Puro.

La pureza, concepción común a las religiones antiguas, es la disposición requerida para acercarse a las cosas sagradas; aunque en forma accesoria puede implicar la virtud opuesta a la lujuria, se procura no con actos morales, sino mediante ritos. Ordinariamente tiende a profundizarse esta concepción según los diferentes climas de pensamiento. Según la fe bíblica, que cree buena a la creación entera, la noción de pureza tiende a hacerse interior y moral, hasta que Cristo muestra su fuente única en su palabra y en su sacrificio.

AT.

1 LA PUREZA CULTUAL.

1. En la vida de la comunidad santa.

La pureza, sin relación directa con la moralidad, proporciona la aptitud legal para participar en el culto o incluso en la vida ordinaria de la comunidad santa. Esta noción compleja, desarrollada particularmente en Lev 11-16, aparece a través de todo el AT.

Incluye la limpieza física: alejamiento de todo lo que no es limpio (inmundicias Dt 23,13ss), de lo que está enfermo (lepra Lev 13-14; 2 Re 7,3) o corrompido (cadáveres Núm 19,11-14; 2Re 23,13s). Sin embargo, la discriminación de los animales puros e impuros (Lev 11), tomada con frecuencia de tabús primitivos, no puede explicarse por el solo motivo de la higiene.

La pureza constituye una protección contra el paganismo: como Canaán estaba contaminada por la presencia de los paganos, los botines de guerra son condenados a la destrucción (Jos 6,24ss) y los frutos mismos de esta tierra están prohibidos durante los tres primeros años de cosecha (Lev 19,23ss). Determinados animales, como el puerco, son impuros (Lev 11,7), sin duda porque los paganos los asociaban a su culto (cf. Is 66,3).

La pureza reglamenta el uso de todo lo que es santo. Todo lo que atañe al culto debe ser eminentemente puro (Lev 21; 22; 1Sa 21,5). Por lo demás, lo sagrado y lo impuro son igualmente intocables, como si estuviesen cargados de una fuerza temerosa y contagiosa (Éx 29,37; Núm 19).

Las fuerzas vitales, fuente de bendición, son consideradas como sagradas, por lo cual se contraen impurezas sexuales aun con su uso moralmente bueno (Lev 12, y 15).

2. Ritos de purificación.

La mayor parte de las impurezas, si no desaparecen por sí mismas (Lev 11,24s), se borran con el lavado del cuerpo o de los vestidos (Éx 19,10; Lev 17, 15s), con sacrificios expiatorios (Lev 12,6s) y, el día de las expiaciones, fiesta de la purificación por excelencia, por el envío al desierto, de un macho cabrío simbólicamente cargado con las impurezas del pueblo entero (Lev 16).

3. Respeto de la comunidad santa.

En esta noción, todavía bastante material, de la pureza está latente la idea de que el hombre es una realidad tal que no se puede disociar el cuerpo y el alma, y de que sus actos religiosos, por espirituales que sean, no dejan de estar encarnados. En una comunidad consagrada a Dios y deseosa de rebasar el estado natural de su existencia, no se come cualquier cosa, no se echa mano a todo, no se usa de cualquier manera de los poderes generadores de la vida. Estas múltiples restricciones, quizás arbitrarias en los orígenes, produjeron un efecto doble. Preservaban a la fe monoteísta contra toda contaminación por parte del medio pagano circundante; además, adoptadas por obediencia para con Dios, constituían una verdadera disciplina moral. Así debían revelarse las exigencias de Dios, que son espirituales.

II. HACIA LA NOCIÓN DE PUREZA MORAL.

1. Los profetas proclaman constantemente que ni las abluciones, ni los sacrificios tienen valor en sí si no comportan una purificación interior (Is 1,15ss: 29,13; cf. Os 6,6; Am 4,1-5; Jer 7,21ss). No por eso desaparece el aspecto cultual as 52, 11), pero la verdadera impureza que contamina al hombre se revela en su fuente misma, en el pecado; las impurezas legales sólo son una imagen exterior de la misma (Ez 36, 17s). Hay una impureza esencial al

hombre, de la que sólo Dios puede purificarlo (Is 6,5ss). La purificación radical de los labios, el corazón, de todo el ser forma parte de las promesas mesiánicas: “Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas” (Ez 36,25s; cf. Sof 3,9; Is 35,8; 52,2).

2. Los sabios caracterizan la condición requerida para agradar a Dios, por la pureza de las manos, del corazón, de la frente, de la oración (Job 11,4.14s; 16,17; 22,30), por tanto por una conducta moral irreprochable. Los sabios, no obstante, tienen conciencia de una impureza radical del hombre delante de Dios (Prov 20,9; Job 9,30s); es una presunción creerse uno puro (Job 4,17). Sin embargo, el sabio se esfuerza en profundizar moralmente la pureza, cuyo aspecto sexual comienza a acentuarse; Sara se conservó pura (Tob 3,14), al paso que los paganos están entregados a una impureza degradante (Sab 14,25).

3. En los salmistas se ve afirmarse cada vez más, en un marco cultual, la preocupación por la pureza moral. El amor de Dios se vuelve hacia los corazones puros (Sal 73,1). El acceso al santuario se reserva al hombre de manos inocentes, de corazón puro (Sal 24,4), y Dios retribuye las manos puras del que practica la justicia (Sal 18,21.25). Pero como sólo él puede dar esta pureza, se le suplica que purifique los corazones. El Miserere manifiesta el efecto moral de la purificación que espera de Dios solo. “Lávame de toda malicia..., purifícame con el hisopo y seré puro.” Más aún: recogiendo la herencia de Ezequiel (36,25s) y coronando la tradición del AT, exclama: “¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro” (Sal 51,12), oración tan espiritual que el creyente del NT puede adoptarla literalmente.

NT.

I. LA PUREZA SEGÚN LOS EVANGELIOS.

1. Las prácticas de pureza persisten en el judaísmo de la época de Jesús, y el formalismo legal remacha la ley acentuando las condiciones materiales de la pureza: abluciones repetidas (Mc 7,3s), lavados rninuciosos (Mt 23,25), huida de los pecadores que propagan la impureza (Mc 2,15ss), señales puestas en las tumbas para evitar las contaminaciones por inadvertencia (Mt 23,27).

2. Jesús hace observar ciertas reglas de pureza legal (Mc 1,43s) y en un principio parece condenar solamente los excesos de las observancias sobreañadidas a la ley (Mc 7,6-13). Sin embargo, acaba por proclamar que la única pureza es la interior (Mc 7,14-23 p): “Nada de lo que entra de fuera en el hombre puede mancharlo..., porque de dentro, del corazón del hombre proceden los malos deseos.” En este sentido también los demonios pueden llamarse “espíritus impuros” (Mc 1,23; Lc 9, 42). Esta enseñanza liberadora de Jesús era tan nueva que los discípulos tardarán bastante en comprenderla.

3. Jesús otorga su intimidad a los que se dan a él en la simplicidad de la fe y del amor, a los “corazones puros” (Mt 5,8). Para ver a Dios, para presentarse a él, no ya en su templo de Jerusalén, sino en su reino, no basta la misma pureza moral. Precisa la presencia activa del' Señor en la existencia; sólo entonces es el hombre radicalmente puro. Jesús dice así a sus Apóstoles: “Dios os ha purificado gracias a la palabra que yo os he anunciado” (Jn 15,3). Y todavía más claramente: “El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; vosotros también estáis limpios” (Jn 13,10).

II. LA DOCTRINA APOSTÓLICA.

1. Más allá de la división entre puro e impuro. Las comunidades judeocristianas siguen observando las prácticas de pureza. Fue necesaria una intervención sobrenatural para que de la palabra de Cristo sacara Pedro esta triple conclusión: ya no hay alimento impuro (Hech 10,15; 11,9), los mismos incircuncisos no están mancillados (Hech 10,28); ahora ya Dios purifica por la fe los corazones de los paganos (Hech 15,9). Por su parte Pablo, armado con la enseñanza de Jesús (cf. Mc 7), declara osadamente que para el cristiano “nada es en sí impuro” (Rom 14,14). Habiendo ya pasado el régimen de la antigua ley, las observancias de pureza se convierten en “elementos sin fuerza”, de los que Cristo nos ha liberado (Gál 4,3.9; Col 2,16-23). “La realidad está en el cuerpo de Cristo” (Col 2,17), pues su cuerpo resucitado es germen de un nuevo universo.

2. Los ritos incapaces de purificar el ser interior los susituyó Cristo por su sacrificio plenamente eficaz (Heb 9; 10); purificados del pecado por la sangre de Jesús (1Jn 1, 7.9), esperamos tener un puesto entre los que “blanquearon sus vestiduras en la sangre del cordero” (Ap 7,14). Esta purificación radical se actualiza por el rito del bautismo que deriva su eficacia de la cruz: “Cristo se entregó por la Iglesia a fin de santificarla purificándola por el baño de agua” (Ef 5,26). Mientras las antiguas observancias no obtenían sino una purificación completamente exterior, las aguas del bautismo nos limpian de toda mancha asociándonos a Jesucristo resucitado (1Pe 3, 21s). Ciertamente somos purificados por la esperanza en Dios, quien por Cristo nos ha hecho sus hijos (1Jn 3,3).

3. La transposición del plano ritual al plano de la salud espiritual se expresa particularmente en la l.a carta a los Corintios, en la que Pablo invita a los cristianos a expulsar de su vida la “levadura vieja” y a reemplazarla por “los ázimos de pureza y de verdad” (1Cor 5,8; cf. Sant 4,8). El cristiano debe purificarse de toda impureza de cuerno y de espíritu para acabar así la obra de su santificación (2Cor 7,1). El aspecto moral de esta pureza está más desarrollado en las cartas pastorales. “Todo es puro para los puros” (Tit 1,15), pues ahora ya nada cuenta delante de Dios sino la disposición profunda de los corazones regenerados (cf. 1Tim 4, 4). La caridad cristiana brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera (1Tim 1.5: cf. 5,22). Pablo mismo da gracias a Dios por servirle con una conciencia pura (2Tim 1.3), como también pide a sus discípulos un corazón puro del que broten la justicia, la fe, la caridad. la paz (2Tim 2.22: cf. 1Tim 3.9).

Finalmente, lo que permite al cristiano practicar una conducta moral irreprochable es el hecho de estar consagrado al culto nuevo en el Espíritu: lo contrario de la impureza es la santidad (1Tes 4,7s; Rom 6, 19). La pureza moral que preconizaba ya el AT se requiere siempre (Flp 4.8), pero su valor depende sólo de que conduce al encuentro de Cristo el día último de su retorno (Flp 1.10).

 

LADISLAS SZABÓ