Quinto domingo de cuaresma

Año C


LECTIO


Primera lectura: Isaías 43,16-21

Así dice el Señor,
el que abrió un camino en el mar,
una senda en las aguas impetuosas;
el que puso en movimiento carros y caballos,
a un poderoso ejército de soldados
que quedaron tendidos y no se levantaron;
que se apagaron como mecha que se extingue.

No recordéis las cosas pasadas,
no penséis en lo antiguo.

Mirad, voy a hacer algo nuevo,
ya está brotando, ¿no lo notáis?
Trazaré un camino en el desierto,
senderos en la estepa.

Me glorificarán las bestias salvajes,
los chacales y las avestruces;
porque haré brotar agua en el desierto
y ríos en la estepa,
para dar de beber a mi pueblo, a mi elegido,
el pueblo que yo constituí
para que proclamara mi alabanza.


Los capítulos 40-55 del libro del profeta Isaías se atribuyen a un discípulo suyo al que se llama Segundo Isaías, que vivió la experiencia del destierro babilonense. Dirige la palabra consoladora de Dios a un pueblo sin esperanza, "sordo" y "ciego" (cf. Is 43,8). El fragmento, que forma parte de un oráculo de salvación, comienza con un recuerdo glorioso del Exodo. Como entonces Dios, para el que nada es imposible (cf. Gn 18,14), "abrió un camino en el mar" (v. 16), así también ahora, incluso con más fuerza, se hace presente en la vida de Israel. Su intervención es hasta tal punto portadora de novedad (v 19) que hará pasar a segundo plano los prodigios del primer Exodo. Todo el cosmos está comprometido en esta transformación, anticipo y presagio de la novedad verdaderamente absoluta que tendrá lugar con la restauración de todas las cosas en Cristo. El pueblo, nuevamente salvado, se convertirá en cantor apasionado de la gloria de Dios.


Segunda lectura: Filipenses 3,8-14

Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir unido a él con una salvación que no procede de la Ley, sino de la fe en Cristo, una salvación que viene de Dios a través de la fe. De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus padecimientos y moriré su muerte, a ver si alcanzo así la resurrección de entre los muertos.

No pretendo decir que haya alcanzado la meta o conseguido la perfección, pero me esfuerzo a ver si la conquisto, por cuanto yo mismo he sido conquistado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no me hago ilusiones de haber alcanzado la meta; pero, eso sí, olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante y corro hacia la meta, hacia el premio al que Dios me llama desde lo alto por medio de Cristo Jesús.


La perícopa nos ofrece el testimonio de un hombre tocado por la novedad de Dios. Pablo, que quizás como ningún otro podría jactarse de su pasado glorioso en el seno del judaísmo, cogido por Cristo, no duda en considerar basura lo que hasta ahora había sido para él motivo de prestigio.

Libre prisionero del amor de Cristo (v. 12), se presenta como un atleta que llega a la recta final de la meta en la carrera por la vida eterna (v 14). Y ante los "espectadores" judaizantes, orgullosos de la justicia proveniente de la Ley, el apóstol traza magistralmente su biografía (vv 4-14): el orgulloso fariseo de antaño (vv 4-6) ha visto invertido paradójicamente su modo de entender ganancias y pérdidas (vv 7s). "Conquistado por Jesucristo", creciendo en intimidad con "su" Señor (v 8), ahora aspira exclusivamente a ganar (v. 8), conocer (v. 10), conquistar (v. 12), con la intensidad inefable de quien encuentra descanso e impulso siempre renovado al pregustar un premio inestimable (vv. 8.14).


Evangelio: Juan 8,1-11

Jesús se fue al monte de los Olivos. Por la mañana temprano volvió al templo y toda la gente se reunió en torno a él. Jesús se sentó y les enseñaba. En esto, los maestros de la Ley y los fariseos se presentaron con una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La pusieron en medio de todos y preguntaron a Jesús:

- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida cometiendo adulterio. 'En la Ley de Moisés se manda que tales mujeres deben morir apedreadas. ¿Tú qué dices?

La pregunta iba con mala intención, pues querían encontrar un motivo para acusarlo. Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como ellos seguían presionándolo con aquella cuestión, Jesús se incorporó y les dijo:

- Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra.

Después se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en la tierra.

Al oír esto se marcharon uno tras otro, comenzando por los más viejos, y dejaron solo a Jesús con la mujer, que continuaba allí delante de él. Jesús se incorporó y le preguntó:

- Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte?

Ella le contestó:

- Ninguno, Señor.

Entonces Jesús añadió:

- Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.


Aunque de origen sinóptico -probablemente lucano-, el pasaje no desentona en el capítulo 8 del evangelio de Juan; incluso se impone como una roca en un lugar solitario. Es una especie de ejemplarización del tema de todo el capítulo: Cristo-luz (cf. v. 12) ejecuta inevitablemente un juicio (v 15) no según las apariencias, sino de acuerdo a la verdad más profunda del corazón de cada uno. La trama es sencillísima: al amanecer (v. 2), después de pasar la noche orando en el monte de los Olivos (7,53-8,1), escribas y fariseos someten al juicio del rabbí a una mujer sorprendida públicamente en adulterio (8,3-9a). ¿Con qué intención? Para tender una trampa a Jesús (v. 6), obligándole subrepticiamente (cf. Jr 17,13) a pronunciarse o contra la Ley de Moisés, que manda la lapidación en tales casos, o contra el derecho romano, que desde el año 30 d.C. ha privado al sanedrín del jus gladii, reservándose el poder de declarar las condenas a muerte.

Todo el fragmento converge en la pregunta: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más". En el desierto creado por el pecado irrumpe la novedad: fluye un río de misericordia (cf. primera lectura: Is 43,19s) que purifica y sana a su alrededor (Ap 21,5), haciendo nueva a toda criatura.


MEDITATIO

El quinto domingo de cuaresma tiene como característica peculiar la intensidad de la voz del Justo rodeado por sus perseguidores. Es un presagio de la pasión.

Jesús está cada vez más solo. Está solo sobre todo porque ha decidido llevar a cabo su misión hasta sus últimas consecuencias llegando donde nadie ha llegado y nadie le puede ayudar fuera del Padre. Es admirable que, precisamente en esta hora de mayor soledad, él manifieste plenamente la grandeza de su amor por los hermanos, su capacidad de cargar con todo el peso del pecado de los hombres para expiarlo. Tenemos una prueba patente en el evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy, y que podemos vivirlo como protagonistas.

La escena es impresionante: escribas y fariseos someten a Jesús a una especie de proceso poniéndole delante la mujer adúltera. En el silencio se oyen graves palabras..., los acusadores se alejan bajo el peso de su orgullo y su mentira. Sólo se queda la mujer, pobre pecadora, bajo la mirada misericordiosa de Jesús. Así puede recibir el perdón y ser renovada en su amor: "Anda, y no peques más".

También nosotros debemos presentarnos a él, junto con nuestros hermanos, para pedir no la condena, sino el perdón. El perdón nos hace fieles al "mandamiento nuevo", nos hace pasar a la "novedad" de vida, convirtiéndonos en testigos de esperanza, fuertes por la ayuda del Señor. Nos es necesaria la constancia para perseverar en nuestro camino de conversión y llegar a la pascua con plenitud de gozo.


ORATIO

Jesús, misericordia del Padre, que has venido a encontrarte con nuestra miseria en los caminos del mundo, en las plazas de nuestras ciudades. Tú siempre te vuelves a nosotros con tus brazos infinitos, abiertos para abrazar al que estaba perdido, en el ímpetu de tu piedad. No queremos ser "escribas ni fariseos" acusadores de nuestros hermanos, dispuestos a lanzar a otros la piedra de nuestro pecado.

Jesús, Señor del soberano silencio, en medio del tumulto de nuestras pasiones, haznos capaces de callar ante ti mientras nuestra alma, desnuda y avergonzada, se confiesa sencillamente dejándose mirar por tus ojos de pastor humilde. ¿Quién nos condenará si tú nos absuelves? ¿Quién nos despreciará si tú nos amas? Tú eres el único que te quedas con nosotros, oh Inocente, oh Puro, oh Santo, que no puedes ver el mal. Míranos purificados por tu perdón: no queremos pecar más. Confírmanos en la fidelidad del amor. Amén.


CONTEMPLATIO

Llamo, Señor, a tu puerta invocando piedad de tu abundancia. Soy un pecador que, durante largos años, he abandonado tu camino. Concédeme confesar mis pecados, evitarlos y vivir en tu gracia. ¿A qué puerta llamaremos, Señor misericordioso, sino a la tuya? ¿Quién nos levantará en nuestras caídas si tu misericordia no nos socorre, oh rey ante cuya majestad se postran los reyes?

Padre, Hijo y Espíritu Santo, sed para nosotros un baluarte inexpugnable, un refugio contra los perversos que nos hacen la guerra y contra sus poderes. Protégenos a la sombra de tu misericordia, cuando separes a los buenos de los malvados.

Que el canto de nuestra oración sea la llave que abra la puerta del cielo y los arcángeles comenten a coro: "iQué dulce debe de ser el canto de los humanos, pues el Señor escucha enseguida sus clamores!" ("De la liturgia siriaca", cit. en E. Bianchi [ed.], Il libro delle preghiere, Turín 1997).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Si alguien vive en Cristo, es una criatura nueva" (2 Cor 5,17).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Quizás no hemos comprendido que Jesús se ha revelado al más lejano, al más despreciado. Jesús no pide a la samaritana, a la adúltera o al ladrón que se confiesen. Pero cuando les mira con ternura infinita se rinden.

Pero, en el fondo, qué es el pecado?, ¿en qué consiste el mal? Donde vemos una injusticia, un pecado, quizás Dios descubra sólo un sufrimiento, un grito de socorro que él escucha. ¿Es esto misericordia? ¿Es éste el motivo de su venida a nuestro mundo? Cuando Dios se hace hombre, todo el mal del mundo cae sobre sus espaldas. Y él de este mal sabe sacar sólo amor, amor que manifestará hasta su último aliento de vida, hasta la última gota de sangre, hasta experimentar el mayor sufrimiento humano: la muerte.

Pero luego resucita: el amor es más fuerte que la muerte. El sufrimiento padecido por todos los humanos, desde el del más pequeño, el más frágil, el todavía no nacido, el niño que nunca crecerá, hasta el del criminal o el del santo, él lo ha rescatado en su propia piel, lo ha transformado en puro amor para la eternidad. Basta que le sigamos por el mismo camino. Se trata de aceptar, de acoger el sufrimiento tratando de impedir que se transforme en mal. En el otro sólo debo ver el sufrimiento que hay que superar con el amor.

Jesús asumió el sufrimiento de la Magdalena. Este sufrimiento que ella, por ligereza, o por venganza, o por miedo a sufrir, dejó transformar en pecado [...].

El que se ha equivocado mucho contra Cristo pero percibe que él ha asumido todo su sufrimiento, se convierte en loco de amor por Dios y no ve la hora de hacer por los demás lo que Jesús ha hecho con él. Los verdaderos convertidos no pueden menos de asemejarse a Cristo, uniéndose en su lucha contra el mal, convirtiéndose en otros tantos crucificados clavados por el sufrimiento de los otros hasta hacerlo resucitar en amor. El mundo habla de arrepentimiento, de penitencia... es sólo el amor el que arde (E.-M. Cinquin, Tutti contro, meno Dios. L'utopia di Betania, Turín 1984, 49-52, passim).