Redimidos de entre los hombres
como primicias, cantamos
un cántico nuevo

(Ap 14,1-4)


1
Yo, Juan, volví a mirar y he aquí que el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión. Estaban con él los ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre escrito en la frente. 2 Y oí una voz que venía del cielo, voz como de aguas caudalosas y truenos fragorosos. Sin embargo, la voz que oí era como el sonido de citaristas tocando sus cítaras. 3 Cantaban un cántico nuevo delante del trono, de los cuatro seres vivientes y de los ancianos. Un cántico que nadie podía aprender, excepto aquellos ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. 4 Estos son los que se mantuvieron vírgenes y no se prostituyeron con la idolatría, los que siguen al Cordero a dondequiera que va, los rescatados de entre los hombres como primeros frutos para Dios y para el Cordero, los de labios sinceros y conducta irreprochable.

 

LECTIO

El pequeño fragmento simbólico con el que comienza el capítulo 14 constituye el núcleo central y más importante de toda la segunda parte del Apocalipsis de Juan (4,1-22,21) y presenta un mensaje denso y sugestivo, particularmente entrañable al autor. La escena se abre con la visión de Jerusalén, la «ciudad santa y amada» (21,9ss), que se levanta sobre la colina de Sión, donde habita el Señor. En este lugar sagrado se encuentra el Cristo-cordero, muerto y resucitado, juez de la historia y portador de la salvación, junto a «los ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre escrito en la frente» (v. 1; cf. 4 Esd 2,42-45). El Cristo-cordero está dotado de toda la eficacia mesiánica, que le sirve para superar las formas de mal concretizadas en la historia humana, y posee la plenitud del Espíritu Santo que pretende enviar a todos los hombres que están en la tierra.

¿Por quién está constituido este grupo de personas que están junto a Cristo, que están marcadas con el sello (Ap 7,4) y llevan en la frente el nombre del Cordero y del Padre? Algunos detalles particulares nos hacen comprender que esas expresiones se refieren no a todos los creyentes, sino a un grupo particular del pueblo de Dios, un «resto de Israel» distribuido a lo largo de toda la historia de la salvación, que se ha entregado como propiedad al Señor y pertenece totalmente a él.

En efecto, estos «rescatados de la tierra» (v. 3), como resto de Israel, no se limitan a practicar un seguimiento fácil del Cordero, sino que le siguen «a dondequiera que va» (v. 4b), con una colaboración activa entre los pobres, los que sufren, los marginados, a los que se empuja incluso hasta la muerte. El autor, en su intento de ayudar al grupo que escucha a realizar esta identificación, señala tres categorías distintas por sí mismas. Están «los que se mantuvieron vírgenes» (v. 4a) porque eligieron específicamente este tipo de vida en el ámbito eclesial. Figuran entre los redimidos, como todos los cristianos y el resto de la humanidad, «como primeros frutos para Dios y para el Cordero, los de labios sinceros y conducta irreprochable» (vv 4c-5; cf. Sant 1,18); es decir, han realizado una entrega total y perenne de su vida (profundamente arraigada en los ejemplos y en las enseñanzas de Cristo Señor»: cf. VC 1), y la ahondaron en un culto continuo, vivido a través del testimonio de confesión explícita de fe, que sostiene y alienta la entrega de todo el pueblo de Dios. Estos se encuentran en condiciones de escuchar el «canto nuevo» que resuena en el cielo con voz potente y ante el trono de Dios y ante el Cordero (cf. 5,7), pero también están en condiciones de comprender, cantar con alegría y transmitir a los otros la belleza de la novedad de Cristo.

 

MEDITATIO

Existe en el Apocalipsis la categoría teológica del «seguimiento». Esta categoría, comparada con la categoría análoga de los sinópticos, de Juan y de Pablo, refleja un estadio de desarrollo ulterior respecto a la experiencia de la Iglesia primitiva. No se trata sólo de escoger a Cristo como valor absoluto y determinante de la vida, ni sólo de aquel apostolado gradual, madurado en la fe y en el amor, propio del «discípulo al que Jesús amaba» (cf. Jn 13,23ss). Pedro, probado en el sufrimiento y en la conciencia de su conocimiento, está en condiciones de seguir a Jesús (cf. Jn 21,18ss) y de ocuparse activamente del pueblo de Dios. Esto entra, genéricamente, en el marco del seguimiento propio del Apocalipsis, pero su seguimiento no está puesto en relación con la misión.

También la adhesión apasionada de Pablo, el compromiso total y activo en el apostolado, hacen de él un realizador ejemplar de los valores del seguimiento, tal como aparece en el Apocalipsis. Sin embargo, Pablo no ha localizado ni explicitado nunca el seguimiento como categoría teológica por sí misma. Con todo, el seguimiento del Apocalipsis no es sólo una categoría teológica; su contenido teológico está tomado, más bien, de la experiencia de la asamblea litúrgica, representada por la comunidad cristiana en actitud de escucha. Así, el seguimiento es una contribución activa a la venida progresiva de Cristo a la historia del hombre, donde la asamblea de los creyentes invoca: «Amén. Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20).

Ciertamente, quien se confía al Señor como el religioso consagrado debe tener el valor de ponerse de manera incondicional a su servicio y estar dispuesto a seguir «al Cordero a dondequiera que va» (14,4). No es el hombre, en efecto, el que traza el camino de la Iglesia; lo hace únicamente Dios. El Señor conduce frecuentemente a sus fieles por senderos que ellos, por propia iniciativa, no piensan seguir en absoluto. El camino de la cruz y el aparente fracaso entran en el programa de vida tanto de Jesús como de sus discípulos. Especialmente cuando se ha sido cribado por la prueba de las persecuciones y por el triunfo aparente del mal, la situación de pasividad, compuesta de oración y del «cántico nuevo», se queda como la única actividad fecunda del pueblo de Dios. El Apocalipsis afirma, pues, que la respuesta de la Iglesia no debe ser tanto la preocupación por su propia salvación, la de los otros y la del mundo, como la de llevar a cabo un servicio de alabanza por todo lo que sucede. Del humilde servicio litúrgico es de donde le vendrá la salvación y la vida a la Iglesia, especialmente cuando se preocupa sólo de la mayor gloria de Dios.

 

ORATIO

Digno eres, Señor y Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder.

Tú has creado todas las cosas;
en tu designio existían y según él fueron creadas.

Eres digno de recibir el libro
y romper sus sellos,
porque has sido degollado
y con tu sangre has adquirido para Dios
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación,
y los has constituido en Reino
para nuestro Dios,
y en sacerdotes
que reinarán sobre la tierra.

Digno es el Cordero degollado
de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría,
la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

Al que está sentado en el trono y al Cordero,
alabanza, honor, gloria y poder
por los siglos de los siglos. Amén.

                                        (Ap 4,11; 5,9ss y 12ss).


CONTEMPLATIO

Bienaventurados los que moran en tu casa, y todavía más bienaventurados los que están ante tu dulcísimo rostro. Sí, sí, ellos te alabarán por los siglos eternos por tu inmensa gloria.

Señor, ¿cuándo entrará mi alma en el lugar de tu maravilloso tabernáculo, donde mis labios te exaltarán con todos los bienaventurados, proclamando eternamente ante tu rostro radiante: «Santo, santo, santo»? Cuán glorioso eres, Dios mío, cuán amable, cuán digno de alabanza sobre el santo trono de tu divinidad. Cuán admirable es tu luz a nuestros ojos. ¡Qué dulce es contemplarte, verdadero Sol! Cuán bella y gozosa, cuán magnífica, es tu alabanza en el lugar donde miles de miles están en tu presencia. Sólo el hecho de pensarlo me saca fuera de mí para subir a ti, Dios vivo, y exultan mi corazón y mi alma. ¡Qué maravilla y qué grande es tu gloria, Dios mío, santa dulzura mía, ante el trono de tu Reino, donde te alaban todos los ángeles y los santos!

Que en mi nombre te bendigan, te glorifiquen, que proclamen tu grandeza por tus maravillosas obras y por todos los espléndidos y generosos dones que he recibido de ti, oh Dios de mi vida. Que te bendigan por las muchas y tan grandes misericordias y por los infinitos beneficios con que, oh Dios de mi corazón, has colmado mi alma. Que te bendigan todas las fibras de mi ser, toda mi persona y todo el poder de mi ánimo, porque tú eres el Dios de mi salvación y el defensor de mi vida.

Que exulten por ti los deseos y los anhelos de mi corazón y te exalten por la inmensidad de tus dones. Exulten por ti mis gemidos y mis suspiros en el tiempo de la peregrinación y te bendiga mi misma prisa por alcanzarte, mi paciencia, mi larga espera, colmada ya de ti. Que canten de alegría por ti mi esperanza y mi fe, que son dones tuyos, porque tú, oh Dios mío, vida beatísima, conduces a ti desde el polvo a tu rostro. Que exulte por ti el sello de la fe con el que me has marcado, porque creo firmemente que al final, oh querido Redentor mío, te veré en mi carne.

Que exulte por ti el deseo que tengo de ti y la sed que padezco por ti, porque después de esta vida, oh Dios mío, verdadera patria, al fin te veré. También tu amor divino, que siempre me previene, me induce a amarte de manera incesante. Que exulte por ti por encima de todo, porque tú, oh Dios mío, eres mi dulce amor, Dios bendito por los siglos. Amén (Gertrudis de Helfta [la Grande], Exercitia, VI, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Éstos son los que se mantuvieron vírgenes y siguen al Cordero a dondequiera que va, los rescatados de entre los hombres como primeros frutos para Dios y para el Cordero» (cf. Ap 14,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El cántico nuevo es el cántico que de ahora en adelante debemos cantar nosotros. El cántico de la proximidad del Cordero que nadie cantaría si el Cordero no estuviera presente; el cántico de los pecados perdonados, pecados que no es que no hayan existido, sino que han sido lavados. Y la voz que canta es como la voz de toda la obra de la redención. La voz se convierte así en una voz de la participación, del compartir, de la eucaristía. No esconde su propio origen: procede del cielo y se difunde. Aquí es donde comienza todo apostolado. Aquí se encuentra el elegido: junto al Cordero en el monte Sión.

En la nueva alianza no hay vocación auténtica que no incluya una cierta experiencia de la vida eterna. Sentir en cierto modo con los sentidos la vida eterna, experimentarla y gustarla, no poder hacer otra cosa que absorberla a través de todos nuestros poros: éste es el signo de que alguien ha oído la llamada del Señor y debe proseguir escuchándola. La llamada resuena desde la eternidad. Un hombre se sentirá llamado o no a la misión según el modo como haya sido tocado por el cristianismo. Puede haber sido tocado de tal modo que adapte su vida vieja a la nueva sin necesidad de ponerla en discusión. Pero también puede sentirse abrumado y sacudido hasta el fondo por la nueva, de suerte que se sienta obligado a renunciar a todo lo demás: se ve aspirado por la vida eterna.

Ahora bien, en el mismo instante en que se sumerge así en la corriente de la vida eterna, su solicitud se abre en dirección al ejército de los elegidos, de la Iglesia. Quien participa de la vida eterna, arde necesariamente, y ese ardor no le permite aislamiento alguno: se encuentra de modo necesario en una comunión -visible o invisible- de personas que arden. Estas siguen al Señor por donde vaya, y allí donde esté el Señor están ellas. Una cosa corresponde a la otra. Entregan al Señor su virginidad y el Señor se la cambia por su presencia. El Señor está allí donde están sus vírgenes; él se distribuye por medio de sus manos.

La paternidad del sacerdote corresponde a la maternidad de la contemplación. Al haber renunciado ambos a transmitir su propia vida, entregan a innumerables personas la vida del Señor en Forma sacramental o de alguna otra forma secreta (A. von Speyer, L'Apocalisse, Milán 1983, pp. 341ss, passim).