Padres y Padre.

Al mundo que pretende instaurar “una fraternidad sin padre” revela la Biblia que Dios es esencialmente Padre. Partiendo de la experiencia de los padres y de los esposos de la tierra, a los que la vida familiar proporciona el medio de ejercer la autoridad y de realizarse en el amor, y en contraste con la forma aberrante en que el paganismo transfería a sus dioses estas realidades humanas, el AT revela el amar y la autoridad del Dios vivo con las imágenes del padre y del esposo. El NT las reasume ambas, pero “da cumplimiento” a la del Padre revelando la filiación única de Jesús y la dimensión todavía insospechada que esta filiación procura a la paternidad de Dios sobre todos los hombres.

1. LOS PADRES DE LA RAZA CARNAL.

1. Amo y señor.

En el plano que podría llamarse horizontal, el padre es el jefe indiscutido de la familia, al que la esposa reconoce como amo (baal, Gén 20,3) y señor (adún, 18,12), del que depende la educación de los muchachos (Eclo 30,1-13), la conclusión de los matrimonios (Gén 24,2ss; 28,1s), la libertad de las muchachas (Éx 21,7), y hasta (antiguamente) la vida de los hijos (Gén 38,24; 42,37); en él se encarna la familia entera, cuya unidad realiza (p.e., 32,11) y que consiguientemente se llama beyt ab, “casa paterna” (34,19).

Por analogía, como la casa viene a designar un clan (p.e., Zac 12,12ss), una fracción importante del pueblo (p.e., “la casa de José”) o incluso el pueblo entero (“la casa de Israel”), resulta que la autoridad del jefe de estos grupos se concibe a imagen de la del padre en la familia (cf. Jer 35,18). Con la monarquía, el rey es “el padre” de la nación (Is 9,5), así como Nabonido en Babilonia es calificado de “padre de la patria”. El nombre de padre se aplica también a los saccydótes (Jue 17,10; 18,19), a los consejeros reales (Gén 45,8; Est 3,13f; 8,121), a los profetas (2Re 2, 12) y a los sabios (Prov 1,8; etc.; cf. Is 19,11), por razón de su autoridad de educadores. Por su irradiación horizontal, los “padres” de esta tierra preparaban a Israel a recibir como un pueblo único la salud de Dios y a reconocer en Dios a su Padre.

2. Antepasado de un linaje.

En el plano vertical el padre es principio de una descendencia y eslabón de un linaje. Procreando, él mismo se perpetúa (Gén 21,12; 48,16), contribuye al mantenimiento de su raza, con la seguridad de que el patrimonio familiar recaerá en herederos procedentes de él (15,2s); si muere su hijo se le considera a él como castigado por Dios (Núm 3,4; 27,3s).

En el punto inicial del linaje, los antepasados son los padres por excelencia, en los que está preformado el porvenir de la raza. Así como en la maldición del hijo de Cam está incluida la subordinación de los cananeos a los hijos de Sem, así la grandeza de Israel está contenida de antemano en la elección y en la bendición de Abraham (Gén 9,20-27; 12,2). Las etapas de la vida de Abraham, de Isac y de Jacob están jalonadas por la promesa de una descendencia innumerable y de un país abundoso; en efecto, la historia de Israel está escrita en filigrana en su historia, así como la de los pueblos vecinos en las de Lot, de Ismael y de Esaú, excluidos de las promesas (Gén 19,30-38; 21,12s; 36,1). De la misma manera cada tribu hace remontar a su antepasado epónimo la responsabilidad de su situación en la anfictionía (Gén 49,4). Las genealogías, aun expresando con frecuencia otras relaciones diferentes, o más complejas que la comunidad de sangre (Gén 10), sistematizan los linajes paternos y subrayan así la importancia de los antepasados, cuyos actos condicionan el porvenir y los derechos de sus descendientes. Particularmente las de las tradiciones sacerdotales (Gén 5; 11) sitúan la sucesión de las generaciones con referencia a la elección divina y a la salvación, estableciendo cierta continuidad entre Adán mismo y los patriarcas.

II. LOS PADRES DE LA RAZA ESPIRITUAL.

Si los patriarcas son los padres por excelencia del pueblo elegido, no lo son propiamente en razón de su paternidad física, sino a causa de las promesas que, por encima de la raza, alcanzarán finalmente a los que imiten su fe. Su paternidad “según la carne” (Rom 4,1) no era sino la condición provisional de una paternidad espiritual y universal, fundada en la permanencia y en la coherencia del plan salvífico de un Dios constantemente en acción desde la elección de Abraham hasta la glorificación de Jesús (Éx 3,15: Hech 3,13). Pablo fue el teólogo de esta paternidad espiritual; pero la idea estaba preparada ya desde el AT.

1. Hacia una superación de la primacía de la raza.

El aspecto espiritual de la paternidad de los antepasados adquiere una importancia crecinte en el AT a medida que se va profundizando la idea de solidaridad en el mal y en el bien. La ascendencia de los “padres”, que crece con cada generación, no comprende sólo a los patriarcas, y ni siquiera sólo a los antepasados cuyo elogio se hace en el siglo n (Eclo 44-50; 1Mac 2, 51-61); incluye también a rebeldes, en cuya primera fila colocan algunos profetas al mismo Jacob, el epónimo de la nación (Os 12,3ss; Is 43,27). Ahora bien, estos rebeldes comprometen a sus descendientes, estimados solidarios de su desobediencia y de su castigo (Éx 20,5; Jer 32,18; Bar 3,4s; Lam 5,7; Is 65,6s; Dan 9, 16); por el hecho de ser sus padres según la paternidad física se cree que lógicamente le hacen heredar con una verdadera paternidad moral sus faltas o por lo menos los castigos en que incurren. Jeremías anuncia (Jer 31,29s) y Ezequiel proclama como ya presente (Ez 18) la caducidad de esta concepción automática de la retribución; cada uno es castigado a la medida de su propio pecado.

A partir del exilio se insinúa un progreso similar en cuanto a la solidaridad en la línea del bien. Nunca apareció Dios tan claramente como el único Padre de su pueblo, como en el momento mismo en que Abraham y Jacob, cuya herencia es ocupada por instrusos (cf. Ez 33,24), parecen olvidar a su posteridad (Is 63, 16): es que en medio de la prueba se forma un “Israel cualitativo”, al que no pertenecen todos los descendientes de Abraham según la carne, sino únicamente los que imitan su ansia de justicia y su esperanza (Is 51,1ss). Por lo demás, la raza de Israel, ¿no es impura desde su origen, según el linaje tanto de los padres como de las madres (Ez 16,3)? El cronista mismo ¿no reconoce el parentesco de su pueblo con clanes paganos (1Par 2,18-55)? ¿No hay profetas que proclaman la posibilidad de que los prosélitos se agreguen al pueblo de las promesas (Is 56,3-8; cf. 2Par 6,32s)? A pesar de los arranques de nacionalismo, no está lejos el tiempo en que la benéfica paternidad de Abraham y de los grandes antepasados se actualice por la fe y no ya por la raza.

2. De la nación al universo.

A medida que la paternidad de los antepasados se va concibiendo más espiritualmente, se hace también más universal. Esto se nota claramente por lo que se refiere a Abraham. Según la tradición sacerdotal su nombre significa “padre de una multitud”, es decir, de una multitud de pueblos (Gén 17,5). Asimismo la promesa de Gén 12,3: “Por ti se bendecirán todas las naciones de la tierra” se convierte en la traducción griega en: “en ti serán benditas...” (cf. Eclo 44,21; Hech 3,25; Gál 3,8). Los LXX, en lugar de magnificar a la raza elegida, quieren insinuar la idea de que todos los pueblos participarán un día de la bendición de Abraham.

Estas corrientes universalistas, todavía contrapesadas con frecuencia por la tendencia inversa a hacer de la raza algo absoluto (Esd 9,2), las llevan a término Juan Bautista y Jesús. “De estas piedras puede Dios suscitar hijos de Abraham” (Mt 3, 9 p), afirma Juan. En cuanto a Jesús mismo, si hay una filiación de Abraham que es indispensable para la salvación, no está constituida por la pertenencia racial, sino por la penitencia (Lc 19,9), por la imitación de las obras del patriarca, es decir, de su fe (in 8,33.39s). Y Cristo deja entender que Dios suscitará a los padres, por el llamamiento de los paganos, una posteridad espiritual de creyentes (Mt 8,11).

3. De la predicación a la realidad vívida.

La vida de la Iglesia, dando una primera realización al anuncio de Jesús, permite al doctor de los paganos (1Tim 2,7), aguijoneado por la crisis judaizante, profundizar los mismos temas. Es cierto que para Pablo los miembros del “Israel según la carne” (1Cor 10,18), “amados a causa de los padres” (Rom 11,28), conservan, precisamente en virtud de las promesas hechas a éstos (Hech 13, 17,32s) cierta prioridad en el llamamiento a la salvación (Rom 1,16; cf. Hech 3,26), aun cuando muchos se niegan a creer en el heredero por excelencia de las promesas (Gál 3,16) haciéndose así esclavos como Ismael (Gál 4,25). Pero dentro del “Israel de Dios” (Gál 6,16) no hay diferencia entre judíos y gentiles (Ef 3,6): todos, circuncisos o no, “profesando la fe de Abraham, padre de todos nosotros”, vienen a ser hijos del patriarca y beneficiarios de las bendiciones prometidas a su descendencia (Gál 3,7ss; Rom 4,11-18). En el bautismo nace una nueva raza espiritual de hijos de Abraham según la promesa (Gál 3,27ss), raza cuyos primeros representantes no tardarán en ser llamados también padres (2Pe 3,4).

III. PATERNIDAD DEL DIOS DE LOS PADRES.

1. De los padres al Padre.

La espiritualización progresiva de la idea de paternidad del hombre hizo posible la revelación de la de Dios. Si la paternidad de los patriarcas parece inoperante durante el exilio, ofrece, en cambio, la ocasión de encarecer la permanencia de la paternidad de Yahveh (Is 63,16): pese al contraste, la paternidad puede por tanto atribuirse a la vez a los antepasados y a Dios. Esto resulta también de la historia “sacerdotal”: situando a Adán - creado a imagen de Dios (Gén 1,27) y engendrando también a su imagen (5,lss) - en lo más alto de la escala de las generaciones, sugiere que el linaje de los ascendientes se remonta hasta Dios. Lucas hará más tarde lo mismo (Lc 3,23-38). Finalmente, para Pablo Dios es el Padre supremo, al que toda patria (grupo procedente de un mismo antepasado) debe su existencia y su valor (Ef 3,14s). Así, entre los padres humanos y Dios existe una semejanza que permite aplicar a éste el nombre de Padre; todavía más: sólo esta paternidad divina da a las paternidades humanas su pleno significado en el plan de la salvación.

2. Trascendencia de la paternidad divina.

No es, sin embargo, un razonamiento de analogía lo que condujo a Israel a llamar a Dios su Padre; fue una experiencia vivida, y quizás una reacción contra la concepción de los pueblos vecinos.

Todas las naciones antiguas invocaban a su dios como a su padre. Entre los semitas se remontaba muy lejos esta costumbre, y la cualidad paterna incluía para ellos una función de protección y de señorío del dios. En los textos de Ugarit (siglo xiv), El, dios supremo del panteón cananeo, es llamado “rey padre gunem”: con esto se expresa su dominio sobre los dioses y sobre los hombres. Su mismo nombre de El, que es también el del Dios de los patriarcas (Gén 46,3), parece haber designado primitivamente al jeque, y así marcaría su autoridad sobre lo que a veces se llama su clan.

Según este primer valor pudo pasar a la Biblia la idea de paternidad divina. Pero existía otro valor, desechado por el AT. En efecto, el El fenicio, comparado con un toro como el Min egipcio, fecundaba a su esposa y engendraba a otros dioses. Baal, hijo de El, estaba especializado en la fecundación de las parejas humanas, de los animales y de la tierra, mediante la imitación ritual de su unión con su paredra. Ahora bien, Yahveh es, en cambio, único; no tiene sexo, ni paredra, ni hijo en sentido carnal. Si los poetas llaman a veces “hijos de Dios” a los ángeles (Dt 32,8; Sal 19,1; 89,7; Job 1,6...), a los príncipes y a los jueces (Sal 82,1.6), lo hacen plagiando sus fuentes sirofenicias a fin de someter estas meras criaturas a Dios, al que no se atribuye ninguna paternidad de orden físico. Si Yahveh es procreador (Dt 32,6), lo es evidentemente en sentido moral: no es el padre de los dioses y el esposo de una diosa, sino el padre-esposo (Os, Jer) de su pueblo. Si es padre también en cuanto creador (Is 64,7; Mal 2, 10; cf. Gén 2,7; 5,lss), no lo es por medio de monstruosas teogonías, como en los mitos babilónicos. Por último, el Dios que soberanamente “llama al trigo” (Ez 36,29) no tiene nada de común con el Baal fecundante ni con la magia de sus cultos eróticos, que horrorizan a los profetas; ni tampoco pretende ser invocado como padre en la forma en que Baal lo es para los suyos (Jer 2,27). Todo da la sensación de que los guías de Israel querían purificar la noción de paternidad divina vigente entre sus vecinos, de todas sus resonancias sexuales, para retener únicamente el aspecto valedero de transposición a Dios de una terminología social concerniente a los cabezas de familia y a los antepasados.

3. Yahveh, padre de Israel.

En un principio la paternidad divina se concibe sobre todo en una perspectiva colectiva e histórica: Dios se reveló como padre de Israel en el éxodo, mostrándose su protector y su señor; la idea básica es la de una soberanía benéfica que exige sumisión y confianza (Éx 4,22; Núm 11, 12; Dt 14;1-; Is 1,2ss; 30,1.9; Jer 3,14). Oseas y Jeremías conservan la idea, pero la enriquecen subrayando la inmensa ternura de Yahveh (Os 11,3s.8s; Jer 3,19; 31,20). A partir del exilio, mientras se continúa explotando el mismo tema de la paternidad de Dios fundada en la elección (Is 45,10s 63,16; 64,7s; Tob 13,4; Mal 1,6; 3,17), a la que el Cántico de Moisés añade la idea de adopción (Dt 32,10), ciertos salmistas (Sal 27,10; 103,13) y ciertos sabios (Prov 3,12; Eclo 23,1-4; Sab 2,13-18; 5,5) consideran también a cada justo como hijo de Dios, es decir, objeto de su tierna protección. Aplicación individual que no sería en modo alguno una novedad, si estuviéramos seguros de que en los viejos nombres teóforos como Abiezer (Jos 17,2), el final de ab (padre representa el sufijo de primera persona), de modo que se podría traducir: “Mi padre es socorro.”

4. Yahveh, padre del rey.

A partir de David la paternidad de Yahveh se reivindica especialmente para el rey (2Sa 7,14s; Sal 2,7; 89,27s; 110, 3 LXX), por el que el favor divino alcanza a toda la nación que representa. Todos los reyes del próximo Oriente antiguo eran considerados como hijos adoptivos de su dios: y la palabra del Sal 2,7: “Tú eres mi hijo”, se halla literalmente en una fórmula de adopción babilónica. Pero fuera de Israel las exigencias del rey son las más de las veces caprichos, como se ve en el caso de Kemós según la estela de Mesa (cf. 2Re 3); y en Egipto es padre en sentido carnal. Yahveh, por el contrario, es un Dios que trasciende el orden carnal y sanciona la conducta moral de los reyes (2Sa 7,14).

Estos textos sobre la filiación real preparan la filiación única de Jesús, en la medida en que a través dedos reyes de Judá se perfila ya el Mesías definitivo. Otra aproximación se dará después del exilio mediante la puesta en escena de la sabiduría (Prov 8), personificada como hija de Dios anterior a toda criatura, quizás incluso verdadera persona que resumiría en sí misma la esperanza ligada desde la profecía de Natán a la sucesión dinástica de David.

IV. JESÚS REVELA AL PADRE.

Al acercarse la era cristiana tiene Israel plena conciencia de que Dios es padre de su pueblo y de cada uno de sus fieles. La apelación de Padre, desconocida por los apocalipsis y por los textos de Qumrán, que se precaven quizá contra el uso que de ella hacía el helenismo, es frecuente en los escritos rabínicos, donde se halla incluso literalmente la fórmula “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mt 6,9).

Jesús cumple o realiza lo mejor Palabra de Dios  de la reflexión judía acerca de la paternidad de Dios. Como el pobre del salmo, para quien la comunidad de los “hombres de corazón puro”, único verdadero Israel (Sal 73,1), representa “la raza de los hijos de Dios” (73,15), Jesús piensa en una comunidad (el orante debe decir “Padre nuestro”, no “Padre mío”) formada de los “pequeñuelos” (Mt 11, 25 p) a los que el Padre revela sus secretos y cada uno de los cuales es personalmente hijo de Dios (Mt 6,4.6.18). Pero Jesús innova, superando incluso el universalismo a que había llegado una corriente del judaísmo tardío. Si éste ligaba la paternidad de Dios a su cualidad de creador, no por eso concluía todavía que Dios fuera padre de todos los hombres, y todos los hombres hermanos (cf. Is 64,7; Mal 2,10). Asimismo, si concebía que la piedad divina se extendiera a “toda carne” (Eclo 18,13), añadía generalmente que sólo los hijos de Dios, es decir los justos de Israel, experimentan su efecto plenario (Sab 12,19-22; cf. 2 Mac 6,13-16); concretamente sólo a ellos aplicaba el tema deuteronómico (Dt 8,5) de una “corrección de Yahveh” inspirada por el amor paterno (Prov 3,11s; cf. Heb 12,5-13). Para Jesús, por el contrario, la comunidad de los “pequeñuelos”, limitada todavía a solo los judíos arrepentidos que hacen la voluntad del Padre (Mt 21,31ss), comprenderá también a paganos (Mt 25,32ss), que suplantarán a los “hijos del reino” (Mt 8,12).

A este nuevo Israel, que de derecho está ya abierto a todos, prodiga el Padre los bienes necesarios (Mt 6,26.32; 7,11), ante todo el Espíritu Santo (cf. Lc 11,13), y manifiesta la inmensidad de su ternura misericordiosa (Lc 15,11-32): no hay sino reconocer humildemente esta única paternidad (Mt 23,9) y vivir como hijos que oran a su padre (7,7-11), tienen confianza en él (6, 25-34), se le someten imitando su amor universal (5,44s), su propensión a perdonar (18,33; cf. 6,14s), su misericordia (Lc 6,36; cf. Lev 19,2), su perfección misma (Mt 5, 48). Si este tema de la imitación del Padre no es nuevo (así Lc 6,36 se halla también en un largura), es nueva la insistencia en su aplicación al perdón mutuo y al amor de los enemigos. Nunca es Dios tanto nuestro Padre como cuando ama y perdona, y nosotros no somos nunca tanto sus hijos como cuando obramos de la misma manera con todos nuestros hermanos.

V. EL PADRE DE JESÚS.

1. Por medio de Jesús se reveló Dios como Padre de un Hijo único. Jesús hace comprender que Dios es su Padre en un sentido único, por su manera de distinguir “mi Padre” (p. e., Mt 7, 21; 11,27 p; Lc 2,49; 22,29) y “vuestro Padre” (p.e., Mt 5,45; 6,1; 7,11; Lc 13,32), de presentarse a veces como “el Hijo” (Mc 13,32), el Hijo muy amado, es decir, único (Mc 12, 6 p; cf. 1,11 p; 9,7 p), y sobre todo de expresar la conciencia de una unión tan estrecha entre los dos, que él penetra en todos los secretos del Padre y es el único que los puede revelar (Mt 11.25ss). El alcance trascendente de estas palabras “Padre” e “Hijo” que (al menos en la fórmula “Hijo de Dios”, por lo demás evitada por Jesús) no es vidente por sí misma y no era percibido por los contemporáneos de Cristo (Lc 4,41), es confirmado por el del título “Hijo del hombre” y por la reivindicación de una autoridad que rebasa la autoridad creada. También por la oración de Jesús, que se dirige a su Padre diciendo “Abba” (Mc 14,36), equivalente de nuestro “papá”: familiaridad de la que no hay ejemplo antes de él y que ma nifiesta una intimidad sin segunda.

2. Dios, en el misterio de su paternidad, se da un igual.

Los primeros teólogos explicitan lo que dicen los Sinópticos del “Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 6; 2Cor 1,3; 11,31; Ef 1,3; 1Pe 1,3). Con frecuencia hablan de él bajo su nombre de Padre, y en él también piensan cuando dicen sencillamente o Theós (p. e., 2Cor 13, 13). Pablo trata de las relaciones del Padre y del Hijo como protagonistas de la salvación. Sin embargo, cuando habla del “propio Hijo de Dios” situándolo con referencia a los hijos adoptivos (Rom 8,15.29.32) y atribuye a “su Hijo muy amado” la obra misma creadora (Col 1,13. 15ss), esto supone que hay en Dios un misterio de paternidad trascendente.

Juan va todavía más lejos. Nombra a Jesús el unigénito, es decir, el Hijo único y muy amado (Jn 1,14. 18; 3,16.18; Un 4,9). Subraya el carácter único de la paternidad que corresponde a esta filiación (Jn 20, 17), la unidad perfecta de las voluntades (5,30) y de las actividades (5,17-20) del Padre y del Hijo, manifestada por las obras milagrosas que el uno da al otro para realizar (5,36), su mutua inmanencia (10,38; 14,10s; 17,21), su mutua intimidad de conocimiento y de amor (5,20.23; 10,15; 14,31; 17,24ss), su mutua glorificación (12,28; 13,31s; 17,1.4s). Los judíos, pasando del plano del obrar al plano del ser, comprenden las declaraciones de Jesús como profesiones de igualdad con Dios (5,17s; 10,33; 19,7). Y tienen razón: Dios es verdaderamente “el propio Padre” de Jesús: éste existía anteriormente a Abraham (8.57s). como el Logos divino, destinado a manifestar al Padre (1,1.18).

3. En su condición de encarnación el Hijo queda sometido al Padre.

Si la dignidad de Hijo hace de Jesús el igual de Dios, no por eso pierde el Padre, según Cristo mismo (p. e., Mt 26,39 p; 11,26s; 24,36 p) y los autores del NT, sus prerrogativas paternas. A él es a quien el kerigma primitivo (p.e., Hech 2,24) y Pablo (p.e., 1Tes 1,10; 2Cor 4,14) atribuyen la resurrección de Jesús. Él tiene la iniciativa de la salvación: él es quien elige y llama al cristiano (p.e., 2Tes 2,13s) o al Apóstol (p.e., Gál 1,15s); él es quien justifica (p.c., Rom 3,26.30; 8,30). Jesús no es sino el mediador necesario: el Padre lo envía (Gál 4,4; Rom 8,3; Jn passim), lo entrega (Rom 8,32), le confía una obra a realizar (p.c., Jn 17, 4), palabras que decir (12,49), hombres que salvar (6,39s). El Padre es fuente y fin de todas las cosas (1Cor 8,6); así el Hijo que no obra sino en dependencia de él (Jn 5,19; 14, 10; 15,10), se someterá a él (iCor 15,28) como a su cabeza (11,3) al fin de los tiempos.

VI. EL PADRE DE LOS CRISTIANOS.

Si los hombres tienen el poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12), es que Jesús lo es por naturaleza. El Cristo de los Sinópticos aporta las primeras luces sobre este punto al identificarse con los suyos (p.c., Mt 18,5; 25,40), diciéndose su hermano (28,10) y una vez incluso designándose con ellos bajo la común apelación de “hijo” (17,26). Pero la plena luz nos viene de Pablo. Según él, Dios nos libra de la esclavitud y nos adopta como hijos (Gál 4,5ss; Rom 8,14-17; Ef 1,5) por la fe bautismal, que hace de nosotros un solo ser en Cristo (Gál 3,26cs), y de Cristo un Hijo mayor, que comparte con sus hermanos la herencia paterna (Rom 8,17.29). Ei Espíritu, por ser el agente interior de esta adopción, es también su testigo; y testimonia en nosotros inspirando la oración misma de Cristo, con el que nos conforma: Abba (Gál 4,6; Rom 7,14ss.29). Desde pascua la Iglesia, al recitar el “padrenuestro” expresa la conciencia de ser amada por el amor mismo en que Dios envuelve a su Hijo único (cf. 1Jn 3,1); y esto es lo que sin duda sugiere Lucas al hacernos decir: “¡Padre!” (Lc 11,2), como Cristo.

Nuestra vida filial, manifestada en la oración, se expresa también por la caridad fraterna; en efecto, si amamos al Padre, no podemos menos de amar también a todos sus hijos, nuestros hermanos: “Todo el que ama al que lo engendró ama también al que ha nacido de él” (1Jn 5,1).

PAUL TERNANT