Maldición.

El vocabulario de la maldición es rico en hebreo; expresa las reacciones violentas de temperamentos pasionales; se maldice en la ira (z'm), humillando ('rr), despreciando (qll), execrando (qbb), jurando ('lh.) I.a Biblia griega se inspira sobre todo en la raíz ara, que designa la oración, el voto, la imprecación, y evoca más bien el recurso a una fuerza superior contra lo que se maldice.

La maldición pone en juego fuerzas profundas y que rebasan al hombre; a través del poder de la palabra pronunciada que parece desplegar automáticamente sus efectos funestos, la maldición evoca el temible poder del mal y del pecado, la inexorable lógica que conduce del mal a la desventura; así la maldición, en su forma plena, comporta dos términos estrechamente ligados, la causa o la condición que acarrea el efecto: “Porque has hecho eso (si haces eso)... te alcanzará tal infortunio.”

Se puede maldecir a la ligera sin exponerse a desencadenar sobre la propia persona la maldición que uno invoca (cf. Sal 109,17). Para malde cir a alguien es preciso tener cierto derecho sobre su ser profundo, el de la autoridad legal o paterna, el de la miseria y de la injusta opresión (Sal 137,8s; cf. Job 31,20.38s; Sant 5,4), el de Dios.'

1. LA PREHISTORIA: MALDICIÓN SOBRE EL MUNDO.

Desde los orígenes está presente la maldición (Gén 3, 14.17), pero en contrapunto, siendo la bendición el motivo primero (1, 22.28). La maldición es como el eco invertido de la palabra divina presente en la creación. Cuando el verbo, luz, verdad, vida, alcanza al príncipe de las tinieblas, padre de la mentira y de la muerte, la bendición que aporta se cambia con este contacto en maldición. El pecado es un mal que la palabra no crea, sino revela, y cuya desgracia consuma: la maldición es ya un juicio.

Dios bendice porque es el Dios vivo, la fuente de la vida (Jer 2,13). El tentador, que se enfrenta con él (Gén 3,4s) y arrastra al hombre a su pecado, lo arrastra también a su maldición; en lugar de la presencia divina. se produce el exilio lejos de Dios (Gén 3,23s) y de su gloria (Rom 3,23); en lugar de la vida, la muerte (Gén 3,19). Sin embargo, sólo el gran responsable, el diablo (Sab 2,24), es maldecido “para siempre” (Gén 3,14s); sobre la mujer. que sigue engendrando, sobre la tierra, que sigue produciendo, sobre toda fecundidad, la maldición aporta el sufrimiento, el trabajo ingrato y penoso, pero sin destruir la bendición original (3,16-20). A costa de una labor sin tregua y de una agonía, la vida se mantiene la más fuerte, presagio de la derrota final del maldito (3,15).

De Adán a Abraham se extiende la maldición: muerte, cuyo autor es el hombre mismo (Gén 4,11; sobre el nexo maldición-sangre cf. 4,23s; 9,4ss; Mt 27,25); corrupción queviene a dar en la destrucción (Gén 6,5-12) del diluvio, donde el agua, vida primordial, se convierte en abismo de muerte. Sin embargo, en el seno mismo de la maldición, envía Dios su consolación, Noé, primicias de una nueva humanidad, a quien se promete la bendición para siempre (8,17-23; 9,1-17; 1Pe 3,20).

II. LOS PATRIARCAS: MALDICIÓN SOBRE LOS ENEMIGOS DE ISRAEL.

Mientras la maldición destruye a Babel y dispersa a los humanos confabulados contra Dios (Gén 11,7), suscita Dios a Abraham para reunir a todos los pueblos en torno a él y a su descendencia, para su bendición o su maldición (12,1ss). Mientras que la bendición sustrae al linaje elegido a la doble maldición del seno estéril (15,5s; 30,1s) y de la tierra hostil (27,27s; 49,11s.2-26), la maldición que se acarrean los adversarios de la raza elegida los expulsa “lejos de las tierras fértiles... y del rocío que cae del cielo” (27,39); la maldición viene a ser reprobación. “¡Maldito sea el que te maldiga!”: Faraón (Éx 12,29-32), luego Balac (Núm 24,9) pasan por esta experiencia. Para colmo de la ironía, el Faraón se ve reducido a suplicar a los hijos de Israel “que invoquen sobre [él] la bendición” de su Dios (Ex 12,32).

III LA LEY: MALDICIÓN SOBRE ISRAEL CULPABLE.

Cuanto más progresa la bendición, más se revela la maldición.

1. La ley pone al descubierto poco a poco el pecado (Rom 7,7-13) proclamando, junto con 'as exigencias y los entredichos, las consecuencias fatales de su violación. Del código de la alianza a las liturgias grandiosas del Deuteronomio, las amenazas de maldición van ganando progresivamente en precisión y en amplitud trágica (Éx 23,21; Jos 24,20; Dt 28; cf. Lev 26,14-39). La bendición es un misterio de elección, la maldición es un misterio de repudio y de eliminación de los elegidos (1Sa 15, 23; 2Re 17,17-23; 21,10-15) de una elección que, no obstante, sigue afectándoles (Am 3,2).

2. Los profetas, testigos del endurecimiento de Israel (Is 6,9s; Hab 2,6-20), de su ceguera ante la desgracia inminente (Am 9,10; Is 28, 15; Miq 3,11; cf. Mt 3,8ss), se ven obligados a anunciar “la violencia y la ruina” (Jer 20,8), a volver constantemente al lenguaje de la maldición (Am 2,1-16; Os 4,6; Is 9,7-10, 4; Jer 23,13ss; Ez 11,1-12.13-21), a verla alcanzar a todo Israel, sin perdonar a nada ni a nadie: a los sacerdotes (Is 28,7-13), a los falsos profetas (Ez 13), a los malos pastores (Ez 34,1-10), al país (Miq 1,8-16), a la ciudad (Is 29,1-10), al templo (Jer 7,1-15), al palacio (22,5), a los reyes (25,18).

Sin embargo, la maldición no es nunca total. A veces, sin razón aparente y sin transición, en un arranque de ternura, la promesa de salvación sucede a la amenaza (Os 2, 8.11.16; Is 6,13), pero con más frecuencia en el seno mismo de la maldición, como en su centro lógico, irrumpe la bendición (Is 1,25s; 28, 16s; Ez 34.1-16; 36,2-12.13-28).

IV. LOS LLAMAMIENTOS DE LOS JUSTOS A LA MALDICIÓN.

Del resto, a través del cual transmite Dios la bendición de Abraham, se elevan a veces gritos de maldición, los de Jeremías (Jer 11,20; 12,3; 20,12) y de los salmistas (Sal 5,11; 35,4ss; 83, 10-19; 109,6-20; 137,7ss). Sin duda estos llamamientos a la violencia, que nos escandalizan como si nosotros supiéramos perdonar, comportan una parte de resentimiento personal o nacionalista. Pero una vez purificados podrán ser reasumidos en el NT, pues expresan no sólo la aflicción de la humanidad sometida a la maldición del pecado, sino el llamamiento a la justicia de Dios, que implica necesariamente la destrucción del pecado. Cuando este grito brota de un corazón que reconoce su propia falta (Bar 3,8; Dan 9,11-15), Dios no puede rechazarlo; cuando se eleva siléncioso de los labios exánimes de un inocente ejecutado “sin abrir la boca” (Is 53,7), que se ofreció por nosotros a la maldición (53, 3s), esta intercesión es infalible: nos garantiza la salvación de los pecadores y el fin del pecado: “Ya no habrá más maldición” (Zac 14,11).

V. JESUCRISTO VENCEDOR DE LA MALDICIÓN.

“No hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8,1), y tampoco maldición. Cristo, hecho por nosotros “pecado” (2Cor 5,21) y “maldición”, “nos rescató de la maldición de la ley” (Gál 3.13) y nos puso en posesión de la bendición del Espíritu de Dios. La palabra puede, pues, inaugurar los tiempos nuevos en los cuales, en boca de Jesús, no se trata ya de maldición propiamente dicha (gr. /catara), sino de la afirmación de un estado desgraciado (gr. ouai) que se relaciona con la bienaventuranza (Lc 6,20-26). Ya no rechaza, sino atrae (Jn 12,32); no dispersa, sino unifica (Ef 2,16). Libera al hombre de la cadena maldita, Satán, pecado, ira, muerte, y le permite amar. El Padre que ha perdonado todo en su Hijo, puede enseñar a sus hijos el modo de vencer la maldición por el perdón (Rom 12,14: 1Cor 13,5) y por el amor (Mt 5.44; Col 3,13); el cristiano no puede ya maldecir (1 Pe 3,9) a la inversa del “¡maldito sea el que te maldiga!” del AT, y, a ejemplo del Señor, debe “bendecir a los que le maldicen” (Lc 6,28).

La maldición, vencida por Cristo, sigue, no obstante, siendo una realidad, un destino ya no fatal como lo hubiese sido sin él, pero todavía posible. La manifestación suprema de la bendición lleva incluso a su paroxismo el encarnizamiento de la maldición que progresa tras sus huellas desde los orígenes. La maldición, aprovechando los últimos días, que le están contados (Ap 12,12), desencadena toda su virulencia en la hora en que se consuma la salvación (8, 13). De ahí viene que el NT incluya todavía no pocas fórmulas de maldición; el Apocalipsis puede proclamar “Ya no habrá más maldición” (22.3) y a la vez lanzar la maldición definitiva: “¡Fuera... todos los que se complacen en hacer el mal!” (22, 15), el dragón (12), la bestia y el falso profeta (13), las naciones, Gog y Magog (20,7), la prostituida (17), Babel (18), la muerte y el seol (20, 14), las tinieblas (22,5), el mundo (Jn 16,33) y los poderes de este mundo (1Cor 2,6). Esta maldición total, un “¡Fuera!” sir. apelación, es proferida por Jesucristo. Lo que la hace terrible es que en él no es venganza apasionada ni exigencia racional de talión; es más pura y más terrible, abandona a su elección a los que se han excluidos del amor.

No es que Jesús viniera para maldecir y condenar (Jn 3,17; 12,47); por el contrario, aporta la bendición. Jamás durante su vida maldijo a nadie; cierto que no escatimó las amenazas más siniestras, a los saturados de este mundo (Lc 6,24ss), a las ciudades galileas incrédulas (Mt 11,21), a los escribas y fariseos (Mt 23,13-31), a “esta generación” en la que se concentran todos los pecados de Israel (23,33-36), a “ese hombre por el que el Hijo del hombre será entregado” (26,24), pero se trata siempre de amonestaciones y de profecías dolorosas, nunca de un desencadenamiento de la ira. La propia palabra de maldición no aparece en labios del Hijo del hombre sino en su último advenimiento: “¡Aparataos de mí, malditos!” (Mt 25,41). Y todavía nos advierte que ni siquiera en esa hora cambiará de comportamiento: “Si alguno oye mis palabras y no las guarda, no seré yo quien le condenará... La palabra que he hecho oír es la que le juzgará en el último día” (Jn 12,37s).

JEAN CORBON y JACQUES GUILLET