Juicio.

La espera del retorno de Cristo como juez de vivos y muertos forma parte del credo cristiano. Todo hombre comparecerá ante él para dar cuenta de sus actos. El tema no es excepcional en la historia de las religiones: Egipto y Grecia conocían también un “juicio de los muertos”. Pero la forma como el NT concibe este juicio realizado por Cristo el último día no se entiende sino en función de la evolución anterior. En el AT el juicio de Dios era ya artículo de fe: la historia presentaba cantidad de ejemplos concretos, la escatología implicaba su impresionante realización.

AT.

La raíz safat, que significa habitualmente “juzgar”, es susceptible de un sentido más amplio: el sofet es el gobernante que dirige un pueblo (cf. Dan 9,12). Tales eran los sufetas de Cartago: tales son los jueces de Israel, desde la conquista hasta la monarquía (cf. Jue 2,16). Pero una de las funciones importantes de todos los gobernantes es, precisamente, la de decidir en los litigios para que reine la justicia en la sociedad, la de pronunciar sentencias (mispat) que definan el derecho de cada uno y, en caso de necesidad, lo restablezcan si ha sido violado, condenando al violador. Esta actividad judicial expresada igualmente por las raíces .íafat y din, es ejercida por Moisés y los ancianos que le asisten (Éx 18,13-26), por Samuel (1Sa 7,16s; 8,3), por los reyes (2Sa 15,1-6; 1Re 3,16-28), por magistrados locales y particularmente por sacerdotes (Dt 16,18ss; 17, 8-13). En la práctica, a pesar de las reglas dadas en la legislación, se dista mucho de enderezar todos los entuertos, de respetar los derechos de cada uno, de observar exactamente la justicia; pero tal es el ideal, que no falta nunca en los retratos del rey Mesías (Sal 72,1s; Is 11,3s; Jer 23,5) y en las evocaciones del pueblo escatológico (Is 1,17.26). Los escritores sagrados se inspiran en esta experiencia cuando hablan del juicio de Dios.

1. LOS JUICIOS DE DIOS EN LA HISTORIA.

1. La fe en el juicio de Dios es un dato fundamental que nunca se pone en duda. Yahveh tiene el gobierno del mundo, y particularmente de los hombres. Su palabra determina el derecho y fija las reglas de la justicia. Yahveh “sondea las entrañas y los corazones” (Jer 11,20; 17,10), conociendo así perfectamente a los justos y a los culpables. Como, por otra parte, posee el dominio de los acontecimientos, no puede dejar de guiarlos para que finalmente los justos escapen a la prueba y los malos sean castigados (cf. Gén 18,23ss). Así pues, a él se recurre espontáneamente como al supremo juez y al enderezador de entuertos (Gén 16,5; 31,49; 1Sa 24,26; Jer 11,20). Se le confía la propia causa implorando su venganza, no tanto por sentimiento vengativo cuanto para restablecer el derecho violado. Los salmos están llenos de los llamamientos que le dirigen justos perseguidos (Sal 9,20; 26,1; 35,1.24; 43,1; etc.). Unas veces lo celebran porque juzga a la tierra entera (1Sa 2,10; Sal 67,5), otras veces le ruegan apremiantemente que intervenga para impedir las injusticias de los jueces humanos (Sal 82).

2. Por otra parte, la experiencia histórica aporta a los creyentes ejemplos concretos de este juicio divino, al que están sometidos todos los hombres y todos los pueblos. En el momento del éxodo “juzga” Dios “a Egipto”, es decir, castigó al opresor de Israel (Gén 15,14; Sab 11,10). Los castigos de Israel en el desierto, signos tangibles de la ira divina, son todos sentencias judiciales pronunciadas contra un pueblo infiel. El exterminio de los cananeos en el momento de la conquista es otro ejemplo de lo mismo, que muestra a la vez el rigor y la moderación de los juicios divinos (Sab 12,10-22). Y si retrocedemos en el tiempo, hallamos una decisión de Dios juez al principio de todas las catástrofes que caen sobre la humanidad culpable: cuando la ruina de Sodoma (Gén 18,20; 19,13), en el diluvio (Gén 6, 13), en ocasión del pecado de los orígenes (Gén 3,14-19)... El juicio de Dios constituye, pues, una amenaza permanente suspendida sobre los hombres, no en el más allá, sino en la historia. Ningún pecador puede esquivarla.

II. EL JUICIO ESCATOLÓGICO.

1. El recuerdo del juicio que amenaza, el anuncio de su inminente realización, forman parte de los temas proféticos esenciales. Dios ha entablado un proceso contra su pueblo: lo cita ante su tribunal, pronuncia una sentencia que se prepara a ejecutar (Is 3,13ss). La idea está latente en todos los oráculos de castigo (cf. Is 1,24s; 5,5s). Desde los tiempos de Amós transforma la espera del día de Yahveh en perspectiva de espanto (Am 5,18ss). Israel, esposa infiel, será juzgada según el derecho que se aplica en los casos de adulterio (Ez 16,38; 23,24); sus hijos serán juzgados según su conducta y sus obras (36,19). Si esta visión del futuro parece sombría, no se debe, sin embargo, olvidar que Dios, al ejecutar su juicio, discernirá la causa de los justos de la de los culpables: sólo trata de castigar a los unos para liberar a los otros (Ez 35,17-22). Por tanto, en su pueblo un resto de justos escapará al juicio. Sus sentencias, por lo demás, no se restringen sólo a Israel: todos los pueblos están sometidos a ellas, como Amós lo atestigua ya en un estilo estrictamente judicial (Am 1,3-2,3), que volveremos a hallar hasta en Ezequiel (Ez 25,1-17). Jeremías traza un cuadro general de este juicio de las naciones (Jer 25,30-38). Bajo el anuncio de estas catástrofes venideras hay que leer la espera de acontecimientos históricos que significarán en el plano experimental la aversión de Dios hacia el pecado humano. La primera de ellas será la ruina de Jerusalén y la dispersión de Israel.

2. En los profetas postexílicos, cuyos modos de expresión evolucionan en la dirección de la apocalíptica, la evocación de un juicio final, que engloba a los pecadores del mundo entero y a todas las colectividades hostiles a Dios y su pueblo, constituye el preludio obligado de los oráculos de salvación. Dios juzgará al mundo por el fuego (Is 66,16). Reunirá a las naciones en el valle de Josafat (“Dios juzga”): será entonces la siega (mies) y la vendimia escatológica (J1 4,12ss). El libro de Daniel describe con imágenes alucinantes este juicio que vendrá a cerrar el tiempo y a abrir el reinado eterno del Hijo de hombre (Dan 7,9-12.26). La escatología desemboca aquí más allá de la tierra y de la historia. Lo mismo sucede en el libro de la Sabiduría, donde se ve a los justos y a los impíos comparecer juntos para rendir cuentas (Sab 4,20-5,23). Sólo los pecadores deberán entonces temblar, pues los justos serán protegidos por Dios mismo (4,15s; cf. 3,1-9), los santos del Altísimo tendrán parte en el reinado del Hijo del hombre (Dan 7,27). Así la sentencia dada por Dios contra la humanidad pecadora no se actualiza únicamente en juicios particulares que alcanzan a individuos y a naciones a lo largo de la historia. Acabará en una confrontación final que constituirá el juicio por excelencia, cuando sobrevenga el día de Yahveh.

3. Conviene conservar presente en el espíritu esta perspectiva profética cuando se leen los salmos postexílicos. La apelación al Dios juez aparece en ellos, más de una vez, como una instancia destinada a acelerar la hora del juicio final: “¡Levántate, juez de la tierra! ¡Da su salario a los soberbios!” (Sal 94,2). Y se canta por anticipado la gloria de esta audiencia solemne (Sal 75,2-11; 96,12s; 98,7ss), en la certeza de que Dios hará finalmente justicia a los pobres que sufren (Sal 140,13s). Así los oprimidos aguardan el juicio con esperanza, ellos, que son víctimas de los impíos, así como Israel, esclavo de los paganos. A pesar de todo, queda una eventualidad tremenda: “No entres en juicio con tu siervo, pues ningún viviente es justificado delante de ti” (Sal 143,2). Todo hombre es pecador y ¿cómo imaginar sin temor la confrontación del pecador y de Dios? ¿Quién podrá escapar al juicio a no ser gracias a la misericordia divina?

NT.

En el judaísmo contemporáneo de Jesús, la expectación del juicio de Dios, en el sentido escatológico del término, era un hecho general, aun cuando su representación concreta no fuera uniforme y coherente. En el umbral del Evangelio, Juan Bautista lo invoca cuando amenaza a sus oyentes con la ira venidera y los apremia para que reciban su bautismo en señal de penitencia (Mt 3,7-12 p). Aunque en estrecha conexión con esto, la predicación de Jesús y luego la de los apóstoles modifican seriamente los datos, puesto que a partir del momento en que aparece Jesús en el mundo, quedan inaugurados los últimos tiempos: el juicio escatológico se actualiza ya, aunque todavía haya que aguardar el retorno glorioso de Cristo para verlo realizado en su plenitud.

1. EL JUICIO EN LOS EVANGELIOS.

1. En los sinópticos la predicación de Jesús se refiere frecuentemente al juicio del último día. Todos los hombres habrán entonces de rendir cuentas (cf. Mt 25,14-30). Una condenación rigurosa aguarda a los escribas hipócritas (Mc 12,40 p), a las ciudades del lago que no han escuchado la predicación de Jesús (Mt 11,20-24), a la generación incrédula que no se ha convertido a su vez (12,39-42), a las ciudades que no acojan a sus enviados (10,14s). El juicio de Sodoma y Gomorra no será nada en comparación con el suyo (10,23s): sufrirán el juicio de la Gehena (23,33). Estas enseñanzas llenas de amenazas ponen de relieve la motivación principal del juicio divino: la actitud adoptada por los hombres frente al Evangelio. No menos se tendrá presente la actitud para con el prójimo: según la ley mosaica, todo homicida estaba sujeto a un tribunal humano; según la ley evangélica hará falta mucho menos para ser reo de la Gehena (Mt 5,21s). De toda calumnia habrá que dar cuenta (12,36).

El hombre será juzgado con la misma medida que haya aplicado a su prójimo (7,1-5). Y el cuadro de esta audiencia solemne en que el Hijo del hombre desempeñará el papel de juez (25,31-46) muestra a los hombres recibidos en el reino o entregados a la pena eterna, según el amor o la indiferencia que hayan mostrado para con el prójimo.

Hay, no obstante, un crimen que más que ningún otro reclama el juicio divino. Es aquel por el que la incredulidad humana llegó al colmo de su malicia con su simulacro de juicio leal: el proceso y la condenación a muerte de Jesús (Mc 14,63 p; cf. Lc 24,20; Hech 13,28). Durante este juicio inicuo se remitió Jesús a aquel que juzga con justicia (1Pe 2, 23); así Dios al resucitarlo, lo rehabilitó en sus derechos. Pero la ejecución de esta sentencia injusta acarreó de rechazo una sentencia de Dios contra la humanidad culpable. Es sintomático que el marco en el cual el Evangelio de Mateo sitúa la muerte de Jesús coincida con la puesta en escena tradicional del juicio en la escatología del AT (Mt 27,45.51ss). La muerte de Jesús es, por tanto, el momento en que es juzgado el mundo; la historia posterior hasta el último día no hará otra cosa que explicitar esta sentencia. Según el testimonio de Jesús mismo, ésta alcanzará primeró a “los que están en Judea”, los primeros culpables (24,15ss p); pero esto sólo será un preludio y un signo, que anunciará el advenimiento del Hijo del hombre, juez del gran día (24,29ss). El condenado de la pasión, víctima del pecado del mundo, pronunciará entonces contra el mundo pecador una condena fulgurante.

2. El Evangelio de Juan desarrolla esta teología insistiendo en la actualización del juicio en el seno de la historia desde el tiempo de Jesús. No ignora que Jesús, como Hijo del hombre, ha sido establecido por el Padre juez del último día (Jn 5,26-30). Pero en realidad el juicio se realiza desde el momento en que el Padre envía a su Hijo al mundo. No ya que haya sido enviado para juzgar al mundo: viene, por el contrario, a salvarlo (3,17; cf. 8,15s). Pero según la actitud que cada cual adopte para con él, se opera el juicio inmediatamente; el que crea no será juzgado, el que no crea está ya juzgado por haber rechazado la luz (3,18ss). Así pues, el juicio no es tanto una sentencia divina cuanto una revelación del secreto de los corazones humanos. Aquellos cuyas obras son malas prefieren las tinieblas a la luz (3,19s), y Dios no tiene más que dejar que se cieguen estos hombres satisfechos que se jactan de ver claro; en cuanto a los otros, Jesús viene a curarles los ojos (9,39) para que obrando en la verdad vengan a Ja luz (3,21). El juicio final no hará sino manifestar en plena luz esta discriminación operada desde ahora en el secreto de los corazones.

No por eso está Juan menos atento al significado del proceso y de la muerte de Jesús. El proceso dura en él tanto tiempo como el ministerio mismo, y Jesús se esfuerza en vano por inducir a los judíos, fautores de Satán y del mundo malo, a “juzgar con equidad” (7,24). En realidad será entregado a Pilato para ser condenado a muerte (19,12-16). Pero la muerte de Jesús significará el juicio del mundo y la derrota de Satán (12,31), como si su elevación en cruz anticipara en cierto modo su retorno glorioso como Hijo del hombre. A partir de este momento podrá enviar el Espíritu a los suyos: el paráclito, en forma permanente, confundirá al mundo testimoniando que su príncipe ha sido ya juzgado, es decir, condenado (16,8.11).

Ésta es la manera como se realiza el juicio escatológico anunciado por los profetas: desde el tiempo de Cristo es ya un hecho adquirido, constantemente presente del que sólo se espera la consumación final.

II. EL JUICIO EN LA PREDICACIÓN APOSTÓLICA.

1. Desde los discursos de los Hechos hasta el Apocalipsis, todos los testigos de la predicación apostólica reservan un puesto esencial al anuncio del juicio, que invita a la conversión: Dios tiene fijado un día para juzgar al universo con justicia por Cristo al que ha resucitado de entre los muertos (Hech 17,31; cf. 24,25; 1Pe 4,5; Heb 6,2). Aún después de la conversión la inminencia constante de este juicio (Sant 5,9: “El juez está a las puertas”) dicta la actitud que conviene adoptar, pues el juicio comenzará por la casa de Dios antes de extenderse a los impíos (1Pe 4,17), y Dios juzgará a cada uno según sus obras sin hacer acepción de personas (1Pe 1,17; cf. Rom 2,6). ¡Perspectiva tremenda que debe hacer temblar a los rebeldes! (Heb 10,27-31; cf. Rom 12,19). A este juicio severo serán sometidos los fornicadores y los adúlteros (Heb 13,4), todos los que se hayan negado a creer y hayan tomado partido por el mal (2Tes 2,12), los impíos, los falsos doctores y hasta los ángeles rebeldes (2Pe 2,4-10), los malos episkopoi y las viudas infieles a su propósito de celibato (1Tim 3,6; 5-12). En ese día de ira se revelará el justo juicio de Dios (Rom 2,5), imposible de esquivar (2,3) porque Dios juzgará incluso las acciones secretas de los hombres (2,16; 1Cor 4,4). Cristo es quien desempeñará entonces la función de juez de los vivos y de los muertos (2Tim 4,1; cf. Rom 2,16; Ap 19,11). El Apocalipsis hace una descripción aterradora de esta audiencia final (Ap 20,12s; cf. 11,18; 16, 5...), que tiene su preludio en la historia en el juicio de Babilonia, la ciudad enemiga de Dios (14,8; 17,1; 18,2-24); porque respondiendo a las demandas de los mártires, que le pedían juzgara su causa (6,9s; 18,20), vengará Dios en Babilonia la sangre de sus servidores (19,2). Finalmente, cuando llegue la consumación del tiempo, todos los hombres serán sometidos al fuego que probará el valor de sus obras (1Cor 3,13; 2Pe 3,7). ¿Cuál será entonces el criterio de este examen? La ley mosaica para los que la invoquen (Rom 2.12), la ley inscrita en la conciencia para los que no hayan conocido otra (2, 14s), la ley de libertad para los que hayan recibido el Evangelio (Sant 1, 12). Pero ¡ay del que haya juzgado al prójimo! (Rom 2,lss): él mismo será juzgado con la medida que haya aplicado a los otros (14,19ss; Sant 2,13; 4,llss; 5,12).

2. En estas pinturas del juicio final hay que tener en cuenta la parte que corresponde a la imaginería. Pero la cuestión más importante es la siguiente: si el juicio es tal como los textos lo dicen, ¿quién podrá, pues, esquivarlo?, ¿quién, pues, será salvo? Efectivamente, la ira de Dios se revela en la histoira contra la humanidad entera: todos son culpables delante de él (Rom 3,10-20; cf. 1, 18). Desde la entrada del pecado en el mundo por la falta del primer hombre, se pronunció un veredicto de condena contra todos los hombres (5, 16.18). Nadie podría escapar por sus propios méritos. Pero cuando Jesús murió a consecuencia de nuestros pecados, Jesús que era el Hijo de Dios venido en la carne, condenó Dios el pecado en la carne para librarnos de su yugo (8,3). Ahora, pues, se revela la justicia de Dios, no la que castiga, sino la que justifica y salva (3,21); todos merecían su juicio, pero todos son justificados gratuitamente con tal que crean en Cristo Jesús (3,24ss). Para los creyentes no hay ya condenación (8,1): si Dios los justifica, ¿quién los condenará (8,34)? Bajo la antigua ley, el ministerio de Moisés era un ministerio de condenación, pero el de los servidores del Evangelio es un ministerio de gracia (2Cor 3,9) y de reconciliación (5,19ss). Esto es lo que nos dará plena seguridad el día del juicio (1Jn 4,17): el amor de Dios a nosotros se ha manifestado ya en Cristo, así que ya no tenemos nada que temer. La amenaza formidable del juicio no pesa ya más que sobre el mundo malvado; Jesús vino para sustraernos a ella.

JEAN CORBON y PIERRE GRELOT