Colosenses 1,12-20

Cristo, primogénito de toda criatura
y primer resucitado de entre los muertos

«Su venida ha traído la buena noticia de la paz: paz para vosotros, los que estabais lejos» (Ef 2,17).

 

Presentación

El tema del himno de la carta a los Colosenses, que incorpora un himno protocristiano (vv. 15-20), es una magna acción de gracias que la Iglesia eleva a Dios Padre por haber salvado a los hombres mediante Cristo, redentor y señor del universo, haciéndoles partícipes de su gloria. La estructura del himno cristológico es la siguiente:

— vv. 12-14: acción de gracias al Padre por el don de formar parte del Reino del Hijo;

— vv. 15-18a: Cristo, primogénito de la creación;

— vv. 18b-20: Cristo, mediador de la redención y cabeza de la Iglesia.


12
Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

13ÉI nos ha sacado del dominio de las tinieblas
y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido,
14"por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

15Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura,
16
porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, dominaciones, principados, potestades:
todo fue creado por él y para él.

17Él es anterior a todo,
y todo se mantiene en él.
18
ÉI es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

19Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
20
Y por él quiso reconciliar consigo a todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

 

1. El texto leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La ocasión de este himno cristológico, escrito por Pablo cuando estaba prisionero en Roma (63 d. C.), se la brindó el discípulo Epafras, que le había referido algunos errores en los que había incurrido la comunidad de Colosas sobre la figura de Cristo, al que consideraban incluido en el rango de ciertas criaturas. Pablo reivindica la preeminencia universal y única de Cristo en el plano de la creación (vv. 15-17) y en el de la redención (vv 18-20): él es el punto de convergencia del universo material y espiritual; todo ha sido hecho por medio de él, porque él es anterior a todas las cosas, es el primero y el último: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que está a punto de llegar» (Ap 1,8).

El primer sentimiento que expone Pablo es el agradecimiento a Dios Padre por la alegría íntima y espiritual que experimenta, en favor de los hermanos de Colosas, por el don del perdón obtenido por su Hijo Jesucristo (v. 3), por la fe activa y la caridad vivida, así como por la esperanza confiada en los bienes futuros que un día recibiremos como recompensa en los cielos: «El nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (vv 13ss).

A la exposición de estos primeros sentimientos le sigue la parte doctrinal del himno, que exalta la dignidad de Cristo por un doble motivo: en primer lugar, como Creador, porque él precede a toda la creación, por ser la imagen visible del Dios invisible, que es anterior a toda criatura, terrestre y celeste, visible e invisible, y todas las cosas subsisten en él (vv. 16ss).

En segundo lugar, como Salvador, porque su dignidad se manifiesta especialmente en la encarnación y en su muerte redentora; porque él es la cabeza de todo el cuerpo que es la Iglesia, principio y fuente de vida para toda la humanidad, cabeza de la estirpe de los que han pasado de la muerte a la resurrección espiritual y material (cf. 1 Cor 15,20.23; Flp 3,10.20ss; Ap 1,5). En consecuencia, Cristo resucitado es la imagen del Padre, en quien ha puesto la «plenitud» (el pleroma) de todas las cosas, es el principio de la repacificación: «Por él quiso reconciliar consigo a todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (v 20).

 

2. El texto leído en el hoy

a) Para la meditación

Nos corresponde a nosotros, cristianos de la Iglesia de hoy, dar gracias a Dios Padre y a su Hijo, Jesucristo, por la vida que se nos ha dado por medio del plan de salvación querido por el Padre y realizado en plenitud y con generosidad por su Hijo. Cristo es la luz verdadera que se opone al error. El es la luz auténtica, que no tiene comparación con ningún otro de los profetas del pasado ni de todos los tiempos no sólo porque es único y veraz en el ser, sino porque revela esa verdad en su vida (cf. Jn 6,32; 15,1). El es el revelador de la Palabra perfecta, que colma las aspiraciones humanas, la única que da sentido a todas las otras palabras que aparecen en la escena del mundo. Esta Palabra divina tiende a iluminar a todo hombre sin exclusión. Desde la creación del hombre hasta el final de la historia, Jesús-Verbo es la palabra que se ofrece en lo íntimo de cada ser como presencia, estímulo y salvación. El, que habita en Dios, ha acabado con todas las divisiones y barreras, y ha venido al mundo dando el paso decisivo hacia el hombre con el acontecimiento misterioso de la encarnación y de la redención.

Cristo, presente entre los hombres con su venida, está junto a cada hombre. Estaba en el mundo no sólo porque el mundo entero fue creado por medio de él, sino porque está presente desde el origen como elemento central de la historia y sus acciones tienen resonancias cósmicas. Se insertó entre nosotros y dio la vida a la Iglesia, que es su cuerpo y su cabeza. Tras haber resucitado de la muerte, no consideró como propiedad exclusiva la plenitud de gracia que el Padre quiso depositar en él con la acción del Espíritu Santo, sino que nos la entregó a todos nosotros, que nos hemos convertido en sus hermanos, hijos del mismo Padre y partícipes del mismo Reino de gloria, a través de los sacramentos de la reconciliación y de la vida nueva. Más aún, nuestra filiación es un don recibido, un poder dado, una gracia de Dios.

Para ser actualizada, esa filiación divina requiere nuestra colaboración, requiere un dinamismo de crecimiento, convertirse en un ser espiritual, una docilidad constantemente renovada a la acción del Espíritu. La filiación divina, en efecto, tendrá su plena realización sólo en la vida futura. Cristo es, verdaderamente, el centro de la historia y la plenitud de todas nuestras aspiraciones humanas.

b) Para la oración

Te damos gracias, Señor y Padre nuestro, por el don de tu Hijo, nuestro hermano, creador y salvador. El nos redimió y salvó con la sangre de su cruz, cuando todavía éramos pecadores y estábamos alejados de la casa del Padre, y nos condujo con mano fuerte y amorosa desde las tinieblas a la luz del Reino. Él, que es tu imagen visible, engendrado antes de toda criatura, creó contigo todas las cosas que existen y le hiciste cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia. Concédenos a todos nosotros, tus hijos, permanecer fieles a tu Palabra viviente, para que, a pesar de las dificultades de la vida, no nos alejemos nunca de él, que es la luz que ilumina nuestro camino y la fuerza que nos sostiene en las asperezas de nuestra vida cotidiana. Atráenos hacia la vida misma de tu Hijo, Jesús, para que, configurándonos a él en todo, podamos participar en la suerte de los santos, a la luz de tu morada de gloria.

c) Para la contemplación

Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta miseria.

Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver, por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por los profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? Pero ahora los hombres tendrán que creer a sus propios ojos, ya que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada pueda dejar de verlo, puso su tienda al sol.

Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno, ya que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad, porque, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad. Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado.

¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder? Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos, que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido -dice el apóstol- la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre de Dios (Bernardo de Claraval, «Sermón 1 en la Epifanía del Señor», 1-2, en PL 133, cols. 141-143).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (v 3).

e) Para la lectura espiritual

¡Padre celestial! «No alejes de mí tu rostro» (Sal 27[26],9). Que vuelva a brillar ante mí a fin de que yo siga tu camino y no me extravíe cada vez más lejos de ti, allí donde tu Palabra ya no me podría alcanzar. ¡Oh!, que me hable tu voz y haz que yo la escuche, aunque, espantándome, tuviera que alcanzarme por los senderos de la perdición, donde enfermo y manchado en el espíritu viviría segregado y solo, lejos de la comunión contigo y de la sociedad de los hombres.

Oh Señor mío Jesucristo, tú que viniste al mundo a salvar a los que se habían perdido (Lc 19,10), que dejaste las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida (Mt 18,12), ven a buscarme por los senderos de mis extravíos, donde me escondo de ti y de los hombres. Haz, oh Pastor bueno, que yo también oiga tu voz suave y la siga. Tú, oh Espíritu Santo, intercede por mí con gemidos inenarrables (Rom 8,26), intercede por mí como Abrahán por Sodoma corrompida (Gn 18,16ss). Y si hay en mí un pensamiento puro, sólo un sentimiento menos malo, que se me prolongue el tiempo de la prueba como al árbol estéril (Lc 13,6ss).

¡Oh venerable Espíritu Santo! Tú que haces renacer a los muertos y rejuveneces a los viejos, renuévame también a mí y crea en mí un corazón nuevo (Sal 50,12). Tú que con los cuidados de una madre defiendes todo lo que aún brilla en mí de vida, mantenme ahora más adherido a él, mi Salvador y Redentor, para que una vez curado no le olvide, sino que vuelva atrás, como aquel único leproso (Lc 17,15ss), a aquel que me dio la vida y junto al cual puedo encontrar únicamente la salvación. Santifica mis obras y mis pensamientos de suerte que pueda considerarme su siervo ahora y por toda la eternidad (S. Kierkegaard, Diario 1834-1839, Morcelliana, Brescia 1980, pp. 181 ss. Existe edición española en Espasa-Calpe, Madrid 2000).