Decepción.

La Biblia no sólo conoce la decepción, sino que la publica a voces. También los griegos son profundamente sensibles a los fracasos de la existencia, aunque, si bien aluden con frecuencia a este destino, lo hacen como disimuladamente y pensando sobre todo en sobrellevarlo dignamente. La Biblia no conoce en absoluto esta discreción; parece complacerse en hacer resonar los gritos de Job o los sarcasmos del Eclesiastés. Diferencia de temperamento entre la mesura del griego y la pasión del hebreo, pero sobre todo diferencia de actitud religiosa. En efecto, Israel tiene por su fe un sentido agudo del valor de la creación, pero también de su precariedad, una percepción dolorosa, pero nunca resignada, del fracaso, y la certeza absoluta de una victoria definitiva.

1. VERGÜENZA, MENTIRA Y VANIDAD.

En el vocabulario hebraico de la decepción hay dos matices particularmente acusados: la vanidad del objeto que decepciona, la confusión del sujeto decepcionado.

1. La mentira de las cosas vanas.

El hebreo tiene profunda necesidad de solidez, horror a la inconsistencia y a las apariencias ilusorias. En la mentira reprueba, quizá todavía más que su deslealtad, su inanidad fundamental. Mentira, vanidad, nada, son los términos habituales para designar a los seres decepcionantes, a los que no producen nada, a las “gentes de Belial” (la LXX transcribió sin traducir, cf. Dt 13,14). Las imágenes más frecuentes son las del soplo (hebel, la “vanidad” del Eclesiastés), del polvo ('apharr), del vacío (riq).

2. La vergüenza de haber sido confundido.

En un mundo en el que toda la existencia se vive bajo las miradas de otros, la decepción cubre fatalmente de vergüenza a su víctima; quien ha puesto su confianza en lo que no la merecía, se ve públicamente confundido. Terrible prueba para el orgullo de un hombre, para su necesidad de ser reconocido por sus iguales. Así los equivalentes más corrientes para designar la decepción son las palabras de vergüenza y confusión, en particular las derivadas de la raíz bus. A nosotros se nos pasa fácilmente desapercibido este matiz esencial; así solemos traducir las palabras de san Pablo (Rom 5,5) por “la esperanza no decepciona”, siendo así que habríamos de decir: “la esperanza no acarrea confusión” (en griego: ou kataiskhynei), lo cual explica el orgullo del apóstol por anunciar el Evangelio y la cruz.

II TODO ES DECEPCIÓN.

Sobre todo, dos tipos de seres son decepcionantes, porque pretenden merecer la confianza de los hombres y asegurar su destino: las grandes potencias y los falsos dioses, es decir, Egipto y los ídolos. Bajo apariencias brillantes, Egipto, “Rahab la inoperante” no es más que “vacío y nada” (Is 30,7), su fuerte caballería no es más que carne, y el egipcio no es más que un hombre (Is 31,1ss; cf. Jer 2,37). Sus caballos y sus soldados son seres reales, pero los falsos dioses no son nada, y sus ídolos son mentira e impotencia. Por eso sus servidores y sus artífices están condenados a la vergüenza (Jer 2,28; Is 44,9ss).

Pero el Eclesiastés va más lejos y generaliza la experiencia de la decepción: “Bajo el sol... todo es vanidad... vanidad de vanidades”, repite (1,2.14, etc.), tan desilusionado de la vida, que pone esta convicción en boca de Salomón, el rey colmado de todos, los dones. Sin embargo, el Eclesiastés no desprecia las cosas de este mundo; al contrario: aguarda mucho de ellas; de ahí su amargura radical, que tiene, sin embargo, una salida; saber aceptar todo de Dios, el mai lo mismo que el bien (7,13s).

III. DIOS NO DECEPCIONA.

El hombre es fuente de decepción para el hombre (Jer 17,5; Sal 118,8), pero lo es también para Dios. La viña que había sido cuidada con tanto amor sólo produjo agraces (Is 5,4). Jesús, que “sabía lo que hay en el hombre” (Jn 2,25), paso por la experiencia de la decepción: desconocido por sus allegados (Mc 6,3s), ve cerrarse los corazones a medida que trata de alcanzarlos (Mt 23,37s; Jn 12,37-40) y ve huir a sus discípulos en el momento en que se entrega por ellos (Mc 14,50).

Dios mismo parece decepcionante a ciertas horas. Sus más fieles servidores conocen la tentación de pensar que sus esfuerzos han resultado fallidos y que Dios los ha abandonado a sí mismos. Elías desea morir, descubriendo que no es mejor que sus padres (1Re 19,4). Jeremías acaba por poner en duda la solidez de Dios: “¿Vas a ser para mí arroyo falaz, con cuyas aguas no se puede contar?” (Jer 15,18, en oposición con Jer 2,13; Is 58,11). Jesús mismo experimentó hasta dónde puede llegar el abandono de Dios (Mc 15,34).

Afirmar que sólo Dios no decepciona es un paso que debe superar todas las apariencias; es una experiencia de la fe, vivida con frecuencia en la noche, adquirida a costa de decepciones sentidas ásperamente. Esta certeza fundamental no puede establecerse en el hombre sino por la adhesión a la salvación aportada por Jesucristo, que al entregar su espíritu en manos de su Padre (Lc 23, 46), revela la fidelidad de un Dios que parece ausente e indiferente. A nosotros, apoyados en esta fe, nada puede ya decepcionarnos (cf. Rom 8,31-39), porque Dios es fiel; y la prenda de esta fidelidad, la garantía contra toda decepción, cs cl donde su Hijo, en el que somos llamados y guardados hasta su advenimiento (1Cor 1,9; 1Tes 5,23s).

JACQUES GUILLET