Riquezas.

Las concepciones del AT y del NT sobre la riqueza y la pobreza parecen radicalmente opuestas. En efecto, es verdad que Jesucristo, revelando en el reino de los cielos el tesoro sin precio que merece se le sacrifiquen todos los bienes (Mt 13, 44), hace aparecer la inconsistencia de todas las riquezas humanas, por muy altas que sean. Sin embargo, se mantiene en la línea del AT, para el que toda riqueza, que no se recibe como don de Dios, es vana y peligrosa, y realiza, sin abolirlas, las antiguas promesas, según las cuales Dios enriquece a sus elegidos. Si las riquezas son peligrosas y si la perfección del Evangelio consiste en sacrificarlas, no es que sean malas, sino que sólo Dios es “El bueno” (Mt 19,17) y él mismo se ha constituido en nuestra riqueza.

I. DIOS ENRIQUECE A SUS ELEGIDOS.

1. La riqueza es un bien.

Hasta en los textos más recientes se complace el AT en ponderar la riqueza de los piadosos personajes de la historia de Israel, la de Job después de su prueba, la de los santos reyes, David, Josafat, Ezequías (2Par 32, 27ss).

Como en la Grecia homérica la riqueza parece en Israel un título de nobleza, y Dios enriquece a los que ama: Abraham (Gén 13,2), Isaac (26,12s), Jacob (30,43); las tribus hacen alarde de su prosperidad. Efraím recibe las bendiciones de los cielos (lluvia), del abismo (fuentes), de las ubres y del seno (49,25). Judá puede estar orgullosa: “sus ojos brillan por el vino, y de la leche blanquean sus dientes” (49,12). En la tierra que Yahveh promete a su pueblo no debe faltar nada (Dt 8, 7-10; 28,1-12).

Es que la riqueza, aun la más material, es ya un bien; en particular proporciona una preciosa independencia, preserva de tener que suplicar (Prov 18,23), de ser esclavo de los acreedores (22,7), procura amistades útiles (Eclo 13,21ss). Su adquisición supone normalmente meritorias cualidades humanas: diligencia (Prov 10,4; 20,13), sagacidad (24,4), realismo (12,11), audacia (11,16), templanza (21,17).

2. Un bien relativo secundario.

La riqueza puede ser un bien, pero no es nunca presentada como el mejor de los bienes; se prefiere, por ejemplo, la paz del alma (Prov 15,16), el buen nombre (22,1), la salud (Eclo 30,14ss), la justicia (Prov 16,8). No se tarda en discernir sus límites; hay cosas que no se compran; la exención de la muerte (Sal 49,8), el amor (Cant 8,7). La riqueza es causa de preocupaciones inútiles: se consume uno alimentando parásitos (Ecl 5,10) y haciendo heredar a extraños (6,2). A la riqueza hay que preferir siempre la sabiduría que es su fuente (1Re 3,11ss; Job 28,15-19; Sab 8-11); la sabiduría es el tesoro, la perla preciosa que merece todos los cuidados (Prov 2,4; 3,15; 8,10).

3. Un don de Dios.

La riqueza es signo de la generosidad divina; es uno de los elementos de la plenitud de vida que Dios no cesa de prometer a sus elegidos. ¿No consagra la prosperidad el éxito de los esfuerzos? Por eso parece coronamiento y gloria (Sal 37,19), como la miseria parece fracaso y vergüenza (Jer 12, 13). La riqueza, juntamente con la longevidad, la salud, la consideración de todos, forma parte de la paz y de la satisfacción de la existencia. Ahora bien, si Dios se interesa por alguien, es para darle satisfacción, saciedad; en sus manos no se carece de nada (Sal 23,1; 34,10). En el desierto alimentaba a su pueblo hasta la saciédad (Éx 16,8-15; Sal 78, 24-29), y mucho más en la tierra prometida (Lao 26,5; 25,19; Dt 11,15; Neh 9,25). Cuando recibe en su casa, en su templo, sacia hasta embriagar (Sal 23,5; 36,9), y en la plenitud de gozo que da la presencia de su rostro (Sal 16,11), si bien se trata de algo más que de la abundancia de una comida de fiesta, aparece también el reconocimiento de un pueblo que cree en la generosidad de Dios y ve un signo de ella en los dones de que se ve colmado (Dt 16, 14s). El mandamiento de la limosna se basa en esta imitación de la generosidad divina: “Sé un padre para los huérfanos... y serás como el Hijo del Altísimo” (Eclo 4,10; cf. Job 31, 18).

4. Dios colma de sus riquezas.

Las riquezas de que Dios nos colma en su Hijo son las “de la palabra y de la ciencia” (1Cor 1,5), las “de su gracia y de su bondad” (Ef 2,7). Son de otro orden que las de este mundo, ninguna de las cuales puede satisfacer nuestra hambre (Jn 6,35) y nuestra sed (4,14). Provienen, sin embargo, de la misma generosidad divina, y si Pablo invita a los cristianos a dar liberalmente de sus riquezas materiales, es porque han sido colmados de dones espirituales (2Cor 8,7); y si les promete que Dios los recompensará con “toda suerte de gracias” (9,8), no excluye de éstas las riquezas materiales, gracias a las cuales podrán “tener siempre y en todas cosas todo lo que hace falta y “ser enriquecidos de todas maneras” (9,8.11).

De intento insisten los Evangelios, después de la multiplicación de los panes, en los cestos que se llenan con las sobras (Mt 14,20; 15,37; 16,9's); así es como Dios da. La idea de saciedad es profundamente cristiana: quien venga a Cristo no tendrá ya hambre (Jn 6,35) ni sed (4,14). Al que Dios escoge, lo colma, y no le deja ya nada que desear ni nadie a quien envidiar. La pobreza evangélica excluye todo complejo de inferioridad, todo resentimiento secreto. El cristiano, en su pobreza misma es más rico que el mundo, y el Apóstol proclama que posee todo, aun cuando se le imagina en el desamparo (2Cor 6,10). ¡Ay del tibio que se imagina ser rico, mientras le falta el único tesoro! (Ap 3,16ss). ¡Dichoso el pobre y el perseguido: éste es rico! (2,9).

II. ILUSIONES Y PELIGROS DE LA RIQUEZA.

Si Dios enriquece a sus amigos, no se sigue de ahí que toda riqueza sea fruto de su bendición. La vieja sabiduría popular no ignora que existen fortunas injustas; pero a la vez se repite que los bienes mal adquiridos no aprovechan (Prov 21, 6; 23,4s; cf. Os 12,9), y el impío acumula para acabar por hacer heredar al justo (Prov 28,8). Es mal adquirida, en efecto, la riqueza que acaba por excluir de los bienes de la tierra a la masa de los hombres, reservándolos a algunos privilegiados: “¡Ay de los que añaden casa a casa y juntan campo con campo hasta ocupar todo el puesto quedándose como únicos habitantes del país!” (Is 5,8); “sus casas están llenas de rapiñas; de esta manera se han hecho importantes y ricos, grandes y gruesos” (Jer 5,27s).

Aún más impíos son los ricos que creen poder prescindir de Dios: se fían de sus bienes y hacen de ellos una fortaleza (Prov 10,15), olvidando a Dios, única fortaleza que vale (Sal 52,9). Un país “lleno de plata y oro... de caballos y de carros sin número” no tarda en ser “un país lleno de ídolos” (Is 2,7s). “Quien se fíe de la riqueza perecerá en ella” (Prov 11,28; cf. Jer 9,22). Los dones divinos, en lugar de reforzar la alianza, pueden dar ocasión de renegarla: “Como estaban hartos, su corazón se hinchó, por lo cual me olvidaron” (Os 13,6; cf. Dt 8,12ss). Constantemente olvida Israel de dónde le vienen los dones de que se ve colmado (Os 2) y corre a prostituirse con los arreos que debe al amor de su Dios (Ez 16). Es difícil mantenerse fiel en la prosperidad, pues la grasa embota el corazón (Dt 31,20; 32,15; Job 15,27; Sal 73,4-9). La sabiduría consiste en desconfiar de la plata y del oro, aunque sea uno rey (Dt 17,17) y en repetir la oración en que Agur resume delante de Dios su experiencia: “No me des pobreza ni riqueza, déjame saborear mi porción de pan, por miedo de que viéndome colmado me desvíe y diga: "¿Quién es Yahveh?", o de que en la indigencia robe y profane el nombre de mi Dios” (Prov 30,8s).

El NT reitera por su cuenta todas las reservas del AT a propósito de las riquezas. Las invectivas de Santiago contra los ricos saciados y contra su riqueza podrida se equiparan a las de los profetas más violentos (Sant 5,1-5). “A los ricos de este mundo” se recomienda “que no juzguen desde arriba, que no pongan su confianza en riquezas precarias, sino en Dios que nos provee abundantemente de todo” (1Tim 6,17). “La soberbia de la riqueza” es el mundo, y no se puede amar a Dios y al mundo (Jn 2,15s).

III. DIOS O EL DINERO.

1. El cambio evangélico es brutal en relación con la riqueza. El “¡Ay de vosotros, ricos, pues tenéis vuestra consolación!” (Lc 6,24) suena a condenación absoluta. Ésta adquiere todo su` relieve cuando se confronta con las bienaventuranzas y las maldiciones del Sermón de la montaña la escena grandiosa de Siquem, las bendiciones y las maldiciones prometidas por el Deuteronomio según que Israel sea o no fiel a la ley (Dt 28). La distancia entre el AT y el NT es aquí una de las más marcadas.

Es que el Evangelio del reino anuncia el don total de Dios, la comunión perfecta, la entrada en el hogar del Padre, y que para recibirlo hay que darlo todo. Para adquirir la perla preciosa, el tesoro único, hay que venderlo todo (Mt 13,45s), pues no se puede servir a dos señores (Mt 6,24), y el dinero es un amo implacable: ahoga la palabra del Evangelio (Mt 13,22); hace olvidar lo esencial, la soberanía de Dios (Lc 12,15-21); detiene en el camino de la perfección los corazones mejor dispuestos (Mt 19,21s). Es una ley absoluta y que no parece admitir excepción ni atenuantes: “Quienquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33; cf, 12,33), El rico que tiene en este mundo “sus bienes (Lc 16,25) y “su consolación” (6,24) no puede entrar en el reino; sería “más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja” (Mt 19,23s p). Sólo los pobres son capaces de acoger la buena nueva (Is 61,1 = Lc 4, 18; Lc 1,53) y haciéndose el Señor pobre por nosotros fue como pudo enriquecernos (2Cor 8,9) con su “insondable riqueza” (Ef 3,8).

2. Dar a los pobres.

Renunciar a la riqueza no es necesariamente no ser ya propietario. Incluso entre los allegados a Jesús hubo algunas personas acomodadas, y un hombre rico de Arimatea fue el que recibió en su tumba el cuerpo de Jesús (Mt 27,57). El Evangelio no quiere que se deshaga uno de su fortuna como de un peso molesto; lo que pide es que se la distribuya a los pobres (Mt 19,21 p; Lc 12,33; 19,8); haciéndose amigos con el “dinero inicuo” - pues ¿qué fortuna en el mundo está exenta de toda injusticia? - pueden también los ricos esperar que Dios les abra el difícil camino de la salvación (Lc 16,9). Lo escandaloso no es que haya un rico y un pobre Lázaro, sino que “Lázaro habría querido alimentarse con las migajas que caían de la mesa del rico” (Lc 16,21) y no se la daba nada. El rico es responsable del pobre; el que sirve a Dios da su dinero a los pobres, el que sirve a Mammón lo guarda para apoyarse en él.

Finalmente, la verdadera riqueza no es la que se posee, sino la que se da, pues este don atrae la generosidad de Dios, une en la acción de gracias al que da y al que recibe (2Cor 9,11) y da al mismo rico la ocasión de experimentar que hay “más dicha en dar que en recibir” (Hech 20,35).

ÉVODE BEAUCAMP y JACQUES GUILLET