El Uruguay y su gente

Carlos Maggi

COSAS QUE FALTAN

Es realmente una bendición la cantidad de cosas que faltan en este país.

No tenemos indios, ni mau mau, ni esquimales. No nacen en este suelo australianos, cosacos, ni portorriqueños; uruguayos, únicamente. No tenemos minorías que creen problemas fronterizos, ni mayorías que permitan gobernar a fondo. En realidad tampoco tenemos fronteras porque somos lo mínimo y no protestamos; más: en secreto nos gusta eso de ser chicos; es una especie de revancha frente a tanto bobo grande que se hace nombrar en los diarios.

Cuando nos agarran una isla, allí la dejamos y no hay cien de nosotros que salgan a la calle a gritar "Martín García". Es nuestra suerte: no tenemos sentido de la grandeur. Como escribía Borges, sólo apreciamos la grandeza de la patria cuando hacemos un viajecito en bicicleta.

Nos falta kilometraje para ser malvados, por eso carecemos de ambición histórica, sed de destino y otras kilométricas canalladas; por eso tampoco tenemos Argelia, ni un negro Congo pesando en la conciencia; cuando mucho algún voto chiquito en alguna conferencia chiquita y que además se vendió barato.

Se nos acabaron para siempre los campeonatos mundiales de fútbol, pero ¡qué privilegio! nos queda algo mejor: el recuerdo de aquellos campeonatos. Vencer, estar venciendo es imperialista, enfanfarria a los pueblos; en cambio, añorar tiempos de victoria, si bien es melancólico, resulta artístico, señorial, casi cursi, pero esencialmente superior.

Todos los animales viven la embriaguez del triunfo, pero sólo el hombre, al ser derrotado, no es destruido. El espíritu crea sobre las ruinas algo mejor que los perdidos trofeos; justamente, de este fondo indestructible, de esta facultad de reacción del alma, sale la prodigiosa construcción llamada cultura. El que pierde, gana.

Y nosotros nos estamos haciendo especialistas en perder. Perdimos el gaucho, que parece que nunca hubo. Perdimos el tango, que cantó todas las cosas como perdidas, y ya no tenemos ni asado con cuero; perdimos el pelo. Parecería que la consiguiente cultura está al caer, si es que queremos salvar del olvido todo lo que se nos va; si es que queremos inventarnos algo que cubra tantas ausencias.

Cabe apuntar, geográficamente, que tenemos playas y vientos, pero no tormentas de arena, ni terremotos, ni cocodrilos, ni osos polares, ni termitas u otros zoologismos que se dan en las zonas subconscientes de la Tierra; aquí no afloran pesadillas; pueden funcionar, eso sí, cien cines, veinte teatros, treinta radios y cuatro canales de T.V., pero sin que tengamos un solo ídolo. No hay monstruos; ni uno solo. Nadie, desde la muerte de Carlos Gardel, aquel argentino, nacido en Francia, que nos consta que es uruguayo y que también se fue (para aumentar la añoranza que él ayudó a establecer). Tampoco tenemos siglos pasados, salvo un pedazo del diecinueve que sirve de maceta a los partidos tradicionales. Pero como en la escuela se estudia hasta 1830 -por la independencia y los próceres- la segunda mitad del diecinueve no la sabe casi nadie y es una especie de cerote inmadejable, rielante y vergonzoso, que es mejor no discutir. (Esto facilita mucho la labor de los oradores de club con tendencia a exacerbar grandes pasiones en pequeños barrios).

Carecemos, asimismo, de toda muerte artificial; porque unas pocas cuchilladas por año y alguno que otro balazo amatorio, son naturales y lo que es contra natura es la guillotina, la silla eléctrica, los fusilamientos o la cámara de gas, causantes tantas veces, todos ellos, de tremendos errores judiciales y cinematográficos; aquí no se cometen.

La latitud tampoco exagera, entre nosotros. No tenemos trópico ni tiranos tropicales; no tenemos témpanos ni Antártida, que aunque nos toca un gajo en el reparto, no nos da ni frío ni calor.

Nos conformamos con un ejecutivo colegiado que ejecuta poco y apenas si fue al colegio, pero que es un gobiernito de 35 grados de latitud, es decir: un poco menos de recto (en los tres sentidos, ético, gqométrico y anatómico de la palabra recto).

Los caballos se van retirando menopáusicarnente hacia el norte y como del subsuelo no manan caballos de fuerza (no hay petróleo, no hay carbón, madera no se planta) por ahora nos vamos salvando de que Estados Unidos nos venga a dar caballerosamente la libertad política y de que la Unión Soviética caballerescamente nos brinde su justicia social.

Este suelo es suelo puro y los piratas desprecian las superficies, necesitan meterse en honduras, cavar y arrancar minerías; éste no les sirve, es territorio para patinar la vida; de ahí que no padezca invasiones, ni dé al mundo artistas torturados. Carecemos de subsuelo.

Si bien es cierto que somos un país esquina (Río de la Plata y Atlántico), si bien la nuestra es una buena posición, lo que se llama un lote bien situado y de porvenir, lo cierto es que estamos lejos del centro, en esta especie de continente residencial. No tenemos grandes comercios ni mucho tránsito por la puerta, pero tampoco llegamos a sufrir los allanamientos de la UN que sobresaltan a los suburbios. Carecemos de mano de obra japonesa para maravillar mediante la humillación que no se dice, a quienes en las antípodas compran juguetes ¡baratísimos!; y también carecemos de españoles creyentes y crueles que se desangran en la pobreza o se pierden en la cerrazón. Estamos llenos de cargas sociales, huelgas, pretensiones, ínfulas y enseñanzas gratuitas y así nos vamos respetando, a falta de prosperidad; porque también huelga la riqueza. De un modo u otro todos pensamos con resignación orgullosa: "ésto no es Venezuela" o "este país entero no llega a valer lo que vale la Standard Oil", si es que eso vale. No tenemos montañas, no tenemos cocoteros; no tenemos infamia, ni sucursales, ni folklore, ni Edad Media, ni responsabilidad alguna en nada de lo que importa realmente. No nos morimos de hambre. No sabemos cómo podrá equilibrarse nuestra balanza comercial, ni hay nadie en este instante que esté sismando en eso. Nos falta casi todo lo espantosamente malo que puede imponer el planeta o inventar el hombre. Tampoco hemos alcanzado ningún logro que nos haga demasiado admirables.

Aquí estamos, a 35 grados, a medio cocer entre el Ecuador y el Polo, en aguas tibias y entredulces.

Es un buen lugar para sentarse y meditar; un lugar tranquilo donde apreciar todo lo que felizmente no tenemos. Por eso estamos obligados a pensar; porque el país se presta y porque en otro tiempo ya pensamos. Aquí se escribió Ariel -un ensayo famoso dedicado a la juventud de América- y eso crea una cierta responsabilidad.

EL COLONIAJE

Este continente ibérico fue colonia hasta hace poco más de un siglo y, pese al cambio jurídico que implica la independencia, en su alma, en la carne de su alma, en el ser de su gente, sigue siendo colonia; país sin terminar, agrupación de hombres dispersos que no saben bien de dónde vienen y por eso no atinan a sospechar hacia dónde van.

La teoría de la evolución -aparte su valor científico- considerada como un simple mito de la 'época actual, resulta útil para orientarnos.

Según esa historia, cada especie es hija de su propio esfuerzo y mortificación.

Del dolor y la voluntad, de la muerte o el éxito repetidos habría ido surgiendo, a lo largo de los siglos, una nueva manera de estar construídos los seres vivos, cada vez más acorde con sus necesidades. Cada individuo vendría a ser la obra de una infinita tarea de perfeccionamiento cumplida por sus antepasados, quienes fueron capaces de imprimir y fijar en sí mismos, sufridamente, los caracteres más aptos para sobrevivir. La inteligencia, la moral, los afectos, el espíritu entero del hombre, sería también, como su cuerpo, una creación de esa voluntad de subsistir, capaz de torcer los huesos, cortar la carne y entibiar los humores; capaz de someternos a la tortura de caminar en equilibrio o a la gimnasia triste de pensar, prever y recordar. Cada especie pues, termina siendo aquello que se propuso, la imagen de su fuerza e imaginación vitales.

Para el mito evolucionista, no cabe duda, el Creador es monárquico y absoluto, puesto que la fauna, de arriba a abajo, se organiza sobre los más terribles y progresivos privilegios hereditarios; y no habrá revolución francesa que pueda cambiar este orden; el hijo del perro es perro y el hijo del pájaro, pájaro. Y punto. Quien quiera evadirse de su condición que clave los propios dientes en sí mismo y se duela a muerte hasta transformar a los nietos de sus nietos en otros seres mejores, más evolucionados.

Tal vez por la lógica relación que existe entre el modo de ser de los individuos y el de la comunidad que ellos integran, la teoría de la evolución, como casi todas las teorías biológicas, es metafóricamente aplicable a las sociedades.

También la civilización es un largo sacrificio tendiente a mejorar la condición de la gente. La cultura es un instrumento, como la mano, fruto del esfuerzo de generaciones sin pausa que aspiraron a vivir más y de un modo superior. Acuciado por el ambiente, el individuo lucha para conservar su vida y así, acuciada por sus miserias y por otras sociedades, la sociedad pugna por superarse. En ambos casos, sobreviven los más aptos y se crean nuevos órganos vitales o sociales. En el individuo aparecen la osamenta, los brazos, las piernas, los pulmones; en el cuerpo social, el arte, la ciencia, la religión, la moral, el derecho. Pero sucede que mientras la evolución biológica no admite mayormente saltos ni grandes cambios de ritmo, las sociedades entran en revolución y viven florecimientos uniformemente acelerados.

Teniendo presentes estos grandes principios del evolucionismo y su posibilidad .de aplicación figurada a la sociedad, se hace fácil formular algo así como una teoría de las colonias, que nos interesa tan directamente a nosotros, los de este país.

La colonia es una sociedad interina, totalmente artificiosa, donde no se dan las condiciones de la evolución, o sea, de la verdadera vida. En efecto: una colonia es un territorio rico y poco poblado, donde los bienes superan a las necesidades; por si esto fuera poco, las técnicas y la cultura de la metrópoli superan también los requerimientos de esa comunidad que usa, como lujos excesivos, los mecanismos, los procedimientos, las modas, el arte y hasta el pensamiento que le llega hecho de su capital.

Una colonia vive en estado de abundancia, lo cual configura una situación antagónica a los presupuestos de la evolución: defensa, respuesta vital frente a la hostilidad del medio. Una colonia, como sociedad, no tiene lucha por la vida, ni participa de la selección natural; esos son problemas del país colonizador. Una colonia está siempre superservida de riqueza y de instrumentos; en ella no hay que sacrificarse para aumentar la producción ni es necesario inventar nada. El país rinde más de lo que pueden consumir los colonos y el único problema es abarcarlo; la metrópoli se encarga de tener y concebir soluciones para todo, a cambio de tales excedentes. Una colonia pues, es una comunidad al margen de la evolución, un grupo humano paralizado y embrutecido por la facilidad. No se conoce nada espiritual que haya nacido en una colonia, todas se reducen a meros surtidores de materias primas, es decir: se limitan a tomar lo que la naturaleza desborda y con el tiempo sobrante duermen la siesta.

Sucedió, claro, en nuestro caso, que estas colonias en cierto momento lograron su independencia política y se llamaron repúblicas, pero no por eso entraron sus sociedades en las sustanciales condiciones de rigor que requiere el progreso.

Concretamente aquí, en el Uruguay, durante muchos años posteriores al 1830 contemplamos descansadamente cómo los vacunos se amaban los unos a los otros y oímos con deleite ocioso el rumor de la espontánea y divina función clorofiliana alfombrando estos campos. Fueron los tiempos felices del asado con cuero y la importación de adoquines suizos. Así nos acostumbramos a vivir sobre una inundación de pastos sabrosos, ahitos de rica carne y de buena lana; sin lujos, pero sin trabajo; gozando despaciosamente este clima gratuito, pisando sin sobresaltos este suelo dulce; regalones, bucólicos, rentistas porque sí, recostados a una naturaleza ancha y tierna como un ama de leche. Durante la larga aldea, paladeamos un tiempo espumoso, calentito, recién ordeñado, nata de tiempo colono; campo abierto y carne gorda. Y nos hicimos a eso. Tan es así que aun hoy, cuando el mundo se nos viene abajo, todavía hoy persiste adentro de cada uno de nosotros, como acunado en el regazo de tanta opulencia, un criollo sentencioso y lento, alguien que puede vivir al tranquito porque tiene todo lo poco que necesita. En el fondo de nuestra alma hay un haragán heredado que se sentó a tomar mate; algo así como un carozo de flojedad enquistado adentro. No es que esté pensando, resolviendo, hundiéndose en sí mismo, tenso y viviente; se está dejando ir al ritmo de ese oleaje amargo. La pequeña calabaza tibia es un segundo estómago sujeto en el hueco de la mano y él rumia lo verde, absorto, ensimismado, meditabundo sin meditar, al modo de una vaca que cae del cuero hacia adentro y parece grave. Pero no hay nada que le esté pasando. Matea.

Atardece en el paisaje y todo se hace profundo, y más los bichos quietos. Y así está él, tomando mate, dormitado, en suspenso de sí mismo, a la deriva, atardeciéndose entre sorbo y sorbo, adentrado; más aparente que vivo; mortecino, vacuo. Y eso nos pasa a todos a partir de la segunda generación después de los inmigrantes; nos acriollamos; abandonamos. Tal vez nos venga de los largos crepúsculos de esta latitud austral, tal vez del ámbito desierto o de un eco indio en la sangre; a lo mejor del cansancio de nuestros abuelos que empezaron todo de nuevo o del tedio y la abundancia que hubo. No sé. Pero somos como tristes y pensativos, pero sin melancolía ni mayor discusión interna; nos quedamos, nos vamos quedando. Nos gusta quedarnos de siesta en siesta y siesta. Y son varios los modos de esta laxitud. Aquí, en Montevideo, hay una constelación de descansos posibles en los cuales tenderse a rumiar tiempo con toda pachorra. Está la playa, el modo esplendoroso de aplastarse de largo a largo contra el planeta y sentir golosamente, sobre todo el cuerpo, el aire entero pesando sobre uno y un sol a baldes cayéndole encima. Las horas pasan sin sentir si se está así, lagarteando sobre la arena, emborrachado de bienestar, despreocupándose.

El empleo público no es otra cosa; sólo que se hace en frío, entre cuatro paredes y máquinas de escribir y papeles y trámites que a nadie le importan nada. Allí no habrá euforia, pero también se empoza el alma hasta quedarse inmóvil y no atender a nada ni a nadie y perder la noción del tiempo. Durante años uno se va mateando el horario hasta que, sin darse cuenta, le ofrecen el mate definitivo: la jubilación. De allí para adelante, quede lo que quede, es cuestión de cebar; mate más, mate menos; arreglar la pajarera, cambiar el cuerito de las canillas, leer el diario, hacer un asadito, rezongar un poco; cosas que no exijan ser muy tremendo, ni escuchar llamados.

Somos así, poco ansiosos, aplanados como charcos. Por algo inventamos e hicimos natural y corriente esa repugnante manera de decir: estoy podrido. Somos dueños de una cachaza esencial, capaz de corromper y producir la descomposición. Mateamos la vida sin apuro, de a sorbitos, hasta que se enfría. El mate es el reverso del entusiasmo, el apoyo de la dejadez.

Pero sucede que el hombre es un ser en devenir; proyecta y se proyecta y no puede dejarse. El hombre es y se hace; es el único existente hijo de si mismo, continuamente creado por lo que realiza y lo que piensa. El hombre no es algo que sea así porque no es jamás definitivo. El ser humano está siendo así o con mayor precisión, está yendo a ser así sin llegar a ser así nunca; porque en su esencia espiritual está el fosforecer y el transformarse; lo procesal. El hombre no es algo hasta que muere; su vida es permanente cambio, es un tender hacia que no puede interrumpirse, ni preverse del todo. El hombre -mitad voluntad, mitad peligro- es un fantasma que corre tras el fantasma que sueña. Y su ser consiste en ese ir de uno al otro, mejor: en ese estar yendo sin alcanzar. ¿Y qué pasa con el que se queda mateando, sentadito? Ese no corre, ni se corre. Se quedó; que es como decir: está fijo, clavado, quedado en un ser; es una cosa; su espíritu quieto, no le baila; la carne es vendaje de momia; se hizo planta. Ese hombre que echa su tiempo sobre la yerba, ese Onán de la existencia, está muerto por detención. Si la muerte física es detención de los procesos, la muerte espiritual también; y puede darse ésta sin aquélla.

Parecería que Florencio Sánchez hubiera intuido esto (un hombre sin voluntad es un muerto que camina). Si Barranca Abajo puede tener grandeza, ella surge, a contragolpe, de su falta de grandeza. Ese viejo Zoilo, antiheroico, es un antivivo, un contrasímbolo, ¡criollazo! (para mal). El mundo se derrumba en torno a él y él no hace nada; cuando mucho amarguea su desolación. Y la personalidad de este muerto se completa fatalmente, cuando se mata; porque otra cosa no hubiera pedido.

Suprime lo que le iba quedando: el pellejo, que es lo que no importa.

Tal vez habría que poner en escena un Barranca al revés, donde se sintiera claramente que todos tienen razón menos el viejo Zoilo; que es justo y bueno y necesario que la realidad lo cornee por todos lados; se lo merecen quienes se sientan a tomar mate mientras las cosas se caen alrededor y ellos preparan -sin darse cuenta- un lazo con el cual colgarse.

Este país sobrado de dones (poder comer y abrigarse fue cosa natural, dada porque sí), este país colonia hasta el día de la fecha, produjo un tipo humano del cual participamos todos en diversa medida: el matero de ley. Es un resabio de cuando abundaba el tiempo para todo y él campo era sin fondo. La vida iba al paso, entonces. Despacito por las piedras, cuñado. No me apure, si quiere sacarme bueno. Tiempo al tiempo.)

Y sobre esta inundación de satisfacciones gratuitas llovió Batlle, anticipándose a tantas necesidades; paliando aquí los rigores, haciendo inútil allá toda fricción violenta.

Desde siempre los conocimientos y los objetos nos llegan hechos de afuera, y desde BatIle, muchos derechos y mucha seguridad se tuvieron de golpe, y a crédito, antes de que fueran pagados, corno corresponde, con esfuerzo y con dolor. Y así vivimos: de rentas; dos veces.

Causa risa. Es un espectáculo grotesco; cómico y triste al mismo tiempo.

Los hombres grandes y serios y cabales chupan el mate por los años treinta y hasta ahora, dejándose ir, sin traslucir en el talante taciturno, ni en sus pausadas succiones, ni en el gesto hosco y viril, la imagen risueña del biberón que están tomando o del niño malcriado que son.

Pero ahora se hace patente, cuando todo apremia y ellos -como angelitos- le dan vuelta la pisada al cimarrón, para la segunda mateada, ¡cómo si pudiera haber! Nos hacemos cargo de nosotros mismos, ahora, o terminamos barranca abajo, pensando como Don Zoilo: hay que dejar el mundo porque es malo, ¡canejo!, no se da de regalo a los abúlicos, mimosos, comodones uruguayos, acostumbrados a vivir cebándose.

Es por eso que a veces, cada tanto, uno se impacienta y piensa: se puede ser sudamericano, pero no tanto; aunque normalmente, por pura adaptación al medio, vivimos resignados, como satisfechos, casi orgullosos de nuestra falta de rigor. Aceptamos como leyes naturales de nuestra convivencia el macaneo y la impuntualidad; y así, sin protestar, navegamos mansamente entre frangollos.

Total: este es un país nuevo, chico, pobre, subdesarrollado, marginal; un paisito latinoamericano donde nada puede hacerse realmente bien. Y no hacemos bien ni lo que podernos hacer bien. Mateamos y chau.

Empezamos por estar convencidos de que somos así: incapaces de perfección o grandeza; por eso nadie exige a nadie que haga lo que debe hacer, que se exprese, que se exprima hasta la última gota de su esfuerzo. La ineficacia ambiente va de los detalles menores hasta los monstruos más gruesos. Se compra una camisa o un delantal y antes de usarlos se vuelven a pegar los botones. Se sabe de antemano que vienen mal cosidos. El fabricante los cose, pero es valor entendido que no los cose de verdad.

Durante tantos años hemos gustado o disgustado quesos malos que ya no pueden hacerse buenos; no hay quién los reconozca. Ahí está la buena leche y el buen clima y quienes saben fabricar exquisitas variedades, pero ¿quién de nosotros, estragados de siempre, está dispuesto a pagar más por paladear matices? Esta pasta vil que se vende como queso es casi queso y nadie se propone aquí batir récords de placer comiendo algo tan bobo. Además: "es un quesito nacional, viejo, ¿qué pretendés?".

Con esta flojedad para aceptar la insuficiencia compatriota hemos llegado a tolerar la Caja de Jubilaciones, el Consejo del Niño, los hospitales y otros inmensos cánceres donde se tortura a la gente despiadadamente y porque sí, simplemente porque no estamos en un país donde las cosas tengan que hacerse bien. Empezamos por no poder fabricar una locomotora y terminamos aceptando que los viejos y los enfermos se mueran de angustia y los niños sean mortificados y corrompidos. Pero las causas de una y otra impotencia son muy diferentes. La falta de carbón y de hierro es un hecho insuperable pero la falta de responsabilidad en los empleados, en los jefes, en los directores, en el gobierne, es un simple hecho sicológico, un problema de educación. Y no lleguemos por este lado a criticar a este o a aquel gobierno; a todos les pasaría lo mismo. La locura moral no está en la conducción de la cosa pública, la corrupción más ilevantable, como en el ejemplo de los quesos, está en la masa total de la población. No somos capaces de exigirnos eficiencia; somos cornudos; nos conformamos con el mamarracho; aceptamos la vergüenza; consentimos; en el fondo pensamos que para un país como éste, las cosas están bastante bien.

Lo más triste es eso: la falta de respuesta colectiva. No hay clamor ni gran escándalo frente a las canalladas de la desaprensión. Compramos el delantal sabiendo y aceptando que los botones vienen mal cosidos; y de la misma manera vemos a los indefensos y a los inocentes ser víctimas de los peores abusos y tampoco decimos nada.

Parecería, pues, que el problema de nuestro país son los uruguayos. Estamos entregados. Es más: nos molesta la presencia o la actividad de un enloquecido, un fanático, alguien dado con alma y vida a su actividad. Nos interrumpe el mate.

Entre nosotros es inquietante y despreciable buscar lo absoluto; querer culminar en algo es lindar con el ridículo. Como la gente es tierna, en nuestro ambiente, hacer las cosas terminantemente bien no provoca odio, provoca lástima.

-Le dio por eso y anda con una radio bárbara.'

-¡Pobre!

Por no exigir, por dejar correr, por pura despreocupación hemos conseguido dificultarnos la vida unos a otros hasta convertir en proeza las operaciones más fáciles.

Construirse una casa significa una especie de lucha contra la sociedad que requiere el precio total de los materiales y de los servicios más los desvelos y las amarguras de varios meses. La experiencia dice que un hombre normal puede proponerse semejante batalla contra las informalidades en cadena, una vez cada diez o quince años; las fuerzas no dan para más.

Por supuesto -no se entienda mal- nada de esto se arregla con leyes laborales; se trata de algo menos exterior, algo íntimo que puede denominarse aproximadamente como filosofía de las gentes, es decir, lo que cada uno piensa de su propia vida y del sentido de su actividad. Cada cual proyecta y realiza su persona según propósitos más o menos conscientes y la verdad es que muy pocos entre nosotros quieren, realmente, hacer las cosas bien.

Y así nuestra actividad normal carece de centro conductor. Nadie se siente integrando un todo con sentido. En el fondo son pocos los que saben o sienten para qué trabajan; por eso nos devora la dejadez. Rumiamos mate y que el mundo caiga.

Spranger escribía: "Una cultura cuyas miembros viven para sí, desentendiéndose del todo confiado a su cuidado, está en peligro de ser aniquilada".

Y nosotros, que todavía no llegamos a la cultura, cebamos nuestra flojera, procuramos, como fin supremo, lograr el descanso y la seguridad; no el triunfo o la satisfacción o la autenticidad personal, no el cumplimiento de cada uno, sino la falta de riesgos; la previsión completa que nos saque de cuidados para siempre y nos permita decaer en la mateada, la siesta, la playa, la jubilación o cualquiera de las otras fórmulas del sosiego. Este es un país quieto. Este es un país cauteloso. Cada uno cuida su casita en Solymar o su jubilación que nunca está lejos o si no la pensión de tía Rosa, o cuando menos, eso tan lindo de tener tiempo de mañana, tranquilo, y después charlar de fútbol, por pasar el rato con los muchachos en la oficina; todo sin apuro, sin preocupación, armando un cigarrito.

-¡Qué vas a andar metiéndote en cosas! Es para líos. No se gana para dolores de cabeza.

-¡Me lo vas a decir a mí! Lo que es yo...

A veces pienso que el desánimo nos viene de la geografía; es para creer que existe un determinismo telúrico que brota del mapa y nos lleva a recostar la cabeza contra la radio, para dejarnos ir mientras sorbemos amargos y tibios, los tangos y los mates. También los indios eran así, gardelianos. Azara cuenta que no se reían jamás nunca se enojaban mucho; cuando uno le sacaba la mujer a otro, el ofensor y el ofendido apartaban las armas y peleaban a mano limpia; pero no demasiado: hasta que uno de los dos quedaba dolorido; hablaban en voz baja; respiraban un aire de nostalgia; en medio de terribles necesidades vivían despacito, como con miedo. Y para dejar descansar el ejemplo del gaucho, que también era taciturno, basta buscar en el otro extremo de la realidad. ¿Se quiere algo más cauto, menos radical o alegre, más filosóficamente precavido y hasta timorato que nuestro mejor pensador, Vaz Ferreira? Su obra es una larga advertencia, un poco indecisa, lo más prudente del mundo, guaranítica por su falta de médula. En Fermentario trasmite estos pensamientos precautorios: "un ser superior que jamás ignorara, dudara o se confundiera o se contradijera es un producto completamente falso y ficticio". Y un poco antes dijo: "Hay muchísimos hombres que no han cometido faltas. Eligieron siempre lo mejor, pero, lo mejor no es siempre completamente bueno".

Uno termina pensando: hay que ser prudentes; no conviene arriesgarse ¡todo es tan dudoso! más vale un puesto de auxiliar en mano que glorias volando. Por eso el mal de los uruguayos no son las oficinas públicas; el mal de las oficinas públicas son los uruguayos. Por eso una buena parte de nuestros adolescentes estudiantes de liceo aspiran a ser bancarios, es decir: funcionarios públicos de la actividad privada.

Sí. Todos queremos estar seguros. Todos acariciamos el sueño de la hipoteca propia. Al dorso de nuestra partida de nacimiento hay un compromiso de compraventa que nos lleva a invertir el divino tesoro de nuestra juventud en zonas inmobiliarias de firme valoración; por eso nos negamos a tirar por la ventana nuestras cómodas cuotas mensuales de tranquilidad. Nuestro ideal es ser dueños y habitantes de un sólido edificio de paredes incorruptibles donde haya alimentos, ropa, algunas diversiones, calefacción, y servicio médico para siempre. Es decir: un lugar donde haya poco que hacer y donde reine la seguridad social en su plenitud; en una palabra: la cárcel modelo. Aunque tal vez la cárcel sea peligrosa para algunos, porque supone el riesgo de quedar en libertad y tener que salir al mundo a hacer algo, a elegir y a luchar, a ser derrotados o vencedores; y ésto es demasiado riesgo. Quizá el ideal de los ideales sea la vivienda familiar bajo tierra, también llamada tumba. Allí, basta con no creer en Dios para estar seguros de que nadie vendrá a golpear en la puerta. Es el descanso y la tranquilidad. La tregua, como apuntó Mario Benedetti. 'La conclusión tal vez parezca exagerada, además de funeral, pero el absurdo proviene de la realidad: vivos que no quieren vivir.

En un país de sensatos vivir es perder el tiempo. Repudiamos a los descabellados, menospreciamos a los audaces, nos condolemos por los emprendedores. Las ocurrencias, las sorpresas, las iniciativas no son de personas sirias.

Nosotros pensamos que todas las cosas corren a cargo de los demás.

Los automóviles del año que viene serán mejores que estos de ahora y la nueva vacuna antipolio va a salvar definitivamente a nuestros niños. Ya nos disponemos a saber cómo es la luna bajo nuestros pies. Pero claro, nada de esto es responsabilidad nuestra; en otros países hay quienes piensan o inventan y se desvelan y padecen y pueden o no pueden con la carga que se imponen. Aquí no, aquí es cuestión de vivir cada vez mejor y punto.

Y lo más triste: aquí la felicidad no consiste en superar dificultades, la felicidad consiste en no tener dificultades.

Recuerdo una frase de Ortega y Gasset: "La vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es el peligro". Recuerdo una frase de Nietzche: "Bienaventurados son los soñolientos pues no tardarán en dormirse". ¿Será nuestra alternativa dormir o morir por pura prudencia?

NUESTRO LINDO PAÍS

Lo más irritante y sin sentido de todo esto es comprobar las facultades que se están desperdiciando. Nuestra gente es inteligente por naturaleza, vivaz, sufrida, capaz de inventar cosas y de aguantar adversidades. Y sin embargo' la holgura pasada nos marcó. Nos empacamos, encaprichados en no ver lo que pasa, no queremos sofocar la pobreza creciente; exigimos que se disipe porque sí, sin el esfuerzo de nadie. Nos enojamos con la realidad y no le hablamos; le damos vuelta la cara en vez de domarla, montarla y hacerla trotar a nuestra rienda.

Por razones de tradición facilonga nos fastidiamos y así nos oscurecemos la mente, de tan sorprendidos porque las cosas van mal. A la postre nos vemos sin talento para usar el talento.

Aunque, claro, aquí, en el Uruguay, el, descalabro, la insolvencia y la desaprensión no llegaron todavía a los extremos que estamos viendo en torno a nosotros; éste, todavía, es un lindo país.

Amamos la libertad; no hay partidos prohibidos; cada uno piensa o vota o dice lo que quiere; cualquiera llega a ministro o puede llegar, o si se empeña, se hace rico; y en medio de tanta soltura nadie puede ser muerto legalmente, ni encarcelado sin el debido proceso. Es cierto y por eso conviene repetirlo: este es un lindo país para ser joven. Lo digo porque cierta vez fui a la Caja de Jubilaciones a buscar a un amigo que trabaja allí como abogado y bajé y subí, y pregunté varias veces e hice largas colas para tener derecho a preguntar y me sentí maltratado y también fui orientado malamente por empleados de buena voluntad; y al fin, casi por casualidad, después de una hora de ir y venir entre cientos de viejos que deambulaban resignados, di con el despacho de mi amigo, que está instalado allí desde hace seis años.

¿Qué sentirán esos hombres que sin entender lo que está pasando, van y vienen en medio de este desorden, durante años, detrás del ser en sí de su expediente? ¿Qué sentirán a esa altura de la vida, sin recursos y ya sin fuerzas para emprender nuevos trabajos, mientras se pierden en los corredores de semejante pesadilla, en plena Kafka de Jubilaciones?

Por eso conviene repetirlo: este es un lindo país para ser joven y sano.

Sobre todo sano; porque los hospitales -eso lo sabemos todos- son un espectáculo de horror. Entre tanta pobreza y abandono, las enfermedades resultan muchas veces el mal menor que deben sufrir los pacientes. En el caso del manicomio el agravio a la condición humana llega a límites tan intolerables que bastaría mostrar lo que es, para que todos se sintieran generosamente indignados.

Pero nadie lo muestra; ni nadie se toma el trabajo de ir a ver

Tenernos pudor de conciencia.

Por eso conviene repetirlo: este es un lindo país para ser joven, sano y juicioso.

Porque es valor aceptado que a quien pierda pie y corneta un delito, a ese ni Dios lo salva.

Metido en una cárcel, en condiciones infrahumanas, el detenido debe soportar la mayor influencia de corrupción imaginable en nuestro medio. El hombre que en un momento de furor tira un tajo y corta, es convertido por años en el compañero de individuos de la peor calaña y la manera de readaptarlo a la sociedad consiste en enseñarle que él es como los delincuentes, obligándolo a convivir con ellos.

Por eso conviene repetirlo: este es un lindo país para ser joven, sano, juicioso y sin demasiada pobreza.

Eso sí. Cuando los pobres exageran la pobreza ya no pueden gozar de nuestra gran cultura política; ni se enteran de que existe. A los pobres bien pobres no les llega ninguna de nuestras grandes conquistas sociales. Cuando algunas o muchas zonas de la sociedad se gangrenan, sucede que nada importan para ellas las excelencias generales; los rancheríos quedan como fuera del torrente circulatorio; pasan a necesitar tratamiento y no legislación del trabajo.

Una pregunta por veinte mil pesos: diga una sola ley cuyos beneficios alcancen realmente a los habitantes de los Cantegriles. Perdió, señor. La libertad de prensa no los beneficia porque casi ninguno de ellos sabe leer. Tampoco, señor. La ley de ocho horas no les interesa. Ya no trabajan. . . No hay legislación social para los insociales.

Por eso conviene repetirlo: este es un lindo país para ser joven, sano, juicioso, sin demasiad, pobreza y sobre todo con una buena familia. Tal vez no haya entre nosotros nada más vergonzoso, más infamante, más demostrativo de nuestra penuria moral que esa, desgraciada institución llamada Consejo del Niño.

Todos procuramos seguir ignorando qué se hace con las criaturas. Pero todos sabemos muy bien cuánto mejor es para Santiago -este botija de seis años que pide limosna en el café-, cuánto mejor es que ande así, andrajoso y muerto de frío, pidiendo, que no asistido por el Consejo del Niño.

Yo conocí a una negrita de tres años a quien la madre golpeaba salvajemente, hasta provocar la reacción de todo este buen barrio de Pocitos; y confieso que sólo me alarmé de veras, enojado, cuando su oficio es justamente, encarnar las fiestas del alma.

Pienso que no tienen culpa de su dolencia; es, el aire de estos países lo que les hace mal; el clima de la gente, tan distraída; por eso se apartan y dejan de producir o producen inadecuadamente, sin felicidad; se convierten en las viudas de sí mismos, se enconan, se arrinconan, se niegan a formar el coro; fingiendo dignidad, retiran su voz de la sublime algarabía; dejan de reverberar con otros y entre otros y un día -que no llegue yo a conocerlo- un día después de años de disgusto, miran su corazón y lo encuentran ácido; aquella entraña delicada, inteligente, amorosa, aquel animal sensible que fue su corazón se niega a hacer piruetas y a bailotear para los demás; ahora exige respeto; quiere admiración; quiere halagos; quiere pedir y no darse, porque a fuerza de malestar se ha endurecido y ya no dispara ocurrencias, ni es capaz de reírse de sí mismo o de compadecerse o de tenerse aún un poco de asco.

Vivimos entre artistas, científicos y toda clase de intelectuales embalsamados; en el pecho les late un buche de cuero; por eso cuando hablan de lo más recóndito de su ser, están hablando de otro.

Es para preguntarse, ¿por qué nos pasa esto a nosotros, a todos nosotros, los habitantes de la franja ibérica? ¿Por qué desatendemos, hasta matarlos de inanición, a nuestros mejores individuos? ¿Por qué sometemos al hambre de ser escuchados a quienes podrían decirnos las cosas que más necesitamos? ¿Por qué en fin, además de no tener cultura suficiente, nos negamos a elaborarla?

Es que España y nosotros, por distintos caminos, estamos pagando una misma culpa. No nos hemos hecho mejores como comunidad y estamos en este nivel de desgracia espiritual, porque holgamos en la facilidad durante demasiado tiempo. Volviendo al ejemplo: la ley de la evolución exige, además de la muerte de muchos, el martirio sin pausa: una selección natural. Cada logro se obtiene, pues, sobre la sangre y el dolor de los antepasados. ¿Y qué hicieron los nuestros aquí y en la península durante los últimos siglos?

España, desde el 1500 -durante trescientos años- importó del Nuevo Mundo su riqueza hecha; se engordó de metales preciosos y -sin desterrar la miseria, porque distribuyó mal, vivió sin esforzarse, sin trabajar, dejando caer en la anemia sus industrias y su agricultura y -lo que es peor- despreciando la capacidad de sus hombres. Se traía oro y eso arreglaba todo.

Durante tres siglos de rentas imperiales España no trabajó como debía, ni aprendió a trabajar, ni consideró que nada de eso importaba mayormente. Abrió las puertas que debieron estar cerradas y cerró las puertas que debieron estar abiertas y de esta equivocación económica y, sobre todo moral, viene lo del siglo XIX y lo de ahora. Atraso y embrutecimiento. La falta de rigor, de seriedad, de respeto; es decir: penuria cultural.

Las poblaciones hijas de semejante metrópoli fueron a su turno dos veces víctimas de ese despilfarro de energía. Mientras los demás países de Europa vivían en tensión, laboriosamente, con una ambición y una ansiedad que se contagiaba a sus hijos, América hispana heredaba la aberración y el desplante hueco que venía de la península. Y sumada a esta inconsciencia histórica nuestro pobre continente latinoamericano padeció y padece una segunda desgracia espiritual: su condición de nuevo mundo inexplotado y abundante.

Lugar de vida fácil, desde Madrid o Sevilla o la que fuese, se nos imbuía un modo de pensar y actuar a lo señorito o a lo conquistador -que al efecto es lo mismo- y, mientras tanto, el medio, la naturaleza, el país, nos daba más de lo necesario. ¿Quién, en tales condiciones, se crucificaría sobre una idea para mejorar la vida a fuerza de espíritu y de voluntad sufrida?

Holgamos, pues; no nos sentimos responsables de nuestro propio destino. Durante décadas y décadas, pensamos: otros proveerán.

Para decir que algo es bueno todavía seguimos diciendo: ¡importado!

¿Puede sorprender, entonces, que a nadie le interese hondamente lo que piensa o lo que imagina el que vive a la vuelta de su casa?

Por eso nuestros intelectuales se mueren de tristeza, de vergüenza, de encono, de vanidad defensiva; por pura mutilación.

Hay un aflojamiento de la voluntad que ha palmado a este continente de arriba a abajo hasta dejarlo en este estado de palmera  siesta  playa  mate. Aquí, no sólo la economía está subdesarrollada; también la inteligencia.

Desde Tejas al Polo Sur habita una humanidad cansada sin causa, insignificante, sin fuerza ni rigor, ni audacia para proponerse grandes cosas; muchos millones de gentecita carente de destino. Porque eso somos, siendo tantos: gentecita. Nosotros, los latinoamericanos, estamos como dormidos; trabajamos tarde, mal y poco; y peor: sin aspirar a la gloria; y por eso resultamos tan poquita cosa, porque la vida es un quehacer y no hacemos casi nada.

Claro que, como todos los pueblos del mundo, elevamos a rasgo nacional -es decir: a motivo de orgullo nacional- lo que es -indecorosamente-, un defecto colectivo, circunstancial y sanable. En vez de pensar ¡qué vergüenza proceder así! pensamos: ¡qué notable! Somos así. (Tranquilo, pibe. Dejá vivir).

Vaz Ferreira escribe: "La humanidad se humanizó y se hiperhumaniza por excitación: el progreso se hace castigando la especie".

Por razones diversas (casi opuestas) la España de los Austria y sus colonias de América, estuvieron al margen de la buena excitación durante siglos y así, por exigirse poco, perdieron sus hombres las facultades de hacer y de pensar y, simultáneamente, se perdieron el respeto. Sólo cuando los demás resultan útiles y necesarios, merecen consideración. En una comunidad, no es cuestión de exigir porque sí el respeto de unos por otros; se trata de crear necesidades recíprocas -espirituales y materiales- que hagan de cada integrante de esa comunidad un ser importante, necesario, respetable.

La abundancia del oro en España trajo su desprecio por el trabajo y el talento; la facilidad colonial de América -con más riquezas de las que podían consumir sus habitantes- redobló entre nosotros ese desprecio. El grupo humano que habla español durante cientos de años, gozó de demasiadas satisfacciones y por consiguiente no fue debidamente excitado para templarse y mejorarse; no sintió el saludable castigo que hiperhumaniza.

Los señoritos y los hijos de tantos papás que se hicieron la América y luego los profesionales, capataces, políticos y burócratas, todos o casi todos los aquí venidos vivieron en la facilidad, nadaron en la abundancia, tuvieron por poco quehacer mucha retribución; por esfuerzo escaso, generosos bienes; por débil excitación, larga satisfacción, hasta quedar como ahítos, dormidos, momificados, torpes, sin capacidad de reacción.

Y al cabo de un largo tiempo, sucede hoy que, quienes hablamos español -aunque parezca mentira- tenemos alma de gordos, somos plastas, no nos da la real gana de hacer algo grande y hermoso. (Tranquilo, pibe. Dejá vivir. Se dio vuelta y siguió durmiendo).

Y lo peor es el círculo vicioso. Como estamos así, queremos seguir así. Como tenemos la conformación mental de los coloniales seguiremos actuando como, quien tiene para tirar lo que sobra y además, dormir la siesta.

Vendemos materias primas; otros las trabajan y poniendo en ellas su esfuerzo y su capacidad Crean la verdadera riqueza. Un suizo con medio quilo de metal hace relojes que valen miles de pesos; es cuestión de saber hacerlos; y de trabajar, claro.

En cambo, en Venezuela, sacan el petróleo que mana de la tierra, lo venden, y para vivir, importan lo que necesitan; hasta el pan, que viene volando en unas lindas bolsitas de celofán. ¡Pobre país!

Como España con sus minas del Nuevo Mundo, Venezuela cree que es riqueza el valor de cambio de sus combustibles. Un día se encontrará poblada de hombres fofos, impotentes, atrofiados por la flojera y entonces comprenderá que eso es la pobreza total aunque el petróleo siga corriendo y pagándole los gastos. Nosotros vendemos la lana sucia; somos como los lirios del campo: según las Escrituras, no trabajan ni hilan y sin embargo ni Salomón pudo vestirse como uno de ellos. Nosotros los uruguayos, no trabajamos ni hilamos la lana, y eso vamos a durar, lo que un lirio, si no cambiamos y nos volvemos proteccionistas del trabajo y nacionalistas de lo que se hace y se piensa aquí.

"El progreso se hace castigando la especie -dice Vaz Ferreira, y agrega- ahora, eso es demasiado doloroso, duro; y, además, no se sabe si responde a una realidad final".

Es inútil y contraindicado preguntarse si ese dolor será premiado o si responde o no a una realidad final. ¿Qué importa? Se trabaja, se lucha, se está en el camino, no para llegar sino para estar yendo. Lo que vale es el esfuerzo de avanzar y no el adelanto que eso procura; vale para que cada uno sea mejor, más completo, para que sea más él mismo en toda su extensión; para que pase por la vida con intensidad y lucha y gloria y no como una poquita cosa bastante satisfecha, pero inferior, adormilada; es decir: esencialmente infeliz.

EXPLICACIÓN DEL DESPRECIO

Un país se va haciendo en el tiempo, entretejiendo su realidad, decantando sus esencias que se descubren de a poco y se van aislando, para después volverlas a beber y nutrirse. Un país se respira a sí mismo; es un cierto aire, una manera de ser más o menos embrionaria que se manifiesta apenas y que luego se mira y se busca a sí misma, y a medida que se reconoce, se afirma y se caracteriza, se para sobre sus propios hombros.

Un país está siempre averiguándose, investigando sus bases y calidades para apoyarse en ellas y dar testimonio auténtico de sí mismo y cumplirse y poder ser algo o alguien. La cultura sólo germina y se desarrolla dentro de esta especial colaboración colectiva, al abrigo de cierta temperatura espiritual preexistente. La propia cultura es el caldo de cultivo de la cultura; de ahí que todo sea tan difícil para nosotros. Aquí, en el Uruguay, empezamos hace muy poco y empezamos desde la nada: un inmigrante solo ante un gran desierto. Esto fue un pedazo de planeta intocado por el espíritu; aquí, no hace mucho, afloraba la piedra sin huellas de trabajo humano; partimos de la nada; aquí no pudo asentarse un templo sobre las ruinas de otro Dios. Sobre la astronomía desnuda se instalaron los colonizadores ateridos por su propia audacia, atentos únicamente a sobrevivir en el otro mundo. Nuestra intemperie fue absoluta y todavía ahora lo que llega a brotar sobre la pampa de granito resulta bastante pobre y deleznable. Nunca el fruto obtenido da, entre nosotros, la medida de la proeza de alma que lo hizo nacer.

"En historia natural -dice Pedro Salinas-se denomina habitat, habitación, la zona donde se cría adecuadamente una cierta especie vegetal o animal. En historia espiritual la tradición es la habitación natural"...

"La pradera suave, deliciosa, superficial donde se reclina nuestra fatiga, no es más que el estado presente de la tradición geológica. La tierra poco a poco ha ido haciendo la Tierra. En cualquier forma .del espacio cultural que escoja el espíritu para asentarse, se repite el caso: se vive sobre profundidades, las de la tradición".

Y nosotros no tenemos tradición. Apenas apuntan algunos líquenes o marcas sobre el suelo mineral, rasgos anémicos que enlazan a las personas impersonales que nos hemos juntado aquí sin constituir aún una nación.

Y no sabemos por dónde empezar. Nos preocupamos de la semilla, del riego, de la poda y hasta de los injertos, pero una y otra vez comprobamos que nos falta el piso bajo los pies, un suelo hecho de actos infinitos, algo como tierra negra; es decir : tiempo largo, logros, esperanzas, frustraciones, metros de ceniza, camadas y camadas de muertos fraternales.

Onetti escribió alguna vez: "Miramos para atrás, ¿y qué encontramos? Un gaucho; dos gauchos, cuando mucho treinta y tres gauchos. Creéme. Conseguís semillas de tulipán y después de cruzar el Ecuador, cuando las plantas aquí, salen porotos".

Se hace imprescindible, pues, que mucha gente de este país viva y luche admirablemente con el altísimo fin de descomponerse y ser polvo; polvo útil, enamorado; sustancia anónima, radiante y fermental. Porque también es un destino ser gordura de la tierra, trabajar y morir para después transformar la carne y los huesos en algo desmenuzado, pero fertilizante, capaz de sostener a otros.

Lo que importa es cubrir la piedra, puñado a puñado, con algo, poco o nada logrado, pero de la índole de la cultura; por lo menos un desafío, un punto de partida, el más humilde.

Entre bromas demasiado fáciles, Oscar Wilde apuntó con su insolencia habitual: "Las ciudades americanas son aburridas hasta lo indecible. Los bostonianos utilizan su erudición de una manera demasiado melancólica. La cultura es para ellos una perfección adquirida más bien que un ambiente".

Este parece ser, justamente, nuestro riesgo principal: buscar una perfección adquirida y no crecer -cultivadamente y con naturalidad- en el ambiente donde vivimos. Hay que resignarse.

Para nosotros, como para todos, las cartas están echadas: se es como se es y donde se es, o no se es nada. Y más para los artistas. Por eso resulta tan absurdo y tan contraproducente irse a parasitar otro ámbito de cultura, o quedarse y creer que la tarea de un creador consiste en mostrar o reproducir lo pintoresco de este país. Ninguna de estas fáciles salidas es la válida; son modos de engañarse y soslayar la verdadera lucha, el verdadero destino: la creación.

Hasta ahora, la solución aparentemente exitosa en países a medio hacer, como el nuestro, ha sido recurrir a lo típico y creer que eso basta. Se trata de envasar esto que es raro, primitivo, menor y bastante elemental, y entretener con su colorido, a falta de buen peso, de alta maestría, de real trascendencia.

Una obra así, al pie de la realidad folklórica, naturalista, descriptiva o aún de denuncia -cuando está correctamente fabricada- consigue circular en el exterior y despierta cierto interés. El autor ha enjaulado un pedazo de la extraña barbarie que lo rodea y lo exhibe ante la sorpresa de los civilizados.

Es lo que pasa con las bestias. Son cazadas en su país de origen y transportadas a las grandes capitales para espantar, con el solo hecho de existir, a las cándidas gentes de la elite. Claro que tanto los zoológicos como los ejercicios pintoresquistas tienen muy poco que ver con el arte y menos aún con las esencias de la cultura.

Los lamparones de vida bárbara, caprichosa ó marginal, no son nunca temas de la gran discusión espiritual del momento; se buscan simplemente, para satisfacer la curiosidad; una curiosidad bien boba, por otra parte: saber cómo son, por fuera, las gentes y los lugares.

Pero esto no es nunca el gran problema del hombre.

Materia de arte o de pensamiento es lo que está pasando en las zonas más profundas de nuestro ser, aunque seamos de un paisito y no la cáscara aparencial de la sociedad, la vida y costumbres de este rincón, bastante convencional en eso.

Tenemos necesidad y urgencia de vernos y averiguarnos, de llegar a saber cómo somos, pero de verdad, en el fondo de nuestra humanidad. Tenemos que aprender a pensarnos. Este es nuestro programa ineludible: llegar a pensarnos.

Los animales son inteligentes, por eso tienen astucia, una manera de la ocurrencia, una categoría de lo imprevisible y creador.

La diferencia de jerarquía intelectual entre el hombre y la bestia empieza en un plano más alto que el mero ejercicio del pensamiento.

El hombre es capaz de pensar y muchos animales también; pero sucede que el hombre además de pensar, en su modo más excelso, es capaz de pensarse.

El animal, por más artero y vivaz que sea, está sin embargo sumido en la realidad que lo circunda. El hombre en cambio puede saltar fuera de sí; se imagina en el mundo, se ve y se razona desde lejos, se posee al objetivarse, al pensarse como un objeto más entre los objetos. El animal tiene un solo punto de vista que no puede abandonar: el centro de sí mismo y en ese encierro, sumergido en los velos de la subjetividad, no vive sus impulsos como suyos sino como movimientos o repulsiones que parten de las cosas; cree que su respuesta al mundo es el mundo. Por eso el animal obedece siempre a sus apetitos, mientras que el hombre, espectador distante y distinto de sí mismo, es el único ser que posee el don admirable de sentir lo que quiere, considerarlo y decirse: no.

Con Goethe y con Freud, Max Scheler atribuye a esta sublime negativa la creación de la cultura.

La facultad de pensarse con imparcialidad, objetivándose, la facultad de examinar el exterior de la intimidad diciendo sí a ciertos deseos o reprimiendo otros, es "el principio de la humanidad".

Escribe preciosamente Scheler, a quien he seguido en buena parte de este planteamiento: "¿Cómo ha sido posible que este ser ya casi condenado a muerte, este animal enfermo, retrasado, doliente, cuya actitud fundamental es la de cubrir y proteger medrosamente sus órganos mal adaptados, supervulnerables, se haya salvado en "el principio de la humanidad" y con éste en la civilización y la cultura?".

Pero no es este esencial acto ascético del hombre el que interesa destacar ahora; no es el momento ético (se conduce a sí mismo frenando ciertos impulsos, desatando otros), sino el principio anterior: la facultad siguiente al mero pensar: la facultad estrictamente humana de pensarse a sí mismo. Vale la pena detenerse un instante en este linde tras el cual comen y fornican ansiosa y ciegamente todas las bestias de la creación. Estamos parados en el preciso lugar donde ancla la cultura.

El animal piensa, el hombre reflexiona, especula. A veces el lenguaje se hace sorprenden' te por lo exacto y cargado de sentido. Reflexión, según la primera acepción de los diccionarios, es la acción de reflejar.

El hombre se ve a sí mismo, se desdobla para saberse y discutirse, es decir: se refleja, reflexiona. Especular, a su vez, viene de especulum, espejo; y la especulación es por consiguiente, una forma de duplicar las imágenes, un modo de objetivarse para contemplar la propia figura como si fuera de otro.

Antes, pues, del clásico "conócete a ti mismo", debió decirse, sin narcisismo, contémplate a ti mismo; especula; reflexiona; empieza a ser hombre; camina sobre las testas oscuramente subjetivas, y por eso esclavas, del reino animal. Después de tu segundo parto, una vez que hayas hecho salir de ti la realidad de ti mismo, recién entonces podrás conocerte y por fin, conducirte, es decir: alcanzarás la libertad y los privilegios de ser culto.

También un grupo humano, como cada uno de sus integrantes, debe empezar por la reflexión. Una comunidad que no sea capaz de verse y pensarse, será en cuanto comunidad, un rebaño o manada dócilmente sometida a sus impulsos, sin posibilidad de conocerse, entregada mecánicamente a la voracidad y por tanto, esclava de sus necesidades más inmediatas, sin conducta humana, ni goces de cultura.

Y éste, justamente, es nuestro problema. Nosotros, como grupo humano que nace y .vive en este pasito o en el ámbito relativamente mayor del continente latinoamericano tenemos .que empezar a pensarnos o seguiremos siendo estos hombres sueltos que somos, dispersos, de a uno, sin alma que nos asista, sin acceso todavía a las modalidades colectivas de lo esencialmente humano.

Somos una colonia porque pensamos como seres coloniales; nos faltan los presupuestos de la etapa superior, creadora de cultura,

¿Cómo podremos pensarnos a nosotros mismos, si empezamos por no prestarnos atención? No nos resultamos interesantes. De lo que a nosotros nos pasa sólo nosotros podemos dar noticia, pero no nos importa. Atendemos concienzudamente, eso sí, a lo que se hace allá lejos, a cómo ellos -sobrellevando un momento más esplendoroso, pero ajeno a nosotros se dan soluciones, se discuten, se miran y se conducen.

¡Es tan apasionante seguir las vicisitudes culturales de Europa!

Todo el que viaja, escribe y publica sobre como es ¡Interesantísimo! ¿Y nosotros? ¿Quién se ocupa de pensarnos, de reflexionar y especular y yernos en nuestra encrucijada espiritual y aún material? Somos escépticos y nos aplicamos recíprocamente las formas represivas más despiadadas. Unamuno escribió alguna vez sobre esa otra inquisición mansa y sutil que si no mata con fuego o con calabozo, mata lentamente, con la proscripción social, con la sonrisita, con la indiferencia, con eso de estar sobrando a este pobre tipo.

En esto somos especialistas. No nos tomamos en serio ni cómo síntomas. Hay un fanatismo de no creer que es mucho más tremendo que el de creer.

No es que seamos envidiosos unos con otros, ni que seamos negativos o amargados; pensar en un resentimiento general o en un rencor precisamente dirigido contra los que están cerca, sería absurdo.

No; no es que seamos inferiores, simplemente no nos hemos propuesto vernos, observarnos, discutirnos; nuestros problemas no nos interesan; por eso no tenemos soluciones propias.

No es que seamos inferiores, sucede que nos inferiorizamos recíprocamente con el desprecio, la falta de atención, la mutua indiferencia. Como no nos vemos, no existimos.

No estamos hombro con hombro tratando de averiguar cómo es esto y qué pasa y qué habrá que hacer para mejorar las cosas; en lo más mínimo; vamos a Europa, compramos algo sensacional y se lo mostramos a los amigos con orgullo. La colonia, completamente agradecida.