Nacimiento (nuevo).

El simbolismo del nuevo nacimiento es un tema bastante común en las religiones de la humanidad. Así las prácticas, tan propagadas entre los primitivos, que hacen del niño un adulto, del profano un iniciado, comportan frecuentemente ritos que hacen que el “recién nacido” vuelva a pasar por las etapas de la primera infancia. Igualmente la entronización regia puede aparecer como un nuevo nacimiento (Sal 2,7; 110,3 LXX). Pero en la revelación judeocristiana este simbolismo expresaba realidades de un orden único. “Lo que ha nacido de la carne es carne; lo que ha nacido del Espíritu es espíritu” (Jn 3,6). Al nacimiento natural del hombre opone el NT un nacimiento sobrenatural, cuyo principio es ya la palabra, ya el Espíritu de Dios, y que se realiza por la fe y por el bautismo.

1. Las preparaciones.

El AT no habla nunca de nuevo nacimiento del hombre: por su nacimiento natural pertenecía el israelita con pleno derecho al pueblo de Dios; no tenía, por lo tanto, necesidad de nacer de nuevo.

Este tema tiene, sin embargo, profundas raíces en el AT.

La constitución de Israel como pueblo de Dios se presenta en él con frecuencia como un verdadero parto. Israel es el “primogénito de Dios” (Ex 4,22; Sab 18,13), Dios lo engendró cuando lo sacó de 'Egipto (Dt 32,6.18s), y la vida en el desierto fue como su primera infancia (Dt 1,31; 31,10; Os 11,1-5). La tradición judía ligó más especialmente este nacimiento con el don de la ley: “ .Por qué se llama al Sinaí: Casa de mi madre? Porque allí los israelitas vinieron a ser niños recién nacidos” (Misdrál acerca de Cant 8,2).

En la nueva alianza anunciada por los profetas no se contentará Dios con dar al pueblo su ley, sino que la grabará en el corazón de cada hombre, en lo más íntimo de su ser (Jer 31,31-34; Dt 30,10-14). Otras veces es el Espíritu el que ha de venir a renovar el corazón del hombre (Ez 36,26s). Nuevo nacimiento también y fuente de un gozo inaudito, el que “abre el seno” de Jerusalén y la colma de hijos (Is 66,7-14).

En el siglo I de nuestra era el judaísmo no ignoraba el tema del nuevo nacimiento. Cuando un pagano se convertía y recibía el bautismo de los prosélitos, todos los vínculos anteriores se estimaban rotos. Para significar esta ruptura se decía de él que era como un niño recién nacido. Sólo se trataba de una metáfora, entendida sobre todo en el plano jurídico; en el NT se convertirá en realidad.

2. Palabras de Jesús.

En los evangelios sinópticos no habla Cristo de nuevo nacimiento. Sin embargo, partiendo de Jer 31 y Dt 30, compara la palabra de Dios con una semilla depositada en el corazón del hombre para ser en él principio de nueva vida moral (Mt 13,18-23 p). Por lo demás, enseña la necesidad de “volver al estado de niños” para entrar en el reino de los cielos (Mt 18,3): como el niño, el hombre debe consentir en recibir todo de Dios. Esta verdad se hará explícita en el cuarto Evangelio: “hay que nacer de nuevo para entrar en el reino de los cielos” (Jn 3,3.5).

La reflexión apostólica elabora el tema de nuestro nuevo nacimiento.

a) El principio divino.

Todo nacimiento se efectúa a partir de un germen de vida que determina la naturaleza del ser engendrado. Para renacer sobrenaturalmente debe, pues, el hombre recibir en sí un principio de vida venido “de arriba”, de Dios. La tradición apostólica lo identificó ya con la palabra, ya con el Espíritu de Dios.

La palabra.

Según Sant 1,18.21, Dios “nos engendró por su palabra de verdad”. que hay que “recibir” para ser salvos. En una perspectiva judeocristiana se identifica también la palabra con la ley mosaica (1,22-25) y es difícil determinar si el parto en cuestión se refiere a la constitución del pueblo santo por Dios o al nuevo nacimiento del cristiano. Según 1Fc 1.22-25, Dios nos ha reengendrado por su palabra (la predicación evangélica) que depositó en nosotros como una “semilla” de vida, y a la que nosotros debemos obedecer. “Como niños recién nacidos” (cf. introito de la misa del domingo después de pascua) deseamos la leche de la palabra que debe hacernos crecer hasta la salvación (1Pe 2,2). Lo mismo san Juan: nuestro nuevo nacimiento es efecto de una “semilla” de Dios depositada en nosotros (Jn 3,9), Cristo, palabra de Dios (2,14; 5,18), al que hay que “recibir” por la fe (Jn 1,1.12s).

El Espíritu.

En Jn 3,3ss no es ya la palabra, sino el Espíritu el que se da como principio de nuestro nuevo nacimiento, en conexión con el agua bautismal, como en Tit 3,5. Para Pablo es el Espíritu el que nos hace “hijos de Dios” (Rom 8,15s; Gál 4, 6). Nacimiento por la palabra que se recibe gracias a la fe, o por el Espíritu que nos es dado mediante el bautismo: he aquí dos aspectos complementarios de una misma realidad, puesto que palabra y Espíritu son inseparables: el Espíritu da eficacia a la palabra. Como la creación (Gén 1,2s; Sal 33,6), la obra de nuestra regeneración sería inconcebible sin el concurso de la palabra y del Espíritu.

b) Vida nueva.

En el NT el “nuevo nacimiento” no es ya una metáfora, sino una realidad profunda. El hombre, recreado por la palabra y por el Espíritu es ya un ser nuevo (Tit 3,5), cuyo comportamiento moral queda radicalmente transformado. Ha abandonado el mal (1Pe 2,1; Sant 1,21). no sigue ya sus pasiones (1Pe 1,14), sino obedece a la palabra que le prescribe el amor de sus hermanos (1,22s); no puede ya pecar contra las exigencias del amor fraterno (Jn 3,9s). En adelante vive bajo la guía del Espíritu (Rom 8,14), inserto en la vida misma de Cristo (Rom 6,5).

c) Frutos escatológicos.

El cristiano, hecho ya hijo, puede aspirar a la herencia del reino (Jn 3,5; 1Pe 1,3ss; Rom 8,17; Gál 4,7). La semilla depositada en él es un germen de incorrupción, puesto que es la palabra “que permanece eternamente” (1Pe 1,23ss). Para subir al cielo es necesario haber bajado de él (Jn 3,13); este principio, aplicable en primer lugar al Hijo del hombre, tiene alcance universal; por tanto, sólo podrá subir al cielo quien haya recibido en sí mismo este principio “venido de arriba” (Jn 3,3; Sant 1, 17): el Espíritu de Dios (Jn 3,5), prenda de nuestra resurrección gloriosa (Rom 8,10-23).

MARIE-ÉMILE BOISMARD