Cuerpo.

Contrariamente a una concepción muy propagada, el cuerpo no es sencillamente un conjunto de carne y de huesos que el hombre posee durante el tiempo de su existencia terrena, del que se despoja con la muerte y que finalmente recupera el día de la resurrección. Tiene una dignidad muy superior, que Pablo puso de relieve en una teología del cuerpo. El cuerpo no sólo reduce a la unidad a los miembros que lo constituyen (tal es el sentido griego que probablemente retiene Pablo, siguiendo el apólogo de los miembros y del cuerpo, en 1Cor 12, 14-27), sino que es expresión de la persona en sus situaciones mayores: estado natural y pecador, consagración a Cristo, vida gloriosa.

1. EL CUERPO Y LA CARNE.

Mientras que en el AT se designa a la carne y al cuerpo con un término único (basar), en el griego del NT pueden distinguirse con dos palabras: sarx y sáma; diferenciación que no adquiere su pleno valor sino con la interpretación de la fe.

1. Dignidad del cuerpo.

Como en todas las lenguas, el cuerpo designa con frecuencia la misma realidad que la carne: así la vida de Jesús debe manifestarse en nuestro cuerpo lo mismo que en nuestra carne (2Cor 4,10s). Para un semita merece la misma estima que la carne, pues el hombre se expresa enteramente tanto por él como por ella.

En san Pablo se afirma esta dignidad del cuerpo. Así se guarda el Apóstol, a diferencia de los otros escritores del NT (p.e., Mt 27,52.58s; Lc 17,37; Hech 9,40), de utilizar el término para hablar del cadáver; reserva al cuerpo lo que constituye una de las dignidades del hombre, la facultad de engendrar (Rom. 1,24; 4,19; 1Cor 7,4; 6,13-20); en fin, el carácter perecedero y caduco del hombre, sobre todo la vida pecadora, los atribuye no al cuerpo, sino a la carne. Así no constituye una listade los pecados del cuerpo (en 1Cor 6,18 el “pecado contra el cuerpo” significa probablemente un pecado contra la persona humana en su conjunto). A diferencia de la carne, el cuerpo no merece sino respeto por parte de aquél, al que expresa.

2. El cuerpo dominado por la carne.

Pero hallamos que la carne, habitada por el pecado (Rom 7,20), ha esclavizado al cuerpo. Ahora existe ya un “cuerpo de pecado” (Rom 6,6), así como hay una “carne de pecado (Rom 8,3); el pecado puede dominar al cuerpo (Rom 6,16), tanto que también el cuerpo conduce a la muerte (Rom 7,24); es reducido a la humillación (Flp 3,21) y a la deshonra (1Cor 15,43); lleno de apetitos (Rom 6,12), también él cornete acciones carnales (Rom 8,13). Según la teología paulina, el cuerpo está sometido a los tres poderes que han reducido a la carne a esclavitud: la ley, el pecado, la muerte (cf. Rom 7,5). Considerado desde este punto de vista, el cuerpo no expresa ya sólo a la persona humana salida de las manos del Creador, sino que manifiesta una persona esclava de la carne y del pecado.

II. EL CUERPO Y EL SEÑOR.

1. El cuerpo es para el Señor.

Los corintios, a los que escribía Pablo, estaban inclinados a pensar que la fornicación es un acto indiferente, sin gravedad. Pablo, para responderles, no hace llamamiento a la espiritualidad del alma, ni a alguna distinción entre una vida vegetativa y una vida más espiritual, que tal comportamiento pusiera en peligro: “Los alimentos, dice, son para el vientre, y el vientre para los alimentos; Dios destruirá a éstos como a aquél. Pero el cuerpo no es para la fornicación, es para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Cor 6,13). A diferencia del vientre, es decir, de la carne perecedera (cf. Flp 3,19), que no puede heredar del reino de Dios (1Cor 15,50), el cuerpo debe resucitar como el Señor (1Cor 6,14), es miembro de Cristo (6,15), templo del Espíritu Santo (6,19). Así pues, hay que glorificar a Dios en el propio cuerpo (6,20). Al paso que la carne vuelve al polvo, el cuerpo está destinado al Señor. De ahí su incomparable dignidad.

2. El cuerpo de Cristo.

Más exactamente, esta dignidad viene del hecho de haber sido el cuerpo rescatado por Cristo. En efecto, Jesús tomó el “cuerpo de la carne” (Col 1,22), que lo sometió a la ley (Gál 4,4). Por esta razón, entrando en la “semejanza de la carne del pecado” (Rom 8,3) vino a ser “maldición para nosotros” (Gál 3,13), “se hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21); en fin, fue sometido al poder de la muerte, pero su muerte fue una muerte al pecado, de una vez para siempre (Rom 6,10). Así, al vencer a la muerte, venció a la carne y al pecado; los poderes que crucificaron a Jesús fueron despojados de su poder (1Cor 2,6.8; Col 2,15). Así pues, condenó al pecado (Rom 8,3), transformando la maldición de la ley en bendición (Gál 3,13s; Ef 2,15). Y no sólo nos libró así de una servidumbre, sino que, propiamente hablando, nos incorporó a él: el alcance universal de su vida y de su pasión redentora hace que en adelante no haya ya sino un “solo” cuerpo, el cuerpo de Cristo.

3. El cuerpo del cristiano.

Por eso todo creyente unido a Cristo puede ahora ya triunfar de los poderes a que había estado sometido en otro tiempo, ley, pecado, muerte, a través del cuerpo de Cristo. “Murió para la ley” (Rom 7,4), su “cuerpo de pecado quedó destruido” (6,6), y así está “despojado de ese cuerpo carnal” que va a la muerte (Col 2,11). Así, el cristiano, que recibiendo el bautismo ha recorrido el itinerario entero de Cristo, debe seguirlo en su vida día tras día; debe ofrecer su cuerpo en sacrificio viviente (Rom 12,1).

La dignidad del cuerpo no alcanza acá abajo su máximum: el cuerpo de esta miseria terrena y pecadora será transformado en cuerpo de gloria (Flp 3,21), en un “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44), incorruptible, que nos hará “revestir la imagen del Adán celestial” (15-49). El paso del cuerpo mortal al cuerpo de Cristo celestial quisiéramos verlo realizarse con una transformación inmediata, “en un abrir y cerrar de ojos”, como el día de la parusía. Pero debemos estar prontos para otro destino: el paso doloroso por la muerte. Debemos, pues, “preferir abandonar este cuerpo para ir a morar junto al Señor” (2Cor 5,8) en espera de la resurrección de nuestro cuerpo, por la que formaremos finalmente y para siempre el cuerpo único de Cristo.

XAVIER LÉON-DUFOUR