Perfume.

Israel, como todos los orientales, hacía gran consumo de perfumes. La Biblia no menciona menos de treinta. Los patriarcas ofrecieron perfumes a José (Gén 43,11); Salomón (1 Re 10,2.10; cf. Gén 37,25) y Ezequías (2Re 20,13) monopolizaron su mercado. El perfume era tan necesario para la vida como la comida y la bebida. Su significado es doble: en la vida social manifiesta el gozo o expresa la intimidad de los seres; en la liturgia simboliza la ofrenda y la alabanza.

1. Perfume y vida social.

Perfumarse es exteriorizar el gozo de vivir (Prov 27,9). Es también adornarse con una belleza suplementaria: los comensales lo hacen en los banquetes (Am 6,6) y los amantes en el momento de la unión carnal (Prov 7,17). Perfumar la cabeza de un huésped es decirle el contento que se experimenta al recibirlo (Mt 26, 7 p), y descuidar este gesto es una incorrección (Lc 7,46). En el luto, por el contrario, se suprimen estas muestras de alegría (2Sa 12,20; 14,2). Sin embargo, los discípulos de Cristo, cuando ayunen no dejarán de perfumarse, a fin de no ostentar su penitencia (Mt 6,17) ni empañar con la tristeza la alegría cristiana.

El perfume puede desempeñar a veces un papel todavía más íntimo: el de transponer la presencia física de un ser a un modo más sutil y más penetrante. Es esa vibración silenciosa por la que un ser exhala su esencia y deja percibir el murmullo de su vida oculta. Así Ester (Est 2, 12-17) y Judit (Jdt 10,3-4), para penetrar mejor en el corazón de los que querían seducir, ungiéndose de aceite y mirra. El olor de la mies que exhalan los vestidos de Jacob (Gén 27,27) revela la bendición de Dios derramada sobre él; la esposa del Cantar de los cantares asimila la presencia de su amado a un “nardo”, a un “saquito de mirra” (Cant 1,12), o a “ungüentos” (1,3), mientras que su esposo la llama “mi mirra, mi bálsamo” (5,1; cf. 4,10).

2. Perfume y liturgia.

El culto de los antiguos hacía gran uso de perfumes, como símbolo de ofrenda; Israel adoptó esta costumbre. La liturgia del templo conoce un “altar de los perfumes” (Éx 30,1-10), incensarios (1Re 7,50), copas de incienso (Núm 7,86); un sacrificio con perfume se practica cada mañana y cada tarde en gozosa adoración (Éx 30,7s; Lc 1, 9ss). Así, el perfume del incienso que se eleva en humo designa la alabanza dirigida a la divinidad (Sab 18,21; Sal 141,2; Ap 8,2-5; 5,8); quemar incienso equivale a adorar, a aplacar a Dios (1Re 22,44; 1Mac 1,55).

Ahora bien, sólo puede haber un culto: el del verdadero Dios. El incienso y su perfume acaban, pues, por designar el culto perfecto, el sacrificio incruento, que todas las naciones rendirán a Dios en los tiempos escatológicos (Mal 1,11; Is 60, 6; cf. Mt 2,11). Este culto perfecto fue realizado por Cristo, que se ofreció “a Dios en sacrificio de olor agradable” (Ef 5,2; cf. Éx 29,18; Sal 40,7), es decir que su vida se consumió en ofrenda de olor agradable a Dios.

El cristiano a su vez, ungido del Cristo en su bautismo por el signo del crisma, mezcla de perfumes de gran precio (cf. Éx 30,22-25), debe exhalar “el buen olor de Cristo” (2Cor 2,14-17), impregnando la menor de sus acciones (Flp 4,18) de este espíritu de ofrenda.

GILLES BECQUET