Oración.

1. LA ORACIÓN EN LA HISTORIA DE ISRAEL.

La constante más estable de las oraciones del AT es sin duda su relación con el plan salvífico de Dios: se ora a partir de lo que ha sucedido, de lo que sucede o para que suceda algo, a fin de que se dé a la tierra la salvación de Dios. El contenido de la oración de Israel la sitúa por tanto en la historia. Por su parte la historia sagrada está marcada por la oración: es sorprendente observar cuántos grandes momentos de esta historia están señalados por la oración de los mediadores y del pueblo entero, que se apoyan en el conocimiento del designio de Dios para obtener su intervención en la hora presente. Vamos a dar sólo algunos ejemplos, que serán luego confirmados por la oración de Cristo y de su esposa, la Iglesia.

1. Moisés.

Moisés domina todas las figuras de orantes del AT. Su oración, tipo de la oración de intercesión, anuncia la de Jesús. En consideración de Moisés salva Dios al pueblo (Éx 33,17), haciendo clara distinción entre ambos (32,10; 33, 16). Esta oración es dramática (32, 32); sus argumentos siguen el esquema de toda súplica: - llamamiento al amor de Dios: “esta nación es tu pueblo” (33,13; cf. 32, 11; Núm 11,12) , llamamiento a su justicia y fidelidad: que te reconozcan, recuerda tus acciones pasadas, consideración de la gloria de Dios: ¿qué dirán los otros si nos abandonas? (Éx 32,11-14). También de la oración, una oración más contemplativa y que transforma a Moisés para bien de los otros (34,29-35), brota la obra de Moisés legislador. El ciclo de Moisés guarda finalmente el recuerdo y el tipo de una perversión de la oración: “tentar a Dios”. En estos casos la oración sigue la pendiente de la codicia, contrariamente al llamamiento de la gracia hacia al designio divino: en el episodio de Meriba y en el de las codornices se pone a Dios a prueba (Éx 16,7; Sal 78; 106,32). Esto equivale a decir que se creerá en él si hace nuestra voluntad (cf. Jdt 8,11-17).

2. Reyes y profetas.

El anuncio mesiánico del profeta Natán suscita en David una oración, cuya esencia es esto: “Obra como tú lo has dicho” (2Sa 7,25; cf. 1 Re 8,26). Asimismo Salomón al inaugurar el templo incluye en su oración a todas las generaciones venideras (oficio de la dedicación: 1Re 8,10-16); predomina un elemento de contrición (1Re 8,47), que volverá a hallarse después de la destrucción del templo (Bar 2,1-3,8; Neh 9). Se nos ha conservado otras oraciones reales (2Re 19,15-19; 2Par 14.10: 20,6-12; 33,12.18). La oración por el pueblo entraba sin duda en las funciones oficiales del rey.

Por el poder de intercesión (Gén 18,22-p2) merece Abraham ser llamado profeta (20,7); los profetas fueron hombres de oración (Elías: 1Re 18,36s; cf. Sant 5,17s) y también intercesores, como Samuel (cf. Jer 15,1), Amós (Am 7,1-6), y sobre todo Jeremías. En este último verá la tradición “al que ora mucho por el pueblo” (2Mac 15,14). La función de intercesor supone una conciencia clara a la vez de la distinción y de la relación que se establecen entre el individuo y la comunidad. Esta conciencia (cf. también Jer 45,1-5) es la que constituye la riqueza de la oración de Jeremías, paralela en diversos puntos a la de Moisés, pero ilustrada más abundantemente. Unas veces es el que implora la salvación del pueblo (10,23; 14,7ss.19-22; 37, 3...), cuyos dolores hace suyos (4,19; 8,18-23; 14,17s); otras veces se queja de él (15,10; 12,1-5) y hasta clama venganza (15,15; 17,18; 18,19-23); otras se interesa por su propia suerte (20,7-18...). Son numerosas las relaciones de forma y de fondo entre estas oraciones y la colección de los salmos.

Esdras y Nehemías oran también a la vez por sí mismos y por los otros (Esd 9,6-15; Neh 1,4-11). Más tarde los Macabeos no se baten tampoco sin orar (1Mac 5,33; 11,71; 2 Mac 8,29; 15,20-28). La importancia de la oración personal formulada crece sencillamente en los libros postexílicos que aportan así un precioso testimonio (Jon 2,3-10; Tob 3, 11-16; Jdt 9,2-14; Est 4,17). Estas oraciones fueron escritas para ser leídas en un relato, después de lo cual puede uno apropiárselas, y la Iglesia invita a hacerlo. Pero el fin de los que formaron el salterio como colección era que se rezase: ninguna oración de Israel se puede comparar con el salterio por razón de su carácter universal.

II. LOS SALMOS, ORACIÓN DE LA ASAMBLEA.

Maravillas de Yahveh (Sal 104...), mandamientos (Sal 15; 81...), profetismo (Sal 50). sabiduría (Sal 37...), toda la Biblia confluye en los salmos como por capilaridad y en ellos se convierte en oración. El sentimiento de la unidad de la oración del pueblo elegido fue el que presidió su elaboración, como también su adopción por la Iglesia. Dios, al darnos el salterio, nos pone en la boca las palabras que quiere oír, nos indica las dimensiones de la oración.

1. Oración comunitaria y personal.

Con frecuencia la nación entera exulta, se acuerda o se lamenta: “¡acuérdate!”, “¿hasta cuándo?” (Sal 44; 74; 77); otras veces, la comunidad de los piadosos (Sal 42,5; los cánticos de las subidas...). El templo, presente o lejano, medio de resonancia de la oración de la asamblea (Sal 5,8; 28,2; 48,10...) se evoca frecuentemente en ellos. Se invoca a los justos (Sal 119,63), que sirven de argumento: no pierdan la fe al vernos caer (Sal 69,7); se les pondrá al corriente cuando sea escuchada la oración (Sal 22,23 = Heb 2,12).

A pesar de la constante repetición de las mismas expresiones, el salterio no es un mero formulario o ceremonial. El acento espontáneo indica su origen en una experiencia personal. Aparte las oraciones propiamente individuales, sobre todo el lugar que se asigna al rey ilustra la igual importancia que se da al individuo y a la comunidad: el rey es con un título eminente una persona única, y al mismo tiempo el grupo halla en él su símbolo viviente. La atribución tradicional de la colección a David, el primer salmista, indica su enlace con la oración mediadora de Jesús, hijo de David.

2. Oración de la prueba.

La oración de los salmos parte de la existencia en sus diversas situaciones. En ella se percibe poco el perfume de la soledad (Sal 55.7; 11,1); en cambio se oye mucho la plaza pública y la guerra (Sal 55; 59; 22,13s.17), cosa que convierte al salterio en un texto más caótico y ruidoso de lo que algunos podrían esperar de un libro de oraciones. Si se llama a Dios con estos gritos, con estos rugidos (Sal 69,4; 6,7; 22,2; 102,6), es que todo entra en juego, que se tiene necesidad de él con toda la persona, alma y cuerpo (Sal 63,2). El cuerpo, con sus pruebas y sus goces, ocupa en esta oración el lugar que le corresponde en la vida (Sal 22; 38...). El salmista busca todos los bienes, el tdr (Sal 4) y sólo los espera de Dios.

Por el hecho de no renunciar a vivir con Dios ni a caminar acá en la tierra, se prepara al crisol de la prueba. Fuera de esta perspectiva -la experiencia de la dirección de Dios en los caminos del hombre que marcha - no se puede comprender su oración. Los gritos de súplica parten de los momentos en los que se pone a prueba la espera de la fe: ¿se frustra o no el designio de Dios sobre el individuo o el pueblo? En torno al suplicante se ignora la oración (Sal 53,5); se le acosa: “Dónde está tu Dios?” (Sal 42,4), y él mismo se interroga (Sal 42-43; 73): su certeza no es de esas a las que la vida no puede sustraer ni aportar nada. Esto ilustra los pasajes en que la inocencia se proclama a sí misma, no por pura complacencia, sino frente al peligro y porque el enemigo, siempre presente, la niega (Sal 7, 4ss y 26, que se reza en la misa).

3. Oración asegurada.

El leitmotiv de la oración de los salmos es battah: fiarse (Sal 25,2; 55,24...). Esta confianza que pasa de la risa a las lágrimas y viceversa (Sal 116,10; 23, 4; 119,143) se equilibra entre la súplica y la acción de gracias. Se dan gracias incluso antes de haber obtenido algo (Sal 140,14; 22,25ss; cf. Jn 11,41). Los salmos que sólo contienen alabanza son una parte importante de la colección. Los tres jóvenes que alaban juntos en el horno constituyen una imagen genérica para el salterio.

4. Oración en busca del verdadero bien.

El hombre, al esperar de Dios el bien, cualquiera que sea, es invitado a superarse mediante el descubrimiento de que Dios mismo se da juntamente con este bien. Se declara el gozo de vivir bajo la mirada de Dios, de estar con él, de habitar su casa (Sal 16; 23; 15,14; 65,5; 91; 119,33ss). En cuanto a la esperanza de que Dios dé acceso al hombre a su propia vida, no se puede afirmar que se alimente de ella la oración de los salmos; sin embargo, en ella se presiente este don gratuito (Sal 73,24ss; 16). El que esté modelado por la oración de los salmos estará preparado para recibirlo y hallará en ellos la forma de expresar esta experiencia.

5. El salterio, oración de Jesús.

En efecto, la revelación de Jesús autorizará una trasposición y un enriquecimiento de las esperanzas del salmista; no suprimirá su raíz en nuestra condición humana. Además, la aplicación de los salmos a Cristo podrá hacerse independientemente de toda trasposición: los salmos serán su oración (cf. Mt 26,30); los salmos lo formarán, como a todos los que le rodean. Una piedad atenta a aprender a Cristo (Ef 4,20) ¿podría descuidar este documento básico?

III. LA ORACIÓN TAL COMO LA ENSEÑA JESÚS.

El Hijo de Dios se situó con la encarnación en medio de la demanda incesante de los hombres. La alimenta con esperanza respondiendo a ella; al mismo tiempo alaba, estimula o educa la fe (Lc 7,9; Mt 9,22.29; 15,28). Su enseñanza, situada sobre este fondo vivido, se extiende primeramente sobre la manera de orar, más abundantemente que sobre la necesidad de la oración: “cuando oreis. decid...” (Lc 11,2).

1. Los sinópticos.

El padrenuestro es el centro de esta enseñanza (Lc 11,2ss; Mt 6,9-13). De la invocación de Dios como Padre, que prolonga rebasándola la intimidad de los salmos (Sal 27,10; 103,13; cf. Is 63,16; 64,7) dimana toda la actitud del orante. Esta invocación es un acto de fe y ya un don de sí mismo que sitúa a uno en el circuito de la caridad. De ahí proviene que, totalmente en la línea de la oración bíblica, anteponga a todo la preocupación por el designio de Dios: por su nombre, por su reino (cf. Mt 9,38), por la actualización de su voluntad. Pero pide también ese pan (que él ofrece en la eucaristía), luego el perdón, después de haberse uno reconciliado con los hijos del mismo Padre, finalmente la gracia de no verse arrastrado por las pruebas del tiempo venidero.

Las otras prescripciones encuadran o completan el padrenuestro y nombran con frecuencia al Padre. La impresión dominante es que la certeza de ser escuchados, es fuente y condición de la oración (Mt 18,19; 21, 22; Lc 8,50). Marcos lo expresa en la forma más directa: “si no vacila en su corazón, sino que cree que sucederá lo que dice, le será concedido” (Mc 11,23; cf. 9,23 y sobre todo Sant 1,5-8). Ahora bien, si uno está seguro, es que ora al Padre (Lc 11,13; Mt 7,11). La interioridad se funda en la presencia del Padre que ve en lo secreto (Mt 6,6; cf. 6,4.18). No amontonar ni remachar las palabras (Mt 6,7) como si Dios estuviera lejos de nosotros, a la manera del Baal burlado por Elías (1Re 18, 26ss), siendo así que es nuestro Padre. Perdonar (Mc 11,25 p; Mt 6, 14). Orar en unión fraterna (Mt 18, 19). Tener presentes las propias faltas con una oración contrita (Lc 18, 9-14).

Hay que orar sin cesar (Lc 18,1; cf. 11,5-8): debe ser probada nuestra perseverancia, debe expresarse la vigilancia del corazón. La necesidad absoluta de la oración se enseña en el contexto de los últimos tiempos (Lc 18,1-7), hechos próximos por la pasión; de lo contrario sería uno sumergido por “todo lo que debe suceder” (Lc 21,36; cf. 22,39-46); asimismo el padrenuestro se termina implorando a Dios contra la tentación.

2. Juan

Presenta bajo un aspecto muy unificado la pedagogía de la oración, paso de la demanda a la verdadera oración, y del deseo de los dones de Dios al del don que aporta a Dios mismo, como lo leíamos ya en los salmos. Así la samaritana es llevada de sus deseos propios al del don de Dios (Jn 4,10), y las multitudes al “alimento que perdura en vida eterna” (Jn 6,27). Por eso la fe no es sólo condición de la oración, sino que es también su efecto: el deseo es a la vez escuchado y purificado (Jn 4,50.53; 11,25ss.45).

IV. LA ORACIÓN DE JESÚS.

1. Su oración y su misión.

No hay nada en el Evangelio que mejor revele la necesidad absoluta de la oración que el lugar que la misma ocupa en la vida de Jesús. Ora con frecuencia en la montaña (Mt 14,23), solo (ibid.), aparte (Lc 9,18), incluso cuando “todo el mundo [le] busca” (Mc 1,37). Sería un error reducir esta oración al único deseo de intimidad silenciosa con el Padre: atañe a la misión de Jesús o a la educación de los discípulos. Éstas se mencionan en cuatro notaciones de la oración propias de Lucas: en el bautismo (3,21), antes de la elección de los doce (6,12), en la transfiguración (9, 29), antes de enseñar el padrenuestro (11,1). Su oración es el secreto que atrae a sus más allegados y en el que les hace penetrar cada vez más (9,18). Es algo que se refiere a ellos: oró por la fe de los suyos. El nexo entre su oración y su misión es manifiesto en los cuarenta días que la inauguran en el desierto, pues hacen revivir, rebansándolo, el ejemplo de Moisés. Esta oración es una prueba: Jesús triunfará mejor que Moisés del proyecto satánico de tentar a Dios (Mt 4,7 = Dt 6,16: Massa), y ya antes de su pasión nos muestra de qué obstáculos habrá de triunfar nuestra propia oración.

2. Su oración y su pasión.

La prueba decisiva es la del fin, cuando Jesús ora y quiere hacer que sus discípulos oren con él en el Monte de los Olivos. Este momento contiene toda la oración cristiana; filial: “Abba”; segura: “todo te es posible”; prueba de obediencia en que es rechazado el tentador: “no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Mc 14,36). A tientas también, como las nuestras, en cuanto a su verdadero objeto.

3. Su oración y su resurrección.

Finalmente, escuchada aún más allá de lo esperado. Los alientos que le da el ángel (Lc 22,43) son la respuesta inmediata del Padre para el momento presente, pero la carta a los Hebreos nos muestra en forma radical y osada que la resurrección fue la que escuchó esta oración tan verdaderamente humana de Cristo, que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por razón de su piedad” (Heb 2,7). La resurrección de Jesús, momento central de la salvación de la humanidad, es una respuesta a la oración del Hombre-Dios, que reanuda todas las peticiones humanas de la historia de la salvación (Sal 2,8: “¡pídeme!”).

4. La noche de la Cena.

Aquí Jesús, habiendo primero dicho, entre otras cosas, cómo se debe orar, ora luego él mismo. Su enseñanza coincide con la de los Sinópticos en cuanto a la certeza de ser escuchado (parresía en Un 3,21; 4,14), pero la condición “en mi nombre” abre nuevas perspectivas. Se trata de pasar de la petición más o menos instintiva a la verdadera oración. Así pues, el “hasta aquí no habéis pedido nada en mi nombre” (Jn 16,24) puede aplicarse a gran número de bautizados. Orar “en nombre” de Cristo supone más que una fórmula, así como hacer una gestión en nombre de otro supone un nexo real entre ambos. Orar así no significa únicamente pedir las cosas del cielo, sino querer lo que quiere Jesús; ahora bien, su querer es su misión: que su unidad con el Padre venga a ser el fundamento de la unidad de los llamados. “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti” (Jn 17, 22s). Estar en su nombre y querer lo que él quiere es también caminar en sus mandamientos, el primero de los cuales impone esta caridad que se pide. Por lo tanto la caridad es todo en la oración: su condición y su término. El Padre da todo a causa de esta unidad. Así la afirmación constante de los Sinópticos, de que todo oración es escuchada, se confirma aquí tratándose de corazones renovados: “sin hablar en parábolas” (Jn 16,29). Se da una situación nueva, pero ésta cumple la promesa del día de Yahveh, en que “todos los que invoquen el nombre de Yah-. veh serán salvos” (Jl 3,5 = Rom 10, 13); la oración de la cena promulga la era esperada, en la que los beneficios del cielo corresponderán a los deseos de la tierra (Os 2,23-25; Is 30,19-23; Zac 8,12-15; Am 9,13). Tal es la oración de Jesús, que transciende la nuestra; raras veces dice “ruego”, generalmente dice “pido”, y una vez “quiero” (al fin: Jn 17, 24). Esta oración expresa su intercesión (eterna según Heb 7,25) y revela el contenido interior tanto de la pasión como de la comida eucarística. En efecto, la eucaristía es la prenda de la presencia total de Dios en su don y la posibilidad del intercambio perfecto.

V. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA.

1. La comunidad.

La vida de la Iglesia se inicia en el marco de la oración de Israel. El evangelio de Lucas se acaba en el templo, donde los apóstoles estaban “continuamente... alabando a Dios” (Lc 24,53; Hech 5,12). Pedro ora a la hora de sexta (Hech 10,9); Pedro y Juan van a la oración de la hora nona (3,1; cf. Sal 55,18 y nuestro oficio de sexta y de nona). Se elevan las manos al cielo (1Tim 2,8; cf. 1Re 8,22; Is 1,15), de pie y a veces de rodillas (Hech 9,40; cf. IRe 8,54). Se cantan salmos (Ef 5, 19; Col 3,16). “Todos, con un mismo corazón, eran asiduos a la oración” (Hech 1,14). Esta oración comunitaria, preparación de pentecostés, prepara después todos los grandes momentos de la vida eclesial a través de los Hechos: la elección del sucesor de Judas (1,24-26), la institución de los Siete (6,6) que debe precisamente contribuir a facilitar la oración de los Doce (6,4). Se ora por la liberación de Pedro (4,24-30), por los bautizados de Felipe en Samaria (8,15). Vemos orar a Pedro (9,40; 10,9) y a Pablo (9, 11; 13,3; 14,23; 20,36; 21,5...). El Apocalipsis nos aporta ecos de la oración hímnica de la asamblea (Ap 5,6-14...).

2. San Pablo.

a) Lucha.

Pablo acompaña las palabras que designan la oración con la mención “sin cesar”, “en todo tiempo” (Rom 1,10; Ef 6,18; 2Tes 1,13-11; 2,13; Flm 4, Col 1,9) o “noche y día” (1Tes 3,10; 1Tim 5, 5). Concibe la oración como una lucha: “luchad conmigo en las oraciones que dirigís a Dios por mí” (Rom 15,30; Col 4,12), lucha que se confunde con la del ministerio (Col 2,1). Para “ver el rostro” de los tesalonicenses ora “con la mayor instancia” (1Tes 3,10), que es en el estilo de Pablo un superlativo intraducible, el mismo que Emplea para definir la manera como Dios nos escucha (Ef 3,20). “Tres veces he suplicado al Señor”, dice (2Cor 12,8), para que desaparezca el aguijón que lleva clavado en la carne.

b) Oración apostólica.

El ejemplo que acabamos de citar es único, puesto que en su oración, indisolublemente ligada con el designio divino que se realiza en su misión, todas las peticiones formuladas explícitamente atañen a la promoción del reino de Dios. Esto comporta deseos concretos: que se apruebe la colecta en favor de Jerusalén (Rom 15,30s), que tenga fin una tribulación (2Cor 1,11), que logre la libertad (Flm 22); por esto y por otras cosas Flp 1,19; 1Tes 5,25); pide oraciones como lo indica a los colosenses (4,12) que Epafra luche por ellos en la oración. La oración aparece claramente en san Pablo como un elemento de unión en el interior del cuerpo de Cristo que se construye (v. también 1Jn 5,16).

c) Acción de gracias.

Se nota constantemente en él el vaivén tradicional entre súplica y alabanza: “oraciones y súplicas con acciones de gracias” (Flp 4,6; cf. 1Tes 5,17s; 1Tim 2,1). Él mismo comienza sus cartas (excepto Gál y 2Cor por razones precisas) dando gracias por los progresos de los destinatarios y refiriendo sus oraciones para que Dios complete sus gracias (Flp 1,9). Parece que la acción de gracias atrae a sí todos los demás componentes de la oración: después de lo que hemos recibido de una vez para siempre en Jesucristo. no se puede ya orar sin partir de este don, y si se pide es para poder dar gracias (2Cor 9,11-15).

d) Oración en el Espíritu del Hijo.

Pablo aporta una luz concreta sobre el papel del Espíritu en la oración que nos une con la santísima Trinidad. Como lo hacemos todavía todos en los momentos de oración litúrgica, dirige sus oraciones por Cristo al Padre. Es raro que se dirija al “Señor”, es decir, a Jesús (2 Cor 12,8; cf. Ef 5,19, pero Col 3, 16, paralelo, habla de “Dios” en lugar del Señor). Ahora bien, lo que nos hace orar por Cristo (= en su nombre), es precisamente el Espíritu de adopción (Rom 8,15). Por él decimos, como Jesús, “Padre”, y esto bajo la fórmula familiar de Abba, término que los judíos reservaban a sus padres terrenales y no habrían aplicado nunca al Padre del cielo. Este favor no puede venir sino de arriba; “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba!, ¡Padre!” (Gál 4.6; cf. Mc 14,36).

Así queda realmente satisfecha la necesidad que experimenta la humanidad de justificar su cración en una iniciativa divina. En el corazón de nuestra oración hay, más profundamente que una actitud filial, un ser de hijos. Así, a través de nuestras vacilaciones (Rom 8,26) el Espíritu que ora en nosotros da a nuestra oración la seguridad (Heb 4,14ss: Sant 4,3ss) de llegar a las profundidades de donde Dios nos llama, que son las de la caridad. Ya sabemos cómo llamar a este don, que es origen y término de la oración; es el Espíritu de amor ya recibido (Rom 5,5) y sin embargo todavía pedido (Lc 11,13). En él pedimos un mundo nuevo, en el cual está uno seguro de ser escuchado. Fuera de él se ora “como paganos”. Er, él toda la oración es lo contrario de una fuga: un llamamiento que acelera el encuentro del cielo y de la tierra: “El Espíritu y la esposa dicen: "¡ven!"... "Sí, ¡ven, Señor Jesús!"“ (Ap 22, 17,20).

PAUL BEAUCHAMP