La unción de Betania
y el derroche del amor

(Jn 12,1-8)


1
Seis días antes de la fiesta judía de la Pascua, llegó Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. 2 Ofrecieron allí una cena en honor de Jesús. Marta servía la mesa y Lázaro era uno de los comensales. 3 María se presentó con un frasco de perfume muy caro, casi medio litro de nardo puro, y ungió con él los pies de Jesús; después los secó con sus cabellos. La casa se llenó de aquel perfume tan exquisito. 4 Judas Iscariote, uno de los discípulos -el que lo iba a traicionar-, protestó, diciendo:

5 -¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para repartirlo entre los pobres?

6 Si dijo esto, no fue porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía a su cargo la bolsa del dinero común, robaba de lo que echaban en ella.

7 Jesús le dijo:

-¡Déjala en paz! Esto que ha hecho anticipa el día de mi sepultura. 8 Además, a los pobres los tenéis siempre con vosotros; a mí, en cambio, no siempre me tendréis.

 

LECTIO

La escena de la unción de Betania se abre con un marco histórico-geográfico que resulta útil para conectar entre sí los últimos acontecimientos de la vida de Jesús que preparan su Pascua. En el mismo lugar donde la vida había vencido a la muerte con la resurrección de Lázaro, se prepara una cena que preludia la última cena. Los evangelios sinópticos refieren también dos escenas de unción (cf. el texto de Mc 14,3-9 retomado por Mt 26,6-13 y Lc 7,36-50), aunque en contextos diferentes y con un rico y diferenciado mensaje teológico. Mientras que en Lucas, en un marco de polémica con los fariseos, se pone el acento en el perdón misericordioso de los pecadores, en Marcos y Juan se pone de manifiesto el signo profético de la muerte y sepultura de Jesús.

El desarrollo de la acción y el comportamiento de los personajes procede con naturalidad. María baña los pies de Jesús «con un frasco de perfume muy caro, casi medio litro de nardo puro» (v. 3) y la fragancia del perfume llena toda la casa, signo del amor que la unía al Maestro y del reconocimiento por el don de la vida que había hecho a su hermano (cf. Cant 1,12). María es imagen de la Iglesia-esposa unida con ternura al Cristo-esposo. Al amor como servicio y a la fe de María se contrapone la figura de Judas, «el que lo iba a traicionar» (v 4), que oculta en su comportamiento la mezquindad y la falsedad de ánimo. El amor ha dilatado el corazón de María; en Judas, sin embargo, la mezquindad lo encerró en sí mismo, prefiriendo el dinero y el desprecio del amor.

Jesús aprueba con su intervención el gesto de María, poniéndolo en relación con su muerte inminente, y le recuerda a Judas que siempre habrá pobres. Subraya, sin embargo, su prioridad respecto a cualquier otra realidad: el amor a los pobres no debe hacernos olvidar nunca que Jesús es la primera realidad para el discípulo. Al amar a Jesús prioritariamente, podemos amar a los pobres todavía mejor.

 

MEDITATIO

La unción de Betania nos ayuda a repensar a fondo las motivaciones de la vida consagrada. Esta sólo puede encontrar en la entrega total y exclusiva a la persona del Señor su porqué, su razón de ser. Si bien, en lo que se refiere al servicio al prójimo, la vida consagrada está flanqueada por otras formas de servicio que han alcanzado su eficiencia, su verdadera y última justificación debe encontrarse en otra parte: la vida consagrada se despliega en el plano de la entrega personal al Señor, una entrega que puede llegar hasta el «derroche» de la propia vida.

La unción de Betania nos dice que la vida consagrada no es, en primer lugar, entrega a un ideal de perfección, un compromiso con un proyecto de servicio generoso o un desgastarse en una misión particularmente absorbente, sino que es, ante todo, una entrega a la persona de Cristo. Es preciso haber sido sorprendidos, maravillados, asombrados, sacudidos, íntimamente conmovidos por el acontecimiento del Señor, para dejarse ir a la loca decisión de dedicar la propia vida a él y por él.

Sin embargo, a los ojos de los hombres, la vida consagrada puede parecer, con mayor frecuencia de lo que creemos, un derroche: la persona que elige hoy este tipo de vida realiza un gesto poco comprensible, y aparece como extraña y enamorada. Pero tal vez sea ésta la provocación más urgente para el hombre de hoy: como Jesús se «derrochó» con una vida comprometida y dramática para hacer creíble el amor de Dios, así la vida consagrada se «derrocha» para hacer creíble el amor de Jesús a toda persona humana. Hasta los momentos que -vistos, por así decirlo, desde dentro, es decir, de la misma persona consagrada- parecen vacíos y, por consiguiente, inútiles y objeto de derroche, son, en realidad, verdaderos momentos que hacen participar en la misma «locura» de Cristo, porque entonces es cuando el frasco de nuestra existencia se rompe y perfuma toda la casa.

 

ORATIO

Amado Señor, tú eres el nardo preciosísimo que propagó todo aquel perfume en el mundo cuando el frasco de tu cuerpo se rompió en la pasión, muerte y resurrección. Tú nos pides que modelemos nuestra vida sobre la tuya, a fin de que podamos ser semejantes a tu frasco lleno de nardo. Pero sabes que nuestro frasco está a menudo vacío, del mismo modo que sabes que tenemos muy poco perfume para propagar. Llénanos tú con tu preciosísimo y perfumadísimo amor. Y nuestra vida se convertirá en una realidad de amor vivida con intensidad, se transformará en misión a los hermanos.

Convéncenos por dentro de que representar tu forma de vida es un frasco destinado a propagar el buen perfume, es decir, que hacerte presente en tu modo de estar frente al Padre y a los hermanos es un apoyo para cuantos están comprometidos en mil difíciles tareas, del mismo modo que puede convertirse en un interrogante para cuantos están atados a las cosas que pasan.

Ayúdanos, sobre todo, Señor, a comprender que es en las horas de la prueba cuando este frasco se rompe y tu perfume puede dar alivio y alegría a tu Iglesia. Haznos cultivar tu amor en las horas serenas, para que pueda difundirse por todas partes cuando la prueba rompa este frasco de arcilla, que queremos reservar sólo para ti.

 

CONTEMPLATIO

Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios apasionado, que es el sumo bien, se le daría todo y se sustraería no sólo a las criaturas, sino incluso a sí mismo, y con todo su ser amaría a este Dios de amor hasta transformarse todo él en el Dios-hombre, que es el sumo Amado (Angela de Foligno).

A los cristianos más perfectos, los sacerdotes, les parece que nosotras [las monjas de clausura] somos unas exageradas, que deberíamos servir como Marta, en vez de consagrar a Jesús los vasos de nuestra vida, con los perfumes en ellos contenidos. Sin embargo, ¿qué importa que nuestros vasos se rompan si Jesús recibe consuelo? El mundo está obligado a oler, a pesar suyo, los perfumes que exhalan y sirven para purificar el aire envenenado que no cesa de respirar (Teresa de Lisieux).

 

ACTIO

Repite muchas veces esta invocación, convirtiéndola en objeto de meditación:

«Señor, llena mi casa con la fragancia del ungüento» (cf. In 12,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se puede responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de «despilfarro» de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?

Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su «funcionalidad» inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania: «María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12,3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: «Déjala» (Jn 12,7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobre la actualidad de la vida consagrada: ¿No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: «Déjala».

Para aquel a quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa (Juan Pablo II, exhortación apostólica Vita consecrata, n. 104).