Segundo domingo de pascua

Ciclo B


LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 4,32-35

El grupo de los creyentes pensaba y sentía lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. 33 Por su parte, los apóstoles daban testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús, el Señor, y todos gozaban de gran estima. 34 No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido, 35 lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad.


El fragmento presenta el segundo «compendio» de la vida de la Iglesia naciente. Pone el acento en la «unidad fraterna». ¿Cómo es posible decir que «pensaba y sentía lo mismo» una multitud tan grande? El secreto se encuentra en la plena disponibilidad, hecha de caridad y pobreza evangélicas, que impulsa a los miembros a poner al servicio del bien común lo que antes poseían en privado.

El grupo de los apóstoles está unido y se muestra compacto en la «consignación» (así el v 33, al pie de la letra) del primer verdadero tesoro de la Iglesia: el testimonio de la resurrección de Jesús. Los creyentes están unidos en la ayuda a las necesidades de los hermanos, y manifiestan también la plena comunión en el modo de llevar a cabo la beneficencia. En efecto, sin dividir los ánimos, depositan a los pies de los apóstoles todo lo que deciden dar espontáneamente. Se cumple así la promesa de Dt 15,4: «No habrá ningún necesitado entre vosotros», porque los creyentes obedecen el nuevo mandamiento de Jesús. Y crece la benevolencia de todos hacia la comunidad cristiana (v 33b).


Segunda lectura: 1 Juan 5,1-6

Queridos míos: el que cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios. Y todo el que ama al que da el se, debe amar también a quien lo recibe de él. 2 Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios y de que cumplimos sus mandamientos. 3 Porque el amor consiste en guardar sus mandamientos, y sus mandamientos no son pesados. 4 Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo, y ésta es la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe. 5 ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?

6 Éste es el que vino por agua y sangre, Jesucristo; no por agua únicamente, sino por agua y sangre; y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.


Fe y caridad, amor a Dios y al prójimo son los elementos esenciales que caracterizan la vida del cristiano (cf. 3,23; 4,11-20). Juan no se cansa de repetir esta sencilla verdad, ahondando en ella de un modo siempre nuevo. En la conclusión de su primera carta recuerda el renacimiento bautismal y sus implicaciones (v 1): «Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios». La misma fe que nos hace hijos de Dios nos hace también hermanos entre nosotros: todos somos hijos del mismo Padre, y estamos unidos por el vínculo del

amor. No se trata de «sentimiento», sino de adhesión a su voluntad, de cumplir sus mandamientos, que no son pesados, porque son «peso» de amor, sugerido por los delicados matices de la caridad hacia los hermanos (cf. vv 2s). La vida filial-bautismal «vence al mundo» -en 2,13s había dicho Juan: «Habéis vencido al maligno»-cuando es vivida de manera consciente día tras día, puesto que participa de la victoria única y definitiva llevada a cabo por Cristo con su muerte y resurrección, a la que nos unimos en la fe (vv. 4s).

En efecto, Jesús no vino sólo con el agua del bautismo que lo manifestó a Israel en el Jordán, sino también con la sangre de la cruz, por medio de la cual atestiguó de modo cabal su amor al Padre y a la humanidad, llevando a cabo nuestra redención (v 6). Y no ha dejado a su Iglesia sólo el agua bautismal, sino también el sacramento de su cuerpo inmolado y de su sangre derramada, para que, acercándonos a la gracia del bautismo y de la eucaristía, podamos crecer en la comunión con Dios y con los hermanos, mediante el don del Espíritu, que, tras descender sobre los apóstoles, guía a la Iglesia hacia la verdad completa (Jn 16,13-15), dando testimonio de las inconmensurables dimensiones de la salvación.


Evangelio:
Juan 20,19-31

Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

20 Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Jesús les dijo de nuevo:

Y añadió:

- Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.

24 Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «El Mellizo», no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. 25 Le dijeron, pues, los demás discípulos:

Tomás les contestó:

26 Ocho días después, se hallaban de nuevo reunidos en casa todos los discípulos de Jesús. Estaba también Tomás. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

27 Después dijo a Tomás:

- Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. 28 Tomás contestó:

29 Jesús le dijo:

30 Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos más signos de los que han sido recogidos en este libro. 31 Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna.


MEDITATIO

Jesús resucitado pasa a través de las puertas cerradas y les dirige este saludo: «La paz esté con vosotros». Como había sucedido antes con María Magdalena, noson las apariencias, sino la voz lo que le da a conocer. Lo que dice Jesús acaece, cada palabra suya se vuelve acontecimiento: en consecuencia, su paz se comunica a los apóstoles. Tal como lo había prometido, Jesús no deja huérfanos a sus discípulos, sino que les entrega el Espíritu Paráclito, gracias al cual podrán comprender todo lo que les había enseñado y proseguir su misión en el mundo, cooperando con él en la obra de la salvación.

Hasta Tomás, al oír la voz de Jesús, se abre para recibir el don de la fe, e, iluminado por el Espíritu, puede renunciar ahora a su exigencia de ver y tocar de manera sensible. Aferrado en lo íntimo por la voz del Maestro, se postra de inmediato en actitud de adoración y realiza una solemne proclamación de fe: «¡Señor mío y Dios mío!».

Jesús estará siempre junto a sus apóstoles, junto a la Iglesia, aunque de otro modo: a través de la acción del Espíritu Santo. Este nos ofrece como fruto excelente la paz, fruto maduro de la salvación y distintivo principal de los discípulos de Cristo. Por eso debemos abrirnos continuamente a este don, poniéndonos a disposición total de Dios. En cada situación deberemos preguntarnos: «¿Qué quiero realizar con estos pensamientos y estos sentimientos? ¿Qué busco de verdad?».

Si nos damos cuenta de que perseguimos fines egoístas, deberemos rectificar nuestra voluntad, confiándola a la acción del Espíritu Santo, para que nos haga capaces de creer y de amar con autenticidad. Estamos llamados, en efecto, a participar de la misma vida de Dios, es decir, a ser santos. La santidad consiste precisamente en dejar que el Espíritu Santo oriente y dirija totalmente hacia Dios nuestra voluntad. Eso es lo que realiza en nosotros el Espíritu Santo que el Resucitado nos ha dado. Por eso, vivir el misterio pascual es una aventura maravillosa.


ORATIO

Concede, Señor, a tus hijos la gracia de ser capaces de detenerse un momento para escuchar el sonido de tu voz. Apenas un instante para pensar y gustar qué sucedería si en cada familia, en cada comunidad, latieran siempre todos los corazones al unísono del ritmo de tu corazón.

¡Oh alegría, plenitud de la alegría! La humanidad, afligida y agotada, no desea, Señor, otra cosa más que esta paz, fruto del amor, fruto de tu Espíritu. Abrenos para acogerla, Señor; porque moriste y resucitaste para que nosotros la experimentáramos ya desde ahora y fuéramos testigos de ella en medio de los hermanos.


CONTEMPLATIO

El Señor considera por encima de los que ven y creen a los que creen sin ver. En efecto, en aquel tiempo la fe de los discípulos de Cristo era tan vacilante que, aun viéndolo ya resucitado, tuvieron que tocarlo también para creer en su resurrección. No les bastaba verlo con los ojos: tenían que acercar también las manos a sus miembros, tenían que tocar también las cicatrices de las heridas recientes; de este modo, el discípulo que dudaba, después de haber tocado y reconocido las cicatrices, exclamó de inmediato: «¡Señor mío y Dios mío!». Las cicatrices hacían manifiesto al que había curado las heridas de todos los otros.

¿Es posible que el Señor no pudiera resucitar sin cicatrices? Sí, pero conocía las heridas del corazón de los discípulos y, a fin de curarlas, conservó las cicatrices en su cuerpo.

¿Y qué le responde el Señor al discípulo que ahora declaraba y decía: «¡Señor mío y Dios mío!»? «Has creído - le dijo- porque has visto; bienaventurados aquellos que crean sin ver». ¿De quién hablaba, hermanos, sino de nosotros? Y no sólo de nosotros, sino también de los que vengan detrás de nosotros. En efecto, poco tiempo después de haberse alejado de los ojos mortales, para que se reforzara la fe en los corazones, todos los que han creído lo han hecho sin ver, y su fe ha tenido un gran mérito. Para tener esta fe se limitaron a acercar un corazón lleno de piedad a Dios, pero no la mano para tocar (Agustín, Sermón 88, 2).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La paz esté con vosotros» (Jn 20,19).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El mundo tiene una ardiente sed de la paz de Dios, anhela ver resplandecer el arco iris de la divina gracia después de la tempestad, pero no consigue liberarse de la agitación y de la inquietud, puesto que es un mundo caído al que se le ha infligido el destino inexorable de no conocer la paz.

Si se me preguntara en qué consiste esa paz, sólo podría sugerir la imagen de algo que sea transitorio para proporcionar la idea de lo que es imperecedero. Conocéis la paz de un niño adormecido, también sabéis algo de la paz que experimenta un hombre en sí mismo cuando encuentra a la mujer amada, algo de la paz que encuentra el amigo cuando mira a los ojos del amigo fiel; conocéis algo de la paz que experimenta un niño en brazos de su madre, de la paz que reposa en ciertos rostros maduros en la hora de la muerte; de la paz del sol vespertino, de la noche que lo cubre todo y de las estrellas perennes; conocéis algo de la paz de aquel que murió en la cruz. Pues bien, tomad todo eso como signo caduco, como símbolo pobre de lo que puede ser la paz de Dios. Estar en paz significa saberse seguro, saberse amado, saberse custodiado; significa poder estar tranquilo, tranquilo del todo; estar en paz con un hombre significa poder construir firmemente sobre la fidelidad, significa saberse una sola cosa con él, saberse perdonados por él.

La paz de Dios es la fidelidad de Dios a pesar de nuestra infidelidad. En la paz de Dios nos sentimos seguros, protegidos y amados. Es cierto que no nos quita del todo nuestras preocupaciones, nuestras responsabilidades, nuestras inquietudes; pero por detrás de todas nuestras agitaciones y de todas nuestras preocupaciones se ha levantado el arco iris de la paz divina: sabemos que es él quien lleva nuestra vida, que ésta forma unidad con la vida eterna de Dios.

Que Dios haga de nosotros hombres de su paz incomparable, hombres que reposen en él, aun en medio del trastorno de las cosas del mundo; que esta paz purifique y serene nuestras almas y que algo de la pureza y de la luminosidad de la paz que Dios pone en nuestros corazones irradie en otras almas sin paz; que nos convirtamos el uno para el otro, el amigo para el amigo, el esposo para la esposa, la madre para el hijo, en portadores de esta paz que viene de Dios (D. Bonhoeffer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 146-149, passim).