Herejía.

1. Cisma y herejía.

Las voces cisma y herejía designan una división grave y duradera del pueblo cristiano, pero a diferentes niveles de profundidad: el cisma es una ruptura en la comunión jerárquica; la herejía, una ruptura en la fe misma.

En el AT, el contenido intelectual de la fe era demasiado restringido y estaba demasiado poco elaborado para dejar lugar a la herejía. La tentación de Israel no era la de “escoger” (hairein) a su guisa en un cuerpo de doctrinas precisas, sino la de “seguir a otros dioses” (Dt 13,3): apostasía, o 'idolatría. más bien que herejía. Los seductores y sus adeptos, desviándose lejos de Yahveh, único Dios y salvador de Israel, no rompían la unidad del pueblo santo, pero se condenaban a ser segregados de él (Dt 13,6).

El sentido fuerte de la palabra “herejía” no aparece sino en ciertos escritos tardíos del NT (2Pe 2,1; Tit 3,10). Para Pablo, las haireseis de 1Cor 11,19 son apenas diferentes de los skhismata del v. 18. Sin embargo, es probable una cierta gradación: los desgarramientos (skhismata) de la comunidad tienden a cristalizar en verdaderos partidos o sectas (haireseis) rivales, con sus teorías particulares, como existen en el judaísmo: saduceos (Hech 5,17), fariseos (15,5; 26,5), nazareos (24,5.14; 28,22), o en el mundo griego con sus escuelas de rétores (llamadas también haireseis).

La Iglesia conoció, pues, con respecto a los errores doctrinales, dos situaciones diferentes. Su unidad fue primero amenazada por la crisis judaizante. Más tarde, algunos se apartaron de la fe en Cristo (1Jn 4,3), algunos “que no son verdaderamente de los nuestros” (2,19), a la manera de los discípulos que en Cafarnaúm se habían negado a creer en Jesús (Jn 6,36.64) y se habían alejado (v. 66).

2. La crisis judaizante.

La admisión de los paganos en la Iglesia no tardó en plantear el problema del valor de las observancias judías, cuya práctica conservaban los judeocristianos. Imponerlas a los gentiles convertidos a Cristo habría sido reconocer que eran necesarias para la salvación. Y tal era sin duda la pretensión de los judaizantes (Hech 15,1). Pero, según Pablo, así se hacía inútil a Cristo y se privaba a la cruz de su eficacia: buscar uno su justicia en la ley era romper con Cristo, apartarse de la gracia (Gál 5,1-6). La división amenazaba a la Iglesia. Pablo quiso a toda costa obtener el acuerdo de la Iglesia judeocristiana, sobre todo el de “Santiago, Cefas y Juan” (2,9), sobre la libertad de los paganocristianos (2,4; 5,1). Lo obtuvo en la asamblea del 49 (Hech 15; Gál 2, 1-10), sin lo cual él “habría corrido en vano” (Gál 2,2), es decir, que la revelación apostólica se habría contradicho a sí misma: “Si alguien os anuncia un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema” (Gál 1,9).

3. Las herejías nacientes.

Pero el mensaje de Pablo hubo de enfrentarse también con la sabiduría griega. La infatuación de los corintios con esta sabiduría no carecía de incidencia doctrinal: se creía poder escoger entre Pablo, Apolo y Cefas, como otros escogían entre las escuelas (haireseis) de filósofos ambulantes, y se cerraban los oídos al “discurso de la cruz” proclamado por todos los apóstoles (1Cor 1,17s). O bien, se discutía la resurrección de los muertos, vaciando así a la predicación y a la fe de su contenido esencial: laresurrección de Cristo (15,2.11-16).

Más tarde, las especulaciones judaicas se mezclaron con aportaciones helenísticas para poner en peligro la fe de los colosenses en el primado de Cristo (Col 2,8-15; cf. Ef 4,14-15) y hacerlos volver al régimen de las sombras (Col 2,17).

Hacia fines de la era apostólica se hizo más agudo el peligro de lucubraciones pregnósticas tomadas del judaísmo heterodoxo o del paganismo (1Tim 1,3-7.19s; 4,1-11; 6,3-5; 2Tim 2,14-26; 3,6-9; 4,3s; Tit 1,9-16; Judas; 2Pe 2; 3,3-7; Ap 2,2.6.14s.20-25). Ciertos “falsos profetas” (D.n 4,1) negaron incluso que Jesús fuera el Hijo de Dios “venido en la carne” (2,22s; 2Jn 7).

Ya fuera en Corinto (1Cor 4,18s), en Colosas (Col 2,18) o en otra parte (1Tim 6,4; 2Tim 3,4), estas desviaciones, generadoras de disputas y de divisiones (1Tim 6,3ss: Tit 3,9; Judas 19), tienen como fuente la soberbia obstinada de los que, en lugar de someterse a la doctrina predicada unánimemente en la Iglesia (Rom 6,17; 1Cor 15,11; 1Tim 6,3; 2Pe 2, 20, la alteran, queriendo rebasarla con especulaciones de su propia cosecha (2Jn 9). Así, los más peligrosos son objeto de excomunión (Tit 3,10; 1Tim 1,2(1; Judas 23; 2Jn 10).

Esta severidad del NT con los falsos doctores pone de relieve todo el valor de una fe sin naufragio (1Tim, 1,19; 2Tim 3,8) y nos une a la Iglesia, siempre victoriosa del error que amenaza al “depósito de las sanas palabras recibidas” de los apóstoles (2Tim 1,13s).

PAUL TERNANT