Cuerpo de Cristo.

Según el NT, el cuerpo de Cristo desempeña una función capital en el misterio de la redención. Pero la expresión reviste diferentes sentidos: unas veces designa el cuerpo individual de Jesús, otras su cuerpo eucarístico, otras el cuerpo del que nosotros somos miembros y que es la Iglesia.

1. EL CUERPO INDIVIDUAL DE JESÚS.

1. Jesús en su vida corporal.

Jesús compartió nuestra vida corporal: este hecho básico aparece en todas las páginas del NT. Según la carne, dice Pablo, desciende de los patriarcas y de la posteridad de David (Rom 1,3; 9,5); nació de una mujer (Gál 4,4). En los evangelios se impone por todas partes la realidad de su naturaleza humana, sin que sea necesario mencionar explícitamente su cuerpo: está sujeto al hambre (Mt 4,2 p), a la fatiga (Jn 4,6), a la sed (4,7), al sueño (Mt 4,38), al sufrimiento... Para insistir en estas mismas realidades, Juan habla más bien de la carne de Jesús (cf. Jn 1,14), fulminando el anatema contra los que niegan a “Jesús venido en carne” (1Jn 4,2; 2Jn 7).

2. La muerte corporal de Jesús.

Esta atención al cuerpo de Jesús se redobla en los relatos de la pasión. Ya en la comida de Betania su cuerpo es ungido con miras a su sepultura (Mt 26,12 p). Finalmente muere en la cruz (Mt 27,50 p) y es sepultado (Mt 27,58ss p; Jn 19,38ss). Pero este fin trivial, idéntico al de todos los hombres tiene, no obstante, un significado particular en el misterio de la salvación: en la cruz llevó Jesús nuestros pecados en su cuerpo (1Pe 2,24); Dios nos reconcilió en su cuerpo de carne entregándolo a la muerte (Col 1,22). El cuerpo de Cristo, verdadero cordero pascual (1Cor 5,7), fue, pues, el instrumento de nuestra redención; de su costado abierto brotó la sangre y el agua (Jn 19,33ss). Igualmente la carta a los Hebreos, para presentar el sacrificio de Cristo, presta particular atención a su cuerpo. Desde su entrada en el mundo se disponía Jesús ya a ofrecerse, puesto que Dios le había “formado un cuerpo” (Heb 10,5), y finalmente por “la oblación de su cuerpo” nos santificó una vez por todas (Heb 10,10).

3. La glorificación del cuerpo de Jesús.

Sin embargo, el misterio no terminó con la muerte corporal de Jesús: se consumó con su resurrección. Los evangelistas subrayan que el cuerpo de Cristo resucitado es muy real (Lc 24,39.32; Jn 20,27), pero también que no está ya sujeto a las mismas condiciones de existencia que antes de la pasión (Jn 20,19.26). No es ya un “cuerpo psíquico” (1Cor 15,44), sino un cuerpo de gloria” (Flp 3,21), un “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44). Con ello se revela en forma espléndida el sentido sagrado del cuerpo de Jesús en la nueva economía inaugurada por la encarnación: destruido y luego reedificado en tres días, ha reemplazado al antiguo templo como signo de la presencia de Dios entre los hombres (Jn 2,18-22).

II. EL SACRAMENTO DEL CUERPO DE CRISTO.

1. Esto es mi cuerpo.

Después de la resurrección el cuerpo de Cristo no tiene sólo una existencia celestial, invisible, “a la diestra de Dios” (Heb 10,12). En efecto, Jesús, antes de morir, instituyó un rito para perpetuar bajo signos la presencia terrenal de su cuerpo sacrificado. Los relatos de la institución eucarística muestran que este rito fue inaugurado en la perspectiva de la cruz muy próxima, manifestando así el sentido de la muerte corporal de Jesús: “Esto es mi cuerpo por vosotros” (iCor 11,24 p); “esto es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por una multitud” (Mt 14,24 p). Lo que los signos del pan y del vino harán desde ahora presente acá en la tierra, es, pues, el cuerpo de Jesús entregado, su sangre derramada.

2. La experiencia eucarística de la Iglesia.

En efecto, el mismo rito, repetido en la Iglesia, es el memorial de la muerte de Cristo (1Cor 11,24ss). Sin embargo, ahora está situado en la luz de la resurrección, por la cual el cuerpo de Cristo ha venido a ser “espíritu vivificante” (15-45); tiene además una orientación escatológica, puesto que anuncia el retorno del Señor e invita a aguardarlo (11,26).

Con este rito hace, pues, la Iglesia una experiencia de índole particular: la “comunión en el cuerpo de Cristo” le hace revivir todos los aspectos esenciales del misterio de la salvación.

III. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO.

1. Miembros de un cuerpo único.

Por la experiencia eucarística tomamos también conciencia de que somos miembros del cuerpo de Cristo. “El pan que comemos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, nosotros formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,16s). Nuestra unión con Cristo debe, pues, entenderse en forma muy realista; nosotros somos verdaderamente sus miembros, y el cristiano que se entrega a la fornicación “toma un miembro de Cristo para unirlo con una prostituta” (1Cor 6,15). Cuando Pablo dice que todos nosotros formamos un solo cuerpo (1Cor 12, 12), que somos miembros unos de otros (Rom 12,5), no se trata, pues, de una simple metáfora, como en la fábula griega de los miembros y del estómago, que el Apóstol explota en esta ocasión (1Cor 12,14-26). Su propio cuerpo unifica los miembros múltiples que forman los creyentes por el bautismo (1Cor 12,13.27) y por la comunión eucarística (1Cor 10,17). En él cada cristiano tiene una función particular con miras al bien del conjunto (1Cor 12,27-30; Rom 12,4). En una palabra, en torno al cuerpo individual de Jesús se realiza la unidad de los hombres, llamados a agregarse a este cuerpo.

2. El cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

En las cartas de la cautividad vuelve san Pablo a la misma doctrina en una perspectiva más completa, que pone más de relieve a Cristo como cabeza del cuerpo, y por tanto de la Iglesia (Col 1,18) e insiste al mismo tiempo en su papel cósmico en cuanto creador (Col 1,16s; Ef 1,22) y en su superioridad respecto a los ángeles (Col 1,16; 2,10; Ef 1,21). Así como un marido ama a su mujer “como a su propio cuerpo” (Ef 5,28), del que él es la cabeza (Ef 5,23), así Cristo ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella (Ef 5,25), siendo como es el salvador del cuerpo (Ef 5,23). Así la Iglesia es su cuerpo, su plenitud (Ef 1,23; Col 1,24), y él mismo es la cabeza (Col 1,18; Ef 1,22), que garantiza la unidad de este cuerpo (Col 2,19). Así pues, en este cuerpo somos todos nosotros miembros (Ef 5,30), no formamos más que uno (Col 3,15); en efecto, sea cual fuere nuestro origen, todos somos reconciliados para formar un solo pueblo, un solo hombre nuevo (Ef 2,14-16). Tal es en su totalidad el desenvolvimiento del cuerpo de Cristo. La experiencia cristiana, fundada en la realidad histórica del Cristo corporal y en la práctica eucarística, ayuda aquí a formular en toda su profundidad el misterio de la Iglesia.

3. El cuerpo de Cristo y nuestros cuerpos.

Nuestros cuerpos, injertados en Cristo, hechos sus miembros y templos del Espíritu Santo (1Cor 6,19), están llamados a entrar también ellos en este mundo nuevo: resucitarán con “Cristo, que transfigurará nuestros cuerpos de miseria para conformarlos a su cuerpo de gloria” (Flp 3,20s). Así se consumará el papel del cuerpo de Cristo en nuestra redención.

Francois Amiot