Nube.

La nube, como la noche o la sombra, puede significar una doble experiencia religiosa: la proximidad benéfica de Dios o el castigo de aquel que oculta su rostro. Más aún: es un símbolo privilegiado para significar el misterio de la presencia divina: manifiesta a Dios al mismo tiempo que lo vela. El simbolismo natural de las nubes, tan apto para favorecer la contemplación de la Sabiduría omnipotente (Job 36,22-37,24) debió favorecer la expresión de esta experiencia. En efecto, las nubes del cielo ofrecen dos aspectos principales. Ligeras y rápidas (Is 60,8), son mensajeros - a veces ilusorios (Job 7,9; Os 6,4; 13,3; Jds 12) -, pero con más frecuencia prometedores de lluvia benéfica (1Re 18,44s; Is 5,6; Sal 78, 23). Partiendo de aquí se comprende que puedan convertirse en “el carro de Yahveh” (Sal 104,3). Por otra parte, sombrías, espesas, pesadas como la bruma, forman un velo opaco alrededor del cielo (Job 22,13s) y de la mansión divina (Sal 18,12), cubren la tierra con una sombra terrorífica (Ez 34,12; 38,9.16), huracán amenazador (Nah 1,3; Jer 4,13).

1. La columna de nube y de fuego.

Según el relato yahvista del Éxodo, los hebreos fueron guiados por una “columna” que reviste doble aspecto: “Yahveh los precedía, de día bajo la forma de columna de nube, para indicarles el camino, y de noche en forma de columna de fuego para alumbrarlos” (Éx 13,21s). El Señor está presente a su pueblo en todo tiempo a fin de que pueda proseguir su marcha. Asegura también su protección contra sus enemigos; la columna modifica su aspecto, no ya según el tiempo, sino según los hombres: “la nube era tenebrosa por un lado y luminosa por otro” (14,20 Sym.); se habla incluso de “columna de fuego y de nube” (14,24), que manifiesta así el doble aspecto del misterio divino: santidad inaccesible al pecador, proximidad de gracia para el elegido. En Dios se resuelven las contradicciones; en el hombre expresan la presencia o la ausencia del pecado. Esta coexistencia de la nube y del fuego, tan cara a la piedad mística, volvió a adoptarse en la tradición ulterior (Dt 1,33; Neh 9, 12; Sal 78,14; 105,39; Sab 17,20-18,4): Dios habló, no desde una imagen fabricada por el hombre, sino “de en medio del fuego, de la nube y de las tinieblas” (Dt 5,22).

2. La nube y la gloria de Yahveh.

Dios habló desde el Sinaí; una nube había recubierto la montaña durante seis días, mientras que Yahveh descendía en forma de fuego (Éx 19, 16ss). Según las tradiciones elohístas y sacerdotal', para las que la columna de nube era “el ángel de Dios” (14, 19) antes de ser presencia del “espíritu santo... de Yahveh” (Is 63,14), la nube sirve para realzar la trascendencia divina. Ya no hay fuego y nube, sino fuego en la nube: la nube viene a ser un velo que protege la gloria de Dios contra las miradas impuras; se quiere marcar no tanto una discriminación entre los hombres cuanto la distancia entre Dios y el hombre. La nube, accesible e impenetrable a la vez, permite alcanzar a Dios sin verlo cara a cara, visión que sería mortal (Éx 33,20). Desde la nube que cubre la montaña, llama Yahveh a Moisés, único que puede penetrar en ella (24,14-18). Por otra parte, si la nube protege la gloria, la manifiesta también: “la gloria de Yahveh apareció en forma de nube” (16,10); se mantiene inmóvil a la entrada de la tienda de reunión (33,9s) o determina los desplazamientos del pueblo (40,34-38). Coincidiendo con el simbolismo precedente, se asocia con la gloria que es fuego (Núm 9,15); en ella brillaba un fuego durante la noche (Éx 40,38).

Más tarde, en ocasión de la consagración por Salomón, el templo quedó “lleno” de la nube, de la gloria (1Re 8,10ss; cf. Is 6,4s). Ezequiel verá cómo esta nube protege la gloria que va a abandonar el templo (Ez 10,3s; cf. 43,4), y el judaísmo soñará con su regreso juntamente con el de la gloria (2Mac 2,8).

3. Las nubes escatológicas.

En correspondencia con las teofanías del Éxodo, el día de Yahveh va acompañado de nubes y nubarrones; con ello se representa la venida de Dios como juez (cf. Núm 17,7), ya a través del simbolismo natural, ya gracias a la metáfora del vehículo celestial. Así, por ejemplo, la “bruma espesa” (Jos 24,7) sirve para describir la venida del Señor: es “un día de nubes y de oscuridad” (Sof 1,15; Ez 30,3.18; 34,12; Nah 1,3; Jl 2,2). La nube anuncia entonces un huracán (Jer 4,13) que, una vez pasado, deja el recuerdo de un velo, detrás del cual se ha ocultado Yahveh: “Te envolviste en una nube para que no pasara la oración” (Lam 3,44). Las nubes pueden también indicar el tiempo de un nuevo Éxodo benéfico (Is 4,5), y asegurar la esperanza de la salvación: “¡lluevan las nubes la justicia!” (Is 45,8). Partiendo de la metáfora que presentaba a Yahveh viniendo sobre su carro (Sal 104,3), “montado sobre una ligera nube” (Is 19,1), entre las que forman su escolta (2Sa 22,12; Sal 97.2), se formó una imagen en la apocalíptica: “He aquí que viene sobre las nubes del cielo un como Hijo de hombre” (Dan 7, 13), cuyo imperio no pasará.

4. Cristo y la nube.

El Hijo del hombre, antes de venir sobre las nubes del cielo es concebido de la Virgen María, recubierta por la sombra del Espíritu Santo y por el poder del Altísimo (Lc 1,35). Como en el AT, la nube manifiesta la presencia de Dios y la gloria de su Hijo transfigurado (Mt 17,1-8 p). Lo sustrae luego a las miradas de los discípulos, probando que mora en el cielo. más allá de las cosas visibles (Hech 1,9), pero presente a sus testigos (7, 5s). Todavía como en el AT, la nube será su carro celestial cuando el Hijo del hombre venga el último día, “con” o “sobre” las nuebes (Mt 24, 30 p; 26,24 p). Entretanto, el vidente del Apocalipsis contempla a un Hijo de hombre “sentado sobre una nube blanca” (Ap 14,14) y viniendo escoltado por las nubes (1,7): tal es el aparato del Señor de la historia.

5. Los cristianos en la nube.

En la transfiguración, la nube no recubrió únicamente a Jesús y a los personajes celestiales, sino también a los discípulos (Lc 9,34): unió el cielo y la tierra, consagrando la reunión de los discípulos, entrados una vez en la nube celeste, saben que ahora ya forman una comunidad con Jesús y con el cielo mismo, en la medida en que escuchan su palabra. Según otra tradición, como lo anunciaba la profecía (Is 63,14), la figura cede el puesto a la realidad, la nube al Espíritu. Mientras que los hebreos habían sido “bautizados en Moisés, en la nube y en el mar” (1Cor 10, l s), el cristiano es bautizado en Cristo, en el Espíritu Santo y en el agua. La figura cede el puesto a la realidad, como lo anunciaba la profecía (Is 63,13). La verdadera nube es el Espíritu que revela (In 14,26), que dirige (16,13). El “velo” que cubría el rostro de Moisés ha caído para los que se han vuelto hacia el Señor, que es el Espíritu (2Cor 3,12-18). Sin embargo, la imagen de las nubes escatológicas sigue conservando su valor para significar que el último día también los creyentes serán arrebatados de la tierra para salir al encuentro del Señor que viene (1Tes 4,17; cf. Ap 11,12).

XAVIER LÉON-DUFOUR