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UN APORTE PARA LA MILITANCIA
En
esta parte del trabajo, nuestro intento es el de hacer algunos aportes concretos
para el militante político-social. Se trata de una perspectiva un tanto
diferente a la ya desarrollada, pero creemos también importante para el lector
de este trabajo.
La
intención no es la de hacer un tratamiento completo del tema, ni mucho menos,
sino únicamente de aportar algunas ideas que al respecto hemos desarrollado.
Por la misma razón se trata de algo breve aunque ello no significa en absoluto
una infravaloración del tema en sí.
Estos
puntos están desarrollados desde una perspectiva y experiencia muy particulares
y por tanto no fácilmente universalizables. Se trata de compartirlas con
ustedes, para colaborar en ese otro ámbito de reflexión.
A
los efectos prácticos, consideramos en forma indistinta al «militante político»
y al «militante social» porque, si bien hay diferencias entre ambos, en muchos
casos ambas militancias se dieron (y dan) en forma simultánea e indistinta, y
porque las mismas diferencias específicas no parecen relevantes en la
perspectiva de esta reflexión.
El «militante».
La
militancia política implicaba para el «militante» una conciencia de
sacrificio personal en función del bien social. No entramos aquí a considerar
si objetivamente se trataba de un «sacrificio» real o no, sino que únicamente
destacamos que desde la subjetividad del militante la militancia implicaba «sacrificio
personal», que se asumía en función del bien de la «sociedad».
Ese
«sacrificio» (económico, familiar, profesional, etc.) estaba justificado por
un ideal social (clase, pueblo, humanidad, etc.) que por su trascendencia le
daba sentido a la autoinmolación.
De
hecho, siempre la «militancia» ha significado una dedicación de tiempo y
energías que necesariamente eran restadas de otras áreas de la propia vida. La
vida de pareja, la familia, la gratuidad contemplativa, el propio desarrollo
económico, el «hacer carrera» profesional, etc., etc., era con frecuencia
relegados en función de algo «más importante»: la militancia. Inclusive, en
determinados ambientes esto era casi una exigencia implícita: todo tiempo
dedicado a lo personal que no fuese justificado desde la «militancia», más
que «tiempo perdido» era considerado «tiempo ilegítimamente substraído» a
la militancia. Obviamente estamos caricaturizando, pero no demasiado lejos de la
realidad.
A
esa «entrega de sí», a ese «espíritu de autoinmolación» si así se le
puede llamar, correspondía una satisfacción íntima. La propia conciencia
premiaba con la recompensa del «deber cumplido», y justificaba con el cercano
ideal los «costos» pagados.
Un sentido en la vida.
Esta
actitud responde a la necesidad antropológica de encontrar un «sentido en la
vida». El mero vivir no es suficiente. Desde lo más profundo del ser humano
surge la exigencia de encontrar un «sentido» a esa vida, de darle un rumbo
cierto que no puede agotarse en sí mismo. Es una insatisfacción radical que
exige una respuesta de fondo, respuesta no evidente que hay que buscar con la
propia vida.
Esa
actitud radical, progresivamente va siendo más abarcante y va necesitando, según
la imagen dada por un excelente film, encontrar «un lugar en el mundo». Ese «lugar»
no es común o genérico, sino bien concreto y propio: es «mi lugar en este
mundo».
El
«lugar en el mundo» se concreta en la búsqueda de un lugar en «los demás»,
en «la sociedad», en «la historia», y en «uno mismo». Es la respuesta
personal al miedo a la irrelevancia: ser «alguien» para otros, ser «alguien»
en la sociedad, ser «alguien» en la historia, ser «alguien» inclusive para
uno mismo.[1]
El
primer lugar, es un «lugar en otro». Ser «importante» para alguien. Que otro
«me necesite». Yo necesito ser necesitado. La propia vida carece de sentido si
no hay nadie a quien le importe mi existencia, si para todos es indiferente que
yo haya existido o no.
El
segundo lugar, es un «lugar en la sociedad». La necesidad de ser «útil»
hace que la persona busque poder dar un aporte en su sociedad, un aporte que
valga y tenga sentido desde su perspectiva, un aporte que en la medida de lo
posible sea también reconocido. Pero en todos los casos, frente a sí mismo,
necesita poder dar razón de su existencia en esa sociedad y pueblo concretos.
El
tercer lugar, es un «lugar en la historia». La «historia» abarca el
universo, el tiempo, y la humanidad. La propia nada, frente a la infinitud en
que se halla inmerso le plantea la pregunta radical acerca del sentido de su
existencia. «Mi vida no puede ser nada más que un suspiro en el tiempo».
Tiene que tener un sentido que forma parte del sentido del todo. Si la historia
es absurda, la vida es absurda. Necesito encontrarle un sentido a la historia y
encontrar mi inserción en ella.
El
cuarto lugar, es un «lugar en uno mismo». En ese fascinante, repulsivo,
contradictorio, y desconocido ser que es uno, la persona necesita encontrarse a
sí misma. La persona puede construir su unidad de sentido en la coherencia de
vida y en la exigente riqueza de su interioridad. Encontrar un «lugar en uno
mismo» es encontrarse como proceso y como proyecto de sí; es en definitiva,
encontrarse a sí mismo.
El
quinto lugar, es un «lugar en Dios». En el creyente todas las demás preguntas
están implicadas en ésta y viceversa, pero a su vez, ésta constituye una
pregunta en sí misma, y seguramente, la pregunta esencial: ¿Qué soy yo para
Dios? Pero la pregunta no es acerca de Dios, sino acerca de mi vida, porque no
es Dios quien está en juego, sino la propia vida. Pero ambas cuestiones no se
pueden separar. Ni la pregunta se puede esquivar: si él es el creador de la
vida, no se puede encontrar el sentido de ésta sin referencia a él. El sentido
de la propia vida, y de la propia muerte, sólo pueden ser comprendidos desde la
perspectiva global y plena de aquel que la ha hecho posible. Si Dios es absurdo,
la vida no tiene sentido. Si la persona es nada para Dios, eso es lo que vale su
vida. Muchas veces el «encontrar un lugar en Dios» se ha desarrollado como
aspecto implícito a los anteriores.
No pasar sin dejar huella.
Como
se puede ver, no se trata de «ser famoso», sino de sentir y tener la convicción
profunda y sincera de que uno ha hecho un aporte real, de que su existencia no
ha pasado sin dejar huella.
Se
trata de «ser importante» y «valioso» en su aporte a la sociedad, no
necesariamente para los demás (aunque siempre hay un nivel de consideración
ajena que influye no poco), sino esencialmente para sí mismo. Ese aporte puede
haber permanecido inclusive en el anonimato público, pero si para la persona se
ha dado, entonces ha valido todos los esfuerzos y sacrificios realizados. En
definitiva, se trata de que la propia vida haya «valido la pena».
Desde
esta perspectiva, entendemos que con relativa facilidad el militante socio-político
ha priorizado en la intención (dejando siempre de lado la objetividad de los
hechos) el «lugar en la historia» o «en la sociedad» frente a los otros
niveles, de modo tal de haberlos «relegado» con facilidad. Esto se veía como
«sacrificio» justificado.
Pero
para que este sacrificio sea posible, se tiene que tener una certeza muy sólida
en cuanto a la validez absoluta de la propia opción. La relatividad o la duda
acerca de la validez (utilidad) del propio sacrificio lo invalida automáticamente.
Solo se puede «entregar la vida» si esto le da sentido total, de lo contrario
deja de «valer la pena».
La
crisis profunda de esa «certeza» en las propias convicciones lleva, obviamente
a una crisis de sentido. Esta puede ser percibida como una verdadera frustración
por la inutilidad de lo ya sacrificado. Años de vida y esfuerzos aparecen de
golpe como un desperdicio, como la persecución de una quimera. Toda la «pena»
asumida, de golpe ya no ha «valido». Además la vida no tiene marcha atrás, y
lo jugado juzgado está. La frustración lleva a un replanteo global de sí
mismo, que puede ir desde el «encerramiento» fanatizado de las propias
posiciones (alejándose de la realidad) hasta la «conversión» a aquello que
justamente antes se combatía.
De
todos modos, aún en el caso de poder reelaborar el propio sentido de vida, es fácil
que queden secuelas. Una de ellas es la inhibición frente a la nueva exigencia
de un sacrificio «incondicionado». Se miden los compromisos y se dan pasos
personales mucho más cautelosos. Ya nada es «incondicionado», aunque en la
intención (y hasta en las palabras) uno quisiera volver a entregarse por entero
y sin límites.
También
es fácil la búsqueda de «seguridades» alternativas, en el mismo o en otros
campos de la vida. "No poner toda la carne en el asador" y, de algún
modo, cubrirse las espaldas para no volver a quedar a «la intemperie» de
sentido. No se está dispuesto sin más a vivir otra crisis de sentido de vida.
Una perspectiva cristiana.
Desde
la perspectiva cristiana la ética[2]
y la espiritualidad son inseparables. No son lo mismo, y de hecho ha sido un
riesgo permanente el «espiritualizar» la responsabilidad ética, o la de «moralizar»
la espiritualidad, pero aunque no se deben confundir ni reducir mutuamente,
tampoco son separables.
No
se pueden separar porque la responsabilidad ética del cristiano surge
esencialmente de un llamado (vocación) que le hace el Señor, y al cuál él da
una respuesta que abarcará toda su vida. La moral cristiana no es una moral del
«cumplimiento» de leyes morales prestablecidas. El cristiano no tiene como
objetivo «ser bueno» haciendo «cosas buenas», sino el llegar a vivir con
plenitud su vocación esencial como verdadero «hijo de Dios».
La
moral cristiana nunca puede pensarse como la necesidad de «ganarse el cielo».
No se trata de conseguir una «entrada» a ese lugar exclusivo donde no entra
cualquiera. No se trata de adecuarse a esquemas de comportamiento que le
aseguren la «aprobación del examen», o más propiamente, ser absuelto en el
«juicio». No se trata de «hacer cosas». Aunque todo ello tiene elementos
indudables de verdad moral, sin embargo la «moral cristiana» en modo alguno
puede ser reducido a ello.
La
moral del «cumplimiento», aunque no sea minimalista, es decir, aunque no
busque «hacer el mínimo necesario como para entrar», aunque sea muy exigente,
exigente hasta el heroísmo... esa
moral no es cristiana.
La
moral cristiana es aquella que descubre la propia responsabilidad de su libertad
en la historia a partir de haber descubierto algo fundamental antes: que Dios es
Padre de todos y que nos ama a cada uno hasta dar la vida por nosotros.
La
moral cristiana es una moral del «amor». No del amor «en las nubes», sino
del amor real, del amor que en la vida y en la historia se juega concretamente y
con toda su fuerza por el bien de quien ama. Es un amor que es generosidad y
servicio. Es un amor que es entrega de la propia vida, cotidianamente, incluso
muchas veces, anónimamente. Es ese «amor», porque ese es el amor de Dios.
El
cristiano ha descubierto que la realidad es al revés de lo que parece. Ha
descubierto que lo que parece evidente en la historia, sin embargo no son más
que justificaciones y apariencias. Que en la realidad «real» el poderoso no es
el que logra poner a los demás bajo sus pies, sino que justamente en único
verdaderamente poderoso, el único capaz de dar vida o quitarla, de crear
historia o terminarla, ese ser único «todopoderoso», Dios, es quien
humildemente se pone totalmente al servicio del ser humano a quien ha creado y a
quien ama entrañablemente.
Un amor que libera.
El
poder de Dios se manifiesta en la «impotencia», y jamás en la «prepotencia».
De este modo, el cristiano descubre que Dios ha dado vuelta la historia. Que la
verdadera historia no la escriben los que consiguen «aplastar y someter», sino
que la verdadera historia la escriben aquellos que, siguiendo las huellas de
Dios mismo, utilizan su fuerza y poder exclusivamente al servicio de los débiles,
sufrientes y pobres porque en ellos descubren a sus verdaderos hermanos.
El
cristiano descubre a un Dios que es amor, que está presente, comprometido y
actuante en la historia, no imponiendo sino sirviendo, en un servicio que es
respeto y promoción de la libertad de todo hombre, en la construcción de una
nueva realidad, verdaderamente justa, que llamamos teológicamente el «Reino de
Dios».
Al
descubrirlo, el cristiano se siente profundamente amado por Dios. Al sentirse
profundamente amado, se siente también invitado a formar parte de ese magnífico
proyecto de Dios que es su «Reino». Al dar una respuesta positiva a ese amor
de Dios, el cristiano se asume profundamente corresponsable de la historia, y se
juega junto con Dios para convertir esta historia de los hombres en un verdadero
proceso de liberación y fraternidad, convertirla en «historia de salvación».
Pero
el amor sentido por el cristiano y su compromiso en la construcción del Reino
no se dan pacíficamente. Por contraposición con el amor generoso y servicial
de Dios, el cristiano descubre en la historia la opresión, la muerte, la
injusticia. Profundamente doloroso hasta sentir «angustia de muerte» es
descubrir la deshumanización en la historia. No es anónima, son millones pero
no es anónima. Es una legión impresionante de seres humanos destruidos,
humillados, marginados. El dolor concreto del hermano se hace propio. El amor de
Dios derramado en el propio corazón, se hace indignación.
La
moral cristiana, pues, parte de una respuesta al llamado amoroso de Dios a
participar activamente en la construcción de su Reino, y surge
comprometidamente como efecto de la indignación de ver en los hermanos las
consecuencias de la negación de ese amor.
El bien que humaniza.
«Dios
quiere el bien del hombre». Pero ¿qué es el «bien» del hombre? Se trata de
una pregunta muy pertinente cuya respuesta acabada excede las posibilidades de
este trabajo. Pero no podemos obviarla completamente pues perdería sentido toda
la reflexión. Brevemente sí podemos apuntar algunos elementos fundamentales.
En
primer lugar el bien del hombre se establece en singular no por exclusión de
otros «bienes», sino por integración. El «bien» es el resultado de haber
integrado ponderada y coherentemente una gran cantidad de bienes históricos
concretos: económicos, religiosos, afectivos, etc. No es una suma de bienes
sino su realización en un proyecto coherente que hace realidad el propio
sentido de vida.
En
segundo lugar, no se trata de un bien «individual», sino de un bien «personal».
El «bien» integral de cada persona no es separable de lo que es el bien común
de la sociedad. La originalidad única de cada persona se integra en la unidad
de lo social.
Por
fin, el bien de la persona no es otra cosa que el hacerse «persona» en la
historia. El bien es dinámico, y consiste en un proceso de progresiva «humanización».
Proceso no automático, sino libre. Por lo mismo, toda deshumanización
constituye el «mal» del hombre.
El
ser humano no se hace «persona» en forma automática o espontánea, sino que
el «hacerse persona en la historia» es una ardua tarea de toda la vida. A través
de sus actos y opciones, el ser humano se va construyendo a sí mismo (se va
humanizando) o se va negando a sí mismo (se va deshumanizando). El resultado de
una vida puede ser el haber llegado a ser verdaderamente persona, o el haberse
convertido en un verdadero «monstruo».
«Dios
quiere el bien del hombre». Dios quiere al hombre, lo ama entrañablemente, y
lo que busca exclusivamente es la plena humanización de ese ser que él mismo
creó con ese fin. Llegar a ser «plenamente persona» es sinónimo de plena
realización, y es sinónimo de «haber realizado en sí la imagen y semejanza
de Dios». Ser plenamente humano es, teológicamente, ser plenamente hijo de
Dios.
La
tarea del ser humano, de acuerdo con la voluntad de Dios, es la de «hacernos
mutuamente personas», es decir, de juntos ir construyendo una realidad en sí
mismo, en los demás y en la sociedad entera, de progresiva humanización.
Esta
«tarea» (vocación) abarca plenamente el propio sentido de vida, ya que no
existe otro camino de humanización que el construir esa realidad radicalmente
nueva tal como la soñamos compartiendo el proyecto de Dios. De ahí nace una
espiritualidad esencial, la «espiritualidad del Reino».
El «hambre y sed» del Reino.
Tener
«hambre y sed» del Reino. Esa es la clave espiritual que ilumina el actuar del
cristiano. Hambre y sed que no son pasivas sino profundamente dinamizadoras y
comprometedoras. Hambre y sed que se apoyan, por un lado en la indignación
frente a la injusticia de la realidad histórica, y simultáneamente por el otro
lado en la total certeza de que la realización de ese «Reino» no sólo es
posible, sino que es seguro.
Hambre
y sed que es deseo de plenitud «ya», y que es paciencia con los tiempos de las
personas y de la historia. Hambre y sed que «quema los huesos», pero que hay
que mantener despierta y viva porque corre el riesgo de enfriarse y acomodarse.
Hambre y sed que no es utopismo sino apertura y compromiso con el presente y el
futuro, en una certeza apoyada en Dios, que ya está presente y que lo estará
en plenitud.
Esa
«espiritualidad del Reino» es la contracara de la responsabilidad ética del
cristiano. Tarea propia y don de Dios, responsabilidad histórica y gratuidad
divina, compromiso transformador «aquí y ahora» y esperanza indestructible en
el crucificado que es «Señor de la historia».
No
se trata de una «tarea» entre otras, sino que es «la tarea» de la vida. No
es un «compromiso» entre otros, sino que es «el compromiso» con la vida. No
se trata de «dedicarle un rato a la militancia», sino que se trata de «ser
militante». No se puede «medir» el esfuerzo, hay que entregarse entero: en
todo momento, con todas las fuerzas, en todos los ámbitos, con toda la vida.
La
ética cristiana es totalizadora y exigente, no con una exigencia que viene «de
afuera» sino que surge de lo más profundo y auténtico de sí mismo. Es la
exigencia del sentido de la propia vida, que se juega con la propia vida. Es
encontrarse a sí mismo, dándose a los demás; es encontrar la Vida, entregándola
por los demás. Es llegar a ser plenamente uno mismo, siguiendo las huellas de
Jesús.
La
ética cristiana es un desafío, y desafío sin límites. No tiene límites
nuestra capacidad de humanizar y humanizarnos, porque no tiene límites nuestra
capacidad de amar y esperar. Es un desafío que nos hace Cristo y la realidad
histórica: la realidad como desafío de trasformación, Cristo como desafío de
transformarla juntos con él y entre nosotros. Para eso nos entrega su Espíritu.
Es
una ética «del amor» y «para la vida». No es una ética para la muerte,
porque es respuesta a un llamado radical de Cristo a la vida plena. Es una ética
de la entrega... que puede llegar a
la cruz, pero que sin duda llega a la resurrección. No es una ética sólo para
la «vida», sino que alcanza hasta la «VIDA». Vida plena y eterna, vida justa
y fraterna, vida de todo un pueblo que camina, vida que es encuentro total y
definitivo con Jesús.
La aventura de seguir a Jesús.
Se
trata de un «seguimiento». Porque no caminamos solos en la historia, Dios está
en ella, camina y actúa en ella. Dios se ha hecho hombre para mostrarnos lo que
es el amor verdadero y lo que es vivir de verdad. En Dios nada es broma o
simulación, todo lo hace en serio. Se hizo hombre en serio, se identificó con
los pobres y sufrientes en serio, se jugó a favor de los hombres en serio, tan
en serio como para morir en la cruz, y tan en serio como para resucitar.
Cristo
resucitado sigue presente en la historia, y seguirá hasta el fin de los
tiempos. El camina con nosotros, nos sostiene y nos alienta. El fortalece e
ilumina. Pero también él nos exige caminar, no instalarnos, no quedarnos
dormidos.
El
nos invita a una «aventura». Es aventura porque no hay caminos
predeterminados, ni hay destinos ya probados. Es aventura porque es caminar
inventando caminos, avanzando y retrocediendo, superando obstáculos y dando
rodeos, con el estímulo de un entorno fresco y apacible, y con la dureza y
sequedad del desierto aparentemente sin fin.
Es
aventura, porque poco podemos llevar con nosotros. «Ligeros de equipaje», casi
exclusivamente con el corazón, la cabeza, y las ganas. Muchas cosas hay que ir
abandonando por el camino, tantas de las cuales desprenderse. Momentos de
tentación, de sentarse y decirse «qué bien estamos aquí, quedémosnos», y
tener que levantarse y ponerse nuevamente en marcha, aprendiendo del pasado,
pero sin mirar para atrás.
No
hay garantías. Sólo hay una certeza y una confianza: la certeza de la promesa
de Jesús, y la confianza de reconocerlo siempre caminando a nuestro lado. La
aventura es «riesgo», porque nos hay muchas seguridades al recorrer un camino
que nadie ha transitado aún. «No se puede servir a dos señores», dice Jesús,
no se puede dedicar a defender lo que se tiene y largarse a la aventura al mismo
tiempo.
Es
una aventura que no se hace solo. Es camino que hay que construir juntos. Hay
que aprender a caminar, caminando. Hay que aprender a caminar con los otros. Hay
que aprender a caminar de los otros. Hay que guiar y dejarse guiar. Hay que
apoyar y dejarse apoyar. Hay que sostener y dejarse sostener. Juntos, juntos con
todos los que quieren caminar... y
juntos con Cristo que también camina.
Es
un caminar que hace pueblo: el pueblo de los que caminan construyendo el Reino.
Pueblo integrado por muchos, distintos e iguales, con todas las razas, y también,
con muchas formas de pensar y sentir diferentes. Pueblo con diferentes ritmos y
procesos. Pueblo que ninguno de nosotros eligió por sí, sino al que se integra
porque respondió a la invitación que le hizo Jesús.
Es
responsabilidad personal y de pueblo. Es responsabilidad de hombre y de
cristiano. Es responsabilidad histórica y meta histórica. Es
responsabilidad... y también
fiesta.