Salmo 113A

Cuando Israel salió de Egipto

«Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os ofrezcáis como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios... No os acomodéis a los criterios de este mundo» (Rom 12,1 ss).

 

Presentación

El salmo 113A (vv. 1-8) corresponde al hebreo 114. Se trata de un himno que canta los acontecimientos de la Pascua judía. Pertenece al primer canto del Hall, que celebra el acontecimiento fundamental de la historia de Israel, su elección y constitución como pueblo de Dios (cf. Ex 14; Jos 3). Nos encontramos ante un maravilloso compendio de la teología del éxodo y ante una obra maestra de gran belleza literaria. Lo cantan los judíos en sus fiestas principales, y especialmente en la cena pascual, haciendo presente el don de la liberación de todo tipo de esclavitud. El salmo se divide en cuatro estrofas:

– vv. 1-2: canto del éxodo de la tierra de esclavitud;

vv. 3-4: canto del mar, del Jordán, del monte Sinaí;

– vv. 5-6: canto al mar, a los ríos, a los montes;

– vv. 7-8: canto de la teofanía o de la transformación del desierto.

1Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
2
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

3El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
4los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

5¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
6
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

7En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob,
8que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Este himno expresa la alabanza que Israel eleva a Dios por las maravillas realizadas en favor de su pueblo: el paso del mar Rojo, la entrada en el desierto, la experiencia del Sinaí, el paso del Jordán. La primera estrofa (vv. lss) es el canto del éxodo de la tierra de esclavitud y evoca la aventura hebrea desde la esclavitud de Egipto, lugar de la lengua bárbara, a la entrada en la tierra prometida, considerada como «santuario». Dios acompaña y guía el camino del pueblo, herencia preciosa del Señor, que, una vez llegado a la tierra de la libertad, explota de alegría. La segunda y la tercera estrofas (vv. 3ss y 5ss) son el canto del mar, del Sinaí, del Jordán y de toda la creación, acontecimientos fundamentales del éxodo. El pueblo, al salir de Egipto, se transforma y contagia a toda la creación la alabanza del Dios liberador, mientras que el salmista espectador pregunta sorprendido para saber qué pasa: «¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? ¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros; colinas, que saltáis como corderos?». El mar, el Jordán y el Sinaí, en efecto, están personificados y, como personajes espectadores de un drama, se retiran para dejar pasar a Israel. El Sinaí vibra exultante como los carneros, los corderos saltan y toda la creación participa en el dinamismo de los acontecimientos extraordinarios. El mar Rojo y el Jordán son así los dos confines de la salida de la esclavitud y de la entrada en la libertad, momentos típicos del éxodo, mientras que los montes del Sinaí son testigos elocuentes de la teofanía. La cuarta estrofa (vv. 7ss) es el canto de la teofanía y describe la acción salvífica y liberadora de Dios en favor de su pueblo ante toda la tierra, una acción que se expresa a través del gran milagro de la roca. El salmista remite, en efecto, al gran prodigio de las aguas manadas de la roca de Meribá, aguas que calmaron la sed de toda la comunidad de Israel en la marcha fatigosa a través del desierto (cf. Dt 8,15; Ex 17,1-7; 19,18; Nm 20,1-13).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este salmo, colocado en las vísperas del domingo, lo canta también la Iglesia, peregrina hacia la verdadera tierra prometida, con un propósito nuevo: es la oración pascual cristiana, es el himno de los salvados que han recibido el don del bautismo y de la vida nueva. El canto, así, no es sólo memorial de la liberación del pueblo judío de Egipto, sino liberación de toda la humanidad por obra de Jesucristo. El es el verdadero Israel, el pueblo elegido, el resto de Israel que, en el momento de su pasión y muerte, realiza el éxodo liberador para todos los hombres y los conduce de la esclavitud del pecado y de la muerte a la tierra prometida, que es la patria del cielo. El Dios victorioso del salmo es también, por consiguiente, el Dios de la nueva alianza, cuya acción se derrama sobre la Iglesia, que celebra sus alabanzas. La liberación de Egipto, en efecto, es símbolo para los creyentes de la redención que Jesucristo ha llevado a cabo (cf. Hch 7,35ss; 1 Cor 10,1-4). Con la victoria de Cristo sobre la muerte y con su resurrección y glorificación, toda la Iglesia ha pasado del poder del pecado y de las tinieblas a la tierra de la vida, donde las aguas de la felicidad brotan para siempre en la casa del Padre.

La primera carta de Pedro recuerda a todos los bautizados su vocación y elección como nuevo pueblo de Dios: «Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais conseguido misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia» (1 Pe 2,9).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

San Agustín, al escribir en la cita referida en la liturgia de las horas: «Los que habéis renunciado al mundo del mal, también habéis realizado el éxodo», aplica el salmo a la vocación bautismal. La salvación pascual de Cristo se realiza, en efecto, de una manera visible, mediante la fe y el bautismo y continúa en la vida litúrgica de la Iglesia y en la celebración de los sacramentos. El bautismo realiza una unión entre Cristo y nosotros, que somos bautizados «en Cristo Jesús» y con el rito sacramental hemos muerto con Cristo y hemos sido sepultados con él, para vivir de su misma vida (cf. Rom 6,3-11). «Habéis sido sepultados con Cristo en el bautismo, y con él habéis resucitado también, pues habéis creído en el poder de Dios que lo ha resucitado de entre los muertos» (Col 2,12ss).

Ahora bien, existe asimismo una estrecha relación entre el bautismo y la acción del Espíritu: hemos sido bautizados «en el Espíritu Santo» y hemos bebido de un solo Espíritu para formar un solo cuerpo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 12,13). Con el bautismo, además, nos convertimos en hijos de Dios y, por la presencia del Espíritu que hemos recibido en nuestro corazón, podemos gritar en él «Abba-Padre» (cf. Gal 3,26.). De este modo, unidos a Cristo y viviendo la vida en el Espíritu, hemos sido agregados al mismo cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sin distinción ni separación. Todos juntos formamos una nueva familia humana, fundada sobre la fe y animada por el Espíritu.

El don de la gracia que recibimos en el bautismo es una auténtica regeneración de vida que el Señor lleva a cabo en el creyente. Esta no sólo nos da su salvación y su presencia, sino que constituye la puerta de entrada que nos introduce en la intimidad con el Espíritu Santo, el gran transformador del espíritu humano, cuya amistad nos hace pregustar el canto del éxodo definitivo hacia la Jerusalén celestial.

b) Para la oración

Padre bueno, al invocar tu nombre junto con el de tu Hijo y el del Espíritu Santo en el bautismo, nos regeneraste en el agua y en el Espíritu como pueblo nuevo, pueblo sacerdotal y real consagrado a ti para siempre. Tú abriste un mar para nosotros, nos hiciste salir de las tinieblas y entrar en la tierra de la luz y de la libertad. Tú cambiaste la roca en torrente de aguas e hiciste brotar en nosotros la fuente de la vida. Tú nos diste una ley esculpida en el corazón haciéndonos tus hijos. Haz que en el nuevo éxodo de tu Iglesia ninguno de nosotros seque nunca esa fuente y, renovados cada día en lo íntimo con la fidelidad a tu Palabra, podamos tributarte un culto verdadero y anunciar a los hermanos que encontremos tu amor de Padre y cantar juntos tus alabanzas.

c) Para la contemplación

Al ser agregado al número de los catecúmenos y al comenzar a someterte a las prescripciones de la Iglesia, has atravesado el mar Rojo y, como en aquellas etapas del desierto, te dedicas cada día a escuchar la ley de Dios y a contemplar la gloria del Señor, reflejada en el rostro de Moisés. Cuando llegues a la mística fuente del bautismo y seas iniciado en los venerables y magníficos sacramentos, por obra de los sacerdotes y levitas, parados como en el Jordán, que conocen aquellos sacramentos en cuanto es posible conocerlos, entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el verdadero sucesor de Moisés, y será tu guía en el nuevo camino.

Entonces tú, consciente de tales maravillas de Dios, viendo cómo el mar se ha abierto para ti y cómo el río ha detenido sus aguas, exclamarás: ¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? ¿Y a vosotros montes, que saltáis como carneros; colinas, que saltáis como corderos. Y te responderá el oráculo divino: En presencia del Señor se estremece la tierra, en presencia del Dios de Jacob, que transforma las peñas en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Orígenes, Homilía IV sobre Josué, Cittá Nuova, Roma 1993, pp. 84-86).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Cuando Israel salió de Egipto...» (v 1).

e) Para la lectura espiritual

¿Cómo podemos releer -incluso revivir- este bellísimo salmo que encierra en pocos versos la epopeya de Israel y la epopeya de la Iglesia, de toda la humanidad, es decir, el acontecimiento de nuestra salvación?

El Señor continúa cambiando para nosotros la piedra en lago, la roca en fuente de agua viva. Y no sólo de su corazón brotan las fuentes de la vida, sino que las hace brotar también del nuestro, derramándolas, el Espíritu Santo, la fuente de agua viva. En consecuencia, podemos cantar. Nuestra vida se convierte toda ella en un canto nuevo: el canto de la salvación, el canto del éxodo y de la tierra prometida, el canto del mar, el canto del Jordán y de los ríos, el canto de los montes y de las colinas, el canto del desierto y del oasis que se abre en el desierto por la prodigiosa intervención de Dios. Toda nuestra vida es éxodo, porque nuestra vida es pascual, es un paso, una pascua continua. Dios interviene continuamente, realiza sus maravillosas gestas en favor nuestro, hasta la última etapa, que será precisamente aquella de la que hablaba Dante en el canto del Purgatorio (II, 36-48). Entonces saldremos definitivamente de la tierra de exilio para entrar en la verdadera tierra prometida, la Jerusalén celestial, cantando todavía In exitu Israel de Aegypto (A. M. Canopi, 1 sammi, canto di Cristo e della Chiesa, Paoline, Milán 1997, pp. 152ss).