Cuarto domingo de pascua

Ciclo B


LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 4,8-12

En aquellos días, 8 Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo:

- Jefes del pueblo y ancianos de Israel, 9 hoy ha sido curado un hombre enfermo, y nos preguntáis en nombre de quién se ha realizado esta curación; '° pues sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que éste aparece ante vosotros sano en virtud del nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios ha resucitado de entre los muertos. 11 El es la piedra rechazada por vosotros, los constructores, que se ha convertido en piedra angular. 12 Nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra.


La curación del paralítico ha brindado a Pedro la ocasión para dirigir un discurso a la multitud reunida en el templo (3,12-26). Esta, llena de estupor, se ha abierto a la fe en Jesús. Los jefes de la comunidad judía, tras haber sido informados de los acontecimientos, hacen arrestar a los apóstoles. Pedro responde ante el Sanedrín «lleno del Espíritu Santo» (según la promesa de Jesús: Lc 12,11s).

Las afirmaciones fundamentales de su discurso van definiendo cada vez mejor, con un ritmo creciente, la figura del Mesías. En primer lugar, declara «en nombre de quién se ha realizado» el milagro (v 7): no se trata de una obra humana, sino «en virtud del nombre de Jesucristo Nazareno» . El prodigio se ha podido realizar -segunda afirmación- porque el Nazareno, crucificado por los jefes de los judíos, ha sido resucitado por Dios. La curación del paralítico atestigua su presencia siempre operante, la continuidad de su misión, que es precisamente la de salvar (ése es el significado etimológico del nombre «Jesús»). Y no sólo está aún vivo, sino que es -tercera afirmación- el único Salvador, como atestiguan las Escrituras. Jesús, piedra rechazada por los constructores (Sal 118,22), piedra de tropiezo que discierne las intenciones de los corazones (Is 8,14), es el fundamento (Lc 20,17s) en el que todo se apoya (Is 28,16). Pedro les dice a los «constructores», es decir, a los jefes de la comunidad, que ningún hombre puede arrogarse el derecho de legislar sobre las personas, sino que tiene que limitarse a disponer con sabiduría las piedras particulares, de modo que el edificio se levante compacto: el fundamento, estable y probado a fondo por el sufrimiento de la pasión, ya está puesto. «Nadie más que él puede salvamos. »


Segunda lectura: 1 Juan 3,1-2

Queridos: 1 Considerad el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios, y en verdad lo somos. El mundo no nos conoce porque no lo ha conocido a él. 2 Queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.


En dos versículos nos hace considerar Juan, con un estupor intacto, la realidad que sirve de fundamento a nuestra existencia cristiana: el amor que Dios, el Padre, nos ha dado en una medida sobreabundante, hasta el punto de enviar a su propio Hijo unigénito al mundo para que tengamos la vida por él (4,9). Mediante su sacrificio (2,2), el hombre ha sido no sólo rescatado del pecado, sino elevado a una dignidad mayor. El bautismo, que es la inmersión sacramental en el misterio pascual de Cristo, le confiere, en efecto, la identidad de hijo de Dios.

Sin embargo, una realidad como ésta, tan grande e inaudita, no siempre es comprendida, y por eso es objeto de desprecio. Como el mismo Jesús había predicho a sus discípulos, el mundo «odia» a los que no le pertenecen. Y por «mundo» no hay que entender sólo una realidad externa, sino también una dimensión interior, la realidad del pecado, la tendencia al mal, que impulsa también a los que ya están bautizados a comportarse como enemigos del Evangelio.

Juan insiste, pues, en volver a llamar a los creyentes al «conocimiento de la fe», o sea, a mantener viva la conciencia de la gracia recibida mediante la adopción como hijos de Dios, llamados a la visión del mismo, a la vida de plena comunión con él en la gloria, cuando nos conoceremos de verdad a nosotros mismos en él.

Ahora bien, ver a Dios es la bienaventuranza prometida a los puros de corazón (cf. Mt 5,8): en consecuencia, nuestra realidad presente y nuestra condición futura incluyen un compromiso de continua conversión (v. 3), sostenido no tanto a partir de esfuerzos voluntaristas, sino alimentado por el deseo de contemplar a Dios y corresponder a su amor.


Evangelio: Juan 10,11-18

En aquel tiempo, dijo Jesús: 11 Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; 12 no como el asalariado, que ni es verdadero pastor ni propietario de las ovejas. Este, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye. Y el lobo hace presa en ellas y las dispersa. 13 El asalariado se porta así porque trabaja únicamente por la paga y no tiene interés por las ovejas. 14 Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, 15 lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo le conozco a él; y yo doy mi vida por las ovejas. 16 Pero tengo otras ovejas que no están en este redil; también a éstas tengo que atraerlas para que escuchen mi voz. Entonces se formará un rebaño único, bajo la guía de un solo pastor.

17 El Padre me ama porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. 18 Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre.


En el «Discurso del buen pastor» prosigue y profundiza Jesús en la autorrevelación mesiánica: mientras, en la primera parte (w. 1-10), se define como el pastor contrapuesto a los «ladrones y salteadores», en el fragmento de la liturgia de hoy se pone la atención en el adjetivo «buen» (lit., «bello»), que califica a Jesús como el pastor ideal, modelo de los pastores, es decir, de los guías espirituales y políticos del rebaño de Israel (cf. Sal 23 y 79). En este caso, la figura que se le contrapone es la del «asalariado» (v. 12).

El diferente modo de proceder de cada uno permite distinguir entre el verdadero pastor y el asalariado. El primero no huye cuando llega el peligro, no abandona el rebaño, mientras que el segundo -que actúa por su interés personal- sólo tiene en cuenta salvar su propia vida y sus intereses. Sin embargo, hemos de subrayar también otro aspecto: el buen pastor que es Jesús llega incluso a ofrecer su vida no sólo a través del trabajo diario, sino a través de la muerte aceptada por sus ovejas, en su lugar, demostrando así ponerlas por delante de sí mismo de manera absoluta. Eso no lo hace ningún pastor de ganado. Esta semejanza ilumina sobre todo el amor de Dios, cuya realidad, no obstante, sigue siendo inexpresable.

El amor del buen pastor que aparece en los vv 14s está expresado sobre todo en términos de «conocimiento», o sea, de comunión profunda entre Jesús y sus ovejas. Este es el reverbero transparente de la relación que existe entre el Padre y Jesús, una relación de entrega absoluta y desinteresada que se difunde y rebosa sobre los otros: «Lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo le conozco a él; y yo doy mi vida por las ovejas». Jesús no habla aquí de «sus» ovejas, sino de «las» (todas) ovejas, aludiendo así a su misión respecto a toda la humanidad, que ha venido a reunir para volver a llevarla al Padre, como esposa toda bella, sin arruga ni mancha.


MEDITATIO

El Señor se presenta a nosotros como el buen pastor, como aquel que defiende del peligro a sus ovejas y las lleva a los pastos de la vida, invitándolas a seguirle con confiada seguridad por el camino sobre el que las precede y las acompaña. ¿Es ésta una imagen demasiado obsoleta para hablar a los hombres de nuestro tiempo? En realidad, las dos características que connotan a Jesús como el verdadero, como el buen pastor, nos ayudan a practicar un discernimiento entre las múltiples propuestas que la sociedad de hoy nos avanza, encontrándonos desprevenidos con frecuencia.

Jesús afirma, en primer lugar, que el buen pastor «da la vida por las ovejas» no sólo de palabra, sino con los hechos. Cuántas doctrinas, cuántos maestros de sabiduría o de ciencia se asoman al escenario y prometen llevarnos lejos, hacia una realización plena... Ahora bien, ¿quién puede liberar al hombre de la más pesada y desconocida esclavitud, de la que derivan todas las demás, y que es la esclavitud del pecado? Jesús ofrece su vida para despertarnos a una vida de horizontes infinitos, llena de esperanza y de belleza. Más aún, «conoce a sus ovejas», establece con ellas una relación que es como la que le une a él con el Padre, una relación de amor tan oblativo y total que personaliza al otro, que lo hace existir en su verdad y en su alteridad, que lo hace capaz de expresarse en plenitud a través de la entrega de sí mismo. Si recibimos la vida que el buen pastor ofrece por nosotros, si queremos dejarnos conducir por él a una relación de conocimiento-comunión de amor, podremos descubrir, ya desde ahora, la maravilla de ser realmente hijos del Padre, y nos encontraremos semejantes a él en la eternidad. No endurezcamos nuestro corazón, descartando la piedra angular que ha puesto Dios como fundamento de la nueva humanidad: Cristo es la única salvación verdadera del hombre; pongamos nuestros pasos en sus huellas seguras.


ORATIO

Jesús, huésped divino y mendigo de amor a la puerta del corazón humano, haz que nada nos resulte más dulce, nada más deseable, que caminar contigo y morar en ti. Ahora, en las estaciones de la trashumancia, en las inclementes estaciones de los acontecimientos humanos; después, durante los siglos eternos, en los soleados pastos del cielo. Haz todo esto por amor a tu nombre, para manifestar tu gloria en la alegría de nuestra salvación. «La felicidad y la gracia nos acompañarán» a lo largo del viaje de la vida presente no para que ya nada penoso nos suceda, sino porque contigo todo será gracia, si lo vivimos con serenidad y paz.


CONTEMPLATIO

Tú, hombre, debes reconocer qué eras, dónde estabas y a quién estabas sometido; eras una oveja perdida, estabas en un lugar desierto y árido, te alimentabas de espinas y de maleza; estabas confiado a un asalariado, que, al llegar el lobo, no te protegía. Ahora, en cambio, has sido buscado por el verdadero pastor, que, por su amor, te ha cargado sobre sus hombros, te ha llevado al redil que es la casa del Señor, la Iglesia: aquí es Cristo tu pastor y aquí han sido reunidas las ovejas para morar juntas.

Este pastor no es como el asalariado bajo el que estabas cuando te afligía tu miseria y debías temer al lobo. La medida del cuidado que tiene de ti el buen pastor te la proporciona el hecho de que ha dado su vida por ti. Se ofreció él mismo al lobo que te amenazaba, dejándose matar por ti. Ahora, por consiguiente, el rebaño está seguro en el redil, sin necesidad de otros que cierren y abran la puerta del recinto. Cristo es el pastor y es la puerta, y es también el alimento y el que lo suministra. Los pastos que el buen pastor ha preparado para ti y donde te ha puesto para apacentarte no son los prados de hierbas mezcladas, dulces y amargas, que ahora existen y mañana no, según las estaciones. Tu pasto es la Palabra de Dios, y sus mandamientos son los dulces campos donde te apacienta (Agustín, Sermón 366, 3).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«No he de temer ningún mal, porque tú estás conmigo» (Sal 23,4).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuando dice Jesús: «Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas», es preciso atribuir al término conocer todo cuanto hay de más profundo, de más amoroso en los labios del Señor Jesús. «Y mis ovejas me conocen», porque así debemos conocerle nosotros, por nuestra parte, con ese conocimiento vital que supera todo conocimiento.

Un día comprendí de modo existencial lo que es el «conocimiento» del buen pastor. Estaba sentado a la mesa, a mediodía. Habíamos trabajado durante toda la mañana, un trabajo sucio, con sacos de azúcar que nos dejaban a todos embadurnados. Me encontraba en el lugar de presidencia de la mesa, y por eso, dada la disposición de los sitios, veía de frente a todos mis compañeros de trabajo. Me sorprendía el hecho de que sus rostros parecían cubiertos por una especie de máscara anónima, compuesta de polvo, suciedad, cansancio... Todos se parecían. Después de la comida, como nos quedaba un poco de tiempo libre, una media hora, antes de reemprender el trabajo, me fui con cinco o seis de ellos a un pequeño café, el bar Gaby, como se llamaba la dueña. Era una auténtica marsellesa, próspera, vivaz, alegre; y cada vez que iba al bar Gaby, pensaba yo en la Frase de Jesús: «Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen». En efecto, la dueña del bar Gaby conocía a las ovejas que iban a su abrevadero; conocía el nombre, el apellido y el apodo de cada uno. Y hasta los nombres que podían resultar injuriosos en boca de otros, dichos por ella asumían un tono amistoso. Ella me conocía. Para ella, yo era unas veces Jackie; otras, el «Gafotas». Cada uno era cada uno. Entonces, en contacto con aquella mujer que conocía a sus ovejas y que sus ovejas la conocían, vi caer la máscara que tanto me había sorprendido hace un momento en el comedor: ante aquella mujer se habían vuelto hombres de nuevo, con su propio nombre y apellido. Y —de improviso—surgía algo limpio y sencillo en sus miradas, que volvían a ser como la mirada de un niño (J. Loew, Gesú chiamato il Cristo, Brescia 1971, pp. 182s, passim [trad. esp.: Ese Jesús al que se llama Cristo, Euramérica, Madrid 1973]).