Predestinar.

Sólo en el NT aparece el verbo “predestinar” (prohorizó), una vez en los Hechos (Hech 4,28), cinco veces en Pablo (Rom 8,29.30; 1Cor 2,7; Ef 1, 5.11). El sustantivo “predestinación” no es empleado, a diferencia de términos como “plan, designio” (boule, prothesis), presciencia (prognosis), elección (ekloge): todo sucede como si en nuestro caso sólo importara la acción divina y no nuestra teoría. En rigor se podría decir que en la Biblia no hay una doctrina refleja de la predestinación. Pablo, sin embargo, hizo de esta actividad divina una pieza importante de su inteligencia del designio de Dios. Así pues, conviene comenzar exponiendo su pensamiento, antes de buscar sus presupuestos bíblicos y sus equivalencias joánicas.

1. Predestinados por amor a ser sus hijos adoptivos.

Pablo, una vez terminada su exposición profética sobre el designio de Dios (Rom 1-8), quiere asegurar la esperanza de los creyentes, revelándoles “la sabiduría misteriosa de Dios, la que estaba oculta, y que Dios destinó desde el principio para nuestra gloria” (1Cor 2,7): “Dios hace que todo contribuya al bien de los que le aman, de quienes son llamados según su designio. A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que éste fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,28s). Así pues, Pablo distingue dos aspectos en el designio total de Dios: Dios conoce de antemano; destina de antemano. Estos dos aspectos no se deben confundir.

a) Según la mentalidad bíblica, el conocimiento no consiste en un acto especulativo, sino en una relación entre dos seres. En el pensamiento divino existe ya desde antes de la creación una relación de amor entre Dios y ciertos hombres: éstos son “conocidos por él” (1Cor 8,3; Gál 4,9; cf. Mt 7,23). Se puede establecer una equivalencia entre esta presciencia y la elección: éstos son los que “Dios escogió desde el principio” (2Tes 2,13), “los elegidos según el previo designio de Dios Padre (1Pe 1,1). Así pues, en el origen de la predestinación se halla esta presciencia, esta elección.

b) Ahora bien, he aquí el segundo aspecto del designio de Dios: la elección se hace con vistas a un fin, a un destino preciso. Esta elección, puesta también desde el comienzo, puede llamarse “predestinación”. Pero sólo se la puede comprender, remontándose así a los orígenes, porque se conoce ahora el fin de los tiempos: el sacrificio redentor procuró la reconciliación con Dios y la adopción filial: “Dios nos había predestinado, según el beneplácito de su voluntad, a ser hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo” (Ef 1,5). Tal es el contexto en que se sitúa la teología paulina: benevolencia (Ef 1,9), gracia (Rom 11,5; Ef 1,6s; 2,5ss), misericordia (Rom 11,30ss; Tit 3,5), amor (1Tes 1,4; 2Tes 2,13; Rom 11,28; Ef 1,4). Si, pues, ser predestinado es ser amado por Dios, no hay riada que deba atemorizar en este misterio; por el contrario, el hombre tiene el gozo de conocer no sólo el origen, sino también el término del designio de Dios. La historia religiosa cobra su sentido: los elegidos “fueron preparados de antemano para la gloria” (Rom 9,23).

2. Predestinados en la libertad.

Pablo describe luego las dos etapas temporales del designio de Dios: “A los que de antemano destinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8,30). Siguiendo al acto de predestinar, se da, en el tiempo presente, la vocación concreta y la justificación, y en el tiempo venidero la glorificación. Pablo, instalado en el misterio de Dios, expresa su certeza. absoluta, empleando verbos en pasado. Dejemos de lado los matices que distinguen estas dos actividades y examinemos la situación en que nos coloca Pablo. Todo es puramente obra de Dios: “En Cristo, predestinados según el previo decreto (prothesis) del que lo impulsa todo conforme a la decisión (boule) de su voluntad, hemos sido agraciados con la herencia” (Ef 1,11).

Ahora bien, en este designio ¿qué es de la libertad del hombre? Parece quedar excluida. Por lo demás, Pablo mismo declara: “Pero entonces me dirás: ¿De qué, pues, se queja (Dios) todavía? Porque ¿quién puede oponerse a su decisión?” (Rom 9,19). Es verdad que el problema se presentaba a Pablo en función, no de los individuos, sino de todo el pueblo de Israel que repudiaba a Cristo. Y finalmente lo resuelve recurriendo a la sabiduría misteriosa e insondable de Dios, ante la cual el creyente debe extasiarse y callar. Sin embargo, si bien Pablo distingue netamente dos fracciones en la humanidad - los elegidos y los otros -, no los sitúa igualmente en el plan de Dios: mientras que los elegidos son “preparados de antemano para la gloria” (9,23), los otros han sido únicamente hallados “dispuestos para la perdición” (9,22). Dios no predestina a la perdición.

Pablo se sitúa, pues, en una perspectiva que difícilmente podemos adoptar nosotros: nosotros pensamos en los individuos, él considera a Israel; para él las figuras de la historia sagrada - Esaú o Faraón (Rom9,13.17) - son prototipos, cuya salvación personal no entra en consideración. Así pues, aquí no se resuelve el problema de la relación entre las dos actividades, la divina y la humana. Halla, sin embargo, un esbozo de solución en la manera serena como Pablo afirma la una y la otra, sin ver en ello la menor contradicción. Así cuando yuxtapone el indicativo de situación (por el que afirma un estado de hecho) y el imperativo de conducta (por el que anuncia el deber de obrar): “Habéis muerto en Cristo; ¡morid, pues!” Un problema de lenguaje se nos plantea a nosotros, pero no a Pablo, que puede decir: “Trabajad con temor y temblor en vuestra propia salvación. Pues Dios es el que obra en vosotros tanto el querer como el obrar según su beneplácito” (Flp 2, 12s). “De él somos hechura, creados en Cristo Jesús para obras buenas, las que Dios preparó de antemano para que las practicáramos” (Ef 2, 10). Así pues, todo sucede aquí como si la libertad humana consistiera en realizar en el tiempo lo que, sin embargo, está previsto por Dios desde toda la eternidad. Tal es el esquema apocalíptico de revelación, que la mentalidad moderna no confundirá con el fatalismo si reconociera en Dios la prioridad del amor.

3. En la fuente bíblica del pensamiento paulino.

En el AT está ya enunciado el fundamento de la predestinación, a saber, la actividad de Dios que “prevé” todo y coopera en todo. En efecto, todo viene del Señor (Eclo 11,4), incluso la desgracia (Am 3,6; Is 45,7). Dios tiene desde la eternidad un plan (Is 37,26) que realiza a lo largo de la historia (Is 14,24) en tiempos fijados (Hech 17,26.31). En este último texto se utiliza el verbo simple horizo, que vuelve a hallarse a propósito del acto por el que Dios constituyó a Jesús Hijo de Dios (Rom 1,4) y juez soberano (Hech 10,42) Nada sucede que no haya sido previsto o decidido por Dios (Hech 4,28; cf. Mt 25,41). Dios ha dispuesto todo y lo ha preparado en favor de sus elegidos (Mt 20,23; 25,34). Nada de azar incontrolado por Dios (Prov 16,33), porque “Yahveh hizo todas las cosas con vistas a un fin” (16,4). Pero todas estas afirmaciones conciernen a la presciencia y a la providencia. Para llegar hasta la predestinación hace falta más.

Una creencia la prepara más de cerca: la de la inscripción en el libro de la vida. No el libro de cuentas, en cl que están registradas las buenas obras con vistas al juicio final (Dan 7,10; Ap 20,12), sino el libro preexistente, del que habla el salmista: “Ya vieron tus ojos mis obras, escritas están todas en tu libro, y mis días aun antes de aparecer el primero de ellos” (Sal 139,16). Se podría titular “Libro de los predestinados”: “Y los moradores de la tierra, aquellos cuyo nombre no está escrito en el libro de la vida desde la creación del mundo, quedarán atónitos cuando vean la bestia” (Ap 17,8; cf. 13,8; Dan 12,1). Jesús comparte esta convicción: “Alegraos de que vuestros nombres están inscritos en los cielos” (Lc 10,20).

Para llegar a Pablo sólo falta una cosa: la salvación llevada a cabo por Jesús. Jesús, haciendo acceder al fin de la historia de la salvación, nos permite remontarnos a su origen y trazar con precisión el pensamiento de Dios, que en su amor predestina a sus elegidos a ser conformes a la imagen de su Hijo.

4. Equivalencias joánicas.

Sería, sin embargo, sorprendente que el pensamiento paulino no hallara en los Evangelios alguna correspondencia que le diera más autoridad. No hablamos del terreno bíblico, en el que está enraizado el pensamiento mismo de Jesús así cuando evoca el libro de los predestinados (Lc 10,20) o cuando utiliza el lenguaje del conocimiento para significar la elección (Mt 7,23; 25,12). De manera más explícita, en Juan, el Padre es quien da los creyentes al Hijo (Jn 10,29; 17,2. 6.9.24): “Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo atrae” (6,44). Aquí se ve planteado el problema de la predestinación aplicado a los individuos y no solamente al pueblo. El creyente está inserto en el mundo que lo rodea y lo asedia por todas partes. Sólo se sustrae a la impresión de fatalismo quien reconoce un amor universal en el origen del comportamiento divino (3,17; 12,47).

5. Lenguaje e interpretación.

Este lenguaje bíblico, coherente y estimulante, ¿es verdaderamente inteligible en vuestros días? Al lector contemporáneo le choca la imprecisión del hebreo bíblico, que no distingue claramente entre finalidad y consecución: el hebreo, al decir “Dios quiere”, puede significar, no una voluntad, sino una permisión (Dios “deja hacer”). Pero esta observación gramatical deja la puerta abierta a interpretaciones arbitrarias y atenuadas. Además, hay que suprimir de antemano dos dificultades mayores. La primera, extrínseca, proviene de que nosotros difícilmente podemos pensar el problema de la predestinación en términos primeramente del pueblo, y no de individuos: así las palabras duras de Pablo en la carta a los Romanos han suscitado numerosos errores y acusado a veces desesperación, induciendo a creerse uno, según la expresión infortunada de san Agustín, “predestinado a la perdición eterna”. Más profundamente: con frecuencia olvidamos que el lenguaje de la Biblia se sirve, para expresar una experiencia religiosa, de categorías espaciotemporales y así atribuye a Dios comportamientos humanos. Erigir este lenguaje en doctrina metafísica, es eternizar lo que es esencialmente temporal.

Decir: “Dios predestina a los elegidos a ser sus hijos adoptivos”, es emplear un lenguaje antropomórfico, pero no por ello afirmar que Dios está ligado a las categorías que, estructurando la condición humana del lenguaje, tratan de expresar el juego de nuestra libertad. Así, la predilección divina, vista a través del prisma de nuestra temporalidad, no puede menos de aparecer como una “predestinación”, que implica incluso el repudio y el desconocimiento de los que no son elegidos; pero esto sólo es una manera de hablar, una transposición, al espacio y al tiempo, de una realidad que no les está sujeta. En estas condiciones el prefijo “pre”, utilizado con frecuencia para formar los términos de esta problemática (cf. pre-destinación, pre-sciencia, prever, pre-conocer, pre-dilección...) manifiesta únicamente el esfuerzo del hombre para expresar que la iniciativa no viene de él, sino de Dios. El lenguaje temporal, así transpuesto en términos personales, halla su verdadero sentido, tan bien expresado por Juan: “Amemos nosotros, porque él fue el primero en amarnos” (Jn 4,19).

XAVIER LÉON-DUFOUR