Hora.

En la Biblia se divide sin duda la historia en épocas, en meses, en días v en horas; pero tiempo, día y hora desbordan con frecuencia esta acepción cronológica y presentan un significado religioso. Como el tiempo de la visita de Yahveh o el día de la salvación, la hora marca las etapas decisivas del designio de Dios.

1. La hora escatológica.

La apocalíptica judía, convencida de la proximidad de los últimos tiempos, los tiempos de la plenitud, descompone en días y en horas el tiempo previsto para la intervención divina; todos los instantes importan cuando se acerca el fin. Daniel se entera de que su visión se refiere a “la hora del tiempo” y que la ira actuará “para las horas del tiempo del fin” (Dan 8,17.19), “pues el tiempo corre hacia horas” (11,35). En realidad habrá una hora definitiva, la de la consumación, que verá la ruina del enemigo (11,40.45; cf. Ap 18,10.17.19). Igualmente el libro apócrifo de Henoc cuenta las horas en que se suceden los pastores de Judá.

En este clima anuncia Cristo la hora del triunfo final del Hijo del hombre. Hora perfectamente desconocida a Tos humanos: tal es la hora del juicio (Mt 24,36.44.50 p; Jn 5, 25.28), la de la siega (mies) (Ap 14, 15ss). No menos imprevista será la hora de las diversas visitas que anunciarán la hora final: pruebas generales (Ap 3,10) o particulares (9, 15). El creyente debe mantenerse pronto para esta hora precisa, aunque indeterminada (Mt 25,13). Por lo demás, sabe que la hora está próxima y que, en cierto sentido, ha llegado ya (Jn 4,23) y está en marcha (5,25.28): es la “última hora” (1Jn 2,18, la de la “vigilancia activa (Rom 13,11), pero también del culto perfecto, en la intimidad del Padre, por el Espíritu (Jn 4,23).

2. La hora mesiánica.

En realidad, de una manera menos espectacular, la hora viene con Jesús: la hora del anuncio del reino (quizá Jn 2,4), sobre todo la de su pasión y de su gloria, que lleva a remate el desarrollo del plan salvador de Dios.

Los sinópticos la designan con una fórmula sencilla y solemne: “He aquí que ha llegado la hora, etc.” (Mt 26, 45 p). Más que un preciso momento del tiempo, la hora corona el conjunto de la fase suprema de su actividad, como lo hace la hora de la mujer, cuyos dolores marcan la aparición de una nueva vida (Jn 16,21) Es una hora de sufrimiento, cuya aproximación desencadena un rudo combate interior (Mc 14,35). Porque es también la hora del enemigo y del triunfo aparente de las tinieblas (Lc 22,53). Pero todavía más es la hora de Dios, fijada por él solo y vivida por Jesús según la voluntad del Padre. Venido para hacer esta voluntad, acepta esta hora, a pesar de la angustia que le proporciona (Jn 12,27): ¿no es también la de su gloria (12,23) y la de su plena actividad salvífica (12,24)?

Según Juan, Jesús la llama una vez “mi hora”: hasta tal punto hace suya esat voluntad de Dios. Toda su actividad de taumaturgo y de profeta la ordena en función de esta hora. Nadie, ni siquiera la madre de Jesús, puede derogar el plan divino y solicitar un milagro sin que Jesús evoque la venida de su hora (Jn 2,4) (para afirmarla o negarla, según las opiniones divergentes de los críticos). El evangelista generaliza hablando de “su hora”. Todo intento de arresto o de lapidación es vano en tanto no haya llegado su hora (7,30; 8,20): las veleidades humanas se estrellan contra esta determinación divina. Pero cuando llega “la hora de pasar de este mundo al Padre” (13,1), hora del amor llevado hasta el extremo, el Señor va a la muerte libremente. dominando los acontecimientos, como un pontífice que ejecuta los ritos de su liturgia (cf. 14,29s: 17,1).

Así, tras la apariencia, según la cual los acontecimientos se suceden sin coordinación, todo va dirigido hacia un fin que se ha de lograr a su tiempo, en su día, en su hora. Las horas de esta marcha están determinadas, como lo estarían hoy día las de un plan económico o político. Las hay dolorosas, como la hora en que Jesús es abandonado por sus discípulos (Jn 16,32); pero todas tienden a la gloria, la hora del retorno del Señor glorificado; en su precisión misma dan todas testimonio del designio de Dios que guía la historia (Hech 1,7).

RENÉ MOTTE