Niño.

Israel, como todos los pueblos sanos, ve en la fecundidad un signo de la bendición divina: los niños son “la corona de los ancianos” (Prov 17,6), los hijos son “plantas de olivo alrededor de la mesa” (Sal 128,3). Sin embargo, los autores bíblicos, a diferencia de ciertos modernos, no olvidan que el niño es un ser inacabado y subrayan la importancia de una educación firme: la locura está arraigada en su corazón (Prov 22,15), su ley es el capricho (cf. Mt 11,16-19), y para que no se vea agitado a todos los vientos (Ef 4,14) hay que mantenerlo en tutela (Gál 4,lss). Frente a estas observaciones son tanto más de notar las afirmaciones bíblicas sobre la dignidad religiosa del niño.

1. DIOS Y LOS NIÑOS.

Ya en el AT aparece el niño, precisamente por razón de su debilidad y de su imperfección nativas, como un privilegiado de Dios. El Señor mismo es el protector del huérfano y el vengador de sus derechos (Éx 22,21ss; Sal 68, 6); manifestó su ternura paterna y su solicitud educadora para con Israel “cuando era niño”, durante la salida de Egipto y su permanencia en el desierto (Os 11,1-4).

Los niños no están excluidos del culto de Yahveh: incluso participan en las súplicas penitenciales (Jl 2,16; Jdt 4,10s), y Dios se prepara una alabanza de la boca de los niños y de los pequeñuelos (Sal 8,2s = Mt 21,16). Lo mismo sucederá en la Jerusalén celestial, donde los elegidos experimentarán el amor “materno” de Dios (Is 66,10.13). Ya un salmista, para expresar su abandono confiado en manos del Señor, no halló mejor imagen que la del niño que se duerme en el regazo de su madre (Sal 131,2).

Más aún: Dios no vacila en escoger a ciertos niños como primeros beneficiarios y mensajeros de su revelación y de su salvación. El pequeño Samuel acoge la palabra de Yahveh y la transmite fielmente (1Sa 1-3): David es elegido con preferencia a sus hermanos mayores (1Sa 16, 1-13); el joven Daniel se muestra más juicioso que los ancianos de Israel al salvar a Susana (Dan 13, 44-50).

Finalmente, una cumbre de la profecía mesiánica es el nacimiento de Emmanuel, signo de liberación (Is 7,14ss); e Isaías saluda el niño real que restablecerá, con el reino de David, el derecho y la justicia (9,1-6).

II. JESÚS Y LOS NIÑOS.

Así pues, ¿no convenía que para inaugurar la nueva alianza se hiciera el Hijo de Dios un niño pequeño? Lucas indicó cuidadosamente las etapas de la infancia así recorridas: recién nacido en el pesebre (Lc 2,12), niño pequeño presentado en el templo (2, 27), niño sumiso a sus padres y, sin embargo, misteriosamente independiente de ellos en su dependencia frente a su Padre (2,43-51).

Una vez adulto adopta Jesús para con los niños el mismo comportamiento que Dios. Como había beatificado a los pobres, así bendice a los niños (Mc 10,16), revelando de esta manera que los unos y los otros están plenamente capacitados para entrar en el reino; los niños simbolizan a los auténticos discípulos, “de los tales es el reino de los cielos” (Mt 19,14 p). En efecto, se trata de “acoger el reino a la manera de un niño pequeño” (Mc 10,15), de recibirlo con toda simplicidad como don del Padre, en lugar de exigirlo como un débito; hay que “volver a la condición de niños” (Mt 18,3) y consentir en “renacer” (In 3,5) para tener acceso al reino. El secreto de la verdadera grandeza está en “hacerse pequeño” como un niño (Mt 18,4): tal es la verdadera humildad, sin la cual no se puede ser hijo del Padre celestial.

Los verdaderos discípulos son precisamente “los pequeñuelos”, a quienes el Padre ha tenido a bien revelar, como en otro tiempo a Daniel, sus secretos ocultos a los sabios (Mt 11,25s). Por lo demás, en la lengua del Evangelio “pequeño” y “discípulo” parecen a veces términos equivalentes (cf. Mt 10,42 y Mc 9,41). Bienaventurado quien acoja a uno de estos pequeñuelos (Mt 18,5; cf. 25,40), pero ¡ay del que los escandalice o los desprecie! (18,6.10).

II. LA TRADICIÓN APOSTÓLICA.

Pablo es sensible sobre todo al estado de imperfección que representa la infancia (1Cor 13,11; Gál 4,1; Ef 4,14). Incita a los cristianos a continuar su crecimiento para llegar a la “plenitud de Cristo” (Ef 4,12-16). Reprocha a los corintios su actitud infantil (1Cor 3,lss) y los pone en guardia contra una falsa noción de la infancia espiritual, reaccionando, a lo que parece, contra una interpretación abusiva de las palabras de Jesús (1Cor 14,20; cf. Mt 18,38). Pablo, sin embargo, no desconoce el privilegio de los pequeños: “Lo que en el mundo es débil, lo escogió Dios” (1Cor 1,27s). Él mismo, en su caridad apostólica, se comporta espontáneamente con sus neófitos, sus “hijos pequeños”, con la ternura de una madre (1Tes 2.7s: Gál 4,19s: cf. 1Cor 4,15).

Heb 5,11-14 presenta una enseñanza análoga sobre la ley de crecimiento inherente a la vida cristiana: no se trata de permanecer en el estadio de niño pequeño que sólo se alimenta de leche; y si 1Pe 2.2 exhorta a los nuevos bautizados a desear, como recién nacidos, la leche de la palabra de Dios, es con objeto de que crezcan para la salvación. Juan, por su parte, habla menos de la infancia espiritual que del nuevo nacimiento de los hijos adoptivos de Dios (1Jn 3,1); pero tiene, al igual que Pablo, acentos paternales cuando se dirige a sus “hijos” (Jn 2,1.18; cf. Jn 13,33).

LÉON ROY