Mar.

Los israelitas, a diferencia de los griegos y de los fenicios, no eran un pueblo de marinos. Las empresas marítimas de Salomón (1Re 9,26) y de Josafat (22,49) no tuvieron continuidad. Fue necesaria la experiencia de la dispersión para que las “islas” entraran en el horizonte geográfico de Israel (Is 41,1; 49,1) y para que los judíos se acostumbraran a los largos viajes marítimos (Jon 1,3). En la época del NT era ya cosa hecha (Mt 23,15), y Pablo, judío de la dispersión, hallaba muy natural surcar el Mediterráneo para anunciar el Evangelio. Sin embargo, ya en la época más remota, figura el mar en los textos bíblicos con una significación religiosa determinada.

1. Del monstruo mítico a la criatura de Dios.

Todo hombre experimenta ante el mar la sensación de un poder formidable, imposible de domar, terrible cuando se desencadena, amenazador para los marinos (Sal 107,23-30) como para las poblaciones ribereñas a las que amenaza siempre con anegar (cf. Gén 7,11s; 9,11.15). A este mar, a este océano cósmico que circunda al continente lo personificaba la mitología mesopotámica bajo la forma de una bestia monstruosa; con el nombre de Tiamat, este dragón representaba a los poderes caóticos y devastadores a los que Marduk, el dios del orden, debía reducir a la impotencia para organizar el cosmos. La mitología de Ugarit oponía asimismo a Yam, el dios-mar, a Baal, en una lucha por la soberanía del mundo divino.

En la Biblia, por el contrario, el mar queda reducido al rango de mera criatura. En el relato clásico de la creación divide Yahveh en dos las aguas del abismo (Tehorn) como hacía Marduk con el cuerpo de Tiamat (Gén 1,6s). Pero la imagen está completamente desmitizada, pues ya no hay lucha entre el Dios todopoderoso y el caos acuoso de los orígenes. Yahveh, al organizar el mundo, impuso a las aguas de una vez para siempre un límite que ya no franquearán sin orden suya (Gén 1,9s; Sal 104,6-9; Prov 8,27s). Los libros de sabiduría se complacen en describir este orden del mundo, en el que ocupa su lugar el mar, utilizando para ello los datos de una ciencia elemental: la tierra reposa sobre las aguas de un abismo inferior (Sal 24,2), que se elevan a través de la misma para alimentar las fuentes (Gén 7,11; 8,2; Job 38,16; Dt 33,13) y que comunican con las del océano. Así se sitúa al mar en su puesto entre las criaturas y se le invita, con todas las demás, a celebrar a su creador (Sal 69,35; Dan 3,78).

2. El simbolismo religioso del mar.

En esta perspectiva doctrinal muy firme pueden los autores sagrados volver sin ningún peligro a las viejas imágenes míticas despojadas ya de su veneno. El mar de bronce (1Re 7,23ss) introduce quizás en el culto del tiempo el simbolismo cósmico del océano primordial, si es cierto que tal mar es su representación. Pero la Biblia utiliza más bien otra categoría de símbolos. Las aguas de la sima marina le proporcionan la imagen más elocuente de un peligro mortal (Sal 69,3), pues su fondo se considera vecino al leol (Jon 2,6s). Finalmente, un aire de fuerza maligna, desordenada, orgullosa, sigue cerniéndose en torno al mar y ocasionalmente es representado por la figura de bestias mitológicas. Entonces simboliza los poderes adversos, a los que Yahveh debe vencer para hacer que triunfe su designio.

Esta imaginería épica conocía tres aplicaciones. En primer lugar, la actividad creadora de Dios se evoca a veces poéticamente bajo los rasgos de un combate primordial (Is 51,9; Job 7,12; 38,8-11; cf. bestias). Más a menudo el símbolo es historicizado. Así la experiencia histórica del Éxodo, en que Yahveh secó el mar Rojo para abrir un camino a su pueblo (Éx 14-15: Sal 77,17.20; 114,43.5) aparece como una victoria divina sobre el dragón del gran abismo (Is 51,10); igualmente el rugido de las naciones paganas rebeladas contra Dios se asimila al rumor de los mares (Is 5,30; 17,12. Finalmente, en los apocalipsis tardíos las potencias satánicas con que Dios se enfrentará en un último combate vuelven a asumir rasgos análogos a los de la Tiamat babilónica: son bestias que suben del gran abismo (Dan 7,2-7). Pero el creador, cuya realeza cósmica supo desde los orígenes domar la soberbia del mar (Sal 65,8; 89,10; 93,3s), posee también el dominio de la historia, en la que todas las fuerzas del desorden se agitan en vano. 3. Cristo y el mar. El simbolismo religioso del mar no se ha perdido en el NT. Esto se percibe incluso en los Evangelios. El mar sigue siendo el lugar demoníaco adonde van a precipitarse los puercos hechizados (Mc 5,13 p). El mar, desencadenado, sigue atemorizando a los hombres; pero Jesús manifiesta frente a él la potencia divina que triunfa de los elementos: se dirige a los suyos caminando sobre el mar (Mc 6,49s; Jn 6,19s), o también lo calma con una palabra que lo exorciza: “¡Calla! ¡Enmudece!” (Mc 4,39s), y los discípulos reconocen en este signo que hay en él un poder sobrehumano (4,41).

Finalmente, el Apocalipsis no se contenta con poner en relación con el mar a los poderes malignos con que Cristo señor debe enfrentarse en el transcurso de la historia (Ap 13.1; 17,1). Describiendo la nueva creación, en la que se ejercerá su realeza con plenitud, evoca un día extraordinario en el que “ya no habrá mar” (21, 1). El mar desaparecerá, pues, en cuanto abismo satánico y fuerza de desorden. Pero allá en lo alto subsistirá ese mar de cristal (4.6) que se extiende hasta perderse de vista delante del trono divino, símbolo. de una paz luminosa en un universo renovado.

JEAN DE FRAINE y PIERRE GRELOT