos de que sólo tú tienes palabras de vida eterna y de que tu amor supera cualquier otro amor.

c) Para la contemplación

Con mucha frecuencia, Dios, cuando ve a la muchedumbre de los fieles dispuestos a orar en paz y de acuerdo, se siente movido casi a la ternura. Hagamos, pues, todo lo posible para reunirnos en oración, suplicando a Dios los unos por los otros, como hacían los corintios por los apóstoles. Así, además de cumplir el mandamiento del Señor, nos estimularemos a la caridad. Cuando digo «caridad», pretendo expresar con este vocablo todo lo que está bien; debemos aprender también a dar gracias con un mayor fervor. En efecto, los que expresan su gratitud a Dios por los favores que reciben los otros lo hacen mucho más cuando se trata de ellos mismos. Así se comportaba David también cuando decía: «Celebrad conmigo al Señor, exaltemos juntos su nombre» (Sal 33,4).

El apóstol lo recomienda también en diferentes pasajes; hagamos también nosotros lo mismo y anunciemos a todos las gracias de Dios, a fin de asociarlos a nuestra alabanza. En efecto, cuando exaltamos algún favor recibido de los hombres, hacemos que éstos estén más dispuestos a hacernos el bien; con mayor razón, si proclamáramos los beneficios de Dios, le moveríamos a una mayor benevolencia. Y si, después de haber conseguido un favor de alguien, invitamos también a otros a mostrarle nuestro reconocimiento, debemos mostrar mayor solicitud a la hora de llevar al Señor a muchas personas para que le den gracias con nosotros. Si así procedía Pablo, tan digno de confianza, todavía más debemos hacerlo nosotros.

Esto acontece cuando suplicamos repetidamente a personas santas que den gracias por nosotros y ellas hacen lo mismo respecto a nosotros. Esta es la tarea particular de los sacerdotes y su privilegio más eminente. Al comienzo de la oración, damos gracias por la humanidad y por los favores otorgados a todos.

En efecto, si bien los beneficios de Dios son comunes, tú, en cambio, has recibido la salvación del bien común. Por consiguiente, ora debes dar gracias a Dios con los otros por los favores recibidos en particular, ora debes alabarle de manera privada por los beneficios comunes. Dios no hace brillar el sol sólo para ti, sino para todos, indistintamente, y, sin embargo, lo gozas todo también en particular: una cosa tan grande ha sido creada para la utilidad común; tú, sin embargo, solo, ves todo lo que pueden ver todos los hombres juntos. Es justo, por tanto, que des gracias también por los beneficios comunes y por las virtudes de los otros.

En efecto, con frecuencia recibimos beneficios gracias al prójimo. Si en Sodoma se hubieran encontrado sólo diez justos, sus habitantes no hubieran incurrido en tantas desventuras. Por eso, demos gracias también por la libertad y la confianza que tienen otros respecto a Dios. Es ésta una tradición antigua, instituida en la Iglesia desde sus primeros orígenes: ésa es la razón por la que Pablo da gracias por los romanos, por los corintios y por toda la humanidad (Juan Crisóstomo, «Homilías sobre la segunda carta a los Corintios», 2, 4ss, en PG 61, 397-399).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, esperando tus palabras» (v. 147).

e) Para la lectura espiritual

Hay un libro en la Sagrada Escritura que se distingue de todos los otros por el hecho de contener sólo oraciones. Es el libro de los salmos. A primera vista resulta muy sorprendente encontrar en la Biblia un libro de oración. En efecto, la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios dirigida a nosotros, mientras que las oraciones son palabras humanas. ¿Cómo pueden entrar en la Biblia? No nos dejemos engañar: la Biblia es Palabra de Dios también en lo que toca a los salmos. Pero, entonces, ¿son Palabra de Dios las oraciones a Dios? Es algo que nos resulta difícilmente comprensible. Si lo pensamos, lo único que podemos comprender es que sólo de Jesucristo podemos aprender de manera justa, que en él nos encontramos en presencia de la Palabra del Hijo de Dios que vive en medio de los hombres, que se dirige al Padre, que vive en la eternidad. Jesucristo ha llevado ante Dios todas las miserias, todas las alegrías, toda gratitud y todas las esperanzas de los hombres. En sus labios, la palabra humana se convierte en Palabra de Dios, y, con nuestra participación en su oración, la Palabra de Dios se convierte a su vez en palabra humana. De este modo, todas las oraciones de la Biblia son oraciones con las que nosotros participamos en la oración de Jesucristo, en la que él nos implica, llevándonos ante la presencia de Dios; de otro modo, no son oraciones adecuadas, porque sólo podemos orar en y con Jesucristo.

A partir de este presupuesto, si queremos leer y rezar las oraciones de la Biblia, y en particular los salmos, no debemos empezar preguntándonos qué relación tienen con nosotros, sino qué relación tienen con Jesucristo. Debemos preguntarnos cómo comprender los salmos en cuanto Palabra de Dios; sólo en ese punto podemos participar en la oración que en ellos se pronuncia. No tiene ninguna importancia que los salmos expresen precisamente el sentimiento que esté presente en nuestro corazón. Tal vez sea incluso necesario orar oponiéndonos a nuestro corazón si queremos orar bien. Lo importante no es lo que responde a nuestra voluntad, sino lo que Dios quiere que digamos en nuestra invocación. Si tuviéramos que contar sólo con nosotros mismos, nuestra oración sería con frecuencia únicamente la cuarta invocación del padrenuestro. Pero Dios lo ha establecido de manera diferente: no es la pobreza de nuestro corazón lo que debe caracterizar nuestra oración, sino la riqueza de la Palabra de Dios (D. Bonhoeffer, II libro de preghiera della Bibbia. Introduzione al salmi, Queriniana, Brescia 1991, pp. 100ss).