Presencia de Dios.

El Dios de la Biblia no es sólo el altísimo: es también el muy próximo (Sal 119,151); no es un ser supremo cuya perfección lo aísle del mundo, pero tampoco una realidad que se haya de confundir con el mundo. Es el Dios creador presente a su obra (Sab 11,25; Rom 1,20), el Dios salvador presente a su pueblo (Éx 19,4ss), el Dios Padre presente a su Hijo (Jn 8,29) y a todos los vivificados por el Espíritu de su Hijo y que le aman filialmente (Rom 8,14.28). La presencia se extiende a todos los tiempos, porque domina el tiempo, siendo como es el Primero y el Último (Is 44,6; 48,12; Ap 1,8. 17; 22,13). La presencia de Dios no es material por el hecho de ser real; si bien se manifiesta por signos sensibles, es la presencia de un ser espiritual cuyo amor envuelve a su criatura (Sab 11,24; Sal 139) y la vivifica (Hech 17,25-28) quiere comunicarse al hombre y hacer de él un testigo luminoso de su presencia (Jn 17,21).

AT.

Dios, que ha creado al hombre, quiere estarle presente: si por el pecado huye el hombre esta presencia, el llamamiento divino no deja de perseguirle a través de la historia: “Adán, ¿dónde estás?” (Gén 3, 8s).

1. LA PROMESA DE LA PRESENCIA DE DIOS.

Dios se manifiesta primero a algunos privilegiados, a los que asegura su presencia: a los padres con quienes hace alianza (Gén 17,7; 26, 24; 28,15) y a Moisés que tiene la misión de liberar a su pueblo (Éx 3,12). A este pueblo revela su nombre y el sentido de este nombre; le garantiza también que el Dios de sus padres estará con él como ha estado con ellos. Dios, en efecto, se denomina Yahveh y se define así: “Yo soy el que soy”, es decir, yo soy el eterno, el inmutable y el fiel; o también: “Yo soy el que es”, que es, y está siempre, en todas partes, marchando con su pueblo (3,13ss; 33,16). La promesa de esta presencia omnipotente (poder) hecha en el momento de la alianza (34,9s) se renueva a los enviados por los que conduce Dios a su pueblo: Josué y los jueces (Jos 1,5; Jue 6,16; 1Sa 3,19), los reyes y los profetas (2Sa 7,9; 2Re 18,7; Jer 1,8.19). Igualmente significativo es el nombre del niño cuyo nacimiento anuncia Isaías y del que depende la salvación del pueblo: Emmanuel, es decir, “Dios con nosotros” (Is 7,14; cf. Sal 46,8).

Incluso cuando debe Dios castigar a su pueblo con el exilio, tampoco le abandona; es este pueblo que sigue siendo su servidor y su testigo (Is 41,8ss; 43,10ss), no deja de ser el pastor (Ez 34,15s.31; Is 40,10s), el rey (Is 52,7), el esposo y el redentor (Is 54,5s; 60,16); anuncia por tanto que va a salvarlo gratuitamente por fidelidad a sus promesas (Is 52,3.6.), que su gloria regresará a la ciudad santa cuyo nombre será en adelante “Yahveh está aquí” (Ez 48,35), y que así manifestará su presencia a todas las naciones (Is 45,14s) y las reunirá en Jerusalén a su luz (Is 60); finalmente, el último día estará presente como juez y rey universal (Mal 3,1; Zac 14,5.9).

II. LOS DESIGNIOS DE LA PRESENCIA DE DIOS.

Dios se manifiesta por signos diversos. La teofanía del Sinaí suscita el temor sagrado por la tormenta, el trueno, el fuego y el viento (Éx 20,18ss) que se vuelve a hallar en otras intervenciones divinas (Sal 29;' 18,8-16; Is 66,15; Hech 2, lss; 2Pe 3,10; Ap 11,19). Pero Dios aparece también en un clima muy diferente, el de la paz del Edén, donde sopla una brisa ligera (Gén 3,8), cuando conversa con sus amigos, Abraham (Gén 18,23-33), Moisés (Éx 33,11) y Elías (1Re 19,1?ss).

Por lo demás, por muy luminosos que sean los signos de la presencia divina, Dios se envuelve en misterio (Sal 104,2); guía a su pueblo en una columna de nube y de fuego (Éx 13,21) y así permanece en medio de él, llenando con su gloria la tienda donde se halla el arca de la alianza (Éx 40,34) y más tarde el Santo de los Santos (1Re 8,10ss).

III. LAS CONDICIONES DE LA PRESENCIA DE DIOS.

Para tener acceso a esta misteriosa y santa presencia hay que aprender de Dios las condiciones.

1. La búsqueda de Dios.

El hombre debe responder a los signos que Dios le hace; por eso le tributa culto en lugares en que se conserva el recuerdo de alguna manifestación divina, como Bersabé o Betel (Gén 26, 23ss; 28,16-19). Pero Dios no está ligado a ningún lugar, a ninguna morada material. Su presencia, de la que es signo el arca de la alianza, acompaña al pueblo al que guía a través del desierto y del que quiere hacer su morada viva y santa (Éx 19,5; 2Sa 7,5s.11-16). Dios quiere habitar con la descendencia de David, en su casa. Y si acepta que Salomón le construya un templo, lo hace afirmando que este templo es incapaz de contenerle (1Re 8,27; cf. Is 66,1); se le hallará allí en la medida en que se invoque su nombre en verdad (1Re 8,29s.41ss; Sal 145,8), es decir, en cuanto se busque su presencia mediante un culto verdadero, el de un corazón fiel.

Para obtener tal culto, eliminando el de los lugares altos y su corrupción, la reforma deuteronómica prescribió que se subiera tres veces al año a Jerusalén y que no se sacrificara en otra parte (Dt 12,5; 16, 16). Esto no significa que baste subir al templo para hallar al Señor; es preciso además que el culto que en él se celebra exprese el respeto debido al Dios que nos ve y la fidelidad debida al Dios que nos habla (Sal 15; 24). De lo contrario se está lejos de él con el corazón (Jer 12, 2), y Dios abandona el templo cuya destrucción anuncia porque los hombres lo han convertido en una cueva de ladrones (Jer 7,1-5; Ez 10-11).

Por el contrario, Dios está cerca de los que caminan con él como los patriarcas (Gén 5,22; 6,9; 48,15) y están delante de él como Elías (1Re 17,1); que viven con confianza bajo su mirada (Sal 16,8; 23,4; 119,168) y le invocan en sus angustias (Sal 34,18ss); que buscan el bien (Am 5,4.14) con un corazón humilde y contrito (Is 57,15) y socorren a los desgraciados (Is 58,9); tales son los fieles que vivirán incorruptibles, cerca de Dios (Sab 3,9; 6,19).

2. El don de Dios.

Ahora bien, tal fidelidad ¿está en poder del hombre? En presencia del Dios santo el hombre adquiere conciencia de su pecado (Is 6,1-5), de una corrupción que sólo Dios puede curar (Jer 17,1.14). ¡Venga, pues, Dios a cambiar el corazón del hombre, ponga en él su ley y su Espíritu (Jer 31, 33; Ez 36,26ss)! Los profetas anuncian esta renovación, fruto de una nueva alianza que hará del pueblo santificado la habitación de Dios (Ez 37,26ss). También los sabios anuncian que Dios enviará a los hombres su sabiduría y su Espíritu Santo, a fin de que conozcan su voluntad y se hagan sus amigos recibiendo en ellos mismos esta sabiduría que se goza en habitar entre ellos (Prov 8,31; Sab 9,17ss; 7,27s).

NT.

1. EL DON DE LA PRESENCIA EN JESÚS.

Por su venida a la Virgen María realiza el Espíritu Santo el don prometido a Israel: el Señor está con ella y Dios está con nosotros (Lc 1,28.35; Mt 1,21ss). En efecto, Jesús, hijo de David, es también el Señor (Mt 22,43s p), el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), cuya presencia se revela a los pequeños (Mt 11,25s); es el Verbo de Dios, venido en la carnea habitar entre nosotros (Jn 1,14) y hacer presente la gloria de su Padre, del que su cuerpo es el verdadero templo (Jn 2,21). Como su Padre, que está siempre con él, se llama “Yo soy” (Jn 8,28s; 16,32) y da cumplimiento a la promesa de presencia implicada por este nombre; en él, en efecto, se halla la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Una vez acabada su misión, asegura a sus discípulos que está para siempre con ellos (Mt 28, 20; cf. Lc 22,30; 23,42s).

II. EL MISTERIO DE LA PRESENCIA EN EL ESPÍRITU.

Si Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, no es para devolverles esa presencia corporal de la que conviene que se vean privados en adelante (Jn 16,7), sino para invitarlos a buscarlo con la fe allí donde él vive. Vive con su Padre (20, 17); está en todos los desgraciados, en los cuales quiere ser servido (Mt 25,40); está en los que llevan su palabra, en los cuales quiere ser escuchado (Lc 10,16); está en medio de los que se unen para orar en su nombre (Mt 18,20).

Pero Cristo no está sólo entre los creyentes: está en ellos, como lo reveló a Pablo al mismo tiempo que su gloria: “Yo soy Jesús al que tú persigues” (Hech 9,5); en efecto, vive en los que lo han recibido por la fe (Gál 2,20; Ef 3,17) y a los que alimenta con su cuerpo (1Cor 10,16s). Su Espíritu los habita, los anima (Rom 8,9.14) y hace de ellos el templo de Dios (1Cor 3,16s; 6,19; Ef 2,21s) y los miembros de Cristo (1 Cor 12,21s.27).

Por este mismo Espíritu vive Jesús en los que comen su carne y beben su sangre (Jn 6,56s.63); está en ellos, como su Padre está en él (Jn 14,19s). Esta comunión supone que Jesús ha retornado al Padre y ha enviado su Espíritu (Jn 16,28; 14,16ss); por esto es mejor que esté ausente corporalmente (Jn 16,7); esta ausencia es la condición de una presencia interior realizada por el don del Espíritu. Gracias a este don, los discípulos tienen en sí mismos el amor que une al Padre y al Hijo (Jn 17,26): por eso mora Dios en ellos (Jn 4,12).

III. LA PLENITUD DE LA PRESENCIA EN LA GLORIA DEL PADRE.

Esta presencia del Señor que Pablo desea a todos (2Tes 3,16; 2Cor 13,11) no será perfecta sino después de la liberación de nuestros cuerpos mortales (2Cor 5,8). Entonces, resucitados por el Espíritu que está en nosotros (Rom 8, 11), veremos a Dios, que será todo en todos (1Cor 13,12; 15,28). Entonces en el supuesto que Jesús nos ha preparado cerca de él veremos su gloria (Jn 14,2s; 17,24), luz de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres (Ap 21,2s.22s.). Entonces será perfecta la presencia en nosotros del Padre y del Hijo por el don del Espíritu (1Jn 1,3; 3,24).

Tal es la presencia que ofrece el Señor a todo creyente. “Estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne (Mt 16,17), ni reservada a un pueblo (Col 3,11), ni ligada a un lugar (Jn 4,21); es el don del Espíritu (Rom 5,5; Jn 6,63), ofrecido a todos en el cuerpo de Cristo, donde está en plenitud (Cor 2,9), e interior al creyente que entra en esta plenitud (Ef 3,17ss). El Señor hace este don a quien le responde con la esposa y por el Espíritu: “¡Ven!” (Ap 22, 17).

MARC-FRANÇOIS LACAN