Sábado
de la séptima semana
de pascua

 

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 28,16-20.30-31

16 Cuando entramos en Roma, se permitió a Pablo quedarse en una casa particular, con un soldado que lo custodiase.

17 Tres días después, Pablo convocó a los dirigentes de los judíos. Cuando llegaron, les dijo:

- Hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres de nuestros antepasados, fui detenido en Jerusalén y entregado a los romanos. 18 Ellos, después de interrogarme, quisieron ponerme en libertad, ya que no había contra mí ningún cargo que mereciera la muerte. 19 Pero como los judíos se opusieron a ello, me vi obligado a apelar al César, aunque sin intención de acusar a mi pueblo. 20 Este es, pues, el motivo de haberos llamado. Quería veros y conversar con vosotros, pues a causa de la esperanza de Israel llevo estas cadenas.

30 Pablo estuvo dos años enteros en una casa alquilada por él, y allí recibía a todos los que iban a verle. 31 Podía anunciar el Reino de Dios y enseñar cuanto se refiere a Jesucristo, el Señor, con toda libertad y sin obstáculo alguno.


Entre la lectura de ayer y la de hoy está por medio el agitado viaje de Pablo: desde Cesarea a la isla de Creta, los catorce días de tempestad, la estancia en Malta, el viaje de Malta a Roma, la cálida acogida por parte de los hermanos. El fragmento de hoy es un resumen de su actividad en Roma, donde Pablo puede vivir en «régimen de libertad vigilada» en una casa privada. Comienza, como siempre, la predicación a los judíos con resultados alternos, podía «anunciar el Reino de Dios y enseñar cuanto se refiere a Jesucristo, el Señor, con toda libertad y sin obstáculo alguno».

Lucas ha alcanzado su objetivo: la carrera de la Palabra es imparable; el Evangelio ha llegado al corazón del mundo, es predicado con toda libertad y sin obstáculo alguno «hasta los confines de la tierra». Nada ha podido ni podrá detenerlo. Pablo es uno de los muchos testigos de Jesús, un campeón ejemplar, heroico y dotado de autoridad, pero no el único. Las vicisitudes personales de Pablo no parecen interesar demasiado a Lucas, que corta aquí su relato, sin informarnos sobre la suerte del campeón: lo que le importa de verdad es que Pablo haya culminado su propia misión, una misión que es la de todo cristiano, a saber: ser testigo de la resurrección, tener el valor de anunciarla por doquier, convertir cada situación, aun la más improbable, en una ocasión para decir que Jesús es el Señor y el Salvador. «La Palabra de Dios no está encadenada» (2 Tim 2,8s). No hay ocasión en la que no pueda ser anunciada la Palabra de Dios.


Evangelio:
Juan 21,20-25

En aquel tiempo, 20 Pedro miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al que Jesús tanto quería, el mismo que en la última cena estuvo recostado sobre el pecho de Jesús y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». 21 Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús:

— Señor, y éste ¿qué?

22 Jesús le contestó:

— Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme.

23 Estas palabras fueron interpretadas por los hermanos en el sentido de que este discípulo no iba a morir. Sin embargo, Jesús no había dicho a Pedro que aquel discípulo no moriría, sino: «Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?».

24 Este discípulo es el mismo que da testimonio de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. 25 Jesús hizo muchas otras cosas. Si se quisieran recordar una por una, pienso que ni en el mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse.


El epílogo del evangelio de Juan está relacionado con la misión propia del discípulo amado. El fragmento está formado por dos pequeñas unidades, que también están subdivididas a su vez: predicción sobre el futuro del discípulo amado (vv. 20-23) y segunda conclusión del evangelio (vv. 24s). El redactor de este capítulo 21, a través de una comparación entre Pedro y el otro discípulo, pretende identificar de manera inequívoca al «otro discípulo al que Jesús tanto quería» (Jn 13,23; 19,26; 21,7.20). La pregunta que Pedro plantea, a continuación, a Jesús sobre la suerte del discípulo amado recibe de parte del Maestro una respuesta que no deja lugar a equívocos, en la que afirma la libertad soberana de Dios respecto a cada hombre.

Pero quizás sea posible proyectar alguna luz sobre estos misteriosos versículos intentando poner de manifiesto cierto fondo histórico del tiempo en el que el autor los escribió. El texto no estuvo provocado realmente por las discusiones que tuvieron lugar en la Iglesia de los orígenes entre los discípulos de Pedro y los del discípulo amado sobre el «poder primacial» del primero. Más bien fue introducido por el redactor del capítulo para demostrar, sobre una base histórica, dos cosas: a) que carecía de fundamento la opinión difundida de que el discípulo amado no había muerto; b) que esa muerte, una vez acaecida, tenía la misma importancia para el Señor que el martirio sufrido por el apóstol Pedro.

Por último, los versículos finales (vv. 24s) subrayan una cosa simple, pero verdadera: la revelación de Jesús, ligada al ministerio de su persona, es algo tan grande y profundo que escapa al alcance del hombre.


MEDITATIO - CONTEMPLATIO
LECTURA ESPIRITUAL

Podemos concentrar nuestra reflexión uniendo las tres partes en un espléndido fragmento de Agustín, donde el obispo de Hipona hace la comparación entre Pedro y Juan.

La Iglesia conoce dos vidas, que la predicación divina le ha enseñado y recomendado. Una de ellas es en la fe, la otra es en la clara visión de Dios; una pertenece al tiempo de la peregrinación en este mundo, la otra a la morada perpetua en la eternidad; una se desarrolla en la fatiga, la otra en el reposo; una en las obras de la vida activa, la otra en el premio de la contemplación; una intenta mantenerse alejada del mal para hacer el bien, la otra no tiene que evitar ningún mal, sino sólo gozar de un inmenso bien; una combate con el enemigo, la otra reina sin más contrastes; una es fuerte en las desgracias, la otra no conoce la adversidad; una lucha para mantener frenadas las pasiones carnales, la otra reposa en las alegrías del espíritu; una se afana por vencer, la otra goza tranquila en paz de los frutos de la victoria; una pide ayuda bajo el asalto de las tentaciones, la otra, libre de toda tentación, se mantiene en alegría en el seno mismo de aquel que le ayuda; una corre en ayuda del indigente, la otra vive donde no hay necesidades; una perdona las ofensas para ser, a su vez, perdonada, la otra no sufre ninguna ofensa que tenga que perdonar, no tiene que hacerse perdonar ninguna ofensa; una está sometida a duras pruebas que la preservan del orgullo, la otra está tan colmada de gracia que se siente libre de toda aflicción, tan estrechamente unida al sumo bien, que no está expuesta a ninguna tentación de orgullo; una discierne entre el bien y el mal, la otra no contempla más que el bien. En consecuencia, una es buena, pero se encuentra todavía en medio de las miserias; la otra es mejor porque es beata. La vida terrena está representada en el apóstol Pedro; la eterna, en el apóstol Juan.

El curso de la primera se extiende hasta la consumación de los siglos, y allí encontrará su fin; la realización cabal de la otra está remitida al final de los siglos y al mundo futuro, y no tendrá ningún término. Por eso el Señor le dice a Pedro: «Sígueme», mientras que hablando de Juan dice: «Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme». ¿Qué significan estas palabras? Según lo que yo puedo juzgar y comprender, éste es el sentido: «Tú sígueme, soportando, como yo lo he hecho, los sufrimientos temporales y terrenos; aquél, sin embargo se queda hasta que yo venga a entregar a todos la posesión de los bienes eternos».

Aquí soportamos los males de este mundo en la tierra de los mortales; allá arriba veremos los bienes del Señor en la tierra de los vivos para siempre. Que nadie, sin embargo, piense separar a estos dos ilustres apóstoles. Ambos vivían la vida que se personifica en Pedro y ambos vivirían la vida que se personifica en Juan. En la imagen de lo que representaban, uno seguía a Cristo, el otro estaba a la espera. Ambos, sin embargo, por medio de la fe, soportaban las miserias de este mundo y esperaban, ambos también, la felicidad futura de la bienaventuranza eterna (Agustín, Comentario al evangelio de Juan, 124,5).


ORATIO

Ayúdame, Señor, a soportar los males en la tierra de los que hemos de morir para gozar de tus bienes en la tierra de los vivos.


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú sígueme» (Jn 21,22b).