Confianza.

El hombre, que tiene que habérselas con la vida y con sus peligros, necesita apoyos con que poder contar (heb. batah), refugios donde acogerse (hasah); para perseverar en medio de las pruebas y esperar llegar a la meta hay que tener confianza. Pero ¿en quién habrá que confiar?

1. Confianza y fe en Dios.

Desde los principios se plantea el problema, y Dios revela la respuesta; al prohibir al hombre el fruto del árbol de la ciencia, lo invita a fiarse de él solo para discernir el bien del mal (Gén 2,17). Creer en la palabra divina es escoger entre dos sabidurías, fiarse de la de Dios y renunciar a poner la confianza en el propio sentir (Prov 3,5); es también fiarse de la omnipotencia del Creador, porque todo es obra suya en el cielo como en la tierra (Gén 1.1; Sal 115, 3.15): el hombre no tiene, pues, nada que temer de las criaturas, teniendo más bien la misión de dominarlas (Gén 1,28).

Pero el hombre y la mujer, que prefirieron fiarse de una criatura. aprenden por experiencia que eso es fiarse de la mentira (Gén 3,4ss; In 8,44; Ap 12,9); ambos gustan los frutos de su vana confianza; tienen miedo de Dios y vergüenza el uno frente al otro; la fecundidad de la mujer y de la tierra se vuelven dolorosas; en fin, pasarán por la experiencia de la muerte (Gén 3,7.10. 16-19).

A pesar del ejemplo de Abraham, que confió hasta el sacrificio (Gén 22,8-14; Heb 11,17) porque estaba seguro de que “Dios proveerá”, el pueblo de Israel no se fía del todopoderoso que lo ha liberado y de su amor que lo ha escogido gratuitamente como hijo (Dt 32,6.1Oss); privado de todo apoyo creado en medio del desierto (Ex 16,3), añora su servidumbre y murmura. A lo largo de su historia no quiere fiarse de su Dios (Is 30,15; 50,10) y prefiere a ídolos, cuya “impostura” (Jer 13,25) y cuya “nada” (Is 59,4; cf. Sal 115,8) denuncian los profetas. También los sabios afirman que es vano apoyarse en la riqueza (Prov 11,28; Sal 49, 7s), en la violencia (Sal 62,11), en los príncipes (Sal 118,8s; 146,3); insensato es el hombre que se fía de su propio parecer (Prov 28,26). En una palabra, “maldito el hombre que se fía del hombre... Dichoso el que se fía de Yahveh” (Jer 17,5.7). Jesús acaba de revelar la exigencia de esta máxima: recuerda la necesidad de la elección inicial que desecha a todo señor, fuera de aquel cuyo poder, sabiduría y amor paterno merecen una confianza absoluta (Mt 6,24-34); lejos de confiar en nuestra propia justicia (Lc 18,9.14), hay que buscar la del reino (Mt 5,20; 6,33), que viene de solo Dios y sólo es accesible a la fe (Flp 3,4-9).

2. Confianza y oración humilde.

La confianza en Dios, que radica en esta fe, es tanto más inquebrantable cuanto es más humilde. En efecto, para tener confianza no se trata de desconocer la acción en el mundo, de los malos poderes que pretenden dominarlo (Mt 4,8s; 1Jn 5,19), y menos aún de olvidar que uno es pecador. Se trata de reconocer la omnipotencia y la misericordia del Creador, que quiere salvar a todos los hombres (1Tim 2,4) y hacerlos sus hijos adoptivos en Jesucristo (Ef 1,3ss.)

Ya Judit predicaba una confianza incondicional, de la que daba un ejemplo inolvidable (Jdt 8,11-17; 13, 19); es que invocaba a su Dios, a la vez como el salvador de aquellos cuya situación es desesperada y como el Dios de los humildes (9,11); la confianza y la humildad son, en efecto, inseparables. Se expresan en la oración de los pobres que, como Susana, sin defensa y en peligro mortal, tienen el corazón seguro en Dios (Dan 13,35). “Del fondo del abismo” (Sal 130,1) brotan, pues, las llamadas confiadas de los salmos: “El Señor piensa en sí, pobre y desgraciado” (Sal 40,18); “en tu amor confío” (13,6); “al que confía en Yahveh, le ciñe la gracia” (32,10); “dichoso el que se refugia en él” (2,12). El salmo 131 es la pura expresión de esta humilde confianza, a la que Jesús va a dar su perfeccionamiento.

Invita, en efecto, a sus discípulos a abrirse como niños al don de Dios (Mc 10,15); la oración al Padre celestial está entonces segura de obtener todo (Lc 11,9-13 p); por ella obtiene el pecador la justificación y la salvación (Lc 7,50; 18,13s); por ella recobra el hombre su poder sobre la creación (Mc 11,22ss; cf. Sab 16,24). Sin embargo, los hijos de Dios deben contar con que los impíos hagan mofa de ellos y los persigan precisamente por razón de confianza filial; Jesús mismo pasó por esta experiencia (Mt 27,43; cf. Sab 2,18) en el momento en que, consumandosu sacrificio, expiraba en un grito de confianza (Lc 23,46).

3. Confianza y gozosa seguridad.

Por este acto de amor confiado reportaba Jesús la victoria sobre todos los poderes del mal y atraía a todos los hombres a sí (Jn 12,21s; 16, 33). No sólo suscitaba su confianza, sino que fundaba su seguridad. En efecto. el discípulo confiado se convierte en testigo fiel; apoyando su fidelidad en la de Dios, confía que la gracia acabará su obra (Hech 20,32; 2Tes 3,3s; Flp 1,6; 1Cor 1,7ss). Esta confianza que afirma el Apóstol aun en las horas de crisis (Gál 5,10), le da una seguridad indefectible para anunciar con toda libertad (parresía) la palabra de Dios (1Tes 2,2; Hech 28,31). Si ya los primeros discípulos habían dado testimonio con tanta seguridad, es que su confianza había obtenido esa gracia por la oración (Hech 4,24-31).

Esta confianza inquebrantable, condición de la fidelidad (Heb 3,14), da a los testigos de Cristo una seguridad gozosa y valiente (3,6); saben que tienen acceso al trono de la gracia (4,16), cuya vía se les abre por la sangre de Jesús (10,19); sus arrestos no tienen nada que temer (13,6); nada los separará del amor de Dios (Rom 8,38s) que, después de haberlos justificado, les ha sido comunicado y los hace valientes y constantes en la prueba (Rom 5,1-5), de modo que todo, lo saben muy bien, contribuye a su bien (Rom 8,28).

La confianza, que es condición de la fidelidad, es de rechazo confirmada por ésta. Porque el amor, del que es prueba la fidelidad perseverante (Jn 15,10), da a la confianza su plenitud. Sólo los que permanecen en el amor tendrán plena seguridad el día del juicio y del advenimiento de Cristo, pues el amor perfecto destierra el temor (1Jn 2,28; 4,16ss). Desde ahora saben que Dios escucha y despacha su oración y que su tristeza presente se cambiará en gozo, un gozo que nadie les podrá quitar, pues es el gozo del Hijo de Dios (Jn 16,20ss; 17,13).

MARC-FRANÇOIS LACAN