Cisma.

Un simple matiz distingue en 1Cor el cisma (desgarramiento) de la herejía. Estas disensiones, figuradas por las que existieron en Israel en  contradicción con su naturaleza de “asamblea de Yahveh” (1Par 28,8), fraccionan a la Iglesia en clanes rivales y contradicen a su naturaleza de cuerpo de Cristo.

AT.

1. El pecado transforma en cisma las divisiones naturales.

La división (repartición) de los hombres en pueblos, lenguas, habitats distintos, es un proceso natural (Gén 1, 28; 9,1; 10) y preparatorio de la historia de la salvación (Dt 32.8s). pero el pecado lo convierte en fuente de numerosos conflictos. Así, las palabras que expresan la división asumen con frecuencia un sentido peyorativo de desgarramiento de la unidad (Sal 55,10; cf. Gén 49,7; Lam 4,16), de una dispersión que castiga la soberbia humana (Gén 11,1-9).

Con Abraham, en cuya descendencia serán benditas todas las naciones (Gén 12,7; 13,15; 22,17s; cf. Gál 3,16), se inauguran la reunión de los creyentes (Gál 3,7ss) y la restauración de la unidad humana. Pero ¡cuántos conflictos todavía, antes de la reunión final en torno al Cordero (A 7,9)!

2. El cisma amenaza a la vida de fe del pueblo elegido y compromete su testimonio.

La unidad del pueblo elegido, precaria en el plano sociológico (2Sa 5,5; 15,6.13; 19,41-20,2), estaba fundada en una comunidad de fe: la alianza con Yahveh era sobre todo la que ligaba a las tribus confederadas en una misma ley y un mismo culto (Éx 24,4-8; Jos 24). Las peregrinaciones y reuniones periódicas alrededor de un santuario central (Siquem, Silo..., luego el templo de Jerusalén) fomentaban la unidad de las tribus y la mantenían en el plano religioso. Por el contrario, es pecado para una tribu sustraerse a la guerra santa (Núm 32,23; Jue 5,23) y erigir un lugar de culto rival del santuario central (Jos 22,29); mientras que la división en dos reinos distintos no se censura en ninguna parte como acontecimiento político, sino que es presentada como iniciativa de Dios (1Re 11,31-39; 12,24; 2Re 17,21), que castiga así las faltas de Salomón (1Re 11,33). La ruptura se condena, pues, sin duda, bajo su aspecto de cisma religioso: el pecado de Jeroboam consistió en desviar a los israelitas del santuario central de Jerusalén, erigiendo santuarios concurrentes (12, 27s), en hacer reposar la presencia divina sobre un pedestal en forma de toro, fomentando así confusiones idolátricas (12,28.32; 14,9; 16,26; 2Re 10,29; 17,16; Os 8,5s), y en establecer en Betel sacerdotes no descendientes de Leví (1Re 12,31; 13,33; cf. 2Par 13,4-12).

Ciertos textos exílicos que anuncian la reunificación de Israel y de Judá sugieren que el cisma coarta no sólo la vida de fe del pueblo santo, sino también la fuerza de su testimonio ante las naciones (Is 43,10ss; 44,8). Para que éstas se reúnan en Sión (Jer 3,17) es preciso que Judá marche con Israel (3,18; cf. Is 11,12ss; Ez 37,11s.28). La unidad del pueblo santo es como el reflejo y la atestación de la unicidad de su Dios.

NT.

Jesús, “signo que será objeto de contradicción” (Lc 2,34), trae la división (12,51) hasta a las familias (vv. 52s), entre los que están con él y los que están contra él (cf. Jn 7,43; 9,16; 10,19). Pero así sólo turba una paz ilusoria o demasiado natural, porque vino a “reunir a los dispersos” (Jn 11,52; cf. 10,16), a “matar el odio”, a destruir las barreras y establecer entre los hombres la verdadera paz, haciéndolos hijos del mismo Padre, miembros del mismo cuerpo, animados por el mismo Espíritu (Ef 2,14-18). En este cuerpo la división eventual aparece como una monstruosidad (1Cor 12;25): es un fruto de la “carne” (Gál 5,20; cf. 1Cor 3,3s), proveedora del pecado.

Los cismas nacidos de los carismas. Sobre todo en Corinto halla Pablo el mal de las divisiones entre fieles (1Cor 1,10; 11,18s; 12,25). Ahora bien, escribe, “¿Cristo está dividido?” ¿No fueron bautizados los corintios en el solo nombre de Cristo, no fue él solo quien los salvó con su muerte (1,13)? Los que fomentan las facciones no son realmente “sabios” (2,6) ni “espirituales” (3,1), Y Pablo condena las disensiones que provoca una solicitud desordenada por los carismas espectaculares; se olvida la única fuente divina de los dones diversos y la edificación perseguida por el Espíritu, que los distribuye a su arbitrio (12, 11). Algunos, comilones y egoístas en el ágape, agravan el escándalo de la división (11,22.27-32). Todos, en fin, desconocen el mayos de los dones espirituales (12,31), el único indispensable (13,1ss); el amor fraterno, que produciendo directamente la unión y la edificación (8,1), excluye la división.

Los cismas alteran el testimonio de la Iglesia. Así pues, los desgarramientos interiores, aun conservando la unidad de la fe (a la que amenazan, sin embargo, cada vez que siguen o preceden a una propaganda herética), contradicen a la naturaleza de la Iglesia y hieren la caridad. Juan sugiere una consecuencia importante de este segundo efecto: el testimonio que la Iglesia debe dar de Cristo se ve impedido, puesto que por el amor mutuo de los cristianos se los debe reconocer como sus discípulos (Jn 13,35). La túnica inconsútil y no “desgarrada” (19,23s) significa quizá que Jesús es el sumo sacerdote de su sacrificio y que su Iglesia es indivisa; en todo caso, él se sacrificó (17,19) para que los suyos fueran uno y revelaran así al mundo la comunión de amor instaurada por el Enviado del Padre (17, 21,23).

 

PAUL TERNANT