Quinto domingo de cuaresma

Año B


LECTIO


Primera lectura: Jeremías 31,31-34

Vienen días, oráculo del Señor, en que yo sellaré con el pueblo de Israel y con el pueblo de Judá una alianza nueva. No como la alianza que sellé con sus antepasados el día en que los tomé de la mano para sacarlos de Egipto. Entonces ellos violaron la alianza, a pesar de que yo era su dueño, oráculo del Señor. Ésta será la alianza que haré con el pueblo de Israel después de aquellos días, oráculo del Señor: Pondré mi Ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su dios y ellos serán mi pueblo. Para instruirse no necesitarán animarse unos a otros diciendo: "¡Conoced al Señor!", porque me conocerán todos, desde el más pequeño hasta el mayor, oráculo del Señor. Yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados.


En el año 586 a.C., Jerusalén fue destruida por Nabucodonosor. Jeremías se encuentra entre los prófugos en espera de la deportación y experimenta con ellos la lejanía de su tierra. En estas dolorosas circunstancias, el Señor pone en sus labios, como profeta, una palabra de esperanza para todos. A los capítulos 30-31 de su libro se les designa comúnmente con el nombre de "Consolación de Israel". En el fragmento de hoy, es central la promesa de un nuevo pacto, no formulado en normas impuestas desde fuera, sino basado en una unión íntima -esponsal- entre Dios y su pueblo. En el desierto del destierro Dios volverá a hablar a su pueblo-esposa con la frescura de la primera declaración de amor (v. 31). Esta "alianza nueva" (vv. 31.33), no grabada en tablas de piedra, sino en lo hondo del corazón humano, como don extraordinario de Dios, será la característica de los tiempos nuevos.

Jesús declara realizada esta alianza en su sacrificio durante la institución de la eucaristía (cf. Lc 22,20) en la última cena. Su pleno cumplimiento tendrá lugar el Viernes Santo, cuando Jesús, al expirar, entregue (vierta) el Espíritu, principio de la nueva Ley, en el interior de todo creyente.


Segunda lectura: Hebreos 5,7-9

El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y precisamente porque era Hijo aprendió a obedecer a través del sufrimiento. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.


Estos versículos expresan lo esencial de la obra de salvación realizada por Cristo. Se presenta como el cumplimiento no sólo de las promesas, de la Ley y las profecías, sino también del culto del Antiguo Testamento. Jesús es el único sumo sacerdote misericordioso y fiel que puede purificar realmente al pueblo del pecado, mediante su propia ofrenda una vez por todas (7,26s). Para ello debía asumir nuestra debilidad (v. 7) y nuestros sufrimientos (2,10), para ser en todo semejante a nosotros.

El fragmento que nos ofrece la liturgia dice con mucho realismo hasta dónde llega la compasión de Cristo por nosotros (v 7) y cuál es la fuente de su intercesión por nosotros: el pleno cumplimiento de la voluntad del Padre mediante la obediencia. El la debió aprender conforme al desarrollo normal de cualquier hombre, y el sufrimiento fue la escuela en la que, aun siendo perfecto como Dios (v 8a), llegó a ser perfecto también como hombre (v 9). Por la obediencia filial expió la desobediencia del pecado. Los que optan por seguirle por el mismo camino obtienen la salvación eterna concedida por su piedad (v. 7b) a él y a todos por los que fue constituido sumo sacerdote según el modo de Melquisedec (v 10).

Todo lo que padeció por amor se puede reconocer en el corazón nuevo, obediente y filial (v 8) prometido por Dios al profeta Jeremías. Mirando a Jesús, a su corazón traspasado en la cruz, todos pueden conocer al Señor como amor misericordioso.


Evangelio:
Juan 12,20-33

Entre los que habían subido a Jerusalén para dar culto a Dios con ocasión de la fiesta, había algunos griegos. Éstos se acercaron a Felipe, que era natural de Betsaida de Galilea, y le dijeron:

- Señor, quisiéramos ver a Jesús.

Felipe se lo dijo a Andrés, y los dos juntos se lo hicieron saber a Jesús. Jesús dijo:

- Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Yo os aseguro que el grano de trigo seguirá siendo un único grano de trigo a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante. Quien vive preocupado por su vida, la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna. Si alguien quiere servirme, que me siga; correrá la misma suerte que yo. Todo aquel que me sirva será honrado por mi Padre.

Me encuentro profundamente abatido, pero ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, sálvame de lo que se me viene encima en esta hora? De ningún modo, porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre, glorifica tu nombre.

Entonces se oyó esta voz venida del cielo:

- Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo.

De los que estaban presentes, unos creyeron que había sido un trueno; otros decían:

- Le ha hablado un ángel.

Jesús explicó:

- Esta voz se ha dejado oír no por mí, sino por vosotros. Es ahora cuando el mundo va a ser juzgado; es ahora cuando el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.

Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma en que iba a morir.


Los dos polos de esta perícopa son la subida a Jerusalén de algunos griegos, que desean ver a Jesús (vv. 20s; cf. v 19b) y su exaltación en la cruz (vv. 32s). Dos ascensiones: la primera, motivada por el atractivo humano de la pascua hebrea y por la persona de Jesús; la segunda es la expresión de la voluntad salvífica del Padre, quien no duda en entregar a la muerte al Hijo unigénito, verdadero cordero pascual.

Entre ambos polos, permitiendo el paso del plano de la crónica al de la escatología -entre el tiempo y el final de los tiempos-, está la "hora" de Jesús. Ya ha llegado, como indica la pregunta de los griegos, y por eso no reciben respuesta directa (v. 23): el Padre mismo responderá muy pronto de modo muy elocuente.

Como en los sinópticos, se predice lo inaudito: la pasión del Hijo del hombre. La pasión en Juan no será seguida por la gloria; más bien, coincidirá con ella. "Glorificación" y "exaltación" se refieren contemporáneamente a la cruz y a la resurrección, que son dos aspectos de la hora de Jesús. Quien quiera servirle se compromete en un mismo destino de muerte y de gloria (vv. 24-26). No se trata de consideraciones abstractas: Jesús se siente profundamente conmovido con la perspectiva de lo que le espera (los w. 26s constituyen el Getsemaní joaneo), pero el centro de su ser se mantiene estable en su adhesión incondicional a la voluntad del Padre, que él vino a cumplir (v. 27b): esta obediencia filial glorifica el nombre del Padre, puesto que manifiesta el amor trinitario y realiza la salvación del mundo (v. 28). En esta entrega total de sí mismo, Jesús se revela como verdadero Hijo del hombre, enviado a juzgar al mundo y a expulsar a su príncipe para inaugurar el Reino de Dios (v. 31). La hora decisiva de la historia es su muerte de cruz.


MEDITATIO

El pasaje evangélico de hoy es muy significativo en nuestro camino cuaresmal. Jesús ha subido a Jerusalén a la fiesta de pascua. Algunos griegos acuden a Felipe y le dicen: "Quisiéramos ver a Jesús, quisiéramos conocerlo". Es una pregunta que también nosotros deberíamos hacer siempre. Siempre necesitamos acercarnos a Jesús, conocerlo de nuevo, como si nunca lo hubiésemos visto, porque nunca acabamos de conocer al Señor. Cada día deberíamos sentir cómo surge dentro de nosotros más vivamente este deseo: ver a Jesús. ¿Quién nos conducirá a él, quién nos lo señalará, quién nos lo hará ver?

Precisamente este deseo nos lleva a escuchar su Palabra, a buscarle en la Sagrada Escritura, en el Evangelio, en la Iglesia, en los hermanos, en los sacramentos, en nuestro corazón. Ahora ya no debemos buscarle fuera de nosotros, porque Jesús vive en nosotros, si de verdad creemos. Lo más importante es participar íntimamente, con corazón de creyente, en el misterio de Cristo. Sólo así daremos fruto. Pero Jesús nos recuerda que nadie vive verdaderamente -y esto significa dar fruto- si noacepta penetrar en el misterio del grano que muere, misterio vivido por él antes que nadie.

Nosotros no tenemos fuerza suficiente para ahondar en la tierra fecunda si no tenemos presente que el terreno para morir es el del amor, que da sentido a la cruz de Cristo y a todas las cruces que se levantan junto a ella, esperando a su sombra el cumplimiento de la alianza nueva que es su pascua (cf. Ap 14,13).


ORATIO

También nosotros queremos verte, Jesús, en esta hora en que, como semilla, te siembras en la tierra de nuestro dolor y germinal en apretada espiga, esperanza de mies abundante. Tú nos descubres qué dulce es morir para el que ama y se da con alegría. Perder la vida por ti y contigo es encontrarla. Entonces hasta el llanto florece en sonrisa.

En tus llagas encontramos refugio y en ellas recobra sentido el padecer humano. Sólo mirándote hallamos fuerza para abandonarnos confiadamente en las manos paternas de Dios. Purifica los ojos de nuestro corazón hasta que, no como en un espejo ni de modo confuso, sino en un amoroso cara a cara te veamos como eres. Amén.


CONTEMPLATIO

La muerte y la pasión de nuestro Señor es el motivo más dulce y más violento que puede animar nuestros corazones en esta vida mortal. Mira a Jesús, nuestro sumo sacerdote; míralo desde el instante mismo de su concepción. Considera que nos llevaba sobre sus espaldas, aceptando la carga de rescatarnos por su muerte, y muerte de cruz. ¡Ah, Teótimo, Teótimo! El alma del Salvador nos conocía a todos por nuestros nombres, pero sobre todo en el día de su Pasión, cuando ofreció sus lágrimas, sus oraciones, su sangre y su vida por nosotros, tenía para ti en particular estos pensamientos de amor: "Padre Eterno, tomo sobre mí y cargo con todos los pecados del pobre Teótimo, para sufrir tormentos y muerte, a fin de que él se vea libre de ellos y no perezca, sino que viva. Muera yo con tal de que él viva; sea yo crucificado con tal de que él sea glorificado".

El Calvario es, Teótimo, el monte de los amantes. El amor que no se origina en la pasión de Jesús es frívolo y peligroso. Desgraciada es la muerte sin el amor de Jesús. Amor y muerte se hallan de tal modo unidos en la pasión de Jesús que no pueden estar en el corazón el uno sin el otro. En el Calvario no se alcanza la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte de Jesús; fuera de allí todo es muerte eterna o amor eterno. Ven, Espíritu Santo, e inflama nuestros corazones con tu amor. Morir a cualquier amor para vivir en el amor a Jesús y para no morir eternamente (Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, XII, 13).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Mirarán al que traspasaron" (cf. Jn 19,37b).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Hablar del anonadamiento de Jesús es ciertamente una tarea imposible. El hombre Jesús vence perdiendo. Vence negándose a sí mismo como hombre el poder de dominar, de afirmarse frente a los otros y sobre los otros. De esta realidad tenía una conciencia muy lúcida que transparentaba en toda su enseñanza y en toda su vida.

Investigadores curiosos o gente ansiosa de conocimientos o experiencias excepcionales, algunos griegos querían verle en sus últimas días en Jerusalén. Jesús utiliza esa bellísima imagen que tanto recuerda la parábola del Reino de los Cielos: "Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12,24). El grano de trigo no es otro que él mismo: Jesús. La kénosis de la encarnación llegará a sus últimas consecuencias en la pasión y muerte de cruz. Pero la imagen del grano de trigo que muere y produce la espiga y luego el pan, tiene también una relación evidente con el misterio de la eucaristía.

La vitalidad de esa semilla sepultada es prodigiosa. La ley de la semilla es morir para multiplicarse: no tiene otro sentido ni otra función que la de ser un servicio a la vida. Lo mismo el anonadamiento de Jesucristo: germen de vida sepultado en la tierra. Para Jesús, amar es servir y servir es desaparecer en la vida de los otros, morir para hacer vivir.

Todo don de sí mismo es una semilla de amor que hace que nazca amor. Allí donde es más difícil aceptar el anonadamiento de ser esclavos unos de otros y de ser comidos por Ios otros, es donde se cosecha más abundantemente el fruto de la caridad.

Que el Señor nos conceda llegar a esta entrega total de nuestro ser cada vez que deseemos demostrar lo que valernos con discursos de niñatos petulantes y desconsiderados. Que nos conceda sumergirnos en su misterio de humildad y de gloria a pesar de nuestra incapacidad de comprenderlo (A. M. Cánopi, L'annientamento di Cristo, perpetuato nel mistero eucaristico..., en "Deus absconditus", Ghiffa 1980, 60-69, passim).