Madre.

La madre, dando la vida, ocupa un puesto distinguido en la existencia ordinaria de los hombres y también en la historia de la salvación.

1. LA MADRE DE LOS HUMANOS.

La que da la vida debe ser amada, pero el amor que se le tiene debe también transfigurarse, a veces hasta el sacrificio, a ejemplo de Jesús.

1. El llamamiento a la fecundidad.

Adán, al llamar a su mujer “Eva” significaba su vocación de “madre de los vivientes” (Gén 3,20). El Génesis narra cómo se realizó esta vocación a pesar de las más desfavorables circunstancias. Así Sara recurre a una estratagema (16,1s). las hijas de Lot a un incesto (19,30-38), Raquel a un chantaje: “Dame hijos o me muero”, grita a su marido; pero Jacob confiesa que no puede ponerse en el puesto de Dios (30,1s). En efecto, sólo Dios que puso en el corazón de la mujer el deseo imperioso de ser madre, es el que abre y cierra el seno materno: sólo él puede triunfar de la esterilidad (1Sa, 1,2-2,5).

2. La madre en el hogar.

La mujer, una vez madre, salta de júbilo. Así Eva en su primer parto: “Por Yahveh he adquirido un hombre” (Gén 4,1), júbilo que se perpetuará en el nombre de Caín (de la raíz hebrea “adquirir”). Asimismo “Isaac” evoca la risa de Sara en la ocasión de este nacimiento (Gén 21.6), y “José” la esperanza que abriga Raquel de tener todavía otro hijo (30, 24). Por su maternidad no sólo entra en la historia de la vida, sino que inspira a su esposo un afecto más estrecho (Gén 29,34). Finalmente, como lo proclama el Decálogo, debe ser respetada por sus hijos al igual que el padre (Éx 20,12): las faltas para con ella merecen el mismo castigo (Éx 21,17; Ley 20,9; Dt 21,18-21). Los Sapienciales insisten a su vez en el deber del respeto para con la madre (Prov 19,26; 20.20; 23,22; Eclo 3,1-16), añadiendo que se la debe escuchar y que se deben seguir sus instrucciones (Prov 1,8).

3. La reina madre.

Una misión particular parece incumbir a la madre del rey, única que, a diferencia de la esposa, goza de un honor particular cerca del príncipe reinante. Se la llamaba la “gran señora”: así a Betsabé (1Re 2,19; cf. 1Re 15,31; 2Par 15,16) o Atalia (2Re 11,1s). Este uso podría esclarecer la aparición de la maternidad en el marco del mesianismo regio; no carece de interés señalar la misión de la madre de Jesús, que ha venido a ser para la piedad “Nuestra Señora”.

4. El sentido profundo de la maternidad.

Con la venida de Cristo no se suprime el deber de piedad filial, sino que se le da cumplimiento: la catequesis apostólica lo mantiene claramente, (Col 3.20s; Ef 6,1-4); Jesús truena contra los fariseos que lo eluden con vanos pretextos cultuales (Mt 15,4-9 p). Sin embargo, desde ahora, por amor a Jesús hay que saber rebasar la piedad filial coronándola por la piedad para con Dios mismo. Cristo vino a “separar a la hija de la madre” (Mt 10,35) y promete el céntuplo a quien deje por él a su padre o a su madre (Mt 19, 29). Para ser digno de él hay que ser capaz de “odiar a su padre y a su madre” (Lc 14,26), es decir, de amar a Jesús más que a los propios padres (Mt 10.37).

Jesús mismo dio ejemplo de este sacrificio de los vínculos maternos. De doce años, en el templo, reivindica frente a su madre el derecho a entregarse a los asuntos de su Padre (Lc 2,49s). En Caná, si bien otorga finalmente lo que le pide su madre, le da, sin embargo, a entender que no tiene ya por qué intervenir cerca de él, sea porque no ha sonado todavía la hora de su m: nisterio público, sea porque no ha llegado aún la hora de la cruz (Jn 2,4). Pero si Jesús se distancia así de su madre, no es porque desconozca su verdadera grandeza; por el contrario, la revela en la fe de María. “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”, y señala con la mano a sus discípulos (Mt 12,48ss); a la mujer que admiraba la maternidad carnal de María le insinúa incluso que ella misma es la fiel por excelencia, escuchando la palabra de Dios y poniéndola en práctica (Lc 11,27s). Jesús extiende esta maternidad de orden espiritual a todos sus discípulos cuando desde lo alto de la cruz dice al discípulo amado: “He ahí a tu madre” (Jn 19.26s).

II. LA MADRE EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN.

Las características de la madre se descubren, traducidas metafóricamente, ya para expresar una actitud divina, ya en el orden mesiánico, o para expresar la fecundidad de la Iglesia.

1. Ternura y sabiduría divina.

Hay en Dios tal plenitud de vida que Israel le da los nombres de padre y de madre. Para expresar la misericordiosa ternura de Dios. rahamirn designa las entrañas maternas y evoca la emoción visceral que experimenta la madre para con sus hijos (Sal 25,6; 116,5). Dios nos consuela como una madre (Is 66,13), y si una madre fuera capaz de olvidar al hijo de sus entrañas, él no olvidará jamás a Israel (4915): así Jesús, que quiere reunir a los hijos de Jerusalén (Lc 13,34).

La sabiduría, que es la palabra de Dios encargada de realizar sus designios (Sab 18,14s) saliendo de su misma boca (Eclo 24,3), se dirige a sus hijos como una madre (Prov 8-9), recomendándoles sus instrucciones, alimentándolos con el pan de la inteligencia, dándoles a beber su agua (Eclo 15,2s). Sus hijos le harán justicia (Lc 7,35), reconociendo en Jesús al que desempeña su papel: “Quien viniere a mí no tendrá jamás hambre, quien creyere en mí no tendrá jamás sed” (Jn 6,35; cf. 8,47).

2. La madre del Mesías.

El protoevangelio anuncia ya que es madre la mujer cuya prosperidad aplastará la cabeza de la serpiente (Gén 3,15). Luego, en los relatos de esterilidad hecha fecunda por Dios, las mujeres que dieron posteridad a los patriarcas prefiguran remotamente a la Virgen madre. Esta concepción virginal se insinúa en las profecías del Emmanuel (Is 7.14) y de la que debe dar a luz (Miq 5,2); en todo caso los evangelistas reconocieron aquí la profecía cumplida en Jesucristo (Mt 1.23; Lc 1,35s).

3. La madre de los pueblos.

Jerusalén es la ciudad madre por excelencia (cf. 2Sa 20,19), de la que los habitantes obtienen alimento y protección. De ella sobre todo derivan la justicia y el conocimiento de Yahveh. Como Rebeca, a quien se desea se multiplique en miles de miriadas (Gén 24,60), vendrá a ser madre de todos los pueblos: “A Sión dicen todos: "Madre", pues todos han nacido en ella” (Sal 87,5), ya sean de Israel o de las naciones. Después del castigo que la ha alejado de su esposo la vemos de nuevo colmada: “Lanza gritos de alegría estéril, la sin hijos..., porque los hijos de la abandonada son más numerosos que los hijos de la que tiene esposo” (Is 54,1; Gál 4,22-30). Hacia ella se lanzan “como palomas hacia el palomar” todos los pueblos de la tierra (Is 2,1-5; 60,1-8).

Pero Jerusalén, replegándose sobre sí misma, desechando a Cristo, fue infiel a esta maternidad espiritual (Lc 19,41-44), y sus hijos podrán volverse contra ella para reprochárselo (cf. Os 2,4). Por eso será suplantada por otra Jerusalén, la de lo alto, que es verdaderamente nuestra madre (Gál 4,26), que desciende del cielo, de junto a Dios (Ap 21,2). Esta ciudad nueva es la Iglesia, que engendra a sus hijos para la vida de hijos de Dios; es también cada comunidad cristiana en particular (2Jn 1). Está destinada a dar a Cristo la plenitud de su cuerpo y a reunir a todos los pueblos en el Israel espiritual (Ef 4,13).

Los apóstoles, participando de esta maternidad, son instrumentos de esta fecundidad, gozosa a través del dolor (cf. Jn 16,20ss). Pablo dice a sus queridos gálatas que los engendra hasta que Cristo esté formado en ellos (Gál 4,19), y recuerda a los tesalonicenses que los ha rodeado de cuidados como una madre que alimenta a sus hijos (1Tes 2,7s). Pero esta maternidad no vale sino por la de la mujer que vive sin cesar en los dolores y en el gozo del parto, figura tras la cual se perfilan todas las madres desde Eva, madre de los vivientes, hasta la Iglesia, madre de los creyentes, pasando por la madre de Jesús, María, nuestra madre (Ap 12).

ARMAND NÉGRIER y XAVIER LÉON-DUFOUR