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EL «COMPROMISO ÉTICO»

El «conflicto» de por sí no es malo, sino que es simplemente una realidad de hecho. Muchas veces aparece la tentación de querer «negar» la existencia de conflictos (tanto interiores, como sociales) como forma de encontrar la «paz». Esta pretensión es absolutamente ilusoria, y por tanto éticamente inválida, ya que no por «negarlo» el conflicto desaparece.

La única forma de resolver los conflictos es tomando conciencia de ellos, asumiéndolos como reales, y buscando soluciones que resuelvan el fondo de la cuestión. El problema del conflicto es cuando se convierte en angustia porque no somos conscientes de él, no sabemos cómo asumirlo, o no queremos asumirlo (no queremos resolver la contradicción) por comodidad u otras razones.

En la situación real de conflicto en que la persona se encuentra entre su búsqueda de autenticidad y la oposición que las estructuras sociales despersonalizantes le hacen, la persona éticamente madura asumirá la tensión permanente vital que implica, y tendrá una actitud de «compromiso ético social».

Ello implica, además de desarrollar una estrategia de transformación social, también el elaborar un marco de situación que le permita crecer, viviendo la «mayor coherencia posible», midiendo sus fuerzas y asumiendo un nivel de tensión que sea soportable.

Para que el compromiso ético sea válido debe cumplir con una serie de condiciones que posibiliten su propia autenticidad. Un riesgo permanente del compromiso ético es el de derivar hacia la mediocridad, la mayor parte de las veces inconsciente, por lo que su validez ética depende de su permanente renovación.

Revitalizar el ideal y la utopía.

La primera condición consiste en la necesidad de revitalizar permanentemente el ideal de sociedad (utopía) y de persona (ideal de sí) que se persigue, sin perderlo de vista nunca en el propio horizonte.

Es difícil de cumplir con esta primera condición, ya que resulta fácil el caer en la tentación de considerar que uno lo tiene claro simplemente porque en algún momento de su vida lo elaboró seriamente. La utopía/ideal tiende a desvanecerse, a perder fuerza, a irse rebajando insensiblemente. Por sí misma la utopía/ideal no es capaz de mantener su riqueza y fuerza en la persona, sino que necesita una permanente revitalización.

También la persona va variando permanentemente su experiencia y percepción del mundo, y ello le exige una permanente reformulación de su utopía/ideal. A su vez, la claridad intelectual a la que hacíamos referencia recién, no implica de por sí una fuerza motivacional para la persona. Se puede tener «claro» algo y no tener la fuerza (y las ganas) de llevarlo adelante.

Hay que volver siempre a las raíces de uno mismo, a aquello que constituye su fuerza motivacional, su raíz de sentido vital, y revitalizarlo. Para usar una imagen que me es muy querida: caminar por la vida y la historia va cubriendo de polvo la razón del caminar, y es imprescindible estarla sacudiendo permanentemente.

Si la persona (o el grupo, obviamente) pierden, aún insensiblemente, su utopía/ideal su futuro será el de disminuir la velocidad o incluso abandonar de la marcha, y por sobre todo, perder la meta hacia la cual se caminaba.

Un discernimiento sistemático.

En segundo lugar, es imprescindible una actitud de discernimiento sistemático. Se trata de asumir la vida como una permanente tensión entre realidad e ideal, buscando la paz no en la evasión, sino en resolver «del mejor modo posible» cada uno de los conflictos que se le presentan.

Esta es una actitud difícil de mantener, ya que supone una considerable tensión y conflicto tener que replantearse en forma sistemática las soluciones de compromiso que ya alcanzó. toda persona quiere ir «solucionando» conflictos, y le cuesta enormemente tener que replanteárselos. Tiene la gran tentación de caer en un «statu quo» más o menos cómodo, y ahí quedarse.

A pesar de que exige fuerza de voluntad y un verdadero coraje (suele exigir mucho más coraje volver a enfrentar los viejos problemas que los nuevos), exige también método y sistematicidad. El «examen de conciencia» y la «revisión de vida» son dos de los múltiples ejemplos de intentos de sistematizar desde la práctica de fe, este aspecto.

Nunca se puede presuponer que la solución una vez alcanzada seguirá siendo válida hoy. Dado que se trata siempre de soluciones parciales, ya que nunca se alcanza el ideal en plenitud, siempre es posible que exista en el presente una solución mejor, aunque resulte más exigente.

Caer en la tentación de no replantearse la solución ya alcanzada de los conflictos, conlleva a un acomodamiento que necesariamente va deslizándose hacia la mediocridad. No se trata en modo alguno de vivir obsesionado o en permanente angustia porque «tal vez me tendría que exigir más», pero sí se trata de asumir que nunca tendremos la solución válida definitiva.

Los pies en la tierra: una criticidad realista.

La tercera y fundamental condición establece la necesidad imprescindible de mantener una criticidad realista. Se trata de asumir simultáneamente, por un lado la limitación propia y los condicionamientos sociales, y por el otro lado las posibilidades propias y los márgenes de acción que la realidad permite.

Obviamente todos estos criterios están íntimamente relacionados, y tal vez se pudiese resumir éste punto dentro del anterior, sin embargo considero que tiene una relevancia propia.

No se puede hacer un discernimiento sistemático, que sea válido, si no hay un análisis actualizado de los límites y posibilidades con que se encuentra la persona. Siempre el compromiso ético surge del desencuentro entre exigencias y posibilidades, entre lo que el utopía/ideal exige y lo que la realidad permite.

Lo que la realidad permite varía constantemente, tanto en lo personal como en lo social. Las propias fuerzas (afectivas, espirituales, físicas, etc.) varían enormemente de un período a otro, y lo que no se sentía uno con fuerzas para encarar en un determinado momento puede verse al revés en otro. La experiencia acumulada, la maduración personal, la reformulación de la utopía/ideal, el progresivo envejecimiento o la enfermedad, etc., todo va configurando en más o en menos, una realidad diferente en el sujeto. Esa realidad hay que tenerla permanentemente clarificada.

También la realidad social varía constantemente. Porque la historia no se detiene, ni se detiene lo que el ser humano va comprendiendo de ella. Cada momento y cada situación de algún modo varían el conjunto, o por lo menos, pueden variar el lugar específico de inserción del sujeto. Varía la «realidad en sí», y varía la forma de percibirla, es decir, la «realidad para mí». En ambos casos varía «la realidad» en cuanto lugar de acción del sujeto. Los límites y las posibilidades de acción son diferentes, y las metas y objetivos perseguibles a corto o mediano plazo también.

Es fácil quedarse estabilizado (o estancado) en un análisis de realidad que se hizo en un determinado momento. Luchar contra una realidad que ya no es tal, es tan ilusorio como pretender unas fuerzas que ya no se tienen. Nadie tiene derecho a exigirse más de lo que le es posible ya que se está condenando a la frustración, y nadie tiene derecho a exigirse menos, porque se está condenando a la mediocridad.

La «cruz»: pagar un precio por lo que se cree.

En cuarto lugar, se trata de estar dispuesto permanentemente a «pagar un precio» para mantener el nivel de coherencia irrenunciable en el caso concreto. Es el valor inexcusable del «testimonio».

El compromiso ético es la búsqueda de la mejor solución posible en el caso concreto (aquí y ahora), sabiendo que implica renuncias frente a la utopía/ideal. Pero no cualquier compromiso es válido, hay mínimos que no se pueden rebajar so pena de caer en la indignidad. La autenticidad de la persona, su coherencia y dignidad subjetiva y objetiva, implican mínimos que no se pueden traspasar. En este sentido tiene plena validez frases como la que dice: «más vale morir de pie que vivir de rodillas».

Desde la perspectiva de la fe se trata de asumir la dimensión de la cruz. La cruz no es un valor en sí mismo, pero tampoco el asumirla implica necesariamente ser «masoquista». Se trata de un problema de coherencia: hasta cierto punto se puede aflojar frente a la utopía/ideal para hacer posible un proceso, aunque sea lento, pero desde cierto punto no se puede aflojar más so pena de traicionarse en lo más profundo de sí mismo.

La cruz no es querida ni buscada, pero tampoco es evitada. Es el «castigo» que las estructuras le imponen a quien no se les somete. Castigo que tiene múltiples niveles y dimensiones, que pueden ir desde la pérdida de prestigio social (también al interior de la familia), a la punición económica (no créditos, pérdida de empleo, etc.), e inclusive al riesgo de vida.

La cruz no es una eventualidad, es una certeza. No se trata de que necesariamente le cueste a uno la vida (esperemos y recemos), pero sí se trata de tener claro que no se puede luchar por transformar la realidad y simultáneamente salir triunfante y airoso en ella. Los sistemas son crueles para quienes no se someten, y hay momentos en los que hay que estar dispuesto a «pagar el precio» que sea por mantener la coherencia.

Es el tema del «testimonio», porque en definitiva se trata de dar testimonio de aquello en lo que se cree y le da sentido a la propia vida, es dar testimonio de que «vivir» no es mantener la vida, sino encontrarle el pleno sentido aún a costa de su entrega. A partir de la praxis de Jesús, cruz y resurrección van indisolublemente unidas.

La alegría de vivir.

Por último, hay que desarrollar una verdadera alegría de vivir. Se trata de reconciliarse con la propia vida, tanto en la dimensión de sus posibilidades, como de sus limitaciones, de modo de vivir «entusiasmado» con el propio proyecto.

El tema de la «reconciliación» con la propia vida y la propia realidad social es imprescindible para permitir un verdadero proceso de realización. Una actitud de sistemática «enemistad» con la propia vida hace imposible cualquier proyecto de felicidad.

La posibilidad de «reconciliarse» tiene una dimensión sicológica (pueden haber trabas sicológicas para asumir determinadas realidades personales), pero tiene fundamentalmente una dimensión de voluntad. Justamente el proceso de maduración de la persona significa el ir teniendo una actitud profundamente positiva hacia la vida, simultáneamente que se profundiza en el conocimiento y reconocimiento de las propias limitaciones y carencias.

La aceptación de sí y de sus circunstancias no quedando paralizado por las limitaciones, sino aprovechando al máximo las posibilidades en un proyecto de vida positivo, es el camino a recorrer si se quiere alcanzar la felicidad real.

No es raro encontrar mucha amargura y pesimismo en círculos de gente que lucha por construir algo nuevo. La «acidez» permanente, la inconformidad frente a cualquier solución, la reivindicación de lo totalmente «puro» como lo único válido y la constatación de la imposibilidad de implementación práctica, destruyen la vida de personas que justamente por su compromiso deberían ser las más realizadas. Muchos testimonios son verdaderamente arruinados, porque la imagen que presentan quienes los sostienen hacen huir a cualquiera que «ame la vida».

No se trata de «acomodarse» para pasarla bien (ya debería estar claro a esta altura), ni se trata de buscar espacios de «alienación» o «compensación» para mitigar las cruces de la militancia. Se trata de vivir el propio compromiso como lo válido y positivo. Se trata de desarrollar la alegría de vivir en esta historia, a pesar de todo; la alegría de ser libre y poder luchar por su transformación; la alegría de saberse y sentirse llamado por Cristo a participar en la construcción de su Reino. Como el mismo Jesús nos lo anunció, y San Pablo nos confirmó con su experiencia personal: nada ni nadie podrá jamás quitarnos esa alegría.[1]

CONCLUSIÓN: «RADICALIDAD» Y «COMPROMISO»

El compromiso es el intento de un cierto acomodamiento que la persona hace ante sí misma. No se trata únicamente de enfrentar estructuras sociales deshumanizantes, sino que también es el esfuerzo de conciliar objetivos y deseos contradictorios a través de reducciones y renunciando a su plena realización. Es, así, el intento de alcanzar un modus vivendi entre dos obligaciones (p.e. familia y trabajo) o dos valores (p.e. solidaridad con el amigo y justicia objetiva), o de armonizar recíprocamente objetivos y fuerzas.

En algunos ambientes este tipo de planteo genera en primera instancia un rechazo, ya que no se acepta como válido nada que no sea absolutamente «puro». No obstante, la propia ambigüedad de la vida hace que de hecho la persona jamás pueda vivir realmente con total integridad la pureza de sus ideales. La experiencia de los propios límites (físicos, intelectuales, educativos, afectivos, etc.), así como la experiencia de las propias fallas, hace que sea incuestionable para toda persona madura el descubrir de hecho en su vida una situación de «acomodamiento» entre los ideales y la realidad vivida.

El problema radica en que ese «acomodamiento» puede ser asumido en forma negativa (resignación, evasión, etc.) o en forma positiva (compromiso). La diferencia entre una postura y otra, implica la posibilidad o no de realizarse ya que la actitud negativa inhibe el aprovechamiento de las posibilidades reales de que la persona dispone. En otras palabras, de asumir la realidad permanente de compromiso depende la posibilidad de ser verdaderamente libre (adueñándose de la propia vida) o de alienarse ideológicamente (en un mundo que termina justificando casi cualquier cosa).

La clave del tema del compromiso ético radica siempre en que la aplicación de este principio debe ser verificada sistemáticamente, buscando siempre una mayor claridad, y una mejor «solución» (una postura más coherente aún).

El peligro radica en adaptarse satisfecho a un compromiso. Esa actitud es esencialmente negativa. El compromiso debería ser en realidad, como una herida siempre abierta, que permanentemente exige buscar un camino para una mayor realización. La «radicalidad» no significa habitar ya en un mundo perfecto, que no existe, sino en vivir en «éste mundo» tan ambiguo, sin perder nunca el hambre y sed del otro, y trabajando eficazmente por construirlo desde ahora.

El compromiso ético no es de por sí algo peligroso ni una traición al bien. Por el contrario, es fundamentalmente el intento de obtener el bien tal como es alcanzable. Toda la vida es compromiso, pero debe ser consciente y responsablemente asumido.

Aún las acciones más radicales sólo aparentemente son sin compromiso, ya que por muy ideal que fuese la postura sostenida siempre por lo menos estará limitada por el espacio y el tiempo, o sea, siempre es posible un bien más amplio y más duradero del alcanzado. Por eso la oposición no se plantea entre compromiso y acción radical, sino entre un compromiso bueno (el mejor posible), y uno malo.

La «pureza» de la radicalidad no consiste en no estar «contaminado», ya que somos «hijos» de esta sociedad y de sus estructuras de pecado también participamos. Tampoco consiste en ser omnipotente y cambiarlo todo de golpe, porque no es posible. Tampoco consiste en tener buenas intenciones, porque lo que fundamentalmente cuenta es la eficacia histórica de la transformación, en sí, y en la sociedad.

La «pureza» de la radicalidad consiste en mantenerse siempre radicalmente despierto en una criticidad positiva y en un discernimiento sistemáticos. También consiste en asumir la vida como una permanente tensión entre utopía/ideal y realidad, donde jamás perder ninguno de los extremos. Por último, también consiste en asumir que el aporte que realizamos en la historia es insustituible, pero también es «micro», y por tanto no cargarnos las espaldas con la responsabilidad del universo.

Existe la «cruz», pero al centro está la esperanza de que el valor del testimonio dado por el «precio pagado» con el propio sufrimiento, un día sea comprendido, y eso refuerce el juicio ético por aquella escala de valores que está en la raíz del testimonio, y que así ejerza un influjo histórico sobre la conciencia moral común.

Las acciones de testimonio activo, inscriben un elemento de esperanza en la conflictualidad histórica, no sólo para el sujeto, siendo anticipaciones significativas (incluso a pesar de su aparente fracaso) de un mundo mejor.

Alegría y entrega, entusiasmo y realismo, prisa y paciencia...   El llamado del Señor y la interpelación de la historia nos ponen en camino. Hay que caminar con todas las fuerzas y sin detenerse, pero sin dejar de disfrutar del propio camino y de la multitud de compañeros que, de mil modos distintos, también caminan con nosotros.

 



[1]Cfr. Jn 16, 18-33; Rom 8, 28-39.