Miércoles
de la cuarta semana
de pascua
 

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 12,24-25; 13,1-5a

24 Entre tanto, la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba. 25 Bernabé y Saulo, cumplida su misión, volvieron de Jerusalén, llevando consigo a Juan, llamado Marcos.

13-1 En la iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé, Simón el Moreno, Lucio el de Cirene, Manaén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo. 2 Un día, mientras celebraban la liturgia del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo dijo:

- Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión que les he encomendado.

3 Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los despidieron.

4 Enviados, pues, por el Espíritu Santo, Bernabé y Saulo bajaron a Seleucia, y de allí se embarcaron rumbo a Chipre. 5 Llegados a Salamina, anunciaban la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos.


Se produce una escasez, y la comunidad de Antioquía, por medio de Bernabé y Saulo, envía ayuda a Jerusalén. Este es el inicio de un constante «intercambio de dones» entre las Iglesias. Santiago ha sido condenado a muerte, Pedro ha sido encarcelado y liberado; muere el perseguidor Herodes Agripa, «roído por los gusanos».

«Entre tanto, la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba»: los acontecimientos humanos sirven de fondo al acontecimiento divino de la carrera de la Palabra por el mundo. La comunidad de Antioquía, como ya sabemos, se muestra vivaz y está dotada de profetas y doctores, es decir, de personas que saben señalar la novedad de Dios y saben explicar su Palabra. Pablo y Bernabé, vueltos a Antioquía con Juan Marcos, tienen ante ellos la evangelización de la gran ciudad, de cerca de medio millón de habitantes, pero el Espíritu (ia través de un oráculo de alguno de los profetas?) les destina a la misión del vasto mundo.

¿Será ésta la verdadera voluntad de Dios? La respuesta procede del ayuno y de la oración: sí, es voluntad de Dios. No queda más que imponerles las manos, signo con el que se confía al Espíritu y se comparten las responsabilidades: la misión aparece, ya desde sus comienzos, como obra del Espíritu y del envío y colaboración de la Iglesia. La misión que construye la Iglesia no se realiza, por consiguiente, sin el discernimiento de la Iglesia, que ayuna y ora para que su obra sea lo más conforme posible al obrar del Espíritu.


Evangelio: Juan 12,44-50

En aquel tiempo, 44 Jesús afirmó solemnemente:

- El que cree en mí, no solamente cree en mí, sino también en el que me ha enviado; 45 y el que me ve a mí ve también al que me envió. 46 Yo he venido al mundo como la luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas. 47 No seré yo quien condene al que escuche mis palabras y no haga caso de ellas, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. 48 Para aquel que me rechaza y no acepta mis palabras hay un juez: las palabras que yo he pronunciado seránlas que le condenen en el último día. 49 Porque yo no hablo en virtud de mi propia autoridad; es el Padre, que me ha enviado, quien me ordenó lo que debo decir y enseñar. 50 Y sé que sus mandamientos llevan a la vida eterna. Por eso, yo enseño lo que he oído al Padre.


La perícopa constituye el epílogo de la vida pública: es el último fragmento del «libro de los signos» de Juan. El propio Jesús dirige una clara y definitiva llamada a todos los discípulos para que orienten su propia vida en lo esencial con una adhesión convencida y vital a su divina Palabra. Estas palabras son válidas y actuales para cualquier tiempo de la Iglesia.

Antes que nada, recuerda Cristo que el objeto de la fe reposa en el Padre, que ha enviado a su propio Hijo al mundo. Entre el Padre y el Hijo hay una vida de comunión y de unidad, por lo que «el que crea» en el Hijo cree en el Padre, y «el que ve» al Hijo ve al Padre. Existe una plena identidad entre el «creer» en Jesús y el «ver» a Jesús, entre el «creer» en el Padre y el «ver» al Padre. Para el evangelista, nos encontramos frente a un ver sobrenatural que experimenta el que acoge la Palabra del Hijo de Dios y la vive. Cristo, es decir, la plena revelación de Dios, es el «rostro» de Dios hecho visible. Quien se adhiere a él reconoce y acepta el amor del Padre.

Desde el Padre y el Hijo, pasa Juan, a continuación, a considerar «el mundo» en el que viven los hombres. Quien tiene fe en Jesús entra en la vida y en la luz. Ahora bien, la necesidad de creer en el Hijo y en su misión está motivada por el hecho de que él es «la luz del mundo» (Jn 8,12; 9,5; 12,35s). Quien acoge la luz de la vida escapa de las tinieblas de la muerte, de la incomprensión y del pecado, y se salva a sí mismo de la situación de ceguera en la que con frecuencia se encuentra el hombre. En efecto, el verdadero discípulo es el que cree, guarda en su corazón y pone en práctica las palabras de Jesús. Por el contrario, el que no cree ni vive las exigencias del Evangelio incurre en el juicio de condena y, el último día, será cribado por la misma Palabra de vida que no ha acogido.


MEDITATIO

En el evangelio de hoy encontramos palabras de confianza y palabras de temor. Palabras de vida y de muerte. Palabras de salvación y de condena. Es cierto que Jesús no ha venido «para juzgar el mundo». Sin embargo, su Palabra y su misión realizan automáticamente un juicio y se convierten en el criterio último de verdad y de praxis.

Mi actitud con Jesús y con su Palabra lleva a cabo hoy el juicio, el presente y el futuro. En la persona de Cristo está la realidad definitiva. Y he de hacer frente, aquí y ahora a esta realidad, porque es lo definitivo lo que sopesa lo que pasa, es lo eterno lo que criba lo transitorio. Es hoy cuando decido mi destino eterno. Es hoy cuando debo compararme con Cristo, es hoy cuando debo configurarme con la Palabra. Es hoy cuando mi vida está suspendida entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas, entre el todo y la nada.

Importancia del momento presente. Importancia decisiva del instante que estoy viviendo. Valor eterno de este fugacísimo momento. Valor del hoy para mi destino eterno. Recuperación del sentido de la dramática ambivalencia del momento presente, tan vivo en muchos santos. ¿Hacia dónde estoy orientado hoy, en este momento, en lo hondo de mi corazón?


ORATIO

Concédeme, Padre, que me deje empapar por estas palabras tuyas de salvador y de juez. Haz que, a pesar de la carga de miseria que soy, no pierda la confianza, no me aleje de ti entristecido y desalentado, sino que acuda a ti para dejarme iluminar por tu luz, revigorizar por tu vitalidad, deseoso de recuperar tu vida.

Concede a mi corazón asustado ver bajo la dureza de tus palabras la voluntad de recuperarme y salvarme. Concédeme, pues, oírlas como una ayuda concreta para no perder la vida eterna que has preparado para mí.

Sé que quieres salvarme y que por eso has enviado a tu Hijo, que me ha transmitido tus palabras. Te suplico que ninguna de mis culpas me haga perder la confianza en que tú quieres mi salvación y no mi condena; que quede siempre, por tanto, una rendija de esperanza para mí, porque eres un Dios benévolo incluso cuando te muestras severo. Padre bueno y misericordioso, esculpe en mi corazón las palabras de tu Hijo para que yo pueda gustar hoy, mañana y siempre tu salvación.


CONTEMPLATIO

Las divinas Lecturas, si bien, por un lado, levantan nuestro ánimo para que no nos aplaste la desesperación, por otro nos infunden miedo para que no nos agite el viento de la soberbia. Seguir el camino de en medio, verdadero, recto, que -como decimos también-corre entre la izquierda de la desesperación y la diestra de la presunción, nos resultaría muy difícil si Cristo no nos hubiera dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Como si hubiera dicho: ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿Adónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la vida. Caminemos, pues, con seguridad por este camino, pero temamos también las insidias que nos amenazan (Agustín, Sermón 142, 1, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Brille sobre nosotros la luz de tu rostro» (Sal 4,7b).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El gran misterio de la encarnación es que Dios tomó en Jesús la carne humana, a fin de que toda carne humana pudiera revestirse de la vida divina. Nuestras vidas son frágiles y están destinadas a la muerte; ahora bien, puesto que Dios, a través de Jesús, ha compartido nuestra vida frágil y mortal, ya no tiene la muerte la última palabra. La vida ha salido victoriosa.

Escribe el apóstol Pablo: «Cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,54). Jesús ha suprimido la Fatalidad de nuestra existencia y le ha dado a nuestra vida un valor eterno (H. J. M. Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, p. 113 [trad. esp.: Pan para el viaje, PPC, Madrid 19991).