Salmo 109,1-5.7

El Mesías es nuestro rey y sacerdote

«Mi Reino no es de este mundo... Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo» (Jn 18,36ss).

 

Presentación

Se trata de un salmo real célebre, compuesto en Jerusalén para la entronización del rey o para la celebración de su aniversario. El poeta o profeta cortesano habla al rey en nombre de Dios, que otorga el dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y 4, según la versión griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo Testamento a Cristo y releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de la tradición judía (Qumrán). El salmo tiene dos partes:

– vv. 1-3: la primera contiene un oráculo real dirigido por YHWH al rey sobre su entronización;

– vv. 4-7: la segunda presenta un oráculo sacerdotal-real.

Tras recibir algunos retoques, la misma Sinagoga aplicó el salmo al Mesías. Las principales prerrogativas del Mesías son tres: la realeza, la filiación divina y el sacerdocio eterno.

1Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies».

2Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

3«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora».

4El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».

5El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.
7En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1). Por otra parte, el Señor mismo asegura, en este día solemne, su filiación divina de una manera misteriosa: «Yo mismo te engendré», como rey y sacerdote del pueblo, «entre esplendores sagrados», los de esta liturgia de consagración, como el rocío de la mañana desde el seno de la aurora (v. 3). Su sacerdocio será eterno, como el de Melquisedec, rey-sacerdote de Salén sin ascendencia terrena (cf. Gn 14), un sacerdocio distinto al oficial del templo, ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).

El Señor le dará también el poder y se extenderá desde el palacio real hasta todos sus enemigos, que serán humillados por la fuerza del rey. El consagrado, con sus empresas victoriosas sobre el enemigo, estará siempre a la cabeza de un pueblo victorioso y reinará sobre todo el mundo, porque se alimenta del torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7). Todas estas prerrogativas reservadas al rey -la filiación divina, la realeza universal y el sacerdocio para siempre- no son resultado de una investidura terrena, sino sólo de la divina (cf. 2 Sm 7).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este salmo, que recita la Iglesia al atardecer del domingo, es una invitación a contemplar el triunfo de Cristo resucitado a la luz de la promesa que hizo Dios al rey de Judá. Jesús cumplió este oráculo y se lo aplicó a sí mismo (cf. Mt 22,41-46; 26,44). Los apóstoles lo emplearon para proclamar la gloria del Resucitado (cf. Mc 16,19; Hch 2,32-36; 1 Cor 15,25-28; Heb 10,12ss).

También la Iglesia mantiene viva la fe y la esperanza con el pensamiento de que todo creyente formará parte un día de esta misma gloria, a pesar de los diferentes enemigos que le asedian hoy: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva» (1 Pe 1,3). En efecto, la comunidad cristiana ve en este salmo los momentos significativos de la historia de la salvación aplicados a Cristo: su nacimiento y su divinidad (vv. 2ss); la lucha contra las potencias del mal, como la muerte, el dolor y el pecado, que serán puestos como «estrado de tus pies» (vv. 5ss); la glorificación a la derecha de Dios (v. 1), preludio de las teofanías del Jordán y del Tabor; su sacerdocio eterno (v 4), puesto que siempre está vivo para interceder por los hermanos junto al Padre (cf. Heb 7,24ss).

Sólo en la plenitud de los tiempos, cuando el Cristo histórico aparezca en una humilde semejanza humana, seremos reconciliados con Dios en la sangre de la cruz y toda la humanidad podrá reconocer el signo de la realeza y de la mediación salvífica del Hijo-Mesías, como sacerdote e intercesor del Padre. Por eso canta la Iglesia las grandezas del Señor, participa en sus misterios, combate con Cristo la batalla contra el mal en espera de la vida verdadera, y escucha la Palabra profética de Dios, que la invita a ser heredera de su gloria.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Mi vida personal contempla esta noche a Jesús resucitado y rey victorioso con la fuerza y el poder del Padre. Pero me viene a la mente de una manera espontánea preguntarme cómo abrir el corazón a Cristo para poder pasar de una fe superficial a una existencia cristiana convencida y madura en su persona de Señor resucitado. Afirma Juan Pablo II: «La vida espiritual, entendida como vida en Cristo, vida según el Espíritu, es como un itinerario de progresiva fidelidad en el que la persona consagrada es guiada por el Espíritu y conformada por él a Cristo, en total comunión de amor y de servicio en la Iglesia» (VC 93).

La respuesta, pues, es una sola: hoy es necesario que el seguimiento de Jesús por parte del creyente sea un auténtico redescubrimiento del rostro de Cristo, a través de un camino personal y convencido de santidad; es el mismo camino recorrido por el apóstol Pablo y por los santos: «Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por pura benevolencia, tuvo a bien revelarme a su Hijo y hacerme su mensajero entre los paganos» (Gal 1,15ss). Se trata de tener los mismos sentimientos que Cristo (cf. Flp 2,5-11). Se trata de reapropiarnos del verdadero camino de fe que habíamos profesado con nuestro bautismo. Se trata, en definitiva, de dar una respuesta sincera y personal a la pregunta de fondo, que tiene que ver con el sentido de nuestra vida y que Jesús vuelve a plantearnos hoy: «¿Me amas?» (cf. Jn 21,15.16.17). Y todo esto no porque lo hayamos «oído decir», sino porque lo hemos «visto con nuestros propios ojos», y por eso «buscamos a Jesús por Jesús». La vida cristiana es para nosotros un itinerario que debemos recorrer, es decir, pasar de una fe superficial («fe infantil») y consuetudinaria («fe de la práctica») a una fe adulta, capaz de comprometer toda nuestra vida. Si vivimos nuestra vida en Cristo, seremos personas nuevas, personas que irradian fortaleza y esperanza, instrumentos del amor de Dios entre los hombres.

b) Para la oración

Señor y Padre bueno, que hiciste sentarse a tu derecha a tu Hijo, Jesús, haz que su realeza se extienda sobre toda la tierra y concédenos a todos nosotros, tus hijos, participar un día de su gloria en tu Reino. Tú que engendraste a Jesucristo desde el principio de los tiempos y le coronaste como Señor de la historia y de los hombres con su resurrección, extiende tu amor misericordioso sobre la humanidad que te invoca, a fin de que pueda encontrar refugio en ti, que eres el Padre bueno y fiel.

Y tú, Jesús, hijo de David, que venciste al mal, a la muerte y al pecado con el sacrificio de la cruz y restableciste la comunión de todos nosotros con Dios, fortalécenos contra los asaltos del maligno, a fin de que un día, hechos semejantes a ti, podamos entrar en tu santuario celestial y poner como estrado de nuestros pies al pecado y a la muerte.

c) Para la contemplación

Es menester orar al comienzo del día para celebrar con la oración de la mañana la resurrección del Señor. Esto corresponde a lo que indicó el Espíritu Santo una vez en los salmos con estas palabras: «Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío. A ti te suplico, Señor; por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Sal 5,3ss). [...] Cuando después se oculta el sol y desaparece el día, es menester que nos pongamos a orar de nuevo. En efecto, puesto que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, en el momento en el que el sol y el día del mundo desaparecen, invoquemos que Cristo vuelva para llevarnos a la gracia de la luz eterna, pidiendo a través de la oración que vuelva la luz sobre nosotros (Cipriano, «Tratado sobre el padrenuestro», 35, en PL 39, col. 655).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«El Señor está a tu derecha» (v. 5).

e) Para la lectura espiritual

Junto a la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo desempeña en esta oración, asociando consigo a la Iglesia, su esposa. En este sentido, refiriéndose precisamente a la «liturgia de las horas», el Concilio Vaticano II enseña: «El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, [...] une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando la eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el oficio divino» (Sacrosanctum concilium, 83).

De modo que la «liturgia de las horas» tiene también el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente involucrada. Es iluminador entonces redescubrir cómo la Iglesia ha definido progresivamente este compromiso específico de oración salpicada a través de las diferentes fases del día. Es necesario para ello remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando todavía estaba en vigor una relación cercana entre la oración cristiana y las llamadas «oraciones legales» -es decir, prescritas por la Ley de Moisés-, que tenían lugar a determinadas horas del día en el templo de Jerusalén. Por el libro de los Hechos de los Apóstoles sabemos que los apóstoles «acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu» (2,46), y que «subían al templo para la oración de la hora nona» (3,1). Por otra parte, sabemos también que las «oraciones legales» por excelencia eran precisamente las de la mañana y la noche.

Con el paso del tiempo, los discípulos de Jesús encontraron algunos salmos particularmente apropiados para determinados momentos de la Tornada, de la semana o del año, percibiendo en ellos un sentido profundo relacionado con el misterio cristiano (Juan Pablo II, La liturgia de las horas, oración de la Iglesia, catequesis del miércoles 4 de abril de 2001).