Sangre.

En el judaísmo y en el NT la pareja de palabras “carne y sangre” designa al hombre en su naturaleza perecedera (Eclo 14,18; 17,31; Mt 16,17; In 1,13), la condición que asumió el Hijo de Dios al venir a la tierra (Heb 2,14). Pero fuera de este caso apenas si se ocupa la Biblia más que de la sangre derramada (cruor), asociada siempre a la vida perdida o dada, a diferencia del pensamiento griego que asocia la sangre (sanguis) a la generación y a la emotividad del hombre.

AT.

Como todas las religiones antiguas, la religión de Israel reconocía a la sangre un carácter sagrado, pues la sangre es la vida (Lev 17,11.14; Dt 12,23), y todo lo que afecta a la sangre está en estrecha relación con Dios, único señor de la vida. De ahí tres consecuencias: la prohibición del homicidio, la prohibición de la sangre como alimento, el uso de la sangre en el culto.

1. Prohibición del homicidio.

El hombre fue hecho a imagen de Dios, por lo cual sólo Dios tiene poder sobre su vida: si alguien derrama su sangre, Dios le pedirá cuenta de ello (Gén 9,5s). Esto funda religiosamente el precepto del Decálogo: “No matarás” (Éx 20,13). En caso de homicidio la sangre de la víctima “clama venganza” contra el asesino (Gén 4,10s; cf. 2Sa 21,1; Ez 24,7s; 35,6). El derecho consuetudinario tiene entonces por legítima la acción del “vengador de la sangre” (Gén 9, 6). Únicamente trata de evitar la actitud de venganza ilimitada (cf. Gén 4,15.23s) y de asignarle reglas (Dt 19,6-13; Núm 35,9-34). Por lo demás, Dios mismo se encarga de esta venganza haciendo recaer la sangre inocente sobre la cabeza de los que la derraman (Jue 9,23s; IRe 2,32). Por eso los fieles perseguidos recurren a él para que vengue la sangre de sus servidores (Sal 79,10; 2Mac 8,3; cf. Job 16,18-21), y él mismo promete que lo hará cuando venga su día (Is 63,1-6).

2. Prohibición de la sangre como alimento.

La prohibición de comer la sangre y la carne no sangrada ritualmente (Dt 12,16; 15,23; cf 1Sa 14,32-35) es muy anterior a la revelación bíblica (cf. Gén 9,4). Sea cual fuere su sentido original, en el AT recibe motivaciones precisas: la sangre, como la vida, pertenece sólo a Dios; es su parte en los sacrificios (Lev 3,17); el hombre no puede servirse de ella sino para la expiación (Lev 17,11s). Esta prohibición de la sangre persistirá durante algún tiempo en los orígenes cristianos, para facilitar la comunidad de mesa entre judíos y paganos convertidos (Hech 15,20-29).

3. Uso cultual de la sangre.

Finalmente, el carácter sagrado de la sangre determina sus diferentes usos cultuales.

a) La alianza entre Yahveh y su pueblo se sella mediante un rito sangriento: la mitad de la sangre de las víctimas se arroja sobre el altar, que representa a Dios, y la otra mitad sobre el pueblo. Moisés explica el rito: “Ésta es la sangre de la alianza que Yahveh ha concluido con vosotros...” (Éx 24,3-8). Con esto se establece un lazo indisoluble entre Dios y su pueblo (cf. Zac 9,11; Heb 9, 16-21).

b) En los sacrificios es también el elemento esencial. Ya se trate del holocausto, del sacrificio de comunión o de los ritos consacratorios, los sacerdotes la derraman sobre el altar y todo alrededor (Lev 1,5.11; 9,12; etc.). En el rito pascual la sangre del Cordero adquiere otro valor: se pone sobre el dintel y las jambas de la puerta (Éx 12,7.22) para preservar a la casa de los azotes destructores (12,13.23).

c) Los ritos de sangre tienen una importancia excepcional en las liturgias de expiación, pues “la sangre expía” (Lev 17,11). Se derrama en aspersiones (4,6s, etc). Sobre todo el día de los perdones entra el sumo sacerdote en el santo de los santos con la sangre de las víctimas ofrecidas por sus pecados y por los del pueblo (16).

d) Finalmente, la sangre sacrificial tiene valor consacratorio. En los ritos de consagración de los sacerdotes (Éx 29,20s; Lev 8,23s.30) y del altar (Ez 43,20), marca la pertenencia a Dios.

NT.

El NT pone fin a los sacrificios sangrientos del culto judío y abroga las disposiciones legales relativas a la venganza de la sangre, porque reconoce el significado y el valor de la “sangre inocente”, de la “sangre preciosa” (1Pe 1,19), derramada por la redención de los hombres.

1. Evangelios sinópticos.

Jesús, en el momento de afrontar abiertamente la muerte, piensa en la responsabilidad de Jerusalén: los profetas de otro tiempo fueron asesinados, él mismo va a ser entregado, sus enviados serán muertos a su vez. El juicio de Dios no puede menos de ser severo contra la ciudad culpable: toda la sangre inocente derramada acá en la tierra desde la sangre de Abel recaerá sobre esta generación (Mt 23, 29-36). La pasión se inserta en esta perspectiva dramática: Judas reconoce que ha entregado la sangre inocente (27,4), Pilato se lava las manos mientras que la multitud asume la responsabilidad de la misma (27,24s).

Pero el drama tiene también otra faceta. En la última cena presentó Jesús la copa eucarística como “la sangre de la alianza derramada por una multitud en remisión de los pecados” (26,28 p). Su cuerpo ofrecido y su sangre derramada hacen, pues, de su muerte un sacrificio doblemente significativo: sacrificio de alianza, que sustituye por la nueva alianza la alianza del Sinaí; sacrificio de expiación, según la profecía del siervo de Yahveh. La sangre inocente injustamente derramada se convierte así en sangre de la redención.

2. San Pablo.

Pablo propende a expresar el sentido de la cruz de Cristo evocando su sangre redentora. Jesús, cubierto con su propia sangre, desempeña ahora ya para todos los hombres el papel que esbozaba en otro tiempo el propiciatorio en la ceremonia de la expiación (Rom 3,25): es el lugar de la presencia divina y asegura el perdón de los pecados. Su sangre tiene, en efecto, virtud saludable: por ella somos justificados (Rom 5,9), rescatados (Ef 1,7), adquiridos para Dios (Hech 20,28); por ella se realiza la unidad entre los judíos y los paganos (Ef 2,13), entre los hombres y los poderes celestes (Col 1,20). Ahora bien, los hombres pueden comulgar en esta sangre de la nueva alianza cuando beben del cáliz (copa) eucarístico (1Cor l0,16s; 11, 25,28). Entonces se instaura entre ellos y el Señor una unión profunda de carácter escatológico: se recuerda la muerte del Señor y se anuncia su venida (11,26).

3. Carta a los Hebreos.

La entrada del sumo sacerdote en el santo de los santos con la sangre expiatoria es considerada por la carta a los Hebreos como la figura profética de Cristo que entra en el cielo con su propia sangre para obtener nuestra redención (Heb 9,1-14). Esta imagen se mezcla con la del sacrificio de alianza ofrecido por Moisés en el Sinaí: la sangre de Jesús, sangre de la nueva alianza, se ofrece para la remisión de los pecados de los hombres (Heb 9,18-28). Por ella obtienen los pecadores acceso cerca de Dios (10,19); más elocuente que la de Abel (12,24), asegura su santificación (10,29; 13,12) y su entrada en el rebaño del buen pastor (13,20).

4. San Juan.

El Apocalipsis hace eco a la doctrina tradicional cuando habla de la sangre del cordero: esta sangre nos lavó de nuestros pecados (Ap 1,5; cf. 7,14) y rescatándonos para Dios hizo de nosotros una realeza de sacerdotes (5,9). Doctrina tanto más importante cuanto que en el momento en que escribe el vidente Babilonia, la ciudad del mal, se ceba con la sangre de los mártires (18,24). Los mártires vencieron a Satán gracias a la sangre del cordero (12,11), pero no por eso su sangre derramada cesa de clamar justicia. Dios la vengará dando a beber su sangre a los hombres que la han derramado (16,3-7) hasta el día en que la sangre de esos hombres sea derramada a su vez y se convierta en el ornato triunfal del Verbo justiciero (19,13; cf. Is 63,3).

Muy distinta es la meditación del evangelista Juan sobre la sangre de Jesús. Del costado de Cristo traspasado por la lanza vio brotar el agua y la sangre (Jn 19,31-37), doble testimonio del amor de Dios, que corrobora el testimonio del Espíritu (Jn 5,6ss). Ahora bien, este agua y esta sangre siguen ejerciendo en la Iglesia su poder de vivificación. El agua es el signo del Espíritu, que hace renacer y que apaga la sed (Jn 3.5; 4,13s). La sangre se distribuye a los hombres en la celebración eucarística: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna... [él] permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 53-56).

CESLAS SPICQ y PC