Quinto domingo de cuaresma

Año A


LECTIO


Primera lectura: Ezequiel 37,12-14

Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas, os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu, y viviréis; os estableceré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo del Señor.


En la liturgia de este domingo se habla de resurrección en un crescendo que va desde el presente fragmento del Antiguo Testamento a la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte.

Dios, por boca de Ezequiel, anuncia la próxima apertura de las tumbas. Se trata de la vuelta de los desterrados. Desde el año 586 a.C., los hebreos se encuentran deportados en Babilonia, y el desaliento se ha apoderado de sus corazones, pero el Señor va hacer que su pueblo, que se siente como muerto en tierra extranjera, experimente directamente su poder vivificador. Dios es el que tiene poder de cumplir cuanto promete (cf. v 14b). Ese día será como una nueva creación. Las imágenes que utiliza anuncian la futura proclamación de la salvación integral de la humanidad en la resurrección de Jesús.


Segunda lectura: Romanos 8,8-11

Así pues, los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís entregados a tales apetitos, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo. Ahora bien, si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté sujeto a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.


Es la actualización del oráculo precedente de Ezequiel: el Espíritu "habita de modo estable" (podríamos decir "reposa finalmente") en el hombre (v. 9). Para el hombre, es fuente de seguridad, de paz, de gozo, porque constituye el fundamento inamovible de su pertenencia a Cristo (vv. 9s). Por eso, la fidelidad a su Señor no es sólo posible, sino una realidad: "No vivís" (es un presente) bajo el dominio de la carne (v. 9)... Vuestro cuerpo está muerto por al pecado, pero el Espíritu es vida (v. 10).

El duelo entre muerte y vida se ha desarrollado históricamente, de una vez por todas, en la cruz. Y para cada cristiano en particular, se actualiza en el rito del bautismo. Ahora bien, se debe manifestar en los hechos de cada día, de cada instante, no viviendo según la carne (v 8), sino en espera de la victoria definitiva (v 11; cf. también Rom 5,10; 6,5).


Evangelio:
Juan 11,1-45

Un hombre, llamado Lázaro, había caído enfermo. Era natural de Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta. (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, es la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos.) Sus hermanas mandaron a Jesús este mensaje:

— Señor, tu amigo está enfermo.

Jesús, al enterarse, dijo:

— Esta enfermedad no terminará en la muerte, sino que tiene como finalidad manifestar la gloria de Dios; a través de ella se dará también a conocer la gloria del Hijo de Dios.

Por eso, Jesús, aunque tenía gran amistad con Marta, con su hermana y con Lázaro, continuó en aquel lugar otro par de días después de haber recibido el mensaje que le habían enviado. Pasado este tiempo, dijo a sus discípulos:

— Vamos otra vez a Judea.

Ellos replicaron:

— Maestro, hace poco que Ios judíos quisieron apedrearte. ¿Cómo es posible que quieras volver allá?

Jesús respondió:

— ¿No es cierto que el día tiene doce horas? Cualquiera puede caminar durante el día sin miedo a tropezar, porque la luz de este mundo ilumina su camino. En cambio, si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz.

Y añadió:

— Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero yo iré a despertarlo.

Los discípulos comentaron:

— Señor, si se ha dormido, es señal de que se recuperará.

Jesús hablaba de la muerte de Lázaro, mientras que sus discípulos entendieron que se refería al sueño natural.

Entonces Jesús se expresó claramente:

— Lázaro ha muerto. Y me alegro de no haber estado allí, por vuestro bien, porque así tendréis un motivo más para creer. Vamos, pues, allá.

Tomás, por sobrenombre "el Mellizo", dijo a los otros discípulos:

— Vamos también nosotros a morir con él.

A su llegada, Jesús se encontró con que hacía ya cuatro días que Lázaro había sido sepultado. Betania está muy cerca de Jerusalén, como a dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a Betania para consolar a Marta y Mana por la muerte de su hermano. Tan pronto como llegó a oídos de Marta que llegaba Jesús, salió a su encuentro; María se quedó en casa. Marta dijo a Jesús:

— Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios él te lo concederá.

Jesús le respondió:

— Tu hermano resucitará.

Marta replicó:

— Ya sé que resucitará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos.

Entonces Jesús afirmó:

— Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Crees esto?

Ella contestó:

— Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo.

Terminada esta conversación, Marta se fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído:

— El Maestro está aquí y te llama.

María se levantó rápidamente y salió al encuentro de Jesús. Jesús no había entrado todavía en el pueblo; se había detenido en el lugar donde Marta se había encontrado con él.

Cuando los judíos que estaban con María en casa consolándola vieron que se había levantado rápidamente y había salido, la siguieron, pensando que iría al sepulcro para llorar allí. Sin embargo, María se dirigió a donde estaba Jesús. Cuando lo vio, se puso de rodillas a sus pies y exclamó:

— Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.

Jesús, al verla llorar, y a los judíos, que también lloraban, lanzó un hondo suspiro y se emocionó profundamente. Después les preguntó:

— ¿Dónde lo habéis sepultado?

Ellos contestaron:

— Ven, Señor, y te lo mostraremos.

Entonces Jesús rompió a llorar. Los judíos comentaban:

— ¡Cómo lo quería!

Pero algunos dijeron:

— Éste, que dio la vista al ciego, ¿no podía haber hecho algo para evitar la muerte de Lázaro?

Jesús, de nuevo profundamente emocionado, se acercó más al sepulcro. Era una cueva, cuya entrada estaba tapada con una gran piedra. Jesús les ordenó:

— Rodad la piedra hacia un lado.

Marta, la hermana del difunto, le advirtió:

— Señor, tiene que oler muy mal, porque ya hace cuatro días que murió.

Jesús le contestó:

— ¿No te he dicho que, si tienes fe, verás la gloria de Dios?

Cuando rodaron la piedra, Jesús, mirando al cielo, exclamó:

— Padre, te doy gracias, porque me has escuchado. 42 Yo sé muy bien que me escuchas siempre; si hablo así es por los que están aquí, para que crean que tú me has enviado.

Terminada esta oración, exclamó Jesús con voz potente:

— Lázaro, sal fuera.

El muerto salió del sepulcro. Tenía las manos y los pies vendados y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo:

— Quitadle las vendas, para que pueda andar.

Al ver lo que Jesús había hecho, muchos de los judíos, que habían ido a visitar a María, creyeron en él.


La perícopa de la "resurrección de Lázaro", que prepara directamente los acontecimientos pascuales, explicita uno de los aspectos fundamentales de la cristología joanea. En un crescendo lento, en el relato se pasa de la narración de la enfermedad (w 1-6), la muerte y la sepultura (vv. 7-37) hasta la resurrección al cuarto día (w. 38-44). Entre líneas aparece la humanidad llena de ternura de Jesús -que no reprime las lágrimas ni los sollozos (vv. 33.35)-, la confidencialidad de la amistad (vv. 21-24.32.39s) y el misterio de la filiación divina (vv. 4-6.14-15.41s).

El "credo" de Marta sintetiza magistralmente esta rica realidad: "Señor... tú eres el Mesías (el mesías esperado en el judaísmo), el Hijo de Dios (título cristológico helenístico), el que tenía que venir al mundo (ho erchómenos vibrante de espera escatológica)". El punto más revelador aparece en los vv. 25s, lapidario como la revelación del nombre de "YHWH" del que es una explicación: "Yo soy la resurrección y la vida". El potente grito con que Jesús llama a Lázaro (v. 43) tiene la fuerza de la llamada a la vida del primer Adán (cf. Gn 2,7) y, a la vez, el dramatismo de la emisión del Espíritu por parte del nuevo Adán en la cruz (cf. Lc 23,46). En la "casa de aflicción" o "casa del pobre" (= Betania), efectivamente "YHWH ayuda", según el significado del nombre "Lázaro". ¿Cómo? Dándose misericordiosamente a sí mismo y dando su vida como medicina de inmortalidad.


MEDITATIO

Se da una conexión progresiva en los grandes textos de Juan leídos a lo largo de estos últimos domingos de cuaresma. Después de haber hablado del don de Dios (el agua viva), Jesús, verdadera Luz, ha abierto los ojos al ciego de nacimiento. Estas acciones simbólicas anunciaban el bautismo, es decir, el renacimiento por el agua y el Espíritu. Hoy, otra acción simbólica nos habla de las consecuencias del bautismo: la vida nueva e imperecedera.

Entre las múltiples consideraciones posibles, nos detenemos en el llanto de Jesús junto a la tumba de su amigo Lázaro. Si sabía que iba a devolverle la vida, ¿por qué llora? Sus lágrimas, tan reales, tienen también un valor simbólico. Se trata de todas las miserias humana -cuyo culmen es la muerte corporal-, que producen en Jesús esas lágrimas de compasión. Todo el misterio de la redención es un misterio de compasión y de amor.

La resurrección de Lázaro provocará directamente la condena a muerte de Jesús, que libra a los demás de la muerte a precio de su propia muerte.

Los judíos dirán: "¡Ha resucitado a Lázaro, que se salve a sí mismo!". Pero si Jesús se salvara a sí mismo, no podría salvarnos. El amor es don. En Jesús vence el amor precisamente al no salvarse a sí mismo, sino muriendo por nosotros. Pues el amor, para vencer, debe saber perder: ésta es la ley fundamental del cristiano. No podemos obtener ningún bien para los demás sin perder nosotros mismos por amor.


ORATIO

Señor Jesús, eres nuestro amigo. Sabemos que nos amas muchísimo y que con frecuencia haces con nosotros lo mismo que con tus amigos de Betania. Cuántas veces y en cuántas circunstancias te llamamos, y tú no acudes enseguida. Tus demoras nos dejan preocupados. Tus retrasos nos hacen morir.

Pero tú sabes por qué. Tú sabes lo que favorece a tus amigos. Tú sabes lo que más conviene a los que amas. Todo lo dispones para hacer que creamos, para llevarnos a una fe más madura y a una esperanza más firme. Mejor es tu llanto por nosotros que nuestro vivir tranquilo. Mejor es morir para resucitar escuchando tu grito que nos llama. Señor Jesús, cuando por nuestra miseria estemos muertos, desintegrados, no permitas que dejemos de creer que tú lo puedes todo, porque lo quieres por la fuerza de tu amor y tu obediencia al Padre.

El Padre siempre te escucha porque se complace en ti. Tú, que eres la vida y compartes nuestro morir cotidiano, tú nos harás salir del sepulcro, de todos los sepulcros en los que caemos por la debilidad de nuestra fe.


CONTEMPLATIO

Dígnate, Señor, venir a mi tumba y lavarme con tus lágrimas: en mis ojos áridos no tengo tantas para lavar mis culpas.

Si lloras por mí, me salvaré. Si soy digno de tus lágrimas, desaparecerá el hedor de mis pecados.

Si merezco que llores un momento por mí, me llamarás de la tumba de este cuerpo y dirás: "Ven afuera", para que mis pensamientos no queden encerrados en el estrecho espacio de esta carne, sino que salgan al encuentro de Cristo para vivir en la luz; para que no piense en las obras de las tinieblas, sino en las del día: el que piensa en el pecado trata de encerrarse en sí mismo.

Señor, llama a tu siervo que salga afuera: a pesar de las ataduras de mis pecados que me oprimen, con los pies vendados y las manos atadas, y aunque esté sepultado en mis pensamientos y obras muertas, a tu grito saldré libre y me convertiré en un comensal de tu banquete. Tu casa se inundará de perfume si conservas lo que te has dignado redimir (san Ambrosio, La penitencia, II, 71).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Tu Palabra me da vida" (Sal 118,50b).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La fe, siempre la fe. El Maestro la pide, la busca, ordena las circunstancias para que nazca y se desarrolle en las almas. Si permite la muerte del amigo, no es porque no se apiade de la tristezay el dolor de Marta y María -le veremos pronto llorar-, sino porque es necesario un milagro, un gran milagro, para consolidar la fe de los apóstoles antes de la pasión, ya cercana, que el odio que surge en los judíos por la resonancia de la resurrección de Lázaro va a precipitar. Esta muerte es para la fe.

Tened confianza, hermanos, cuando vuestras oraciones parece que no son escuchadas. No penséis que no han tocado el corazón e Jesús. Si aparentemente han caído en el vacío, no es que él no vea nuestras lágrimas. Con una mirada certera y sin distracciones, él va siguiendo todos los avances del mal. Si no viene en el momento esperado, quiere decir que todavía no ha llegado su hora. Reserva su acción para una conversión que engrandezca y manifieste más la gloria de Dios, que haga nuestra fe más firme y perseverante. ¡Confianza!

El sabe elegir su momento y, cuando llega este momento, dice: "Ahora vamos a su casa" (in 11,7). Avisada de la llegada del Mesías, Marta sale a su encuentro y dice: "Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano" (v. 21). El le responde con una promesa que supera toda esperanza y parece desconcertar su fe: "Tu hermano resucitará" (v. 23). Jesús, queriendo que surja y resplandezca la fe y la confianza deseada, descorre el velo que oculta el íntimo secreto de su alma: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre" (w. 25s). La fe de Marta se sublima; sobrepasa lo creado, llega a lo invisible y acoge la llama del amor del Salvador allí donde nace, para dispersarse por el mundo: "Sí, Señor: yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo" (v. 27) (Cardenal Saliége, Ecrits spirituels, París 1960, 135s, passim).