Iglesia.

Si muchos de los contemporáneos apenas si rebasan el aspecto humano de la Iglesia, sociedad mundial bien encuadrada, de hombres unidos por las creencias y por el culto, la Escritura, hablando a nuestra fe, la designa como un misterio, oculto en otro tiempo en Dios, pero hoy descubierto y en parte realizado (Ef 1,9s; Rom 16,25s). Misterio de un pueblo todavía pecador, pero que posee las arras de la salud, porque es la extensión del cuerpo de Cristo, el hogar del amor; misterio de una institución humano-divina en la que el hombre puede hallar la luz, el perdón y la gracia, “para alabanza y gloria de Dios” (Ef 1,14). A esta fundación inédita los primeros cristianos de lengua griega le dieron el nombre de ekklesia, que, aun marcando cierta continuidad entre Israel y el pueblo cristiano, era muy apropiada para cargarse de un contenido nuevo.

1. LAS SUGERENCIAS DE LA PALABRA.

En el mundo griego la palabra ekklesia, de la que iglesia no es sino un calco, designa la asamblea del demos, del pueblo como fuerza política. Este sentido profano (cf. Hech 19,32.39s) colora el sentido religioso cuando Pablo trata del comportamiento actual de una asamblea cristiana reunida “en iglesia” (cf. 1Cor 11,18).

En los LXX, por el contrario, la palabra designa una asamblea convocada para un gesto religioso, con frecuencia cultual (p.e., Dt 23; 1Re 8; Sal 22,26): corresponde al hebreo qahal, empleado sobre todo por la escuela deuteronómica para designar la asamblea del Horeb (p.e., Dt 4, 10), de las estepas de Moab (Dt 31, 30), o de la tierra prometida (p.c., los 8,35; Jue 20,2), y por el cronista (p.c., I Par 28.8; Neh 8,2) para designar la asamblea litúrgica de Israel en tiempo de los reyes o después del exilio. Pero si ekklesia traduce siempre kahal, esta última palabra es traducida a veces por otrosvocablos, en particular por synagdge (p.a. Núm 16,3; 20,4; Dt 5,22), que se emplea con más frecuencia por la palabra sacerdotal 'edah. Iglesia y sinagoga son dos términos casi sinónimos (cf. Sant 2,2): sólo se opondrán cuando los cristianos se hayan apropiado el primero reservando el segundo a los judíos recalcitrantes. La elección de ekklesia por los LXX se debió sin duda en parte a la asonancia gahal ekklesia, pero también a las sugerencias de la etimología: este término, que viene de ekkaleó (llamo de, convoco), indica por sí mismo que Israel, el pueblo de Dios, era la agrupación de los hombres convocados por la iniciativa divina, y convergía con una expresión sacerdotal en que se expresaba la idea de llamamiento: klete hagia, traducción literal de mikra godes, “convocación santa” (Éx 12, 16; Lev 23,3; Núm 29,1).

Es muy natural que Jesús, al fundar un nuevo pueblo de Dios en continuidad con el antiguo, lo designara con un nombre bíblico de la asamblea religiosa (en arameo diría 'edta o kenista, traducido las más de las veces por synagóge, o más probablemente gehala), nombre traducido por ekklesia en Mt 16,18. Asimismo la primera generación cristiana, sabiendo ser el nuevo pueblo de Dios (1Pe 2,10) prefigurado por la “iglesia del desierto” (Hech 7,38) adoptó un término que, viniendo de las Escrituras, era muy apto para designarla a ella misma como “Israel de Dios” (Gál 6,16; cf. Ap 7,4; Sant 1,1; Flp 3,3). Este término ofrecía además la ventaja de incluir el tema del llamamiento que dirige Dios gratuitamente en Jesucristo a los judíos y luego a los paganos, para formar “la convocación santa” de los últimos tiempos (cf. 1Cor 1,2; Rom 1,7: “convocados santos”).

II. PREPARACIÓN Y REALIZACIÓN DE LA IGLESIA.

Por largo tiempo preparó Dios la reunión de sus hijos dispersos (Jn 11,52). La Iglesia es la comunidad de los hombres beneficiarios de la salvación en Jesucristo (Hech 2,47): “nosotros, los salvados”, escribe Pablo (1Cor 1,18). Ahora bien, el designio divino de la salvación, si bien culmina en esta comunidad, fue, no obstante, concebido “desde antes de la creación del mundo” (Ef 1,4) y esbozado entre los hombres ya desde Abraham y hasta desde la aparición de Adán.

1. Creación primera y nueva creación.

Ya en los orígenes el hombre es llamado a formar sociedad (Gén 1,27; 2,18) y a multiplicarse (1,28) viviendo en la familiaridad de Dios (3,8). Pero el pecado viene a atravesarse en el plan divino; Adán, en lugar de ser jefe de un pueblo reunido para vivir con Dios, es padre de una humanidad dividida por el odio (4,8; 6,11), dispersada por la soberbia (11,8s) y que huye de su Creador (3,8; 4,14). Será, pues, preciso que un nuevo Adán (1Cor 15, 45; Col 3,10s) inaugure una nueva creación (2Cor 5,17s; Gál 6,15), en la que restaure la vida de amistad con Dios (Rom 5,12...), se reduzca la humanidad a la unidad (Jn 11, 52) y se reconcilien sus miembros (Ef 2,15-18). Tal será la Iglesia, preparada por Israel. La Biblia, al situar la historia de Abraham y de su descendencia en la historia universal de un mundo en que el pecado despliega sus consecuencias, muestra por el mismo caso que la Iglesia, verdadero pueblo de Abraham (Rom 4, 11s), debe insertarse en el mundo y ser en él la respuesta al pecado, así como a las divisiones y a la muerte que de él dimanan. Las tradiciones sobre cl diluvio suministraban ya a Israel el ejemplo de un justo situado por Dios al comienzo de una nueva creación después de la proliferación del pecado; esta salvación universal otorgada por medio del agua a la descendencia de Noé era figura de la otra, mucho más rica, que aportaría Cristo por medio del bautismo (1Pe 3,20s).

2. Antiguo y nuevo Israel.

Con la elección de Abraham, sellada ya por una alianza (Gén 15,18), se inicia el proceso decisivo de formación de un pueblo de Dios. De esta raza bendita, cuyo tronco es él, saldrá Cristo, en quien tendrán plenamente efecto las promesas (Gál 3,16) y que a su vez fundará el pueblo definitivo, posteridad espiritual de Abraham, el creyente (Mt 3,9 p; Jn 8, 40; Gál 4,21-31; Rom. 2,28s; 4, 16; 9,6ss). Entrando en la Iglesia de Jesucristo mediante la fe es como todas las naciones serán benditas en Abraham (Gál 3,8s = Gén 12, 3 LXX; cf. Sal 47,10).

Entre Israel, posteridad carnal de los patriarcas, y la Iglesia hay a la vez ruptura y continuidad. Así en NT aplica al nuevo pueblo de Dios los nombres del antiguo, pero mediante transposiciones y contrastes. Uno y otro son la ekklesia, pero la palabra significa ahora el misterio desconocido en el AT, el cuerpo de Cristo (Ef 1,22s); y el culto que en él se tributa a Dios es totalmente espiritual (Rom 12,1). La Iglesia es Israel, pero Israel de Dios (Gál 6,16), espiritual y ya no carnal (1Cor 10,18); es un pueblo adquirido, pero adquirido por la sangre de Cristo (Hech 20, 28; 1Pe 2,9s; Ef 1,14) y sacado también de entre los gentiles (Hech 15, 14). Es la esposa, no más adúltera (Os; Jer 2-3; Ez 16), sino inmaculada (Ef 5,27); la viña, ya no bastarda (Jer 2,21), sino fecunda (Jn 15. 1-8); el resto santo (Is 4,2s). Es el rebaño, ya no reunido una vez (Jer 23,3) y luego dispersada de nuevo (Zac 13,7ss), sino el rebaño definitivo del pastor inmolado y resucitado por él (Jn 10); es la Jerusalén de lo alto, ya no esclava, sino libre (Gál 4,24s). Es el pueblo de la nueva alianza predicha por los profetas (Jer 31,31ss; Ez 37,26ss), pero sellada por la sangre de Cristo (Mt 26, 28 p; Heb 9,12ss; 10,16), que es su mediador para todas las naciones (Is 42,6). Su carta de alianza no es ya la ley de Moisés, incapaz de comunicar la vida (Gál 3,21), sino la del Espíritu (Rom 8,2), inscrita en los corazones (Jer 31,33s; Ez 36,27; cf. 1Jn 2,27). Es el reino de los santos, anunciado por Daniel y prefigurado por la asamblea davídica del cronista: no más organización de la vida temporal de una nación (Jn 18,36), sino germen por todas partes visible y esbozo espiritual de un reino invisible e intemporal, en el que la muerte será destruida (1Cor 15,25s; Ap 20,14). Finalmente, puesto que el templo de la nueva economía, no hecho de mano de hombre (Mt 14,58) e indestructible (Mt 16, 18), es el cuerpo resucitado de Cristo (Jn 2,21s), la Iglesia, cuerpo de Cristo, es igualmente el templo nuevo (2Cor 6,16; Ef 2,21; 1Pe 2,5), lugar de una presencia y de un culto mejores que en otro tiempo y accesibles a todos (Mc 11,17).

III. FUNDACIÓN DE LA IGLESIA POR JESÚS.

El AT prepara, pues, la Iglesia y la prefigura; Jesús la revela y la funda.

1. Las etapas de la Iglesia.

El pensamiento de Jesús entra dentro del marco de su proclamación del reino de los cielos; en ella revela, en un lenguaje profético en que no siempre se distinguen los planos, que la fase celestial del reino (Mt 13,43; 25,31-46) irá precedida de una fase de lento crecimiento terrestre (Mt 13, 31s). Mientras se aguarda la siega, la cizaña del pecado sembrada por el Maligno debe crecer junto con el buen grano (13,24-30.36-43). Esta fase terrestre, a su vez, comprenderá dos etapas. La primera es la vida mortal de Jesús que, por su predicación, su acción sobre Satán y la formación de la comunidad mesiánica, hace ya presente el reino (Mt 12,28; Lc 17,21). La segunda será el tiempo de la Iglesia propiamente dicho (Mt 16,18), que comenzará con tres acontecimientos mayores; el sacrificio de Jesús que funda (Mt 26,28) esta “comunidad de la nueva alianza”, celadora de un culto puro (cf. Mal 3, 1-5), que Jeremías había esperado en tiempos de Josías (2Re 23) y luego remitido al futuro escatológico (Jer 31,31s), y que las agrupaciones de Qumrán y de Damasco creían representar; la resurrección, después de la cual reunirán en Galilea el rebaño disperso (Mc 14,27s); la ruina de Jerusalén (Mt 23,37s; cf. Lc 21.24). a la vez signo de la sustitución de la mayor parte del pueblo judío por la Iglesia y pródromo del juicio final.

2. Reunión y formación de los discípulos.

Durante su vida mortal agrupa Jesús y forma discípulos, a los que revela los misterios del reino (Mt 13,10-17 p); es ya el “pequeño rebaño” (Lc 12,32) del buen pastor (Jn 10) anunciado por los profetas, el reino de los santos (Dan 7,18-22). Jesús puso la mira en la supervivencia y crecimiento de este grupo después de su muerte, y esbozó los grandes rasgos de su futuro estatuto. Tres clases de palabras lo muestran: sus predicciones sobre las persecuciones que deberán sufrir los suyos (Mt 10,17-25 p; Jn 15,18-16,4); sus parábolas sobre la mezcla de justos y de pecadores en el reino (Mt 22, llss; 13,24-43.47-50); sus instrucciones destinadas a los doce.

a) Los doce.

En efecto, Jesús se escoge entre sus discípulos a doce íntimos que serán las células fundamentales y los cabezas del nuevo Israel (Mc 3,13-19 p; Mt 19,28 p).

Los inicia en el rito bautismal (Jn 4.2), en la predicación, en el combate contra los demonios y las enfermedades (Mc 6,7-13 p). Les enseña a preferir el servicio a los primeros puestos (Mc 9,35), a dar la prioridad a las “ovejas perdidas” (Mt 10,6), a no temer las persecuciones inevitables (10,17...), a reunirse en su nombre para orar en común (18,19s), a perdonarse mutuamente (18,21-35) y a no excomulgar a los pecadores públicos sin haber antes intentado la persuasión (18.15-18). La Iglesia, hasta el fin de los tiempos, deberá inspirarse en esta experiencia de los doce para hallar en ella sus reglas de vida.

b) Misión universal de los doce.

El aprendizaje misionero de los apóstoles no sale del marco de Israel (Mt 10,5s). Solamente después de la resurrección de Jesús recibirán la orden de enseñar y bautizar a todas las naciones (Mt 28,19). Sin embargo, ya antes de su muerte anuncia Jesús la agregación de los paganos al reino. Los “hijos del reino” (Mt 8,12), es decir, los judíos, que tenían prioridad para entrar en él, verán que se les retira (Mt 21,43) por haberse negado a dejarse “reunir” (Mt 23,37) por Cristo; en lugar de la masa judía, excluida provisionalmente (cf. Mt 23,39; Rom 11,11-32), los paganos entrarán (Mt 8,11s; Lc 14, 21-24; Jn 10,16) en iguales condiciones (Mt 20,1-16) con el núcleo judío de los pecadores arrepentidos que creyeron en Jesús (Mt 21,31ss).

Así la Iglesia, primera realización de un reino que no es de este mundo (Jn 18,36), realizará y superará las más atrevidas profecías universalistas del AT (p.e., Jon; Is 19,16-25; 49,1-6). Jesús no la asocia en modo alguno al triunfo temporal de Israel, del que él mismo se desentiende. Lección dura para las multitudes (Jn 6,15-66), y también para los Doce (Hech 1.6), que no la comprenderánbien hasta después de pentecostés. Pero entonces no tratarán de integrar su misión universal en una venganza de su nación, y predicarán la lealtad para con las autoridades imperiales (Rom 13,1...; 1Pe 2,13s). La norma de las relaciones entre la Iglesia y el Estado la hallarán en la palabra de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21 p). Al emperador, el impuesto y todo lo que es necesario para satisfacer las justas exigencias del Estado para el bien temporal de los pueblos (Rom 13, 6s); a Dios, cuyo derecho soberano proclamado por la Iglesia crea, rebasa y juzga al del César (Rom 13,1), el resto, es decir, todo nuestro ser.

c) Autoridad de los doce.

Los jefes tienen necesidad de poderes. Jesús los promete a los doce: a Pedro, roca que garantiza la estabilidad de la Iglesia, la responsabilidad del mayordomo que abre y cierra las puertas de la ciudad celestial, y la totalidad de los poderes disciplinares y doctrinales (Mt 16,18s; cf. Lc 22,32; Jn 21); a los apóstoles, aparte la renovación de la Cena (Lc 22, 19), el mismo encargo de “atar y desatar”, que se aplicará especialmente al juicio de las conciencias (Mt 18,18; Jn 20,22s). Estos textos revelan ya la naturaleza de la Iglesia, cuyo creador y Señor es Jesucristo: será una sociedad organizada y visible, que inaugure acá abajo el reino de Dios; construida sobre la roca, perpetuando la presencia de Cristo por el ejercicio de los poderes apostólicos y por la eucaristía, vencerá al infierno y le arrancará su presa. Así aparecerá como fuente de vida y de perdón.

En el pensamiento de Jesús tal misión durará tanto cuanto dure el mundo; lo mismo, pues, sucederá a las estructuras visibles y a los poderes ordenados a esta misión. Cier to, hay toda una parte de la función apostólica, que es intransmisible: la situación de los apóstoles, testigos de Jesús durante su vida y después de su resurrección, es única en la historia. Pero cuando Jesús, después de su resurrección, encarga a los once enseñar, bautizar, dirigir, y les promete que estará con ellos para siempre, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), deja entrever la permanencia de los poderes así conferidos, durante todos los siglos futuros, incluso más allá de la muerte de los apóstoles. Así lo entenderá la Iglesia primitiva, en que los poderes apostólicos continuarán siendo ejercidos por jefes, a los que los apóstoles escogerán y consagrarán para esta misión imponiéndoles las manos (2Tim 1,6). Todavía hoy los poderes de los obispos no tienen otro origen que estas palabras de Jesús.

IV. NACIMIENTO Y VIDA DE LA IGLESIA.

1. Pascua y pentecostés.

La Iglesia nace en la pascua de Cristo, cuando Cristo “pasa” de este mundo a su Padre (Jn 13.1). Con Cristo. liberado de la muerte y “espíritu vivificante” (1Cor 15,54), surge una humanidad nueva (Ef 2,15; Gál 6,15). una creación nueva. Los padres han dicho con frecuencia que la Iglesia, nueva Eva, había nacido del costado de Cristo durante el sueño de la muerte, como la antigua Eva del costado de Adán dormido; Juan, dando testimonio de los efectos de la lanzada (Jn 19,34s), sugiere esta concepción, si es que para él la sangre y el agua simbolizan primero el sacrificio de Cristo y el Espíritu que anima a la Iglesia, luego los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, que le transmiten la vida.

Pero el cuerpo eclesial sólo es vivo si es el cuerpo de Cristo resucitado (“despertado”, cf. Ef 5,14) y que derrama el Espíritu (Hech 2.33). Esta efusión del Espíritu comienza ya eldía de pascua (Jn 20,22), cuando Jesús “insufla” el Espíritu recreador (Jn 20,22; cf. Gén 1,2) sobre los discípulos finalmente reunidos por él (cf. Mc 14,27), jefes del nuevo pueblo de Dios (cf. Ez 37,9). Pero el día de pentecostés es cuando tiene lugar la gran efusión carismática (Hech 2,4) con miras al testimonio de los doce (Hech 1,8) y a la manifestación pública de la Iglesia; así este día es para ella como la fecha oficial del nacimiento. Pentecostés es para ella en cierto modo lo que había sido para Jesús concebido del Espíritu Santo (Lc 1,35), a saber, la unción que le confirió este Espíritu al alborear de su misión mesiánica (Hech 10,38; Mt 3,16 p), y lo que es para todo cristiano el don del Espíritu por la imposición de las manos, que pone el sello a su obra en el bautismo (Hech 8,17; cf. 2,38).

2. Extensión de la Iglesia.

Después de pentecostés crece rápidamente la Iglesia. Se entra en ella aceptando la palabra de los apóstoles (Hech 2, 41), que engendra la fe (2,44; 4,32) en Jesús resucitado, señor y Cristo (2,36), cabeza y salvador (5,31), luego recibiendo el bautismo de agua (2, 41), seguido de una imposición de las manos que confiere el Espíritu y sus carismas (8,16s; 19.6). Se es miembro vivo de ella, según san Lucas (Hech 2,42), mediante una cuádruple fidelidad: a la enseñanza de los apóstoles que profundiza la fe primera engendrada por la proclamación del mensaje de salud, a la comunión fraterna (koinónia), a la fracción del pan y a las oraciones en común. Sobre todo durante la fracción del pan, es decir, en la comida eucarística (cf. 1Cor 11,20.24), es cuando se forja la unanimidad (Hech 2.46), cuando se experimenta la presencia de Cristo resucitado, poco ha comensal de los doce (Hech 10,41), cuando se “anuncia” su sacrificio y se fo menta la espera de su retorno (1Cor 11,26).

En Jerusalén la comunión de los espíritus llega hasta a inspirar una libre puesta en común de los bienes materiales (Hech 4,32-35; Heb 13,16), que recuerda la que era de regla en Qumrán; pero Lucas mismo deja percibir algunas sombras en el cuadro (Hech 5,2; 6,1). Los fieles están agrupados bajo la autoridad de los apóstoles. Pedro está a la cabeza (Hech 1,13s), ejerciendo, de acuerdo con ellos, el primado que recibiera de Cristo. Un colegio de ancianos comparte en forma subordinada la autoridad de los apóstoles (Hech 15,2) y luego, después de la partida de éstos, la de Santiago (21,18), constituido cabeza de la Iglesia local. Siete hombres llenos del Espíritu, entre los cuales se hallan Esteban y Felipe, son puestos a la cabeza del servicio de los cristianas “helenizados” (6, 1-6).

El ardor de estos últimos, sobre todo de Esteban, provoca su dispersión (Hech 8,1.4). Pero ésta contribuye a la extensión de la Iglesia, desde Judea (8,1; 9,31-43) hasta Antioquía (11,19-25), y de allí “hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8; cf. Rom 10,18; Col 1,23), por lo menos hasta Roma (Hech 28,16-31). La repulsa que sufre Pablo por parte de los judíos facilita el injerto del brote silvestre pagano en el tronco podado del pueblo escogido (Rom 11,11-18). Pero ni Pablo ni Pedro, que bautizando a Cornelio ha hecho un gesto decisivo no desmentido por ciertas concesiones excesivas a los judaizantes (Gál 2,11-14), aceptan que se someta a los paganos admitidos en la Iglesia a las prácticas judías, que observan todavía los cristianos “hebreos” (Hech 10,14; 15,29).

3. Así la originalidad de la Iglesia frente al judaísmo se afirma, su catolicidad se actualiza, se cumple la orden de misión que ha recibido de Cristo. Su unidad aparece como dominando los lugares y los pueblos, reconociéndose todas las comunidades como células de una ekklesia única: la extensión a las asambleas pagano-cristianas, de esta palabra bíblica, aplicada en un principio a los cristianos de Jerusalén, la colecta hecha en favor de estos últimos entre los convertidos de Pablo (2Cor 8,7-24), el recurso a los usos de las Iglesias para regular un punto de disciplina (1Cor 11,16; 14,33), el interés que tienen unas por otras (Hech 15,12; 21,20; 1Tes 1,7ss; 2,14; 2Tes 1,4), las salutaciones que se envían (1Cor 16,19s; Rom 16,16; Flp 3,21s) son otros tantos indicios característicos de una verdadera conciencia de Iglesia.

V. LA REFLEXIÓN CRISTIANA SOBRE LA IGLESIA.

1. Todos los aspectos colectivos de la salud en Jesucristo interesan a la Iglesia. Pablo es, sin embargo, el único autor inspirado que escudriñó el misterio como tal y con su propio nombre. En su visión de Damasco tuvo al punto la revelación de una misteriosa identidad entre Cristo y la Iglesia (Hech 9,4s); a esta intuición primera se añade una reflexión estimulada por la experiencia. En efecto, a medida que Pablo edifica la Iglesia descubre todas sus dimensiones. Por lo pronto reflexiona sobre la unión vital que mediante el rito bautismal contraen sus convertidos con Cristo y entre sí, unión que el Espíritu hace casi tangible con sus carismas. Así, a los corintios, que desvían estos dones de su función “edificante” y unificante, les recuerda este punto fundamental: “Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo” (1Cor 12,13). Los bautizados que constituyen la Iglesia son, por tanto, miembros de este único cuerpo de Cristo, cuya viva cohesión es mantenida por el pan eucarístico (1Cor 10,17). Esta unidad, que es la de la fe y del bautismo, prohíbe que los cristianos se digan adeptos de Cefas, de Apolo o de Pablo, como si Cristo pudiera estar dividido (1Cor 1,12s; 3,4). Para manifestar y consolidar esta unidad organiza Pablo una colecta en favor de los “santos” de Jerusalén (1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Rom 15,26s).

Un poco más tarde, la cautividad, que le abstrae de los problemas demasiado inmediatos, y las especulaciones cósmicas que debe combatir en Colosos, contribuyen a la ampliación de sus horizontes. Todo el plan divino, que ve con sus ojos de Apóstol de los paganos (Gál 2,8s; Rom 15,20), le aparece en su esplendor (Ef 1). Entonces la ekklesia no es ya generalmente tal o cual comunidad local (como anteriormente, salvo excepciones posibles en 1Cor 12, 28; 15,9; Gál 1,13); es, en toda su amplitud y universalidad, el cuerpo de Cristo, lugar de la reconciliación de los judíos y de los gentiles, que constituye un solo hombre perfecto (Col 1,18-24; Ef 1,23; 5, 23ss; cf. 4,13). A este tema esencial superpone Pablo la imagen de Cristo, cabeza de la Iglesia; Cristo es distinto de la Iglesia, pero ésta le está. unida como a su cabeza (Ef 1, 22s; Col 1,18), en lo cual comparte la condición de los poderes angélicos (Col 2,10), y sobre todo como a su principio de vida, de cohesión y de crecimiento (Col 2,19; Ef 4, 15s): el cuerpo inacabado crece “hacia aquel que es la cabeza”, Cristo glorioso (4,15). Diversas veces la imagen del templo, que se construye sobre Cristo como piedra angular y sobre los apóstoles y profetas como cimientos (Ef 2,20s), se mezcla con el tema del cuerpo, hasta el punto de producir un entrecruzado de verbos; el edificio crece (Ef 2,21) y el cuerpo se construye (4,12.16). En Ef 5,22-32 las ideas de cuerpo y de cabeza se combinan con la imagen bíblica de la esposa: Jesús, jefe (= cabeza) de la Iglesia, es también el Salvador que ha amado a la Iglesia como a una prometida (comp. 2Cor 11,2), inmolándose para comunicarle por el bautismo santificación y purificación, para presentársela él mismo resplandeciente y asociársela como esposa. En fin, una última noción entra en composición con las precedentes para definir la Iglesia según Pablo: la Iglesia es la porción escogida de la plenitud (pleroma) que reside en Cristo en cuanto es Dios (Col 2,9), salvador de los hombres agregados a su cuerpo (Ef) y cabeza de todo el universo regido por los poderes cósmicos (Col 1,19s); así ella misma puede decirse el pleroma (Ef 1,23); y efectivamente lo es, puesto que Jesucristo la “llena” y ella a su vez lo. “llena” completando su cuerpo con su crecimiento progresivo (Ef 4,13), siendo el principio y el término de todo esto la plenitud de Dios mismo (3,19).

2. Juan, sin emplear la palabra, insinúa una teología profunda de la Iglesia. Sus alusiones a un nuevo Éxodo (In 3,14; 6,32s; 7,37s; 8, 12) evocan un nuevo pueblo de Dios, que las imágenes bíblicas de la esposa (3,29), del rebaño (10,1-16) y de la viña (15,1-17) designan directamente y cuyo embrión lo constituye el pequeño grupo de los discípulos sacados del mundo (15,19; cf. 1,39. 42s). El paso de este grupo a la Iglecia se opera por la muerte y la resurrección de Jesús; éste muere “para reunir a los dispersos” (11,52) en un solo rebaño, sin distinción de judíos, de samaritanos y de griegos (10,16; 12,20.32; 4,21ss.30-42) y asciende a su Padre para dar el Espíritu a los suyos (16,7; 7,39), especialmente a sus enviados encargados de perdonar los pecados (20,21s). La Iglesia entrojará las mieses que Cristo ha preparado (4,38) y con ello prolongará la misión de Cristo (20, 21). Juan puede atestiguarlo, habiendo tocado al Verbo hecho carne (1Jn 1,1) y dado el Espíritu a los convertidos de Filipos (Hech 8,14-17, que contrasta con Lc 9.54). Sin embargo, conforme a su genio. Juan se fija con preferencia en la vida interior de la Iglesia. Los que la componen. reunidos bajo el cayado de Pedro (21 ), sacan su vida profunda de su unión con Cristo cepa (15), realizada por el bautismo (3,5) y la eucaristía (6): meditan juntos bajo la dirección del Espíritu las palabras de Cristo (14,26) y amándose unos a otros (13, 33-35) producen el fruto que Dios aguarda de ellos (15,12.16s). Con todo esto manifiesta la Iglesia su unidad, que tiene como fuente y modelo la unidad misma de las personas divinas presentes en todos y en cada uno (17): y. familiarizada con la persecución (15.18-16,4), la afronta con una confianza triunfante, una vez que se ha reportado ya la victoria sobre el mundo y su príncipe (16,33).

Esta última idea es central en el Apocalipsis. En él la Iglesia es figurada alternativamente por la mujer que tiene que habérselas con el dragón (Satán) (Ap 12), que se sirve de la bestia (el imperio pagano) para perseguir a los santos, pero cuyos días están contados, luego por la ciudad santa o más bien por el templo y sus atrios, donde es preservado un bloque de verdaderos fieles mientras que la bestia mata en la plaza a dos testigos profetas (11, 1-13). El milenio del capítulo 20, que no es un tiempo de triunfo terrenal de la Iglesia, ¿designa una renovación espiritual en su seno (comp. 20, 6 y 5,10; y cf. Ez 37,10 = Ap 11,11) o la bienaventuranza de los mártiresaun antes del juicio general? En todo caso, la Iglesia aspira ante todo a la nueva Jerusalén, el cielo (3,12: 21, 1-8; 21,9-22,5). “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (22,17).

En la vida celestial, que realiza por fin plenamente los anuncios de los profetas, el pecado será totalmente eliminado (Is 35,8; Ap 21,27). así como el dolor y la muerte (Ap 21,4; cf. Is 25,8; 65,19); entonces la dispersión de Babel, cuya antítesis es ya pentecostés, hallará su réplica definitiva (Is 66,18; Ap 7,9s). Entonces también desaparecerán las caricaturas: imperios henchidos de soberbia, “sinagogas de Satán” (Ap 2, 9; 3,9). Sólo subsistirá “la morada de Dios con los hombres” (21,3), “el universo nuevo” (21,5).

VI. ESBOZO DE SÍNTESIS TEOLÓGICA.

La Iglesia, creación de Dios, construcción de Cristo, animada y habitada por el Espíritu (1Cor 3,16; Ef 2,22), está confiada a hombres, los apóstoles “escogidos por Jesús bajo la acción del Espíritu Santo” (Hech 1, 2) y luego los que, por la imposición de las manos, recibirán el carisma de gobernar (1Tim 4,14; 2Tim 1,6).

La Iglesia, guiada por el Espíritu (In 16,13), es “columna y soporte de la verdad” (iTim 3,15). capaz, sin desfallecer, de “guardar el depósito de las sanas palabras recibidas” de los apóstoles (2Tim 1,13s), es decir, de enunciarlo y explicarlo sin error. Constituida cuerpo de Cristo por medio del Evangelio (Ef 3,6), nacida de un solo bautismo (Ef 4,5), nutrida con un solo pan (1Cor 10,17) reúne en un solo pueblo (Gál 3,28) a los hijos del mismo Dios y Padre (Ef 4,6); borra las divisiones humanas reconciliando en un solo pueblo a judíos y paganos (Ef 2,14ss), civilizados y bárbaros, amos y esclavos, hombres y mujeres (1Cor 12,13; Col 3,11; Gál 3,28). Esta unidad es católica, mantenida por el pan eucarístico (1Cor 10,17). Esta unidad, que es la de la fe y del bautismo, prohibe que los cristianos se digan adeptos de Cefas, de Apolo o de Pablo, como si Cristo pudiera estar dividido (1Cor 1,12s; 3,4). Para manifestar y consolidar esta unidad organiza Pablo una colecta en favor de los “santos” de Jerusalén (1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Rom 15,26s).

Un poco más tarde, la cautividad, que le abstrae de los problemas demasiado inmediatos, y las especulaciones cósmicas que debe combatir en Colosos, contribuyen a la ampliación de sus horizontes. Todo el plan divino, que ve con sus ojos de Apóstol de los paganos (Gál 2,8s; Rom 15,20), le aparece en su esplendor (Ef 1). Entonces la ekklesia no es ya generalmente tal o cual comunidad local (como anteriormente, salvo excepciones posibles en 1Cor 12, 28; 15,9; Gál 1,13); es, en toda su amplitud y universalidad, el cuerpo de Cristo, lugar de la reconciliación de los judíos y de los gentiles, que constituye un solo hombre perfecto (Col 1,18-24; Ef 1,23; 5, 23ss; cf. 4,13). A este tema esencial superpone Pablo la imagen de Cristo, cabeza de la Iglesia; Cristo es distinto de la Iglesia, pero ésta le está. unida como a su cabeza (Ef 1, 22s; Col 1,18), en lo cual comparte la condición de los poderes angélicos (Col 2,10), y sobre todo como a su principio de vida, de cohesión y de crecimiento (Col 2,19; Ef 4, 15s): el cuerpo inacabado crece “hacia aquel que es la cabeza”, Cristo glorioso (4,15). Diversas veces la imagen del templo, que se construye sobre Cristo como piedra angular y sobre los apóstoles y profetas como cimientos (Ef 2,20s), se mezcla con el tema del cuerpo, hasta el punto de producir un entrecruzado de verbos; el edificio crece (Ef 2,21) y el cuerpo se construye (4,12.16). En Ef 5,22-32 las ideas de cuerpo y de cabeza se combinan con la imagen bíblica de la esposa: Jesús, jefe (= cabeza) de la Iglesia, es también el Salvador que ha amado a la Iglesia como a una prometida (comp. 2Cor 11,2), inmolándose para comunicarle por el bautismo santificación y purificación, para presentársela él mismo resplandeciente y asociársela como esposa. En fin, una última noción entra en composición con las precedentes para definir la Iglesia según Pablo: la Iglesia es la porción escogida de la plenitud (pleronta) que reside en Cristo en cuanto es Dios (Col 2,9), salvador de los hombres agregados a su cuerpo (Ef) y cabeza de todo el universo regido por los poderes cósmicos (Col 1,19s); así ella misma puede decirse el pleronza (Ef 1,23); y efectivamente lo es, puesto que Jesucristo la “llena” y ella a su vez lo “llena” completando su cuerpo con su crecimiento progresivo (Ef. 4,13), siendo el principio y el término de todo esto la plenitud de Dios mismo (3,19).

2. Juan, sin emplear la palabra, insinúa una teología profunda de la Iglesia. Sus alusiones a un nuevo Éxodo (In 3,14; 6,32s; 7,37s; 8, 12) evocan un nuevo pueblo de Dios, que las imágenes bíblicas de la esposa (3,29), del rebaño (10,1-16) y de la viña (15,1-17) designan directamente y cuyo embrión lo constituye el pequeño grupo de los discípulos sacados del mundo (15,19; cf. 1,39. 42s). El paso de este grupo a la Iglecia se opera por la muerte y la resurrección de Jesús; éste muere “para reunir a los dispersos” (11,52) en un solo rebaño, sin distinción de judíos, de samaritanos y de griegos (10,16; 12,20.32; 4,21ss.30-42) y asciende a su Padre para dar el Espíritu a los suyos (16,7; 7,39), especialmente a sus enviados encargados de Iglesia de perdonar los pecados (20,21s). La Iglesia entrojará las mieses que Cristo ha preparado (4,38) y con ello prolongará la misión de Cristo (20, 21). Juan puede atestiguarlo, habiendo tocado al Verbo hecho carne (1Jn 1.1) y dado el Espíritu a los convertidos de Filipos (Hech 8,14-17, que contrasta con Lc 9.54). Sin embargo, conforme a su genio, Juan se fija con preferencia en la vida interior de la Iglesia. Los que la componen. reunidos bajo el cayado de Pedro (21 ), sacan su vida profunda de su unión con Cristo (15), realizada por el bautismo (3,5) y la eucaristía (6): meditan juntos bajo la dirección del Espíritu las palabras de Cristo (14.26) y amándose unos a otros (13, 33-35) producen el fruto que Dios aguarda de ellos (15,12.16s). Con todo esto manifiesta la Iglesia su unidad, que tiene como fuente y modelo la unidad misma de las personas divinas presentes en todos y en cada uno (17); y. familiarizada con la persecución (15.18-16,4), la afronta con una confianza triunfante, una vez que se ha reportado ya la victoria sobre el mundo y su príncipe (16,33).

Esta última idea es central en el Apocalipsis. En él la Iglesia es figurada alternativamente por la mujer que tiene que habérselas con el dragón (Satán) (Ap 12), que se sirve de la bestia (el imperio pagano) para perseguir a los santos, pero cuyos días están contados, luego por la ciudad santa o más bien por el templo y sus atrios, donde es preservado un bloque de verdaderos fieles mientras que la bestia mata en la plaza a dos testigos profetas (11, 1-13). El milenio del capítulo 20, que no es un 'tiempo de triunfo terrenal de la Iglesia, ¿designa una renovación espiritual en su seno (comp. 20, 6 y 5,10; y cf. Ez 37,10 = Ap 11,11) o la bienaventuranza de los mártires, aun antes del juicio general? En todo caso, la Iglesia aspira ante todo a la nueva Jerusalén, el cielo (3,12; 21, 1-8; 21,9-22,5). “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (22,17).

En la vida celestial, que realiza por fin plenamente los anuncios de los profetas, el pecado será totalmente eliminado (Is 35,8; Ap 21,27). así como el dolor y la muerte (Ap 21,4; cf. Is 25,8; 65,19); entonces la dispersión de Babel, cuya antítesis es ya pentecostés, hallará su réplica definitiva (Is 66,18; Ap 7,9s). Entonces también desaparecerán las caricaturas: imperios henchidos de soberbia, “sinagogas de Satán” (Ap 2. 9; 3,9). Sólo subsistirá “la morada de Dios con los hombres” (21,3), “el universo nuevo” (21,5).

VI. ESBOZO DE SÍNTESIS TEOLÓGICA.

La Iglesia, creación de Dios, construcción de Cristo, animada y habitada por el Espíritu (1Cor 3,16; Ef 2,22), está confiada a hombres, los apóstoles “escogidos por Jesús bajo la acción del Espíritu Santo” (Hech 1, 2) y luego los que, por la imposición de las manos, recibirán el carisma de gobernar (1Tim 4,14; 2Tim 1,6).

La Iglesia, guiada por el Espíritu (In 16,13), es “columna y soporte de la verdad” (1Tim 3,15), capaz, sin desfallecer, de “guardar el depósito de las sanas palabras recibidas” de los apóstoles (2Tim 1,13s). es decir, de enunciarlo y explicarlo sin error. Constituida cuerpo de Cristo por medio del Evangelio (Ef 3,6), nacida de un solo bautismo (Ef 4,5), nutrida con un solo pan (1Cor 10,17) reúne en un solo pueblo (Gál 3,28) a los hijos del mismo Dios y Padre (Ef 4,6); borra las divisiones humanas reconciliando en un solo pueblo a judíos y paganos (Ef 2,14ss), civilizados y bárbaros, amos y esclavos, hombres y mujeres (1Cor 12,13; Col 3,11; Gál 3.28). Esta unidad es católica, como se dice desde el siglo II: está hecha para reunir todas las diversidades humanas (cf. Hech 10. 13: “Mata y come”), para adaptarse a todas las culturas (1Cor 9,20ss) y abarcar al universo entero (Mt 28,19).

La Iglesia es santa (Ef 5,26s), no sólo en su cabeza, sus junturas y sus ligamentos, sino también en sus miembros que ha santificado el bautismo. Cierto que hay pecadores en la Iglesia (1Cor 5,12); pero están desgarrados entre su pecado y las exigencias del llamamiento que los ha hecho entrar en la asamblea de los “santos” (Hech 9,13). A ejemplo del maestro, la Iglesia no los rechaza y les ofrece el perdón y la purificación (Jn 20.23; Sant 5,15s; 1Jn 1,9), sabiendo que la cizaña puede todavía convertirse en trigo en tanto la muerte no haya anticipado para cada uno la “siega” (Mt 13,30). La Iglesia no tiene su fin en ella misma: conduce al reino definitivo, por el que la sustituirá la parusía de Cristo y en el que entrará nada impuro (Ap 21,27; 22,15). Las persecuciones avivan su aspiración a transformarse en Jerusalén celestial.

El modelo perfecto de la fe, de la esperanza y de la caridad de la Iglesia es María, que la vio nacer en el Calvario (Jn 19,25) y en el Cenáculo (Hech 1,14). Pablo por su parte está lleno de un amor ardiente (1C 4, 15; Gál 4,19) v concreto de la Iglesia: le devora “el cuidado de todas las iglesias” (2Cor 11,28) y, dando curso para los hombres a costa de grandes sufrimientos (1Cor 4,9-13; 2Cor 1,5-9) a los frutos infinitos de la cruz, “completa en su carne lo que falta a las pruebas de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Su vida como “ministro de la Iglesia” (1,25) es un ejemplo, sobre todo para los continuadores de la obra apostólica.

Todos los miembros del pueblo cristiano ((aos), y no sólo los jefes, están llamados a servir a la Iglesia mediante el ejercicio de sus carismas, a vivir en la cepa como sarmientos cargados del fruto de la caridad, a honrar su sacerdocio (1Pe 2,5) con el sacrificio de la fe (Flp 2,17) y una vida pura según el Espíritu (Rom 12,1; 1Cor 6,19; Flp 3.3), a tomar parte activa en el culto de la asamblea; finalmente. si han recibido el carisma de la virginidad, a adherirse exclusivamente al Señor, o bien, si han contraído matrimonio, a modelar su vida conyugal conforme a la unión de esposos que existe entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,21-33). La ciudad santa, a la que Jesús ha amado como a esposa fecunda (5,25) y a la que todos y cada uno dicen: “¡madre!” (Sal 87,5 = Gál 4,26), merece nuestro amor filial; pero sólo la amaremos edificándola por nuestra parte.

PAUL TERNANT