3
EL «COMPROMISO ÉTICO»
El
«conflicto» de por sí no es malo, sino que es simplemente una realidad de
hecho. Muchas veces aparece la tentación de querer «negar» la existencia de
conflictos (tanto interiores, como sociales) como forma de encontrar la «paz».
Esta pretensión es absolutamente ilusoria, y por tanto éticamente inválida,
ya que no por «negarlo» el conflicto desaparece.
La
única forma de resolver los conflictos es tomando conciencia de ellos, asumiéndolos
como reales, y buscando soluciones que resuelvan el fondo de la cuestión. El
problema del conflicto es cuando se convierte en angustia porque no somos
conscientes de él, no sabemos cómo asumirlo, o no queremos asumirlo (no
queremos resolver la contradicción) por comodidad u otras razones.
En
la situación real de conflicto en que la persona se encuentra entre su búsqueda
de autenticidad y la oposición que las estructuras sociales despersonalizantes
le hacen, la persona éticamente madura asumirá la tensión permanente vital
que implica, y tendrá una actitud de «compromiso ético social».
Ello
implica, además de desarrollar una estrategia de transformación social, también
el elaborar un marco de situación que le permita crecer, viviendo la «mayor
coherencia posible», midiendo sus fuerzas y asumiendo un nivel de tensión que
sea soportable.
Para
que el compromiso ético sea válido debe cumplir con una serie de condiciones
que posibiliten su propia autenticidad. Un riesgo permanente del compromiso ético
es el de derivar hacia la mediocridad, la mayor parte de las veces inconsciente,
por lo que su validez ética depende de su permanente renovación.
Revitalizar el ideal y la utopía.
La
primera condición consiste en la necesidad de revitalizar permanentemente el
ideal de sociedad (utopía) y de persona (ideal de sí) que se persigue, sin
perderlo de vista nunca en el propio horizonte.
Es
difícil de cumplir con esta primera condición, ya que resulta fácil el caer
en la tentación de considerar que uno lo tiene claro simplemente porque en algún
momento de su vida lo elaboró seriamente. La utopía/ideal tiende a
desvanecerse, a perder fuerza, a irse rebajando insensiblemente. Por sí misma
la utopía/ideal no es capaz de mantener su riqueza y fuerza en la persona, sino
que necesita una permanente revitalización.
También
la persona va variando permanentemente su experiencia y percepción del mundo, y
ello le exige una permanente reformulación de su utopía/ideal. A su vez, la
claridad intelectual a la que hacíamos referencia recién, no implica de por sí
una fuerza motivacional para la persona. Se puede tener «claro» algo y no
tener la fuerza (y las ganas) de llevarlo adelante.
Hay
que volver siempre a las raíces de uno mismo, a aquello que constituye su
fuerza motivacional, su raíz de sentido vital, y revitalizarlo. Para usar una
imagen que me es muy querida: caminar por la vida y la historia va cubriendo de
polvo la razón del caminar, y es imprescindible estarla sacudiendo
permanentemente.
Si
la persona (o el grupo, obviamente) pierden, aún insensiblemente, su utopía/ideal
su futuro será el de disminuir la velocidad o incluso abandonar de la marcha, y
por sobre todo, perder la meta hacia la cual se caminaba.
Un discernimiento sistemático.
En
segundo lugar, es imprescindible una actitud de discernimiento sistemático. Se
trata de asumir la vida como una permanente tensión entre realidad e ideal,
buscando la paz no en la evasión, sino en resolver «del mejor modo posible»
cada uno de los conflictos que se le presentan.
Esta
es una actitud difícil de mantener, ya que supone una considerable tensión y
conflicto tener que replantearse en forma sistemática las soluciones de
compromiso que ya alcanzó. toda persona quiere ir «solucionando» conflictos,
y le cuesta enormemente tener que replanteárselos. Tiene la gran tentación de
caer en un «statu quo» más o menos cómodo, y ahí quedarse.
A
pesar de que exige fuerza de voluntad y un verdadero coraje (suele exigir mucho
más coraje volver a enfrentar los viejos problemas que los nuevos), exige también
método y sistematicidad. El «examen de conciencia» y la «revisión de vida»
son dos de los múltiples ejemplos de intentos de sistematizar desde la práctica
de fe, este aspecto.
Nunca
se puede presuponer que la solución una vez alcanzada seguirá siendo válida
hoy. Dado que se trata siempre de soluciones parciales, ya que nunca se alcanza
el ideal en plenitud, siempre es posible que exista en el presente una solución
mejor, aunque resulte más exigente.
Caer
en la tentación de no replantearse la solución ya alcanzada de los conflictos,
conlleva a un acomodamiento que necesariamente va deslizándose hacia la
mediocridad. No se trata en modo alguno de vivir obsesionado o en permanente
angustia porque «tal vez me tendría que exigir más», pero sí se trata de
asumir que nunca tendremos la solución válida definitiva.
Los
pies en la tierra: una criticidad realista.
La
tercera y fundamental condición establece la necesidad imprescindible de
mantener una criticidad realista. Se trata de asumir simultáneamente, por un
lado la limitación propia y los condicionamientos sociales, y por el otro lado
las posibilidades propias y los márgenes de acción que la realidad permite.
Obviamente
todos estos criterios están íntimamente relacionados, y tal vez se pudiese
resumir éste punto dentro del anterior, sin embargo considero que tiene una
relevancia propia.
No
se puede hacer un discernimiento sistemático, que sea válido, si no hay un análisis
actualizado de los límites y posibilidades con que se encuentra la persona.
Siempre el compromiso ético surge del desencuentro entre exigencias y
posibilidades, entre lo que el utopía/ideal exige y lo que la realidad permite.
Lo
que la realidad permite varía constantemente, tanto en lo personal como en lo
social. Las propias fuerzas (afectivas, espirituales, físicas, etc.) varían
enormemente de un período a otro, y lo que no se sentía uno con fuerzas para
encarar en un determinado momento puede verse al revés en otro. La experiencia
acumulada, la maduración personal, la reformulación de la utopía/ideal, el
progresivo envejecimiento o la enfermedad, etc., todo va configurando en más o
en menos, una realidad diferente en el sujeto. Esa realidad hay que tenerla
permanentemente clarificada.
También
la realidad social varía constantemente. Porque la historia no se detiene, ni
se detiene lo que el ser humano va comprendiendo de ella. Cada momento y cada
situación de algún modo varían el conjunto, o por lo menos, pueden variar el
lugar específico de inserción del sujeto. Varía la «realidad en sí», y varía
la forma de percibirla, es decir, la «realidad para mí». En ambos casos varía
«la realidad» en cuanto lugar de acción del sujeto. Los límites y las
posibilidades de acción son diferentes, y las metas y objetivos perseguibles a
corto o mediano plazo también.
Es fácil quedarse estabilizado (o estancado) en un análisis de realidad que se hizo en un determinado momento. Luchar contra una realidad que ya no es tal, es tan ilusorio como pretender unas fuerzas que ya no se tienen. Nadie tiene derecho a exigirse más de lo que le es posible ya que se está condenando a la frustración, y nadie tiene derecho a exigirse menos, porque se está condenando a la mediocridad.
La «cruz»: pagar un precio por lo
que se cree.
En
cuarto lugar, se trata de estar dispuesto permanentemente a «pagar un precio»
para mantener el nivel de coherencia irrenunciable en el caso concreto. Es el
valor inexcusable del «testimonio».
El
compromiso ético es la búsqueda de la mejor solución posible en el caso
concreto (aquí y ahora), sabiendo que implica renuncias frente a la utopía/ideal.
Pero no cualquier compromiso es válido, hay mínimos que no se pueden rebajar
so pena de caer en la indignidad. La autenticidad de la persona, su coherencia y
dignidad subjetiva y objetiva, implican mínimos que no se pueden traspasar. En
este sentido tiene plena validez frases como la que dice: «más vale morir de
pie que vivir de rodillas».
Desde
la perspectiva de la fe se trata de asumir la dimensión de la cruz. La cruz no
es un valor en sí mismo, pero tampoco el asumirla implica necesariamente ser «masoquista».
Se trata de un problema de coherencia: hasta cierto punto se puede aflojar
frente a la utopía/ideal para hacer posible un proceso, aunque sea lento, pero
desde cierto punto no se puede aflojar más so pena de traicionarse en lo más
profundo de sí mismo.
La
cruz no es querida ni buscada, pero tampoco es evitada. Es el «castigo» que
las estructuras le imponen a quien no se les somete. Castigo que tiene múltiples
niveles y dimensiones, que pueden ir desde la pérdida de prestigio social
(también al interior de la familia), a la punición económica (no créditos, pérdida
de empleo, etc.), e inclusive al riesgo de vida.
La
cruz no es una eventualidad, es una certeza. No se trata de que necesariamente
le cueste a uno la vida (esperemos y recemos), pero sí se trata de tener claro
que no se puede luchar por transformar la realidad y simultáneamente salir
triunfante y airoso en ella. Los sistemas son crueles para quienes no se
someten, y hay momentos en los que hay que estar dispuesto a «pagar el precio»
que sea por mantener la coherencia.
Es
el tema del «testimonio», porque en definitiva se trata de dar testimonio de
aquello en lo que se cree y le da sentido a la propia vida, es dar testimonio de
que «vivir» no es mantener la vida, sino encontrarle el pleno sentido aún a
costa de su entrega. A partir de la praxis de Jesús, cruz y resurrección van
indisolublemente unidas.
La alegría de vivir.
Por
último, hay que desarrollar una verdadera alegría de vivir. Se trata de
reconciliarse con la propia vida, tanto en la dimensión de sus posibilidades,
como de sus limitaciones, de modo de vivir «entusiasmado» con el propio
proyecto.
El
tema de la «reconciliación» con la propia vida y la propia realidad social es
imprescindible para permitir un verdadero proceso de realización. Una actitud
de sistemática «enemistad» con la propia vida hace imposible cualquier
proyecto de felicidad.
La
posibilidad de «reconciliarse» tiene una dimensión sicológica (pueden haber
trabas sicológicas para asumir determinadas realidades personales), pero tiene
fundamentalmente una dimensión de voluntad. Justamente el proceso de maduración
de la persona significa el ir teniendo una actitud profundamente positiva hacia
la vida, simultáneamente que se profundiza en el conocimiento y reconocimiento
de las propias limitaciones y carencias.
La
aceptación de sí y de sus circunstancias no quedando paralizado por las
limitaciones, sino aprovechando al máximo las posibilidades en un proyecto de
vida positivo, es el camino a recorrer si se quiere alcanzar la felicidad real.
No
es raro encontrar mucha amargura y pesimismo en círculos de gente que lucha por
construir algo nuevo. La «acidez» permanente, la inconformidad frente a
cualquier solución, la reivindicación de lo totalmente «puro» como lo único
válido y la constatación de la imposibilidad de implementación práctica,
destruyen la vida de personas que justamente por su compromiso deberían ser las
más realizadas. Muchos testimonios son verdaderamente arruinados, porque la
imagen que presentan quienes los sostienen hacen huir a cualquiera que «ame la
vida».
No
se trata de «acomodarse» para pasarla bien (ya debería estar claro a esta
altura), ni se trata de buscar espacios de «alienación» o «compensación»
para mitigar las cruces de la militancia. Se trata de vivir el propio compromiso
como lo válido y positivo. Se trata de desarrollar la alegría de vivir en esta
historia, a pesar de todo; la alegría de ser libre y poder luchar por su
transformación; la alegría de saberse y sentirse llamado por Cristo a
participar en la construcción de su Reino. Como el mismo Jesús nos lo anunció,
y San Pablo nos confirmó con su experiencia personal: nada ni nadie podrá jamás
quitarnos esa alegría.[1]
CONCLUSIÓN: «RADICALIDAD» Y «COMPROMISO»
El
compromiso es el intento de un cierto acomodamiento que la persona hace ante sí
misma. No se trata únicamente de enfrentar estructuras sociales
deshumanizantes, sino que también es el esfuerzo de conciliar objetivos y
deseos contradictorios a través de reducciones y renunciando a su plena
realización. Es, así, el intento de alcanzar un modus vivendi entre dos
obligaciones (p.e. familia y trabajo) o dos valores (p.e. solidaridad con el
amigo y justicia objetiva), o de armonizar recíprocamente objetivos y fuerzas.
En
algunos ambientes este tipo de planteo genera en primera instancia un rechazo,
ya que no se acepta como válido nada que no sea absolutamente «puro». No
obstante, la propia ambigüedad de la vida hace que de hecho la persona jamás
pueda vivir realmente con total integridad la pureza de sus ideales. La
experiencia de los propios límites (físicos, intelectuales, educativos,
afectivos, etc.), así como la experiencia de las propias fallas, hace que sea
incuestionable para toda persona madura el descubrir de hecho en su vida una
situación de «acomodamiento» entre los ideales y la realidad vivida.
El
problema radica en que ese «acomodamiento» puede ser asumido en forma negativa
(resignación, evasión, etc.) o en forma positiva (compromiso). La diferencia
entre una postura y otra, implica la posibilidad o no de realizarse ya que la
actitud negativa inhibe el aprovechamiento de las posibilidades reales de que la
persona dispone. En otras palabras, de asumir la realidad permanente de
compromiso depende la posibilidad de ser verdaderamente libre (adueñándose de
la propia vida) o de alienarse ideológicamente (en un mundo que termina
justificando casi cualquier cosa).
La
clave del tema del compromiso ético radica siempre en que la aplicación de
este principio debe ser verificada sistemáticamente, buscando siempre una mayor
claridad, y una mejor «solución» (una postura más coherente aún).
El
peligro radica en adaptarse satisfecho a un compromiso. Esa actitud es
esencialmente negativa. El compromiso debería ser en realidad, como una herida
siempre abierta, que permanentemente exige buscar un camino para una mayor
realización. La «radicalidad» no significa habitar ya en un mundo perfecto,
que no existe, sino en vivir en «éste mundo» tan ambiguo, sin perder nunca el
hambre y sed del otro, y trabajando eficazmente por construirlo desde ahora.
El
compromiso ético no es de por sí algo peligroso ni una traición al bien. Por
el contrario, es fundamentalmente el intento de obtener el bien tal como es
alcanzable. Toda la vida es compromiso, pero debe ser consciente y
responsablemente asumido.
Aún
las acciones más radicales sólo aparentemente son sin compromiso, ya que por
muy ideal que fuese la postura sostenida siempre por lo menos estará limitada
por el espacio y el tiempo, o sea, siempre es posible un bien más amplio y más
duradero del alcanzado. Por eso la oposición no se plantea entre compromiso y
acción radical, sino entre un compromiso bueno (el mejor posible), y uno malo.
La
«pureza» de la radicalidad no consiste en no estar «contaminado», ya que
somos «hijos» de esta sociedad y de sus estructuras de pecado también
participamos. Tampoco consiste en ser omnipotente y cambiarlo todo de golpe,
porque no es posible. Tampoco consiste en tener buenas intenciones, porque lo
que fundamentalmente cuenta es la eficacia histórica de la transformación, en
sí, y en la sociedad.
La
«pureza» de la radicalidad consiste en mantenerse siempre radicalmente
despierto en una criticidad positiva y en un discernimiento sistemáticos. También
consiste en asumir la vida como una permanente tensión entre utopía/ideal y
realidad, donde jamás perder ninguno de los extremos. Por último, también
consiste en asumir que el aporte que realizamos en la historia es insustituible,
pero también es «micro», y por tanto no cargarnos las espaldas con la
responsabilidad del universo.
Existe
la «cruz», pero al centro está la esperanza de que el valor del testimonio
dado por el «precio pagado» con el propio sufrimiento, un día sea
comprendido, y eso refuerce el juicio ético por aquella escala de valores que
está en la raíz del testimonio, y que así ejerza un influjo histórico sobre
la conciencia moral común.
Las
acciones de testimonio activo, inscriben un elemento de esperanza en la
conflictualidad histórica, no sólo para el sujeto, siendo anticipaciones
significativas (incluso a pesar de su aparente fracaso) de un mundo mejor.
Alegría
y entrega, entusiasmo y realismo, prisa y paciencia...
El llamado del Señor y la interpelación de la historia nos ponen en
camino. Hay que caminar con todas las fuerzas y sin detenerse, pero sin dejar de
disfrutar del propio camino y de la multitud de compañeros que, de mil modos
distintos, también caminan con nosotros.