NEOLIBERALISMO Y FE CRISTIANA

Pablo Bonavía

Javier Galdona

ISBN 9974-597-11-0

1ª edición: OBSUR, Montevideo 1994

2ª edición: OBSUR, Montevideo 1995

3ª edición: Acción Cultural Cristiana,  Madrid 1995

 

PROLOGO

El presente libro constituye un intento de respuesta a algunas de las interrogantes más fuertes que la realidad social nos plantea hoy día a los cristianos. Debido a múltiples factores históricos, que resulta ineludible analizar, algunos de los postulados que resultaron fundamentales para guiar nuestra actuación en el campo social en las décadas anteriores, hoy se encuentran en medio de una gran crisis.

Desconcierto por no tener caminos claros y seguros a recorrer. Desánimo como consecuencia a la aparente inutilidad de esfuerzos y sacrificios realizados. Impotencia frente a la magnitud y fuerza de propuestas que profundizan injusticias antiguas y nuevas. Tentación, muy seria, de entrar en un proceso de repliegue y pasividad.

Estos sentimientos, y muchos otros, han acompañado desde hace un tiempo a la mayoría de los cristianos comprometidos con la transformación social, y nos han llevado a la necesidad de una reflexión profunda sobre la realidad histórica contemporánea, y sobre lo que el Señor nos pide desde ella.

No se trata de un problema únicamente uruguayo, por lo que tampoco estamos solos en esta reflexión. Muchos grupos y personas en América Latina están realizando excelentes aportes, con lo que nos enriquecen y estimulan. No obstante, ello no sustituye la reflexión propia desde esta tierra y este pueblo, donde caminamos en el seguimiento de Cristo. En este contexto queremos también hacer nuestro aporte.

El contenido de este trabajo es fruto de un largo proceso de reflexiones personales y confrontaciones comunitarias. Sin embargo, sigue siendo incipiente y necesitado de ulteriores profundizaciones y correcciones, ya que como fruto de la experiencia práxica cristiana que es y no puramente de elucubración académica, necesita de su propia práctica para madurar y crecer. En este sentido no buscamos más que volcar nuestro esfuerzo con la esperanza de que sirva de estímulo a otros.

Este constituye también un año electoral en nuestro país. Coyuntura histórico-política que exige de opciones y de redefiniciones no fáciles, pero sí necesarias. Se trata, pues, de un momento propicio para encarar una reflexión que trasciende el propio proceso electoral, y que proyecta consecuencias en las opciones más profundas del militante. Asumimos el contexto político en que sale, aunque no entremos en análisis políticos específicos al año electoral.

El libro consta de dos trabajos realizados en forma coordinada y diferenciada por los autores, de acuerdo a la perspectiva propia de sus respectivas disciplinas. Ambos aportes, creemos, se complementan y ayudan a un encare más rico de la temática global. A su vez, cada una de las secciones tiene sus características propias, que son explicadas en sus respectivas introducciones.

Con la alegría de la vocación radical que nos hace el Señor a ser co-responsables en la construcción del Reino, reconociéndonos como hijos suyos y hermanos entre nosotros, y con la esperanza de que sirva para estímulo en la construcción de un mundo más fraterno, entregamos nuestro trabajo en sus manos.

Montevideo, Marzo de 1994.

Los autores.

Parte I

DEL OPTIMISMO A LA SOLIDARIDAD

La opción por los pobres ante la crisis del socialismo real y la colonización ideológica del neoliberalismo.

PABLO BONAVÍA

ÍNDICE

Introducción

La crisis de los proyectos de transformación social

El desafío planteado a los cristianos

1. EL DERRUMBE DEL SOCIALISMO REAL Y EL FUNDAMENTO CRISTIANO DE LA OPCIÓN POR LOS POBRES

1. Con el socialismo de Estado cayó también su forma de articular utopía y práctica

2. Del optimismo histórico a la esperanza solidaria

3. Los signos del Reino de Dios nacen en la periferia

4. Práctica y utopía en Jesús

5. Esperanza cristiana y re-creación del presente

6. La opción por los pobres no es una estrategia sino un principio

2. LA COLONIZACIÓN IDEOLÓGICA DEL NEOLIBERALISMO Y EL DESAFIÓ DE INCORPORAR LA MEDIACIÓN ECONÓMICA

1. El neoliberalismo: justificación ideológica de la 'cultura de la exclusión'

2. El mercado: realidad y mito

3. La 'racionalidad' económica: una mediación a asumir

4. Justicia y eficiencia en una 'cultura de la inclusión'

3. ALGUNAS CONSECUENCIAS PARA NUESTRO COMPROMISO CRISTIANO

1. Enraizados en una espiritualidad

2. Aproximarnos a la realidad de los pobres

3. Hacia una refundación del compromiso político

4. Dispuestos a compartir la suerte de los perdedores

INTRODUCCIÓN

Multiplicación de empresas privadas de seguridad, avisos radiales en inglés, artes marciales de cuño oriental, shopping centers, cementerios privados, antenas parabólicas y generalización del video. También inusitadas formas de violencia en espectáculos deportivos, monumento público a Iemanjá, aparición de nuevas sectas religiosas, desmovilización a nivel sindical y político, menor interés por las cuestiones ideológicas.

La vida cotidiana y las formas de convivencia de los uruguayos en este fin de siglo está cambiando a un ritmo que ya no podemos disimular. Aumenta la sensación -a veces la conciencia- de estar atravesando un momento crucial de nuestra historia, una transformación de nuestros hábitos colectivos que habrá de configurar decisivamente las condiciones de vida de las próximas generaciones. Sin embargo, no experimentamos que en este proceso se esté ensanchando nuestro protagonismo. Por el contrario, nos sentimos más bien arrastrados por fuerzas que con frecuencia desbordan nuestra capacidad de comprensión y de dirección de lo que nos sucede. Y así nos vemos invadidos por sentimientos que van desde la perplejidad y la resistencia a la resignación pasiva o aún al intento desesperado por no perder el tren, aunque no sepamos bien adónde conduce.

No todas las transformaciones nos afectan de igual manera y con idéntica hondura. Tampoco damos a todas la misma importancia. La trascendencia histórica y ética que otorgamos a los hechos depende de nuestra ubicación, conocimientos, intereses, convicciones. En este trabajo buscaremos hacer una reflexión crítica a partir de compromisos y preocupaciones que hemos compartido con cristianos de nuestro país y nuestro continente. Asumimos de manera explícita una perspectiva que ha ido madurando entre militantes cristianos de América Latina en las últimas décadas: la convicción de que el hecho mayor de nuestro continente es la creciente pobreza y la multiforme exclusión  a que se ven condenadas las grandes mayorías. Convicción que no se apoya sólo en una constatación estadística o, menos aún, en una priorización antojadiza de los hechos sino que se enraiza en lo más sustancial de nuestra experiencia creyente.

Para los cristianos, en efecto, no existe un auténtico encuentro con Dios sino cuando nos hacemos solidarios del otro, sobre todo del que es excluido. La discriminación entre los

falsos dioses que nos construimos y la experiencia del Dios

verdadero comienza cuando hacemos nuestra la pregunta que Yavé hace a Caín en las primeras páginas de la Biblia: "Dónde está tu hermano?"(Gen 4,9). Falsos dioses que no sólo se presentan bajo formas explícitamente religiosas sino también en su versión secularizada y cuyo signo distintivo consiste en prometernos felicidad a cambio de nuestra sumisión a su permanente necesidad de sacrificios humanos.

 En uno de sus "salmos" un autor latinoamericano expresa esta perspectiva cristiana con lucidez y profundidad:

 

Nuestras ciudades están pobladas de templos.

Dioses terribles y seductores

nos piden a cada hora

ofrendas y sumisión.

Sirve a la empresa -proclaman-

y tendrás vida segura;

si resultas elegido,

reinarás sobre la tierra.

Entrégate a la moda

y en cada temporada

nacerás de nuevo.

Afíliate al partido;

estarás entre los vencedores

y a tu paso se abrirán todas las puertas.

Todos los dioses gritan:

ven y recibe la marca;

cuando seas nuestro,

vivirás de nuestra vida

y nadie te arrebatará

de nuestras manos.

Dicen mentira, Señor

la vida que tienen los dioses

es nuestra vida, la que nos quitaron,

la que disfrutan sus fabricantes.[1]

1. La crisis de los proyectos de transformación social.

Desde esta perspectiva uno de los cambios más relevantes es la crisis por la que atraviesan aquellos espacios en los que tradicionalmente se defendían los derechos e intereses de los pobres. Hoy parece que los sectores empobrecidos no logran darse una expresión colectiva con la suficiente capacidad de

movilización como para incidir en las transformaciones sociales en curso. Se nota un desgaste de los proyectos, propuestas y estrategias que durante los últimos decenios dieron perfil propio y una mística militante a los grupos más postergados. Y no sólo a ellos, sino a todos aquellos sectores que apostaban a un cambio

estructural de la sociedad en orden a una configuración más justa y solidaria. Va ganando terreno un sentimiento generalizado de frustración, de desencanto, y la incitación a dejarnos seducir cada vez más por actitudes resignadas, individualistas y oportunistas. Se nos propone abandonar viejas banderas de solidaridad, olvidarnos de los que "quedan por el camino" y sumarnos al "sálvese quien pueda".

Esta situación no es exclusiva del Uruguay. Se inserta dentro de una crisis que atraviesa todo el continente latinoamericano y caracteriza la actual coyuntura mundial. Proyectos y prácticas que por largo tiempo alimentaron la esperanza de un cambio social en favor de los pobres han perdido credibilidad y capacidad de convocatoria en todo el mundo. También sus agentes portadores han sufrido un proceso de desgaste y descrédito. Se escucha en foros públicos y en conversaciones privadas que ya no es posible una transformación estructural

de la sociedad, que toda empresa colectiva que lo pretenda está condenada de antemano al fracaso. Se proclama abiertamente el triunfo definitivo del sistema capitalista y de la economía de mercado que han quedado sin contendores. Se habla del "fin de las utopías" e incluso del "fin de la historia".

Para los antiguos y nuevos adherentes al modelo capitalista la crisis mundial por la que atraviesan los movimientos de transformación social sería consecuencia de la victoria aplastante de la economía de mercado en el terreno de los hechos. Pero esta no nos parece, ciertamente, una explicación adecuada.

Lo primero que surge con evidencia es que el mentado triunfo del capitalismo en el campo abstracto de la macroeconomía lejos de solucionar los problemas de los países y grupos postergados los ha empeorado.[2]  Todas las estadísticas muestran

que la pobreza ha aumentado en los países del llamado Tercer Mundo y aún en Estados Unidos. A partir de la globalización de la economía de mercado se han agravado los procesos de concentración desigual de la riqueza entre países y dentro de ellos. Como si eso fuera poco, se tiende a abandonar o reducir las políticas sociales orientadas a aliviar la situación de los grupos más castigados. De la mano de estos fenómenos han crecido asimismo el monopolio del progreso tecnológico por parte de los países centrales, la desocupación en los países periféricos, las explosiones espontáneas de violencia social, la depredación ecológica.[3]

En América Latina tanto el empobrecimiento de los sectores populares como la desigualdad en la distribución del ingreso son particularmente graves. Un informe del Banco Mundial del año 1990 señala al respecto: "En ninguna región del mundo en desarrollo son los contrastes entre la pobreza y la riqueza nacional tan notables como en América Latina y el Caribe. A pesar de ingresos per cápita que son en promedio cinco o seis veces mayores que los de Asia Meridional y África al Sur del Sahara, casi una quinta parte de la población de la región sigue viviendo en la pobreza. Esto se debe a un grado excepcionalmente elevado de desigualdad en la distribución del ingreso." Y añade el informe: "Elevar los ingresos de todos los pobres del continente  a un nivel inmediatamente por encima del umbral de pobreza costaría sólo un 0.7% del PIB regional, lo que equivale a un impuesto sobre la renta de 2% aplicado a la quinta parte más rica de la población."[4]

El denominado "triunfo" del capitalismo es, pues, un fracaso cuando miramos su desempeño desde la perspectiva y los

intereses de los pobres. Las estructurales tendencias a la exclusión y la desigualdad, que antes convocaban a la militancia social, no sólo no se solucionaron con la globalización de la economía de mercado: se han agudizado notoriamente.

2. El desafío planteado a los cristianos.

Ahora bien, esta situación afecta de un modo peculiar a aquellos cristianos que animados por su fe se comprometieron seriamente en los esfuerzos colectivos por construir una sociedad más justa. Porque al interior de ese compromiso redescubrieron existencialmente algo muy tradicional pero en buena parte olvidado: en la lucha por la justicia se pone en juego nada menos que la autenticidad del seguimiento de Cristo y el acceso a la plenitud de la vida, a la salvación. La defensa del excluido no es un ingrediente marginal que pueda añadirse o sustraerse a la existencia creyente de acuerdo con la coyuntura histórica: de ella depende nuestro encuentro con el Dios verdadero. "Sólo en la observancia de los deberes de justicia se reconoce verdaderamente al Dios liberador de los oprimidos", dirán los obispos reunidos en Sínodo, ya que "el cristiano encuentra en cada hombre a Dios y la exigencia absoluta de justicia y de amor que es propia de Dios."[5]   En América Latina ese compromiso con los derechos de los excluidos, enraizado en la experiencia del seguimiento de Cristo, se concretará en una práctica y un lema definidos: la opción preferencial por los pobres.

Por eso la crisis que hoy atraviesa nuestro mundo plantea a los cristianos una serie de cuestiones muy hondas y a veces dramáticas: qué queda de la opción por los pobres en un mundo sin alternativa? Es que todos los sacrificios y luchas que se emprendieron en las últimas décadas fueron sólo un espejismo ingenuo o romántico, ya sin asidero en la realidad? Acaso iremos acomodando aquella opción de indudable vigor utópico a una práctica de corte exclusivamente asistencialista, conciliable con una resignación total a nivel de las estructuras macrosociales? En ese caso estaríamos eliminando uno de los elementos  constitutivos de esa opción: afirmar el derecho de los pobres a

ser cada vez más sujetos de su historia. Habrá que abandonar, entonces, por inviable, esta opción? Renunciar a la misma implicaría abdicar de una convicción y una práctica que se han revelado indisociables del seguimiento de Jesucristo. Sería resignarse a la fractura y a la incoherencia. La opción por los pobres no se negocia: ella es "irrevocable", como dijera Juan Pablo II en la Conferencia de Santo Domingo.

No hemos de confundir, sin embargo, la fidelidad a esta opción con posturas voluntaristas o, puramente declarativas. La fidelidad a nuestras convicciones teológicas y éticas no nos ahorra -al contrario, nos exige- un cuidadoso análisis del acontecer histórico y la búsqueda de cauces mediadores en cada nueva situación. Este es para nosotros uno de los desafíos más importantes y urgentes de la hora actual. Acaso no tenemos nada decisivo que aprender de la rica y dolorosa experiencia de tantos pueblos y grupos que han apostado al cambio de las estructuras sociales? Qué enseñanza nos dejan acontecimientos como el derrumbe del socialismo en el Este europeo, la experiencia nicaragüense, o los diversos modelos de desarrollo que se han intentado en América Latina y en Uruguay? Afectan sólo aspectos estratégicos de la práctica política o también la forma de concebir todo el proceso de transformación social y nuestra participación en él?

La respuesta a estas preguntas no es sencilla. No lo es en la práctica porque nos vemos solicitados por dinamismos que nos seducen o simplemente nos arrastran antes que podamos reflexionar. Y no lo es en la teoría porque supone un proceso de discernimiento arduo y de largo plazo, así como una aguda capacidad de autocrítica.

Pero vale la pena comenzar la búsqueda. En todo momento de crisis, como señala la etimología de la palabra, anida potencialmente un crisol, una profunda experiencia de purificación. En el Nuevo Testamento fue precisamente una crisis de las expectativas mesiánicas lo que dio lugar al nacimiento de la esperanza y el compromiso propiamente cristianos. Es interesante recordar en este sentido que el evangelista Lucas introduce la parábola de las diez monedas, dirigida precisamente a instaurar una esperanza creativa y responsable en los discípulos, con esta frase: "Los que caminaban con Jesús y lo escuchaban estaban ya cerca de Jerusalén, y se imaginaban que el Reino de Dios se iba a manifestar de un momento a otro. Jesús, pues, le puso este ejemplo..."(Lc 19,11).

La situación que vivimos coloca a los cristianos también hoy ante una decisión crucial: nos impone elegir entre el oportunismo y la oportunidad. El oportunismo de invocar las dificultades como pretexto para abandonar principios. La oportunidad de reconstruir la esperanza y una práctica solidaria coherente con ella. Creemos que la presente encrucijada contiene sobre todo un desafío histórico: REDESCUBRIR LA FUENTE Y EL SENTIDO DEL COMPROMISO DE LOS CRISTIANOS CON LOS POBRES. Lo cual implica ahondar tanto en sus RAÍCES como en la relación de éstas con las inevitables MEDIACIONES culturales, políticas y económicas

Ello nos conducirá inevitablemente a buscar las verdaderas razones que exigen un replanteamiento del compromiso de los cristianos en la transformación de la sociedad. Si no podemos admitir como causa el desempeño exitoso del capitalismo en la eliminación de los problemas que antes convocaban a la militancia, cuál ha sido la razón?  Dos factores nos parecen determinantes en esta situación: el derrumbe del socialismo real y la colonización ideológica del neoliberalismo.

1.- EL DERRUMBE DEL SOCIALISMO REAL Y EL FUNDAMENTO CRISTIANO DE LA OPCIÓN POR LOS POBRES

En una conferencia tenida en Argentina, Pedro Trigo, mientras relataba su experiencia de inserción en medios populares, hacía una reflexión que nos ayuda a entrar directamente en lo que queremos plantear. Muchos de los que quisieran que las cosas fueran de otra manera, dice, nos preguntan a quienes vivimos en los barrios pobres si la gente con la que trabajamos puede tomar el poder, si esa puede ser una alternativa. "Mis compañeros y yo les decimos que ese tema no es cosa que se trata con la gente con que andamos. En general quedan bastante despistados, pues el tema de los partidos políticos no se trata con la gente. Entonces preguntan qué hacemos, que trabajamos con la gente en los barrios? Qué sentido tiene si no se hace política? Si no, los pobres para qué sirven? El supuesto previo a esa pregunta es que los pobres sirven para que alguien haga algo con ellos. Sirven para algo que maneja alguien... y se supone que eso va a ser bueno para ellos. Pero lo primero no es lo que los pobres traen entre manos, sino que va a servir para otros. Y el otro dice que él va a redimir a los de abajo. Creo que este esquema ya no funciona."

Cuál es este esquema? Por qué ya no funciona? Qué relevancia tiene para nuestra concepción cristiana del compromiso con la causa de los pobres? Para responderlo es imprescindible referirnos a lo que consideramos, este sí, un acontecimiento decisivo en la el desconcierto y descreimiento que afecta a los proyectos de transformación de la sociedad: el derrumbe del socialismo real y sus consecuencias. [6]

1. Con el socialismo de Estado cayó también su forma de articular utopía y práctica.

 Sin duda el socialismo real logró hacer la revolución del hambre. Algo que no se valora suficientemente cuando se lo analiza desde los patrones culturales y de consumo del primer mundo: para ellos el mundo socialista era atrasado y burocrático. Pero, mirado desde el tercer mundo, el modelo de economía planificada logró superar el hambre, el analfabetismo y la marginación a que hoy siguen condenados millones de seres humanos en los países capitalistas periféricos y aún entre los pobres del primer mundo. Y sin embargo el socialismo, al menos el existente en la URSS y en Europa del Este, se derrumbó estrepitosamente. Más aún: se derrumbó por sus propias contradicciones internas, no por una agresión exterior. Esto es lo que diferencia la reciente desintegración del socialismo real de cualquiera de sus crisis anteriores: la forma en que se produjo ha puesto en cuestión el modelo mismo y no sólo su viabilidad histórica en otras partes del mundo.

Uno de los factores que aparecen como decisivos en la caída del socialismo de Estado fue su carácter autoritario y paternalista. Se trataba de un sistema "benéfico" pero que excluía al pueblo de la participación en las decisiones políticas, económicas y culturales. Dicho autoritarismo se justificaba con la convicción "ilustrada" de haber identificado la raíz de todos los males sociales y de poseer un proyecto de sociedad capaz de dar solución a cada uno de ellos. La ciencia y la filosofía marxistas habían eliminado todo misterio en la comprensión de la historia y sus conflictos. La acción política del partido de vanguardia, como conciencia y representación de la clase trabajadora, era capaz de conducir por sí sola a la liberación de todas las dominaciones, a la sociedad perfecta, a la utopía.

El único problema real será vencer a quienes son partidarios de un proyecto histórico diferente y lograr así la hegemonía del poder. Pues sólo la conquista y el mantenimiento de dicha hegemonía hacen posible la transformación de la sociedad. De ahí que toda la estrategia de los marxistas ortodoxos haya estado impulsada por la racionalidad instrumental, especialmente la razón de Estado y de partido. De ahí también que por este camino el pueblo haya terminado siendo más destinatario que protagonista del proceso.

Pues bien, este modelo es el que cayó junto con los socialismos de la URSS y del Este europeo. Y cayó precisamente porque el derrumbe se produjo en estados que luego de consolidar la ansiada hegemonía del poder político no fueron capaces de dar respuesta a sus propias contradicciones internas. Quedaron al descubierto así otras formas de alienación y dominación no reductibles a la que se genera en la relación capital-trabajo.

Quisiéramos agregar aquí lo que señalan muchos investigadores afines a la tradición marxista que han estudiado el derrumbe del socialismo desde premisas puramente filosóficas y políticas, es decir, ajenas a postulados teológicos. Lo que cayó con el socialismo de Estado, dicen, no fue sólo un determinado modelo de sociedad: cayó también una forma de comprender la utopía y su relación con la práctica histórica.[7] 

Señalábamos más arriba que la práctica tendencialmente sectaria de los militantes marxistas ortodoxos -que tendrá su máxima expresión en la llamada "dictadura del proletariado"-  se explicaba como una necesaria etapa de transición. Por este camino un día se llegaría a la sociedad sin clases, sin explotados ni explotadores, y por tanto sin necesidad de represión. Entonces todo sucedería de acuerdo a un orden espontáneo pues la sociedad habría alcanzado la plena transparencia y la superación de todos sus conflictos. Pues bien, según muchos analistas la caída del

socialismo obliga a reconocer que no va a haber jamás una sociedad intrahistórica plenamente reconciliada, sin clases, que haya superado toda forma de dominación y que, una vez construida, sea absolutamente transparente. Es necesario superar el mito moderno de la sociedad reconciliada  -versión secularizada de los milenarismos de los siglos XV y XVI- y  asumir con honestidad la conflictividad intrínseca a toda convivencia social, así como las insuperables limitaciones del hombre en el intento de adueñarse de su historia. Los seres humanos no somos capaces de dirigir nuestro destino en forma omnipotente ni de realizar mediante la acción política un mundo definitivamente justo y libre; esta  ilusión, que el marxismo compartió con toda la corriente moderna e ilustrada, ya no se sostiene. [8]

El error del socialismo real, aclaran estos analistas, no fue tener una utopía.[9]  El error fue, más bien, creer que esa utopía era un objetivo perfectamente conocido de antemano tanto en su fase final como en las diversas etapas previas. Y que todo ello era obtenible por la praxis histórica con la sola condición de que sus portadores tuvieran una práctica coherente y disciplinada. Dice Brunner en este sentido: "En el mundo simbólico donde se originó y elaboró el pensamiento socialista -digamos el de Marx hasta Althusser- y en que se aplicó y desarrolló en la práctica -desde Lenin hasta Fidel- es, ante todo, el mundo de la razón geométrica. En ese universo de ideas, la historia transcurre por vectores conocidos, el mayor de los cuales es el del progreso; hay instalada en la cúspide la imagen poderosa de una utopía racional y, en el centro mismo de toda la construcción, existe un enorme vacío, ausencia de misterio, que es llenado por el desciframiento final de la historia y el conocimiento de sus estructuras secuenciales. Las prácticas alimentadas por esa trilogía -progreso, utopía y vacío sagrado- conducen al diseño de sistemas perfectos, administrados por funcionarios, planificados científicamente y capaces de proporcionar un sentido total a la sociedad al margen del misterio y de las ambiguas medidas del hombre, "criatura improbable".(...) En general, una simbología     donde prima la abstracción -clase, revolución, Estado-, tras lo cual desaparece el hombre como un detalle." [10]

A pesar de que en el discurso marxista había una gran valoración de la praxis, en los hechos terminó imponiéndose una postura que podríamos llamar "gnóstica". Porque se toma como punto de partida para comprender la realidad histórica un conocimiento universal poseído plenamente de antemano y que no se somete a verificación en las situaciones particulares. Los hechos históricos, y los hombres concretos que los protagonizan, pierden así su valor original e indeducible. Pasan a ser la materia prima en la que se  'aplica' una visión universal. Esta perspectiva escolástica conduce a una práctica política verticalista en la que lo más grave es que el hombre concreto pasa a ser un elemento secundario. Y el pueblo como colectivo se ve impedido de ser cada vez más sujeto de su propia historia.

Como dice Lechner, esta concepción incidió directamente en la forma de vivir y comprender la militancia política: "La categoría marxista de revolución implica una concepción de la política que me parece inadecuada. Se apoya en una visión finalista de la historia que conduce a una visión instrumentalista de la política: mera técnica para realizar los fines predeterminados."  [11]  Una concepción simplista de "la" raíz de todas las dominaciones, así como "del" poder que hay que obtener para derrotarlas definitivamente, determinó una manera peculiar de concebir el compromiso del militante. Por un lado, motivó la entrega y el sacrificio heroico de muchos; por otro, sirvió de justificación a posturas maniqueas, autoritarias o sectarias. Más aún: dejó en la oscuridad otras múltiples formas de dominación que se generan en los diversos espacios en que se desarrolla la vida humana: la familia, la vida cotidiana, la educación, la técnica, los partidos, el aparato estatal.

Pero no sólo los gobiernos socialistas y el marxismo ortodoxo se movían según este "esquema". Sus coordenadas generales tuvieron un influjo poderoso en todos los movimientos de izquierda y muchos de sus supuestos fueron incorporados casi imperceptiblemente al imaginario de todos los que buscamos un cambio estructural de la sociedad. También de los cristianos comprometidos con los intereses de los sectores populares. Por eso el desmoronamiento del socialismo real y el cuestionamiento de sus supuestos nos afecta también a nosotros, aunque no siempre sepamos identificar exactamente en qué grado y a qué nivel. Vale la pena hacer un esfuerzo de discernimiento en este sentido. 

2. Del optimismo histórico a la esperanza solidaria.

Partamos de uno de los síntomas más evidentes de este impacto: la tendencia actual, también de muchos cristianos, a encerrarse en el ámbito de lo privado abandonando los grandes ideales de en el campo político y social. Hay que ser realistas, se dice. La experiencia histórica a nivel mundial ha demostrado que el viejo sueño de una sociedad sin opresores ni oprimidos no es posible. Vale la pena, entonces, asumir compromisos solidarios que implican permanentes renuncias, desgastes y riesgos cuando sabemos que son totalmente ineficaces?

Pues bien, aquí ya nos encontramos con una primera exigencia de la hora: distinguir entre el optimismo histórico y la esperanza cristiana.[12]  En efecto, lo que funda el compromiso solidario de los cristianos no es ciertamente la ilusión de que la historia tendrá un final feliz. Ni siquiera se apoya, en última instancia, sobre la certeza de que llegaremos a un determinado modelo de sociedad que, aún siendo imperfecto, sea mejor que el actual. Eso dependerá de múltiples factores, entre los cuales están nuestro empeño y lucidez. Dicho de otra manera: la lucha de los cristianos contra toda forma de exclusión social no se justifica por su funcionalidad a un determinado modelo final de sociedad. Su motivación última es la esperanza que surge de la memoria de Jesucristo.

Esta esperanza no tiene nada que ver con una perspectiva optimista desde el punto de vista histórico. La razón es que ella hunde sus raíces en el espíritu del Crucificado de Nazaret, alguien que no fue precisamente un triunfador desde los criterios comúnmente admitidos. Quizá hoy estemos en condiciones de comprender mejor la originalidad de esta experiencia creyente. Como dice F.J.Vitoria: "La destrucción de la idea de progreso, el abandono de la Ilustración como idea del pensamiento progresivo, los despertó de su sueño idealista. Y ello permitió percibir lo más genuino del sentido cristiano de la historia. La esperanza en el Resucitado no garantiza ninguna progresión ascendente de la historia, aunque advierta que existe en ella permanentemente una posibilidad inédita de ascenso humano. El Espíritu del Crucificado se ha derramado sobre la historia humana y ya no podrá ser desalojado jamás."[13]

La escandalosa afirmación neotestamentaria de que Dios ha salvado a los hombres a través del Crucificado cambia radicalmente el sentido de nuestra esperanza y de nuestro compromiso. Cambia nuestra comprensión de lo que vale o no la pena hacer, de lo que merece sacrificarse o no. Desde esta perspectiva, señala J.Comblin, hay derrotas que son victorias y victorias que se revelan como derrotas, pues la cruz de Jesús revela que nuestra lucha no tiene su medida en la eficiencia sino en la verdad. "Más aún: la victoria y el reino están en la misma cruz. La firmeza y la invencibilidad del crucificado que no cede ante la amenaza, es la esencia de la victoria. El cuerpo está vencido, pero la misma persona no se deja vencer, no se rinde, el hombre dirigido por el Espíritu no cede y no se deja vencer por el mal: en esto Dios reina. El Reino de Dios en el tiempo presente no es un reino establecido, instalado, es un reino de la cruz. Su victoria es el mismo combate...Sin duda de esa victoria proceden también situaciones mejores, estados de cosas más tolerables y más justos. Sin embargo, la cruz es una dimensión permanente del Reino." [14]

El cristianismo nació precisamente por la dolorosa superación de un mesianismo triunfalista. Los propios discípulos de Jesús compartían la expectativa de una liberación "irrestricta y ya" con los demás judíos. De ahí la desazón de los caminantes de Emaús después de la crucifixión del profeta de Nazareth: "Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel, pero hoy ya son tres días ocurrieron todas estas cosas"(Lc 24,21). En este aspecto el mesianismo de los judíos coincide con la utopía intrahistórica de los marxistas: ellos creían que la venida del Mesías significaría el pleno establecimiento del Reino de Dios en plenitud sobre la tierra. Pero Dios no intervino milagrosamente para salvar a Jesús del poder de sus enemigos: el que algunos proclamaban como Mesías murió en la cruz abandonado hasta por los suyos. Por eso los judíos no aceptaron que Jesús fuese el Mesías. Como subraya Jung Mo Sung: "Los cristianos, al asumir que Jesús es el Mesías, rompen con esa visión de mesianismo y creen que el Mesías reveló las señales de la presencia del Reino en la historia. Al asumir que Jesús era el Mesías, las primeras comunidades cristianas aceptaron los límites de la historia y creyeron que la plenitud del Reino, que ya está presente en la historia, sólo acontecerá, como don de Dios, en la parusía. Es el famoso "ya, pero todavía no". La experiencia de la resurrección de Jesús es el fundamento de esa esperanza." [15]

La superación del mesianismo triunfalista no ha de confundirse, sin embargo, con una actitud de resignación pasiva, de neutralidad frente a los conflictos o de escape hacia el puro intimismo. Ch.Duquoc, que es uno de los teólogos que más ha profundizado en este "antimesianismo" de Jesús hace una precisión importante: "Jesús se niega a tomar el poder y a ejercer un peso sobre la transformación de la sociedad mediante el prestigio, la violencia o la fuerza. Pero también sería no menos errónea la interpretación espiritualista: Jesús ve el germen del reino de Dios en los conflictos de este mundo y no lo sitúa en la huída de ellos." Más aún, el rechazo del papel de mesías político por parte de Jesús no le quita significación política a su combate. "Siendo mesías, esto es, enviado de Dios, se niega como tal a transformar las relaciones sociales, haciendo recaer sobre los hombres la tarea de ser los sujetos de esa transformación. Lo que superficialmente daba la impresión de ser una repulsa política era, por el contrario, un acto político: el mesías no priva en ningún caso a los hombres de la creación de su propia historia y sociedad...Jesús no apea a la política de sus derechos cuando rechaza el poder como mesías, sino que la reconoce como el lugar en donde el hombre, produciendo sus relaciones sociales, verifica las exigencias proféticas de las que se ha hecho pregonero. El anuncio del reino no hace vana la lucha histórica, sino que pone de relieve su sentido trascendente."[16]

 Desgraciadamente la cruz ha ido transformándose en una especie de símbolo universal del sufrimiento que los seres humanos hemos de padecer, sin quejarnos, para restablecer la armonía del universo o el honor de Dios. Pero la cruz de Jesús no es un castigo impuesto por Dios o por la naturaleza de las cosas: es la consecuencia del conflicto de Jesús con los poderosos de su tiempo. Por eso su resurrección será experimentada como la identificación de Dios con la historia de los vencidos y oprimidos. Como dirá Pedro al anunciar la resurrección ante los dirigentes judíos: "Jesús es la piedra que despreciaron ustedes, los constructores, pero que se convirtió en la piedra fundamental y para los hombres de toda la tierra no hay otro nombre por el que podamos ser salvados." (Hechos 4, 11-12).    

3. Los signos del Reino de Dios nacen en la periferia.

¿Por qué la piedra que ahora es fundamental fue despreciada? El conflicto que llevará a Jesús a ser perseguido y condenado a muerte surge, paradójicamente, de su decisión de llevar hasta sus últimas consecuencias lo más original de la experiencia religiosa hecha por Israel: Dios interviene y revela su proyecto de salvación a través del clamor de los excluidos.

Es la experiencia fundante del Éxodo: "los hijos de Israel sufrían bajo la esclavitud, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 2,23-24).

Entonces dijo Yahvé: "Así pues, el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto."(Ex 3,9-10)  La escucha del clamor de los oprimidos por parte de Dios ocupa un lugar central en el Credo de Israel: "Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Clamamos entonces a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror."(Dt 26,6-8) Los salmos serán la expresión orante de esta experiencia configuradora de la fe de Israel: "Desde el abismo clamo a ti, Señor, escucha mi clamor, que tus oídos pongan atención a mi voz suplicante". (Sal 130, 1-2) También la legislación social surgirá de esta memoria original y entrañable: "No afligiréis ni viuda ni huérfano: si lo afliges y clama a mí, escucharé su clamor"(Ex 22, 21-22).

Esta escucha del clamor de los oprimidos no constituye, sin embargo, un privilegio otorgado al pueblo Israelita: para el Antiguo Testamento es la actitud permanente de Dios a lo largo de toda la historia humana. Por eso en el episodio de Caín y Abel, que es como el retrato del primer hombre real, extraparadisíaco, - antes, por tanto, de que existiera siquiera el pueblo elegido- Yahvé asumirá la defensa de la primera víctima de la dominación y le dirá a Caín: "La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra"(Gén 4,10) [17]  La escucha solidaria de Yahvé será un criterio para distinguirlo de los falsos dioses que nos construimos los hombres, pues éstos "tienen oídos y no oyen" (Sal 115,6). No oyen precisamente el clamor sordo que brota del sufrimiento del pobre. Esos dioses que justifican la actitud que tan bien describe Ben Sirá: "Habla el rico y muchos lo aprueban, y encuentran elocuente su hablar sin sentido; ... habla el pobre con acierto y no le hacen caso; habla el rico, y lo escuchan en silencio, y ponen por las nubes su talento; habla el  pobre, y dicen: quién es?, y si cae, encima lo empujan." (Eclo 13, 22-23)

J.P.Miranda subraya que esta original 'forma de ser' del Dios que se revela en el A.Testamento determina también el camino para conocerlo, para experimentar su presencia trascendente en la historia: "El Dios que no se deja objetivar porque sólo en la interpelación actual de conciencia es Dios, se presenta como exclusivamente cognoscible en el clamor del pobre y del débil que piden justicia. El conocer directamente a Dios es imposible, no por la limitación del entendimiento humano, sino porque, de lo contrario, la trascendencia total de Yahvé, su otreidad irreductible e inconfundible, desaparecerían; nuestra posibilidad de aceptarlo en el hombre va más allá de toda comprensión tematizadora y englobadora de su objeto. Trascendencia no significa solamente un Dios inimaginable e inconceptualizable, sino un Dios que sólo en el acto de justicia es accesible". [18]

Precisamente la actitud de Jesús que motivó el conflicto con las autoridades y finalmente la condena a muerte fue el haber unido en su práctica la comunión con la voluntad del Padre y la toma de partido por los excluidos de su tiempo.

La gente a la que Jesús se acercó eran los pobres, los ciegos, los leprosos, los lisiados, los pecadores, las viudas, las prostitutas, la masa ignorante que no sabe nada de la ley, las viudas, los niños. El Nuevo Testamento señala a los "pobres" y "pecadores" como los destinatarios privilegiados de la actividad de Jesús. Pero éstas no era categorías vagas sino grupos perfectamente identificados que tenían en común no sólo el tener que sufrir una implacable marginación social, sino el ser sistemática y explícitamente menospreciados y culpabilizados.[19]  Más que "ayudas" caritativas que no hacían sino profundizar su dependencia y culpabilización esta gente necesitaba recuperar la conciencia de su dignidad, de su valer, de su ser alguien. Fue lo que asumió Jesús a través de su práctica y su predicación. En nombre de un Dios para el que el hombre es más importante que el sábado.

Pero ello lo condujo a enfrentarse con el legalismo predominante entre los dirigentes religiosos. En muchas ocasiones éstos le pidieron a Jesús que justificara su actitud mostrando signos inequívocos de su origen trascendente, "una señal del cielo". Pero Jesús no cae en la trampa. Su respuesta fue mostrar que la trascendencia de Dios está ya presente en la vida cotidiana, sólo que, para descubrirla, hay que desabsolutizar el sistema y escuchar el dolor de los que quedan al margen de él. Como dirá González Buelta: "los signos del Reino no bajan del cielo; nacen en la periferia".

Precisamente la práctica de Jesús consiste en sacar de la periferia los signos del Reino y ponerlos en el centro. Los signos de la irrupción del Reino ya están presentes entre nosotros, pero para ser percibidos deberán subir constantemente desde los márgenes hasta el centro de las instituciones judías.

"El paralítico curado carga con su camilla en sábado por las calles de la Jerusalén en fiesta(Jn 5,1-15). Los leprosos sanados deben ir a presentarse al sacerdote para que les dé el certificado legal de curación(Mc 1,44). El ciego de nacimiento discute con lógica irrebatible con los sabios dirigentes judíos(Jn 9, 14-34). El mismo Jesús será el signo principal enviado por el Padre desde la desacreditada Galilea hasta el centro del sistema judío." [20] 

Asumiendo esta actitud, subraya González Buelta, Jesús des-centra el mundo desde la periferia, des-concierta la 'sabiduría' del centro desde la 'locura' de la periferia, des-instala la riqueza desde la pobreza, des-estabiliza el poder desde la debilidad, des-califica el sistema desde la muerte, des-vela la historia desde la Resurrección. El centro de la historia ya no está en Roma ni en Jerusalén sino en el margen, y todo el que quiera encontrarlo deberá peregrinar hacia los márgenes, de donde todo el mundo trata de escapar. [21]  

Jesús pone en el centro a los excluidos no sólo para denunciar su situación sino para transformarla. Más aún: para transformar correlativamente la situación de los que, por conservar sus privilegios, están deshumanizados por la ceguera, el temor, la mentira. Busca desencadenar las fuerzas de la vida que Dios ha sembrado en la historia pero que están ahogadas por hábitos y estructuras paralizantes. No hay la más mínima sombra de justificación teológica o de resignación pasiva frente al sufrimiento de los marginados. El texto de la curación del hombre con el brazo paralizado (Mc 3,1-6) es toda una síntesis de la actitud de Jesús. Se conmueve ante el sufrimiento de este hombre a quien la parálisis no sólo le imposibilitaba trabajar sino que lo marginaba religiosamente.  En plena sinagoga y en día sábado lo llama y le dice: "Levántate y  ponte ahí en medio". Entonces, para que nadie se sintiera ajeno frente a lo que va a hacer, interpela a todos los presentes: "¿Qué está permitido en sábado: hacer bien o hacer daño, salvar una vida o matar?" Una pregunta que puede extrañar pero que tiene un mensaje intencional: cuando se puede hacer el bien y no se hace se daña, cuando se puede salvar una vida y no se la salva, se mata. Como todos callaban, mirándolos con ira y dolido por su obcecación, dice al hombre: "Extiende el brazo" y él la extendió y quedó restablecido.

La frase final del texto deja en claro cuál fue la razón de la condena de Jesús. Una sociedad estructurada en base a discriminaciones entre puros e impuros, prójimos y no prójimos, judíos y paganos, observantes y contaminados, no pudo soportar su actitud de acoger a todos los que se sentían lejos y excluidos de la salvación de Dios. "En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle". 

4. Práctica y utopía en Jesús.

Qué es lo que anima y justifica esta práctica liberadora de Jesús por la que pagará un costo tan alto? Podemos hablar, en su caso, de una "utopía"? Tratar de responder a esta cuestión nos parece relevante en la coyuntura de crisis que estamos viviendo. Pero si queremos rescatar lo más original y fecundo de la nueva realidad que inaugura Jesús -sin caer en anacronismos o identificaciones fáciles- hemos de hacer algunas precisiones. 

Si por utopía entendemos una meta final transhistórica hacia la cual ha de conducirse apasionadamente la praxis de los hombres y desde la cual se ponen en crisis todos los intereses inmediatos, las estructuras sociales y los proyectos históricos, sin duda podemos hablar de la utopía de Jesús. Si, en cambio, por utopía se entiende un determinado modelo histórico de sociedad plenamente reconciliada y libre de contradicciones cuyas coordenadas sean ya conocidas de antemano y desde la cual se pueda deducir adecuadamente lo que corresponde hacer en cada coyuntura histórica, la respuesta ha de ser negativa.

En efecto, la práctica de Jesús es una protesta radical contra todas las formas de dominación de unos hombres por otros y apunta a una transformación de las relaciones en pos de un mundo cada vez más solidario y fraterno. Al interior de esa práctica él anuncia un sentido último de la vida que trasciende con mucho lo que corrientemente se entiende por utopía social. Se ubica en otro plano más hondo y abarcante que supone una re-creación de la historia en su globalidad que destruya todas las barreras y permita una comunión plena entre los hombres y con Dios. Como dirá más adelante San Pablo, "anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio de su Espíritu". (1 Cor 2,9-10). Jesús se referirá a esta realidad como el 'reino de Dios'.

Si por utopía (ouk-topos=lo que no tiene lugar) entendemos una realidad metahistórica que orienta e impulsa la acción de los hombres, pero no es plenamente realizable en las condiciones existenciales de éstos, ciertamente hemos de afirmar el carácter utópico del Reino de Dios anunciado por Jesús. Pero -y ésta es una primera característica importante-  es una utopía consciente de ser tal: no se identifica con ningún proyecto histórico concreto. Lejos de sacralizar un determinado proyecto histórico la utopía de Jesús emerge como la fuente de inspiración -y de crítica- respecto de cualquier proyecto histórico y de las estrategias para llegar a él. Su impulso transformador no se alimenta últimamemente del optimismo respecto a la factibilidad histórica de un modelo nuevo de sociedad. Tampoco extrae su  credibilidad de la acción emancipadora de un determinado sujeto histórico que garantizara por sí mismo el carácter liberador de determinadas iniciativas. Es una utopía que se alimenta de la esperanza. La esperanza que emerge del Dios que se reveló gratuitamente en la historia del pueblo de Israel como aquel que escucha el clamor del pobre y le abre caminos para liberarse de su situación.

La radicalidad de la esperanza a la que invita Jesús no permite que se confunda con un cálculo optimista ni una perspectiva triunfal. Entre otras cosas porque la solidaridad que proclama no es solamente una solidaridad 'hacia adelante'. Es también una solidaridad "hacia atrás" que asume la memoria de las víctimas. No se trata de una historia de los vencedores construida sobre el sufrimiento acumulado en la historia, sobre las injusticias que otros han debido sufrir. Ninguna mejora intramundana de las relaciones de libertad alcanzaría para hacer justicia a los muertos ni acreditaría como válidos la injusticia y el sufrimientos pasados. Por eso la utopía que surge del Evangelio contiene una reserva crítica fundamental respecto de las concepciones modernas de la liberación, tanto liberales como marxistas, por su carácter abstracto: se presentan a sí mismas como una historia acumulada de éxitos y olvidan el sufrimiento mudo de las personas concretas, irrepetibles, que han sido excluidas o han muerto como víctimas. Lo cual lleva a justificar estrategias sacrificialistas sea en términos de 'costo social' o de eficacia política. [22]

Sin embargo, que la plenitud que anuncia Jesús sea metahistórica no quiere decir que sea irreal, algo así como una ilusión hermosa pero ajena a la historia concreta, limitada, fragmentaria, que nos toca vivir. Precisamente lo original de su mensaje es que esa nueva creación que Dios quiere realizar con el hombre, el Reino de Dios, ya está presente y operante en nuestra historia como su resorte más íntimo. En realidad el anuncio del Reino de Dios recoge la esperanza en un futuro totalmente reconciliado que ya había sido anunciado por los profetas del Antiguo Testamento para los tiempos mesiánicos. Como proclama Isaías en un texto célebre: "Entonces el lobo habitará con el cordero, el puma se acostará junto al cabrito, el ternero comerá al lado del león y un niño chiquito los cuidará... No cometerán el mal ni dañarán a su prójimo en todo mi Cerro santo, pues, como llenan las aguas del mar, se llenará la tierra del conocimiento de Yahvé". (Is. 11,6-9)  Lo nuevo en Jesús fue anticipar ya el futuro y volver lo utópico en tópico. En este sentido tenía razón R.Garaudy cuando decía que la diferencia entre marxistas y cristianos era que para los primeros el infinito es una exigencia vivida como ausencia mientras para los cristianos ese infinito es vivido como una presencia. Sólo que para participar de esa realidad nueva, según Jesús, hemos de cambiar radicalmente de actitud: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en la buena noticia"(Mc 1,15)

Por eso la esperanza en el Reino no se verifica en la resignación pasiva sino en su anticipación a través de liberaciones concretas, parciales, pero abiertas a un futuro de plenitud. L.Boff subraya este aspecto como la originalidad de Jesús: "La insistencia en preservar el carácter de universalidad y totalidad del reino no indujo a Jesús a cruzarse de brazos o a esperar una aparición fulgurante del orden nuevo. Ese final absoluto está mediatizado en gestos concretos, es anticipado por comportamientos sorprendentes y queda encauzado a través de unas actitudes que significan ya la presencia del fin en medio de la vida. La liberación de Jesucristo asume de este modo un doble aspecto: por un lado anuncia una liberación total de toda la historia y no solamente de unos cuantos segmentos de ella; por otro, anticipa la totalidad en un proceso liberador que se concreta en liberaciones parciales, siempre abiertas a la totalidad... En su actuación Jesús mantiene esa difícil tensión dialéctica; por un lado, el reino ya está en medio de nosotros, está ya fermentando al orden viejo; por otro, es todavía futuro, es objeto de esperanza y de construcción conjunta del hombre y de Dios." [23]

5. Esperanza cristiana y re-creación del presente.

Este aspecto de la actuación de Jesús es decisivo porque afecta el "modo de producción" de la utopía cristiana y su relación con los proyectos históricos que la mediatizan. Jesús no partió de una idea acabada acerca de la salvación futura para deducir de allí, programadamente, su práctica. El camino fue más rico y complejo. Dice en este sentido E.Schillebeeckx: "Tampoco Jesús, exegeta de Dios y experto en la praxis del Reino de Dios, partió de un concepto perfectamente delimitado de salvación escatológica o definitiva. Su visión de una salvación definitiva, perfecta y universal -el reino de Dios- se fue configurando en y por una praxis fragmentaria, histórica, -y, por tanto, limitada y finita- , mientras "iba de un sitio a otro haciendo el bien", curando, liberando a los hombres de las fuerzas demoníacas que los dominaban, reconciliándolos. Jesús, pues, no vivió de una visión utópica y lejana ni de la convicción de que todas las cosas habían alcanzando "idealmente" su consumación en Dios, sino que vio en su praxis concreta de hacer el bien un anticipo práctico de una salvación todavía no consumada. Esto prueba la validez permanente de toda praxis encaminada a hacer el bien, por imperfecta que sea en razón de su limitación histórica." [24]

 La esperanza cristiana no proporciona una especie de saber absoluto del cual se pueda deducir un proyecto histórico determinado. Tampoco es un sistema de ideas a aplicar en cada acontecimiento particular. Supone una actitud diferente que da al acontecimiento particular, a cada situación de dominación en su especificidad, a la historia concreta del sufrimiento, una importancia fundamental. Incluso para elaborar y corregir todo proyecto histórico colectivo, que debe permanecer abierto a lo indeducible de ningún sistema. La fidelidad al Espíritu del Resucitado no consiste en descubrir estructuras o leyes permanentes de la historia sino más bien en inventar, re-crear, en cada nueva situación aquellos gestos, palabras, interpretaciones que me permitan permanecer fiel al proyecto de Dios que aparece en Cristo. Pero recordando que el misterio de la encarnación de Dios significa precisamente que en Cristo Dios interviene asumiendo los dinamismos propios de la historia humana, no anulando por tanto la creatividad, la responsabilidad y el protagonismo humanos.

No se trata de la pretensión, hermenéuticamente ingenua, de que cada hecho particular 'hable por sí mismo'. Pero sí de superar una perspectiva esquemática que pretenda deducir mecánicamente lo que hay que hacer en cada caso a partir de modelos finales plenamente conocidos. Hay una dialéctica entre los hechos concretos y la esperanza que devuelve a la historia real, concreta, fragmentaria, a la lucha cotidiana contra toda dominación concreta, toda su trascendencia. Es en atención a los hechos en su particularidad, y en fidelidad a las actitudes que surgen del seguimiento de Jesucristo, que descubrimos los caminos de liberación. Aunque no dispongamos de certezas en torno al modelo futuro de sociedad.

Como dice Ch.Duquoc: "No existe ni encuentro con Dios ni salvación a no ser en la instauración de la libertad por medio de emancipaciones sectoriales. El cristianismo no dice de una vez para siempre cuáles son los sectores de dependencia, ni cuáles son los medios para emanciparse de ellos. Al rechazar el carácter idealista de la liberación radical, remite a la paciencia de la historia. Al hacer suyo el grito de rebeldía, garantiza la esperanza de los hombres que hacen libres a otros hombres, asegurando que en esas acciones va llegando el reino, hasta que el poder y la bondad de Dios conjugados entre sí sellen definitivamente esa libertad conquistada, por la cual él tomó históricamente partido en contra de todas las opresiones." [25]

Por eso la reserva crítica que la esperanza cristiana mantiene respecto a cualquier realización concreta no autoriza a  asumir una actitud pasiva. Al contrario, la esperanza es el "todavía no" del "ya" que Dios está construyendo con nosotros en cada gesto solidario, en cada emancipación histórica, parcial. Lo cual devuelve al presente toda su importancia: es en él que se construye el futuro, tanto el futuro intrahistórico como el escatológico. "La espera de una tierra nueva -señala el Concilio Vaticano II- no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo... Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados." (Gaudium et spes n.39)

6. La opción por los pobres no es una estrategia sino un principio.

Ahora podemos volver a las preguntas que nos hacíamos al comienzo: vale la pena asumir el costo del compromiso solidario en un  mundo en el que no se ve la posibilidad de una alternativa estructural justa y participativa ya que 'fuera del capitalismo no hay salvación'? se justifican las renuncias que lleva consigo el compromiso con los pobres cuando la experiencia histórica muestra tercamente que  siempre habrá explotados y explotadores, ganadores y perdedores, integrados y excluidos? No habrá sido todo lo vivido al interior de la militancia social y política un sueño irreal?

Creemos que para responder a estas y otras preguntas similares que hoy nos angustian  hemos de hacer una distinción, que nos parece fundamental, tanto desde el punto de vista espiritual como teórico. Una cosa es el nivel de los PRINCIPIOS y otra el nivel de SUS MEDIACIONES. Algo sobre lo cual ha insistido J.M.Vigil y otros teólogos latinoamericanos. En el plano de los principios están las opciones que tienen  valor por sí mismas, que no reciben su sentido de una instancia previa ni necesitan justificación ulterior, pues son el criterio y la norma de todo lo demás. En el nivel de las mediaciones, en cambio se ubican los proyectos históricos, modelos de sociedad, ideologías y estrategias que sirven de cauce a los principios según las posibilidades que ofrezca cada coyuntura histórica.

Pues bien, todo lo que llevamos dicho nos ha servido para poner de relieve que para los cristianos la opción por los pobres no es en su sentido más profundo, una decisión estratégica que se justifique por su funcionalidad a un determinado proyecto histórico, ideología o modelo de sociedad. Es una opción que pertenece al plano de los principios, de lo innegociable, de la propia concepción de la vida. Para el discípulo de Jesucristo allí se pone en juego una cuestión teologal, el encuentro o el rechazo del Dios verdadero, que en la revelación bíblica aparece precisamente como el que escucha el clamor del pobre y sale en defensa de la víctima preguntándonos como a Caín, 'dónde está tu hermano'?  Un Dios que se opone a los ídolos que construimos los hombres y que exigen sacrificios de vidas humanas en el altar del poder, del consumo, de la eficiencia. Allí está en juego el acceso a la salvación, que para los cristianos no es sólo la 'vida futura' sino que se anticipa en el 'ya' de nuestra historia concreta cuando nos abrimos a la solidaridad recíproca, al hacernos recíprocamente sujetos delante del Dios. Porque cristianamente no nos salvamos sin hacer valer el derecho de los otros a constituirse en auténticos sujetos, derecho del que Dios mismo es el garante.  Allí se juega el acceso a la verdadera dignidad humana. Porque en un mundo en el que hay marginación no es 'haciendo la suya' que cada hombre o mujer encuentra la fuente de su propia dignidad y autoestima. Sólo haciendo propia la causa del que es víctima de cualquier tipo de dominación accedemos al verdadero sentido de nuestra propia dignidad humana.

Para el cristiano la opción por los pobres tiene que ver con la verdad no con la eficacia. La verdad decisiva de que todas las personas tienen derecho a ser tratados como 'fines' y no como 'medios' porque poseen una dignidad inalienable que se funda últimamente en su ser imagen viva de Dios. Es una opción que vale por sí misma, no porque sea victoriosa o porque otorgue garantías de ser una estrategia para lograr cambios estructurales. De ahí que ante los fracasos históricos su sentido, lejos de atenuarse, se fortalezca: ella es fuente y orientación para mantener la resistencia y la lucha por un mundo más humano. Por eso, también si se lograran victorias decisivas que permitieran acceder a una sociedad con estructuras más justas, esa sociedad tampoco nos eximiría del costo -y del beneficio- de la solidaridad con los que por una razón u otra queden marginados. En un mundo de hombres y mujeres, es decir, intrínsecamente limitado y ambiguo, viejas y nuevas formas de dominación acompañarán a cualquier modelo histórico de sociedad: por eso el esfuerzo de hacernos recíprocamente sujetos tendrá siempre el sentido de una opción por los excluidos. Y una opción que no estará en función de otra cosa sino que será una expresión de la gratuidad que caracteriza al encuentro con lo absoluto, con lo que vale por sí mismo, con lo que da valor a todo lo demás. Y con el Reino de Dios tal como lo predicó Jesús.

En este sentido lo verdaderamente alternativo para el cristiano no es un modelo de sociedad sino una práctica. La práctica de hacernos recíprocamente sujetos de la historia, ampliando los espacios de decisión de todos. Que sólo es verdadera y universal cuando lo hacemos a partir de los que son sistemáticamente excluidos. Esta práctica de hacernos solidariamente  sujetos los unos a los otros ya ahora, en el presente, con todas sus ambigüedades, es lo que da sentido a todo lo demás. Es desde esa experiencia, desarrollada en los espacios de la vida cotidiana, la familia, el barrio, el trabajo, la educación, la actividad política e intelectual, que podemos inventar una y otra vez proyectos históricos alternativos, estrategias adecuadas, cauces mediadores. Que serán más o menos exitosos pero que nunca sustituirán la solidaridad básica. Porque nosotros no optamos por los pobres porque sean los vencedores del mañana sino porque son los perdedores de hoy. [26]

Pero eso nos introduce en lo que trataremos en el próximo capítulo. Porque si la opción por los pobres dice ultimidad y pertenece al plano de los principios, debe buscar  cauces coherentes con ese carácter. Todo 'principio' es tal,

precisamente, en cuanto desencadena un proceso, genera imperativos para la práctica. Si bien hemos de hacer una distinción entre el plano de los principios y el de las mediaciones no podemos caer en una separación entre ambos niveles. No podemos proclamar la opción por los pobres a nivel de los principios y luego en la práctica acomodarnos acríticamente a las reglas que impone la ideología dominante  porque 'no hay alternativa'. Los principios o son rectores de la práctica o simplemente no existen como tales.

Pero, por otro lado, la realidad no se deduce de nuestros principios. Coherencia no es lo mismo que voluntarismo o mesianismo autosuficiente.  Porque cuando de modificar la realidad se trata hemos de asumir que  ésta tiene sus propias reglas de juego, sus propios dinamismos, que no podemos modificar a voluntad. Creemos que muchos fracasos, muchas desilusiones, mucha desazón generada al interior de los espacios de militancia provienen, en buena parte, de no conocer la realidad que se pretende cambiar. La fe proporciona impulso, motivación, criterios, pero no nos da ningún saber especial acerca de la realidad que queremos transformar ni de las estrategias adecuadas para hacerlo. Hemos de asumir la autonomía que la realidad histórica tiene respecto a nuestras convicciones y tener la humildad de aprender de quienes por experiencia o reflexión nos pueden enseñar sobre eso. De lo contrario caeremos en un espiritualismo autosuficiente, 'omnipotente', muy radical en el discurso pero que en la práctica nos lleva a un dualismo entre lo que proclamamos y lo que decidimos todos lo días ante el espesor de la realidad y sus obstáculos.

2.- LA COLONIZACIÓN IDEOLÓGICA DEL NEOLIBERALISMO Y LA NECESIDAD DE INCORPORAR LA MEDIACIÓN ECONÓMICA

En un artículo reciente Jung Mo Sung relata que en la década de 1970 participó de varias campañas de ayuda a los niños pobres promovidas por la Iglesia en Brasil. Muchos de los que entonces contribuían hacían la aclaración de que estaban dispuestos a ayudar a los niños "pues ellos no tienen la culpa" pero no a los adultos pues consideraban que éstos sí eran culpables de su situación de pobreza. Sin embargo el autor señala que ahora siente nostalgia aún de aquella conciencia social perversa: hoy ni siquiera los niños son considerados inocentes. La crisis económica de la década de 1980 multiplicó considerablemente el número de pobres, y por tanto de menores pobres, muchos de ellos abandonados y condenados a vivir en la calle. Sin posibilidad de acceso al mercado de trabajo, y carentes de cualquier tipo de ayuda, estos niños y adolescentes sólo pueden sobrevivir de modo 'ilegal', de actividades marginales o de pequeños robos. Los integrados al mercado (sólo un 35% de la población brasilera) incluso muchos cristianos, los considera una amenaza, y si son amenazas, ya no son víctimas inocentes. De esta manera ellos también son culpabilizados. No importa si todavía no cometieron algún delito. Son culpabilizados por delitos que ciertamente van a cometer en algún momento. Son condenados anticipadamente. Por eso ni siquiera los asesinatos de niños pobres repugnan más a la conciencia social.

La insensibilidad social de los integrados al sistema es hoy una característica de nuestra sociedad: la mayoría no se siente interpelada por el sufrimiento de los pobres. Es como si no tuviera nada que ver con eso. La única preocupación ante la crisis social es la de no ser alcanzados por esa crisis y no sufrir violencia por parte de los marginados. Los integrados en el mercado se sienten víctimas de los pobres. Están obligados a protegerse de estos violentos detrás de los altos muros de los condominios cerrados y mediante guardias de seguridad que los protegen en los shopping centers o clubes privados. De ahí la extraña inversión, comenta Jung Mo Sung: los beneficiados de nuestro sistema económico injusto se transforman en víctimas y las víctimas se transforman en culpables.

Culpabilización de los pobres, abandono del ideal de un 'desarrollo para todos' predominante en los años '60, des-vinculación de la suerte de los 'perdedores'. Nos parecen ejemplos sintomáticos de lo que consideramos el 2o. factor decisivo en la crisis del compromiso social de los cristianos: el impacto de la ideología neoliberal. No es que haya mejorado la situación de pobreza; al contrario, empeoró. Lo que ha cambiado es la interpretación de sus causas, así como de los mecanismos, actores y costos adecuados para superarla. Interpretación que ha sido hegemonizada por el discurso neoliberal.

1. El neoliberalismo: justificación ideológica de la 'cultura de la exclusión'.

No es un detalle secundario que hablemos de 'ideología y no de 'modelo' neoliberal. Es que el neoliberalismo como modelo económico global y homogéneo no existe en ningún país. Menos aún en el Uruguay, donde, como señala N.Villarreal, más allá de los discursos de corte neoliberal ensayados en el pasado y radicalizados en la actualidad, el país real permanece muy lejos de un tal modelo. [27]  Un aspecto que es importante tener en cuenta para no caer en el simplismo de atribuir todos los males al neoliberalismo ni aceptar acríticamente la adjudicación al mismo de todos los eventuales indicadores positivos. En realidad el neoliberalismo no es practicado como tal ni siquiera en los países capitalistas centrales que recomiendan medidas de corte neoliberal a los países periféricos. No son neoliberales ni Estados Unidos, ni Gran Bretaña, ni Japón. Allí el Estado juega un papel preponderante en la economía de mercado a través de subsidios, políticas industriales, medidas de protección, etc.

Entonces uno debe preguntarse: por qué mantener un discurso de corte neoliberal si no es para ponerlo en práctica? qué eficacia tiene? Y para nuestro tema: porqué adjudicar entonces al discurso ideológico neoliberal tanta importancia?

No es fácil definir exactamente lo que es el neoliberalismo. "El neoliberalismo no es un cuerpo doctrinal homogéneo, con tesis bien establecidas y aceptadas por todos los que se confiesan neoliberales. El neoliberalismo implica más bien una tendencia intelectual y política a primar, es decir, estimar más y fomentar preferentemente las actuaciones económicas de los agentes individuales, personas y empresas privadas, sobre las acciones de la sociedad organizada en grupos informales (pensionistas), formales(asociaciones de consumidores, sindicatos), asociaciones políticas(partidos) y gobiernos." [28]

Algunas de las 'creencias' fundamentales que profesa el neoliberalismo, al menos en un nivel declarativo, son bien definidas. Sobre todo la preeminencia del mercado sobre el Estado tanto para producir mayor riqueza como para distribuirla adecuadamente. La racionalidad de la 'máxima ventaja' que caracteriza a las iniciativas de los agentes económicos individuales(personas, empresas) garantiza un uso más eficiente de los recursos escasos de la economía. Los gobiernos, al no tener que hacer frente a la necesidad de obtener beneficios para mantenerse en el mercado no se fijan tanto en los costos; su racionalidad es política y da lugar a gastos inútiles, inversiones equivocadas, despilfarros varios. Por eso también el mercado maneja más y mejor información que cualquier oficina estatal de planificación, pues cada empresario o consumidor expresa óptimamente en cada transacción lo que considera que necesita o le conviene. No es que el Estado no deba tomar medidas -por ej. fiscales, cambiarias, de medio ambiente- pero han de ser la menor cantidad posible y con un carácter de estabilidad y previsibilidad para los agentes económicos individuales.

Esta creencia se ha visto confirmada, dicen los neoliberales, por la crisis del Estado benefactor tanto en Europa como en América Latina y, últimamente, por el derrumbe del socialismo real. Los hechos han demostrado que cuando el Estado asume por sí mismo la seguridad social e intenta planificar la economía lo hace absorbiendo ahorros de las familias y las empresas distrayéndolas de usos más eficientes. En vez de otorgarlos a los agentes económicos más capaces los dirige a sectores improductivos desestimulando la competencia y la optimización de los recursos. Por tanto la solución de los graves problemas del desempleo, deterioro de la industria, abultamiento fiscal, subdesarrollo, ha de lograrse a través del achicamiento del Estado, la privatización de la seguridad social, la eliminación del proteccionismo, la apertura de las economías nacionales al mercado mundial.

Lo que acá queremos subrayar es que si bien el neoliberalismo no tiene realidad como modelo implementado efectivamente en algún país, sí la tiene como 'creencia' que absolutiza el mercado (al menos en el nivel declarativo). Pues esta absolutización del mercado se utiliza sistemáticamente para justificar determinadas medidas dentro del sistema capitalista, desarticular iniciativas solidarias y promover una concepción del hombre individualista y abstracta. La suya es una visión interesadamente 'optimista' del desarrollo obtenido por la economía de mercado que encubre las relaciones de fuerza existentes, la enorme desigualdad de oportunidades, las presiones en la disputa redistributiva, los factores de explotación, opresión, marginación. El mismo fenómeno de la pobreza es visto como algo necesario y últimamente positivo a los efectos de que la competencia permita que se sacrifiquen los más débiles y aparezcan los más fuertes. Así se obtienen bienes mayores para la humanidad abstractamente considerada aunque de hecho no lleguen a todos los hombres y mujeres reales. "Pero esto no importa; la humanidad se considera mejorada sólo con que algunos de sus miembros alcancen niveles nunca antes logrados de riqueza. Esto es un desarrollo vicario, en el que los ricos ejercen la función de representar a toda la humanidad en el disfrute de los bienes materiales de la creación." [29]  Es una verdadera canonización de la 'cultura de la exclusión' que intenta desactivar todo vínculo solidario y  cultiva la irresponsabilidad ante el sufrimiento de los perdedores, de los marginados, de los que quedan por el camino. Cada individuo se relaciona con los demás exclusivamente a través del mercado que es el mecanismo automático que se ocupa de la solución de los problemas sociales. Se confunde irresponsabilidad con libertad y, como veíamos recién, se culpabiliza a los perdedores no sólo por su propia situación sino por el peso y el peligro que significan para los integrados a la sociedad, es decir, al mercado.

Dicho de otra manera nos interesa el neoliberalismo en cuanto ideología que ha 'colonizado' el imaginario social y de esta manera orienta efectivamente muchas prácticas -espontáneas u organizadas- de nuestra convivencia. Pensamos que se ha producido  un desplazamiento de las 'utopías del cambio' y que su lugar ha sido ocupado por otra utopía, esta vez interna al sistema,  que no se reconoce explícitamente como tal. Una utopía del mercado irrestricto, un mercado ideal de competencia libre y perfecta que nos seduce y nos promete que 'después' de los inevitables sacrificios de los perdedores, vendrá una sociedad de mayor bienestar capaz de satisfacer los deseos de los individuos y llevarlos a la ansiada felicidad. Más aún, creemos que más allá de una conceptualización y lenguaje seculares hay una verdadera sacralización del sistema vigente. Se nos introduce así de contrabando - es decir, con argumentos pretendidamente técnicos-  una creencia, una 'profesión de fe', que determina interpretaciones, valoraciones, conductas personales y colectivas. Determina los límites de lo 'posible', de lo 'racional', así como de los sacrificios que hay que hacer para lograrlo. Nos indica en qué consiste la libertad y la felicidad, cómo se llega a ser realmente 'alguien', qué es lo que nos puede proporcionar la ansiada autoestima, cómo sentir que realmente 'vivimos' la vida. Como señalaba P.Trigo en el salmo que citamos al comienzo, vivimos en ciudades pobladas de templos, dioses terribles y seductores que nos piden ofrendas y sumisión y que nos prometen vida abundante y exitosa. [30] De ahí que si no queremos ser ingenuos, cuando hablamos de neoliberalismo no nos referimos simplemente a un conjunto de medidas económicas. Hay por detrás toda una cosmovisión, una concepción del mundo y del hombre que se opone frontalmente a lo que hemos visto constituye la originalidad de la experiencia religiosa evangélica.

2. El mercado: realidad y mito.

No nos parece positivo, sin embargo, una demonización pura y simple de esta ideología. Por más que su desenmascaramiento sea una tarea imprescindible desde el punto de vista ético y teológico, no nos parece suficiente. En primer lugar porque no siempre el neoliberalismo se presenta explícitamente con todos estos atributos que le descubrimos. Su discurso se mueve generalmente en un registro de racionalidad instrumental, de afrontamiento realista de los límites humanos, de cierta sobriedad en los juicios, con un tono más bien escéptico que entusiasta. En segundo lugar porque nos parece que, aún con todos sus ingredientes inhumanos, recoge un aspecto importante  de la realidad económica que, de no distinguirlo adecuadamente de su absolutización ideológica, corremos el riesgo de desechar precipitadamente. Y así no haríamos más que entregarle una bandera sobre la cual seguirá justificando su cosmovisión y nos privaríamos de una mediación que la experiencia nos desafía a integrar en nuestro compromiso solidario, en nuestra opción por la causa de los pobres. Una distinción que nos parece fundamental para esta superación del dogmatismo neoliberal es la distinción entre mercado y economía de mercado.

El discurso neoliberal afirma decididamente la centralidad del mercado como instancia ordenadora de toda la actividad económica de la sociedad. Pero realmente lo creen? Su descripción del funcionamiento de la economía capitalista responde a la realidad de los hechos? Ante todo debemos definir que se entiende por 'mercado'. Podemos definirlo diciendo que es el conjunto de actos necesarios para realizar libremente transacciones de bienes y servicios en público, repetidamente y en condiciones semejantes. Una transacción aislada no constituye mercado, hace falta un número de transacciones de contenido semejante para poder hablar de un

mercado específico. [31] Ahora bien, estos mercados parciales, restringidos, existen desde la antigüedad. Eran famosos los mercados durante la Edad Media, que se organizaban en lugares y fechas determinados, conocidos de antemano; eran acontecimientos puntuales muy importantes, que con frecuencia coincidían con festividades religiosas. Sólo que constituían un aspecto muy parcial de la vida económica: la gran mayoría de las necesidades vitales se satisfacían por otros mecanismos.

Sin embargo cuando hoy se habla de 'economía de mercado' se está hablando de algo distinto. Porque a partir de los teóricos del liberalismo del siglo XVIII se plantea una perspectiva nueva: la auto-regulación del mercado. Se empieza a hablar de una especie de armonía prestablecida que hace que siguiendo cada cual de una manera eficiente su propio interés se produzca naturalmente el mayor beneficio para la sociedad en su conjunto. Se afirmaba que una especie de 'mano invisible', se encargaba de conseguir este resultado. La regulación desde fuera no es necesaria y sólo hace falta un orden jurídico que haga posible la competencia libre entre los individuos. Por otra parte, cuando hoy se habla de sistema de mercado se está aludiendo a que este mercado pretendidamente autoregulado sea el principio determinante y la instancia ordenadora de toda la economía. No sólo dentro de cada país sino a escala internacional. Y, sobre todo, se está excluyendo explícitamente la intervención de instancias que dependan del consenso social y no del mercado cuando de fijar los objetivos sociales se trata. Se excluye concretamente la planificación a nivel de la economía local y mundial.

Ahora bien, esta economía del mercado irrestricto y totalmente autorregulado que se proclama en el discurso neoliberal es en realidad una ficción, no existe en ningún lado. Lo cual lleva a sospechar que la apología del mercado como dinamismo 'natural', aséptico y totalmente neutral, es en realidad un mito tendiente a defender decisiones que amparan intereses bien parciales y concretos. Hay múltiples transacciones y actividades económicas que de hecho no pasan por el mercado en los países capitalistas y que ni siquiera los neoliberales más ortodoxos pretenden subordinarlos a las leyes de la oferta y la demanda. Actividades con significado económico que, por otra parte, hacen posible el funcionamiento y la existencia misma del mercado. Por ejemplo todo lo que tiene que ver con ciertos bienes públicos, que 'consumimos' colectiva y simultáneamente, cuya producción es decidida centralmente: el orden jurídico, la protección a la propiedad privada y la validez de los contratos, la salubridad ambiental, la defensa nacional con su impresionante gasto en armamentos. Hay otros bienes que se transfieren al interior de la familia, como por ejemplo las herencias (que ningún neoliberal eliminaría para, por ejemplo, dirigirlas hacia actores que optimicen su rendimiento), los gastos en mantenimiento y educación de los hijos. La asignación de recursos al interior de las diferentes unidades de las empresas tampoco se hace a través de la libre competencia. Y se sabe que alrededor del 30% del comercio internacional está compuesto por transacciones intra-empresa que responden a decisiones centrales, no a las leyes del mercado.

El hecho de que los neoliberales acepten y defiendan estas actividades económicas decisivas que se desarrollan por fuera del mercado nos parece relevante. Pone al descubierto que ni siquiera para ellos el mecanismo autorregulador del mercado es en la práctica el principio centralizador de toda la economía. Lo que hay son decisiones políticas acerca de cuáles actividades pasan por el mercado y cuáles no. Con lo cual queda claro que la discusión tiene que ver con decisiones políticas y no con puros automatismos naturales o procedimientos técnicos políticamente neutros. Sin olvidar que  las decisiones políticas suponen, por lo general, optar entre intereses contrapuestos y se ven condicionadas por presiones de grupos con fuerza muy desigual. 

Esta distinción entre mercado y economía de mercado -y el análisis de cómo funciona en realidad esta última- nos permite superar el dogmatismo con que se proclama el paradigma del mercado irrestricto. Aceptar y propiciar formas de mercado no es lo mismo que adherir incondicionalmente al sistema de mercado.

Hecha esta aclaración estamos en condiciones de abordar la otra cuestión que nos interesa. Hay algo que rescatar de los planteos del neoliberalismo? Pueden ayudarnos a incorporar algún elemento que enriquezca nuestra comprensión y nuestra práctica de la solidaridad?

3. La 'racionalidad' económica: una mediación a asumir.

Para responder a estas preguntas nos parece útil una precisión que hace Cl.Boff a propósito de las críticas que los neoconservadores norteamericanos hacen a la Teología de la Liberación. Estos últimos señalan que la teología surgida recientemente en latinoamérica se reduce con frecuencia a un discurso utópico que cae en la retórica piadosa o indignada acerca del pobre. Se trata, dicen, de una creencia en la magia de las palabras pero que carece de mediaciones concretas y por tanto no logra tener impacto transformador en la sociedad.  Boff reconoce que aquí hay un desafío que debe ser asumido por la Teología de la Liberación, pero con una aclaración que me parece puede ser pertinente para nuestra reflexión. Lo que le hace falta a esta teología no es propiamente un discurso de lo concreto, precisamente porque ella toma muy en cuenta las prácticas populares; lo que necesita es un discurso intermedio, es decir, el que vincula el nivel de lo 'micro' (las luchas del pueblo) con el nivel de lo 'macro'(la utopía, o mejor, el proyecto histórico). Porque entre la práctica concreta y el plano de la utopía -que se mueve en torno a valores irrenunciables y debe tener el coraje del 'pensamiento fuerte'- está el discurso de las mediaciones. Que, como aclara el autor, vale sobre todo en el campo económico y administrativo. Y aquí el tono debe ser necesariamente más matizado, más sobrio, más 'débil'. [32]

 Creo que esta precisión referida a la teología vale también para la manera de vivir y comprender el compromiso social de los cristianos. Por lo general los cristianos hemos visto con claridad la importancia de 2 tipos de mediaciones en el intento por traducir a la práctica nuestras convicciones sociales: las que se refieren a la práctica en organizaciones de base y las referidas a la militancia político-partidaria. A pesar de que hoy tanto las organizaciones sociales como los instrumentos políticos tradicionales estén enfrentando reconocidas dificultades, los cristianos tenemos mucho más facilidad para movernos en esos espacios de actividad. De hecho hay una experiencia y una reflexión acumulada enormemente rica a partir del compromiso en barrios, agrupaciones populares, organizaciones de derechos humanos, sindicatos, y, por otro lado, en partidos políticos.

Pues bien, me parece que un desafío que estamos llamados a asumir en esta encrucijada histórica es el de incorporar una tercera mediación, la de la "racionalidad económica", a nuestro compromiso transformador. [33]  Purificada de la ideologización absolutizadora que el neoliberalismo ha hecho de la misma, esta dimensión de la vida social aparece como imprescindible en un proceso de transformación. Por otra parte, sólo incorporando sus exigencias en un contexto global distinto podremos evitar que se siga montando sobre ella lo que hemos llamado la colonización ideológica neoliberal.

Desde distintos ángulos y disciplinas se suele considerar que la sociedad en su conjunto está constituida por 3 tipos de dinamismos: aquellos motivados por la cooperación interpersonal o grupal, los que se plantean como exigencia a partir de los derechos inalienables de todo ser humano y los que se mueven según la lógica del costo-beneficio. [34]  En la esfera de la cooperación están todas las relaciones sociales que emprendemos por elección, movidos por un sentimiento de solidaridad vivida en lo cotidiano, en asociaciones de ayuda mutua, en los diversos espacios comunitarios. Acá se crean bienes personales y colectivos que tienen que ver con la búsqueda de la identidad, la autoestima, el afecto, la pertenencia, el sentido de la vida, la comunicación. El ámbito del derecho es el que configura las relaciones de los ciudadanos en cuanto tales: está regido por las normas jurídicas que garantizan las condiciones básicas de la vida y que no pueden confiarse únicamente a las organizaciones espontáneas o al mercado. Son relaciones marcadas por el reconocimiento de una dignidad común, el derecho a ser protegido en cuanto a un mínimo de recursos materiales, la seguridad vital y el derecho a la participación; su escenario es el Estado, y establece reglas universales obligatorias (no optativas) en la relación entre personas y grupos. Por último existe todo un conjunto de relaciones sociales que se movilizan en base a la lógica del intercambio (doy 'a cambio de' algo, no espontáneamente como en la primera esfera, ni obligado por las leyes como sucede en la segunda): aquí prima la lógica del costo/beneficio y su escenario es el mercado. Es todo el mundo de la "racionalidad" económica.

En un momento en que el neoliberalismo pretende ocupar con la racionalidad del costo/beneficio todos los ámbitos de la vida social, es fundamental defender la originalidad insustituible de los otros códigos de relación que hacen posible la sociedad. Y también hacen posible la economía. Sin la lógica del derecho y de las organizaciones solidarias la sociedad se transforma en una selva en manos de los más fuertes o los más audaces, se pierden los valores básicos que hacen a la dignidad, a la identidad, a la comunicación, a la pertenencia, y, además, tampoco se pueden dar las condiciones de una actividad económica estable y eficiente.(A su vez el Estado sin la lógica de las organizaciones sociales se vuelve paternalista y recorta el protagonismo del hombre concreto en nombre de mecanismos burocráticos y abstractos). Por eso una tarea fundamental hoy es la crítica radical a la ideología neoliberal: su pretensión de mercantilizarlo todo es profundamente deshumanizante, encubridora, antisocial e injusta.  [35]

Sin embargo creo que esa tarea crítica no se reduce a mostrar las contradicciones del discurso neoliberal. Sólo será suficientemente radical y eficaz si logra rescatar la racionalidad económica como un factor necesario en cualquier proyecto y estrategia transformadores. Si tradujéramos el impulso transformador únicamente al nivel de las organizaciones micro caeríamos en un localismo que deja el conjunto de los dinamismos sociales en manos de los políticos y técnicos funcionales al sistema. Tampoco es suficiente apostar a la conquista de espacios de decisión en el aparato político: la crisis del socialismo y del Estado benefactor han mostrado que el mercado, aún con todas sus ambigüedades y violencias, es insustituible a la hora de optimizar el rendimiento de recursos escasos.

Es precisamente el permanente desajuste entre necesidades y recursos lo que hace imprescindible el recurso a la racionalidad económica. [36]  También en un proyecto que pretenda responder al clamor de los pobres como prioridad en la implementación de una sociedad más justa. No se puede encarar el grave problema social de las necesidades insatisfechas sólo desde una perspectiva ética o política, como si todo dependiera exclusivamente de un problema distributivo. La producción de los bienes y servicios necesarios para satisfacer esas necesidades (por ej. alimentación, vivienda, salud, educación) exige recursos materiales, trabajo, conocimientos técnicos, tiempo. Y estos son todos recursos escasos, es decir, que no existen en la medida necesaria para atender adecuada y simultáneamente todas las necesidades.

La limitación de los recursos de cada país -y también a nivel mundial- es algo que debe ser asumido en toda su seriedad. No parece posible que ninguna sociedad logre resolver definitivamente el problema de la escasez: es algo que acompaña el carácter limitado y conflictivo de la misma existencia humana.  De ahí que toda sociedad deberá buscar el máximo rendimiento de los recursos materiales y humanos existentes aún sabiendo que para ello debe sacrificar la satisfacción inmediata de determinadas demandas. Las opciones en este campo no son simplemente entre lo bueno y lo malo -aunque también- sino frecuentemente entre 2 bienes o 2 males. Son opciones difíciles donde no sólo hay que aclarar los objetivos que se buscan sino también lo que se sacrifica. [37]

4. Justicia y eficiencia en una 'cultura de la inclusión'.

El problema de la escasez de recursos productivos plantea ineludiblemente una triple cuestión que ya se ha hecho clásica: qué producir, cómo producirlo y para quiénes. Es algo que toda organización social, todo proyecto histórico, toda estrategia política ha de asumir. Lo que hace el discurso neoliberal es eludir de raíz y sistemáticamente la cuestión de las necesidades básicas de todos los hombres y las condiciones materiales que hacen objetivamente posible su satisfacción. Por eso más que de 'productos' hablará de 'mercaderías', es decir, de aquellos productos que tienen una demanda en el mercado por parte de consumidores actuales o potenciales. Pero de esta manera aquellos hombres que no logran traducir sus necesidades en poder de compra en el mercado, no son tenidos en cuenta; es como si no existieran. Sí se atienden, en cambio, aquellas demandas que reflejan los 'deseos' de consumidores con poder adquisitivo en el mercado, aunque se refieran a bienes que en el contexto histórico-social sean claramente superfluos o inútiles. Así las necesidades básicas para la reproducción material de la vida humana desaparecen en medio de los deseos de los consumidores. Para el mercado 'autorregulado' no hay necesidades sino deseos; no hay hombres, sólo consumidores. [38] 

Es cierto que el mercado no puede decidir por sí mismo cuáles cosas son necesarias y cuáles no, algo que por otra parte tiene un componente de relatividad histórica.  Su propia lógica de funcionamiento se lo impide. Pero la 'culpa' no es del mercado, que no está para eso, sino de la ideología neoliberal que abandona en brazos de una mítica 'mano invisible' del mercado la atención de las necesidades imprescindibles para la reproducción de la vida humana, tarea que corresponde claramente a las instancias políticas. De ahí que a la pregunta de 'qué' hay que producir, un economista neoliberal como P.Samuelson responderá explícitamente que eso ha de ser determinado por "los votos en dólares de los consumidores"; por otra parte, el 'cómo' eso será producido lo determinará la competencia entre los productores y el 'para quién' es una decisión que corresponde si más a la oferta y la demanda. [39] 

Obviamente esta visión de la economía - que incluye toda una concepción del hombre- produce el tipo de sociedad idolátrica y sacrificial que mencionábamos más arriba. En ella no se escucha el clamor del pobre, sólo se escuchan los deseos de los consumidores. El pobre es sacrificado en el altar de la riqueza acumulada por los menos, se lo excluye de la vida social y de la vida a secas.

Para no claudicar ante esta mercantilización total de la convivencia humana nos parece imprescindible reconocer que en estas preguntas claves de la organización social, intrínsecamente ligadas entre sí, se ponen en juego diversos planos de la realidad humana. Planos que son obviamente irreductibles a una consideración abstracta, puramente formal, de la relación costo/beneficio. El hombre real es un ser de necesidades que no puede autoprocurarse las condiciones materiales de su existencia(ni siquiera los más fuertes y eficientes, bueno es aclararlo). Sólo puede satisfacer aquéllas necesidades en la interdependencia recíproca en la sociedad. Por otra parte el ser humano, más allá de su sobrevivencia material,  está intrínsecamente llamado a ser cada vez más sujeto de su historia; pero también en este aspecto vive una radical reciprocidad social. Esta interdependencia respecto a las condiciones materiales y espirituales de la vida es la que genera un problema ético ineludible: quiénes tienen derecho a qué cosas y quiénes están correlativamente obligados a crear las condiciones para que esas cosas se produzcan y sean accesibles a quienes las necesitan para poder vivir dignamente. Hay también un problema político: quiénes están legítimamente habilitados a tomar decisiones económicas que afectan radicalmente el derecho a la vida de todos los miembros de la sociedad en las que se pone en juego la conflictiva relación entre libertad y justicia. Existe, por último, una cuestión técnica indisolublemente unida a los anteriores: cuáles son las formas más eficientes para optimizar la producción aprovechando al máximo los siempre escasos recursos.

Es justamente esta mediación técnica la que plantea ineludiblemente el desafío de optimizar el rendimiento de los recursos y conduce a la utilización de la lógica del costo/beneficio. De ahí la necesidad de incorporar la racionalidad económica no para entregarle la coordinación de la vida social sino precisamente para que los hombres asumamos el papel de sujetos en la historia, también en el campo económico. De ahí también la necesidad de integrar el mercado como realidad, aunque seamos conscientes de sus ambigüedades y debamos contextualizarlo social, política y culturalmente.

El mercado -no la 'economía de mercado'- es un instrumento válido, incluso necesario, en cuanto racionaliza el problema de la escasez. Permite compatibilizar el deseo de adquirir con el deseo de producir(sin distinguir entre necesidades y deseos, de ahí su ambigüedad y la necesidad de contextualizarlo) a través de una negociación relativamente libre entre las demandas y los recursos escasos. Esa consenso se expresa a través de un 'precio'. El precio indica, al menos aproximadamente, el 'costo' real en recursos para satisfacer determinada demanda. Por eso la excesiva subordinación del sistema de precios a la decisión política (subsidios, congelación, impuestos indirectos, indexación, etc.) tiende a generalizar comportamientos económicos que llevan con frecuencia a la ineficiencia. Se utilizan poco recursos abundantes y se derrochan recursos escasos. [40]

Como dice Vervier, administrar una sociedad significa arbitrar una infinidad de conflictos, muchos de ellos legítimos y hasta inevitables, entre personas, intereses y racionalidades diferentes. Con frecuencia esos conflictos giran en torno al dilema eficiencia-justicia, crecer o distribuir.  El cristiano comprometido con la causa de los pobres se reconoce llamado a buscar ante todo el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que lo demás vendrá por añadidura. Eso tiene que ser así; pero tal prioridad lejos de eximirnos de buscar una mejora de la productividad nos lo exige. La opción por los pobres no nos dispensa de buscar un camino de superación real de la escasez. También el desperdicio de recursos es algo inmoral ya que impide que una mayor eficiencia multiplique el número real de beneficiados. La ineficiencia constituye en este sentido un pecado social, una irresponsabilidad. El verdadero reto será poner la eficiencia del mercado, que como subsistema es incapaz de priorizar metas sociales, al servicio de la justicia: contextualizar, controlarlo, ponerlo a funcionar en un orden general que incorpore los dinamismos del derecho y la cooperación. En definitiva se trata de asumir la racionalidad económica para que también ella se ponga en función de una racionalidad más humana: la del solidario hacernos recíprocamente sujetos a nivel personal, grupal y social. La lógica del encuentro, de la igualdad en la alteridad, de la comunicación, en de la comunión en la que encontramos nuestra identidad más profunda.

Por supuesto que esto constituye un desafío para los técnicos en economía o para los profesionales de la política. Pero si lo planteamos acá es más bien porque creemos que integrar la racionalidad económica constituye un reto para todos los que apostamos a un cambio en la línea de la solidaridad con los más pobres, cualquiera sea el nivel en que nos movamos.

Supone asumir una mentalidad que no se quede en la denuncia, que supere una pura cultura de la demanda. Hemos de ser cada vez más capaces de asumir corresponsablemente la realidad con sus incertidumbres, límites y ambigüedades; de aprender a vivir una activa paciencia histórica, una esperanza bien entendida. La mentalidad del 'paraíso ya', de la omnipotencia infantil, no cabe en esta perspectiva. Incorporar la racionalidad económica como mediación es importante no sólo para las cuestiones directamente económicas [41]  sino para la interacción social cualquiera sea su nivel: ella pone de manifiesto un aspecto de la realidad humana -el de la escasez, el de la limitación radical- que no podemos soslayar. Aunque todo ello deba contextualizarse desde una racionalidad más profunda y englobante. Una racionalidad cultural que no vea al hombre desde la perspectiva del individualismo posesivo, desde la lógica de "el que tiene, es", sino desde el solidario hacernos mutuamente sujetos, y se descubra cada vez más que ser hombre es ser-en-común-con-los-demás. Sólo así una mediación que hoy está al servicio de la cultura de la exclusión podrá ponerse al servicio de una cultura de la inclusión. Sólo así la mediación económica será lo que debe ser: cauce mediador de un principio rector absolutamente irrenunciable para el cristiano como es la opción por el pobre. Pero eso nos lleva a nuestra última reflexión en la que apuntamos algunas sugerencias a partir de los temas analizados.

3.- ALGUNAS CONSECUENCIAS PARA NUESTRO COMPROMISO CRISTIANO

1. Enraizados en una espiritualidad.

El desmoronamiento del socialismo real y de su forma de concebir la utopía ha puesto en crisis una manera de comprender el compromiso social. Ha dejado al descubierto que no existe una única fuente de las relaciones de dominación, ha mostrado que el Estado no es el monopolizador 'del' poder capaz de introducir cambios en la sociedad. Y que tampoco puede visualizarse a la clase trabajadora y sus representantes como el único sujeto de las transformaciones sociales. Después de una lógica reacción de perplejidad, y desánimo, ya muchos analistas sociales comienzan a señalar que esta coyuntura no debe conducirnos al descreimiento ni puede significar una renuncia a luchar por una sociedad más humana. Algunos hablan del surgimiento de nuevas posibilidades históricas a partir del descubrimiento de la diversidad de poderes existentes, de nuevos ámbitos de acción colectiva, de una revaloración de la sociedad civil en cuyo seno ya se están dando las 'huellas del futuro', de un protagonismo potencialmente mucho más plural y diferenciado. E. Laclau habla incluso, explícitamente, de una nueva militancia y un nuevo optimismo apoyados en todos estos factores. [42]

Nos parece importante distinguir, en estas nuevas perspectivas, dos aspectos que pertenecen a niveles distintos y que pueden merecer juicios diversos. Por un lado, la revalorización de la sociedad civil: con ella se revaloriza también el protagonismo de distintos actores y la existencia de múltiples espacios y formas de poder que pueden ejercerse de manera liberadora a favor del cambio. Por otro, la postulación de un nuevo optimismo respecto a las posibilidades históricas de la coyuntura. El optimismo que se tenga respecto a las posibilidades de producir cambios estructurales en la sociedad no es, por cierto, un dato intrascendente; sobre todo por la influencia que tiene en nuestros comportamientos colectivos la expectativa de obtener determinados resultados. Pero me parece que en este punto, por lo que llevamos dicho, los cristianos hemos de ser muy fieles y lúcidos en defender la  originalidad radical de nuestro compromiso con la causa de los pobres. Quizá hoy estemos en condiciones más propicias para reconocer que su fuente y alimento no derivan últimamente de las conclusiones más o menos optimistas a que lleguen los analistas sino en la nueva experiencia que surge del seguimiento de Jesucristo. En la revelación que se nos entrega en el acontecimiento-Jesucristo descubrimos que a partir del sordo clamor de los excluidos se nos ofrece la posibilidad de sintonizar con la presencia del Dios verdadero y con la salvación que nos ofrece. La posibilidad, ofrecida gratuitamente por Dios, de re-crear el mundo y re-crearnos nosotros mismos, ya ahora. Descubrimos también que los esfuerzos por la liberación de toda dominación fratricida a nivel personal, grupal o social constituyen una mediación y un signo de la acción liberadora del Dios de Jesucristo. Por eso la superación del individualismo, la irresponsabilidad y la exclusión, así como la creación de relaciones solidarias, son prácticas que tienen ya sentido en sí mismas, no en función del desarrollo posterior de los acontecimientos. Más que esperar pasivamente el futuro lo engendran. Como dice J.Miralles, no es lo mismo optimismo que esperanza, "el optimismo piensa que las cosas irán bien por sí mismas; la esperanza cree que vale la pena luchar por ciertos valores". [43]   

Probablemente nuestro compromiso ha estado parasitado por un 'esquema' que hoy tenemos la oportunidad histórica de desabsolutizar y así no creer que nuestro compromiso se alimenta últimamente de las perspectivas de éxito a corto plazo. La memoria del Crucificado nos impide cualquier triunfalismo histórico y nos invita a radicalizar nuestra esperanza hasta que se transforme en solidaridad con las víctimas de la exclusión y de la lucha por la justicia. Mientras el optimismo de la modernidad liberal o marxista tendía a ver en el dolor y la humillación del pueblo una protesta contra Dios la perspectiva desde el 'reverso de la historia' nos permiten descubrir en ellos la protesta de Dios contra un mundo que se dice libre pero que en el fondo es un mundo sin corazón e idólatra.

Por eso hoy los cristianos nos vemos convocados a una profunda revisión de vida colectiva que nos permita volver a la raíz de nuestra práctica social. No estamos ante problemas que se resuelvan por la mera adopción de nuevas estrategias económicas o políticas: está en juego una concepción de la existencia humana, un estilo de vida. La colonización ideológica operada por el neoliberalismo ha llevado a justificar un estilo de vida individualista, indiscriminadamente consumista, que confunde libertad con irresponsabilidad, que promete la felicidad en base al 'tener más', sobre todo al tener más que 'los otros'. En la medida en que no nos resistimos a estas seducciones creando prácticas alternativas de relación con los demás, estamos 'votando' todos los días por el mismo sistema que luego decimos querer cambiar a niveles estructurales mediante técnicas económicas o estrategias políticas. Como si la condición de posibilidad de las estructuras sociales no fueran precisamente los comportamientos habituales -y contagiosos- de la gente. Eso sí: esa práctica alternativa es posible sólo a partir de convicciones y hábitos que se generan en lo más profundo de nosotros mismos, allí donde se juega lo que tradicionalmente llamamos nuestra espiritualidad.

No hay cristianismo sin conversión, y una conversión permanente que cuesta mucho, pues lleva consigo renuncias que afectan hondamente nuestra persona, nuestras relaciones, nuestra práctica. En este sentido nos parece oportuna la insistencia de A.Pieris en que la espiritualidad como "lucha por los pobres" es inseparable de la espiritualidad como "lucha por ser pobre". Sin la lucha por ser pobres nuestra lucha por los pobres se hace suficiente y paternalista; sin la lucha por los pobres la lucha por ser pobre se transforma en ascetismo egocéntrico. La antinomia irreconciliable entre Dios y Mammón, dice Pieris, es el núcleo vital del mensaje evangélico tal como aparece en el sermón del monte. Todo el que tiene un pacto con Mammón está excluido de la familiaridad con su Padre porque 'nadie puede servir a dos maestros'. Sólo que Mammón es más que el dinero, "es una fuerza sutil que opera dentro de mí, un instinto adquisitivo que me lleva a convertirme en ese rico alocado que Jesús ridiculiza en la parábola del campesino que quería echar por tierra sus granero para construir otros mayores(Lc 12,13-21). O también Mammón es lo que hago con el dinero, y lo que el dinero hace conmigo. Lo que me promete y lo que me da cuando me someto a él: seguridad y triunfo, poder y prestigio, logros que me hacen aparecer como un privilegiado." [44]

Estas son justamente las tentaciones que el mismo Jesús debió vencer, ya que él era el maestro, el mesías, el líder salvador. Su pobreza fue verdaderamente un proceso dinámico, un penoso crecer en gracia y sabiduría mediante el discernimiento continuo de la voluntad de Dios cara a las tentaciones que hubo de enfrentar a lo largo de toda su vida. La pobreza fue en Jesús apertura a Dios y rechazo de Mammón. Dice Pieris: "porque Dios, en su mismo Yo, habiendo optado por nacer en Jesús el hijo (2 Cor 8,9; Fil 2,6-8), ha establecido como cuerpo de Dios un pueblo nuevo compuesto de dos categorías de pobres: los pobres por "opción" que son los seguidores de Jesús (Mt 19,21) y los pobres "de nacimiento" que son los delegados de Cristo (Mt 25,31-46). Con otras palabras, la lucha por ser pobre no puede reconocerse como una espiritualidad cristiana si no está inspirada en los siguientes motivos: seguir a Jesús que fue pobre entonces, y servir a Cristo que es pobre ahora." [45] La lucha por los pobres sin el seguimiento de Jesús en la lucha por ser pobres nos lleva indefectiblemente a una actitud paternalista, suficiente, mesiánica, en la que los excluidos se ven imposibilitados de ser los sujetos de su propia emancipación.

2. Aproximarnos a la realidad de los pobres.

 A todos nos sucede que nos vamos identificando espontáneamente con el estilo de vida que se considera exitoso en nuestra sociedad e interpretamos nuestra propia realidad con los ojos y valores del modelo predominante. En la medida en que logramos ciertas metas reconocidas socialmente se acentúa la impresión de que el mundo particular en que nos movemos es 'el' mundo, nuestra realidad es 'la' realidad. Visualizamos todo progreso para nosotros como 'más de lo mismo' y aún el compromiso por la transformación social lo encaramos frecuentemente "para que los pobres también lleguen a donde nosotros hemos llegado".  La natural necesidad de autoestima nos lleva a identificarnos con los vencedores, con los victoriosos en la lucha hacerse un lugar en este mundo. Nos vamos sintiendo, al menos parcialmente, partícipes del 'modelo' y nos parece que desde ahí debemos ayudar a los desplazados a que también lleguen. Nos acostumbramos a mirar a los pobres sólo a partir de sus carencias, desde lo que no han conseguido ser; y nos gana un sentimiento de lástima. Así nuestros mejores propósitos se van convirtiendo en prácticas inconscientemente colonizadoras y paternalistas. En vez de partir de las personas y los grupos concretos partimos de esquemas que son una absolutización del proyecto hegemónico. La experiencia de tantos hombres y mujeres latinoamericanos que por circunstancias o por opción participan de la vida y sufrimiento de los pobres, dispuestos a dejarse interpelar por ellos, es una fuente de aprendizaje que consideramos fundamental. Ha puesto al descubierto lo importante que es salir del propio mundo y de los esquemas que lo parasitan para desabsolutizarlo, para situarlo en relación a los otros mundos, ampliando nuestra visión de la realidad. Y de nuestra ubicación en ella. Nos ayuda a no sentirnos ajenos a su realidad, a descubrirnos parte del mismo entramado social y, por tanto, corresponsables.

El compartir el dolor, la inseguridad, la humillación, pero también la resistencia, la comprensión de los errores, la alegría, la búsqueda tenaz de construirse un mundo humano, generan un impacto decisivo en quienes no somos pobres. No se trata necesariamente de un cambio súbito y espectacular. Más bien desencadena un proceso que paulatina, y a veces imperceptiblemente, transforma aquél sentimiento de lástima en lo que, bien entendido, podemos denominar com-pasión, y de la compasión conduce a la solidaridad. Uno va dejando de considerarse parte del modelo exitoso, el benefactor que sólo se acerca para hacer un bien a los que se encuentran marginados del sistema y descubre allí un factor insustituible en la humanización de uno mismo, en el reencuentro con el sentido de la vida que es siempre con-vivencia. Para muchos cristianos significa un reencuentro con las raíces de la propia fe entendida como seguimiento de Cristo. Redescubrir que el participar de su Espíritu, implica tener entre nosotros sus mismos sentimientos (Fil 2,5) y retomar su práctica de poner a los marginados en el centro y desencadenar las energías solidarias que pueden re-crear el mundo desde el protagonismo de los pobres, según el proyecto de Dios.

  Esta experiencia no lleva, sin embargo, a absolutizar la cultura popular como si, abandonada a sí misma, fuera inexorablemente liberadora. Como si los pobres fueran automáticamente, y en exclusiva, 'el' sujeto de la emancipación colectiva; como si no estuvieran también ellos colonizados por la ideología dominante y no se reprodujeran entre ellos múltiples mecanismos de dominación. Nos lleva más bien a descubrir que los que no somos pobres debemos ubicar nuestra práctica partiendo del derecho de los excluidos a ser verdaderos protagonistas de cualquier transformación que se pretenda, no sólo sus destinatarios; a tomar como punto de arranque sus propios recursos y no sólo nuestras ideas ilustradas; a partir de las organizaciones que ellos mismos se dan y no sólo de las estructuras 'macro'. La revalorización de la cultura popular no pretende eliminar el papel -y la responsabilidad- de las clases medias, ni el aporte técnico, ni la visión más global que proporciona una cierta cultura ilustrada. Simplemente le quita a esas clases y su cultura el carácter absoluto que se atribuyen a sí mismas y las obliga a reconocer su implicación en el sistema, en el cuerpo social. Las invita a que su impulso transformador parta de los sujetos, de las personas y grupos reales, especialmente de los injustamente excluidos. Las invita a un ejercicio de humildad reconociendo que hay conocimientos imprescindibles en un proceso humanizador que sólo se adquieren, paulatinamente, gracias a la 'cercanía' a los sufrimientos y a la lucha cotidiana de los pobres.

3. Hacia una refundación del compromiso político

 Las experiencias 'micro', de participación directa en los esfuerzos solidarios de los pobres son insustituibles. Sobre todo si se reconoce que la capacidad liberadora de un proyecto se mide por el impacto que tiene en la afirmación de los derechos y la identidad de los excluidos. Sin embargo no son suficientes. La pobreza, críticamente analizada, muestra su intrínseco condicionamiento por parte de las estructuras económicas, sociales y culturales. Si nos quedáramos en las experiencias populares sin abrirnos al nivel de la sociedad global condenaríamos esas experiencias al aislamiento, la fragmentación y el corto plazo. Sólo asumiendo la mediación política podemos atacar las raíces estructurales de la exclusión.

Esto, que siempre fue verdad, lo es sobre todo en esta nueva era que se caracteriza por el inédito advenimiento de una única historia universal. Una mundialización de la historia que, bajo la hegemonía de la 'civilización occidental', genera una creciente interdependencia, aunque sea una interdependencia asimétrica y antagónica. La cada vez más intensa vinculación entre lo local, lo nacional y lo internacional ha de ser asumida por cualquier proyecto transformador de las estructuras sociales. De ahí la necesidad de una refundación teórica y práctica del oficio mismo de la política, de sus objetivos, protagonistas, instrumentos y estrategias. Uno de cuyos desafíos básicos es, precisamente, la vinculación de lo cotidiano con lo sistémico, de lo 'micro' con lo 'macro'. Pero teniendo en cuenta que lo macro ya no está representado plenamente por los estados nacionales, cuya autonomía está cada vez más restringida, sino por la sociedad planetaria. Pues como señalan los cientistas sociales, hoy "las naciones son demasiado pequeñas para los grandes problemas del futuro y demasiado grandes para los pequeños problemas de la vida cotidiana y del presente".

En esta era de vertiginosa globalización de los procesos en todo el planeta las democracias emergentes en América Latina tienen que afrontar, según N.Lechner, un doble desafío: por un lado su inserción en los mercados mundiales y por otro la creciente fragmentación social interna. El desarrollo socioeconómico de nuestros países depende de su inserción competitiva en los mercados mundiales, ya que las propuestas de una vía de desarrollo totalmente autárquica, al margen del capitalismo mundial, se muestran inviables. Por otra parte esa apertura al exterior profundiza aún más las ya graves desigualdades sociales al interior de nuestras sociedades. Estas se fragmentan drásticamente según la diferente capacidad de inserción de cada sector en los procesos de globalización. No sólo hay cada vez más pobres en nuestros países sino que la segmentación social se hace cada vez más rígida, dificultando las posibilidades de  ascenso social. Es decir, junto con acentuarse las históricas tendencias a una 'sociedad dual' se perpetúa el sector de la población excluida.[46]

El reto de compatibilizar la inserción en la economía mundial con la integración social interna no puede ser asumido por el mercado ni por el Estado en su figura actual. El mecanismo de mercado tiene un alcance limitado no sólo para la integración social(supone una igualdad de oportunidades para competir que él mismo no genera) sino aún para una estrategia de inserción internacional. Por su misma lógica, sólo promueve la integración económica de las empresas más competitivas en el mundo internacional pero no es capaz de integrar en éste a la sociedad en su conjunto. Paradójicamente la estrategia neoliberal, que en el discurso absolutiza el mercado, en los hechos lo limita pues excluye de él a múltiples sectores de nuestras sociedades. El Estado, por su parte, tampoco logra asumir este doble desafío. La integración transnacional desborda la organización de los estados nacionales mediante instancias supranacionales, transformando instrumentos anteriormente en manos de aquéllos -política arancelaria, monetaria, tributaria, etc.- en determinantes externos de la iniciativa estatal. Con lo cual la figura tradicional de nuestros estados encuentra crecientes dificultades para asumir lo que siempre fue una de sus funciones primordiales, la integración de la sociedad.

Necesitamos repensar el mismo concepto de Estado, pues su intervención es necesaria para una inserción democrática en el mundo a partir de un proyecto propio, endógeno y abierto a la complementariedad internacional. "Insertos sometidamente en el mercado global dominante no se puede crear el proyecto nacional de amplio consenso. Se requiere el Estado como concertador de voluntades y defensor del espacio nacional; para la maduración de un proyecto propio y a la vez abierto; para superar el feudalismo tecnológico con un proyecto tecnológico y para la formación de una red científica latinoamericana que supere el alineamiento tecnológico actual que nos condena a ser minusválidos técnicos; para complementar al mercado como mecanismo racional de utilización eficiente de los recursos porque infravalora las necesidades futuras y las externalidades....Frente al Estado neoliberal, sometido, sin proyecto, y sin espacio nacional ni espacio popular, y frente al viejo Estado oligárquico y/o dictatorial del grupo del poder dominante, se requiere el Estado de la sociedad civil." [47]

Esto supone un cambio en nuestra cultura y nuestra práctica política. Ya no podemos concebir el cambio social a partir de una instancia central que determina todas las esferas de la sociedad como si 'el' poder estatal pudiera determinar por sí mismo, partiendo de cero, las transformaciones necesarias. El nuevo modelo socio-político supone el triple fortalecimiento y la tensión complementaria entre Estado, sistema de representación (partidos) y sociedad civil. Ello implica concebir la actividad política no como una aplicación de un modelo social previamente diseñado sino desde una visión multidimensional de la sociedad y sus tendencias para ver cómo las metas utópicas se ir logrando siempre parcialmente. La idea de una sociedad en la que se eliminan las contradicciones cede paso a la parcialidad y precariedad de cada solución, aceptando tanto la cooperación, la negociación y el conflicto como estrategias diversas según las circunstancias. [48]

Este cambio de matriz implica también una nueva forma de comprender el funcionamiento de los partidos políticos. Su tarea no será hacerlo todo o intentar imponer decisiones sino realmente detectar y articular los mecanismos de la sociedad civil y en especial las organizaciones populares. Supone promover un protagonismo de nuevo cuño a cargo de dirigentes intermedios que logren animar, representar y coordinar entre sí diversas luchas, solidaridades, alianzas, representándolas ante el Estado y ayudando a los grupos de base a integrar sus demandas con las de otros grupos para que no se encierren en sí mismos según la lógica del antagonismo que predomina en la sociedad.

Todo esto no es fácil. No es fácil por la misma complejidad del funcionamiento de la sociedad y sus estructuras. Pero sobre todo no es fácil por el desánimo que tarde o temprano engendra la misma militancia política ante la cantidad y dureza de los obstáculos, ambigüedades, e inercias que ella debe afrontar. La experiencia de los últimos años ha sido de desencanto, de pérdida de entusiasmo y credibilidad en este campo. Hemos tomado más conciencia de las limitaciones y dificultades que acompañan inevitablemente a la actividad política, antes considerada la más eficaz y trascendente en la transformación de la sociedad. Los mismos partidos políticos hoy pasan por una crisis de identidad y credibilidad.

Esto nos lleva a descubrir la necesidad de una espiritualidad específica -y también un acompañamiento comunitario oportuno- del cristiano que es militante social o político. Nos parecen oportunas y profundas las reflexiones que a este respecto desarrolla J.M.Mardones hacia el final de su libro sobre la fe y la política. [49]  Allí señala que el ejercicio de la política debe asumir las posibilidades reales que ofrece cada situación. En política el 'deber-ser moral' debe aceptar el análisis del 'poder-ser' y del 'ser' real. Con el peligro de que el encuentro con los obstáculos vaya conduciendo al pragmatismo, al posibilismo que termina en el amoldarse a las situaciones, a la búsqueda del poder como fin en sí mismo. De ahí que un desafío central del militante político será mantener siempre la tensión entre los principios utópicos y las condiciones históricas.

En el camino, dice Mardones, se debe desarrollar una cierta protección psicológica: el endurecimiento que proporciona la confrontación, la lucha por una causa nada fácil. Un espíritu persistente a pesar de los fracasos y los desánimos inevitables. El desarrollar esta especie de 'piel de elefante' parece algo absolutamente necesario para todo individuo que desee trabajar en cualquier campo -partidos, Iglesia...- donde haya oposición y dificultades. "La política, muy especialmente, exige desarrollar esta capacidad de lucha, de espíritu incombustible ante las dificultades. Una auténtica gracia, que sólo adviene con el tiempo... "  Y agrega:

"Una prolongación y profundización cristiana de la capacidad de aguante en la militancia política se obtiene cuando, no sólo se resiste, sino que se atisba y se gustan en la misma lucha los barruntos del Reino... Lo cual supone descubrir y vivir el Espíritu de  la Liberación en los esfuerzos y quehaceres socio-políticos de cada día, ir más allá de la eficacia y el pragmatismo de los objetivos de la lucha y ser conscientes de la suerte que representa el estar ya con los pequeños y empeñar la vida por los pobres de este mundo. Una especie de estética cristiana del compromiso, que gusta ya, aquí y ahora -en medio de las ambigüedades, sufrimientos y aun retrocesos de la lucha por la justicia y la libertad en el mundo-, la presencia indefectible y subversiva del Amor, la Libertad y la Justicia plenas." [50]

4. Dispuestos a compartir la suerte de los perdedores.

Sin mesianismos o triunfalismos. Decíamos más arriba que el cristiano está llamado a optar por los pobres no porque ellos sean los vencedores del mañana sino porque son los perdedores de hoy. Esta opción por los perdedores no se confunde ciertamente con una búsqueda enfermiza del fracaso ni es una estrategia para justificar las propias debilidades o la autocompasión. Al contrario, nace de haber descubierto en el  seguimiento de Jesucristo que Dios quiere que todos tengamos vida y vida en abundancia. Nace de la fe en un Dios que se ha encarnado en la historia 'por abajo', y por eso puede poner en pie a los pobres de la tierra. Nace de saber que Dios ha querido convocarnos desde el lugar social de los pobres a todos los que no formamos parte socialmente de los pobres. En la medida en que aceptamos esa invitación se verifica la salvación histórica que Dios quiere para los pobres y también la nuestra, imposible al margen de la solidaridad real con ellos.

Pero esto supone asumir con realismo y lucidez que 'el discípulo no es mayor que el maestro'. El ser solidarios en una cultura de la exclusión nos va a llevar, más temprano que tarde, a ser también nosotros excluidos de una u otra manera. Sin buscarlo. Sin que se exprese en una persecución abierta. Sin hacer de la propia exclusión un objetivo en sí. Simplemente por la contradicción que significa para el sistema. Renunciar al oportunismo a toda costa, a la competencia como sistema, al 'cumple tu papel y haz lo que quieras' e incorporar la reciprocidad, la compasión, la solidaridad, es renunciar a toda esperanza de ser un triunfador según el modelo predominante.

Eso nos cuesta mucho. Sobre todo cuando significa quedar injustamente desplazados, con serios perjuicios no sólo para uno mismo sino también, indirectamente, para otros. Pero el maestro ya nos advirtió que seguirlo a él es tomar parte en el sufrimiento de los crucificados de la tierra . Al anunciar el juicio final Jesús se ha identificado con las víctimas de la historia. Jesús es la víctima-juez de la opresión, por eso sus discípulos también se convertirán, sin buscarlo pero sin poder evitarlo, en víctimas del orden actual. Sólo que en esa aparente 'muerte' nosotros experimentamos, ya ahora y con alegría, el acceso a la verdadera 'vida'.

Hagamos nuestra la oración agradecida de P.Trigo al final del salmo que citamos:

 

Te damos gracias, Señor,

y te cantamos en medio de los falsos dioses.

Aún les tenemos un poco de miedo,

pero vamos recorriendo

la senda de la libertad.

No nos abandones en nuestra pelea.

Sabemos que no dejarás inconclusa la obra de tu corazón.

 

Parte II

UN APORTE PARA LA MILITANCIA

Javier Galdona

ÍNDICE

UN APORTE COMPLEMENTARIO

El «militante»

Un sentido en la vida

No pasar sin dejar huella

Una perspectiva cristiana

Un amor que libera

El bien que humaniza

El «hambre y sed» del Reino

La aventura de seguir a Jesús

ASPECTOS QUE NECESITAN SER PROFUNDIZADOS

Nuestro actuar sobre la realidad

Estructuras y personas

Globalidad de las dimensiones relacionales

La exigencia de transformación

Profundidad de la «radicalidad revolucionaria»

Una «estrategia» para el Proyecto de Vida

De la reproducción del sistema a su transformación

EL «COMPROMISO ÉTICO»

Revitalizar el ideal y la utopía

Un discernimiento sistemático

Los pies en la tierra: una criticidad realista

La «cruz»: pagar un precio por lo que se cree

La alegría de vivir

CONCLUSIÓN: «RADICALIDAD» Y «COMPROMISO»

 

UN APORTE PARA LA MILITANCIA

En esta parte del trabajo, nuestro intento es el de hacer algunos aportes concretos para el militante político-social. Se trata de una perspectiva un tanto diferente a la ya desarrollada, pero creemos también importante para el lector de este trabajo.

La intención no es la de hacer un tratamiento completo del tema, ni mucho menos, sino únicamente de aportar algunas ideas que al respecto hemos desarrollado. Por la misma razón se trata de algo breve aunque ello no significa en absoluto una infravaloración del tema en sí.

Estos puntos están desarrollados desde una perspectiva y experiencia muy particulares y por tanto no fácilmente universalizables. Se trata de compartirlas con ustedes, para colaborar en ese otro ámbito de reflexión.

A los efectos prácticos, consideramos en forma indistinta al «militante político» y al «militante social» porque, si bien hay diferencias entre ambos, en muchos casos ambas militancias se dieron (y dan) en forma simultánea e indistinta, y porque las mismas diferencias específicas no parecen relevantes en la perspectiva de esta reflexión.

El «militante».

La militancia política implicaba para el «militante» una conciencia de sacrificio personal en función del bien social. No entramos aquí a considerar si objetivamente se trataba de un «sacrificio» real o no, sino que únicamente destacamos que desde la subjetividad del militante la militancia implicaba «sacrificio personal», que se asumía en función del bien de la «sociedad».

Ese «sacrificio» (económico, familiar, profesional, etc.) estaba justificado por un ideal social (clase, pueblo, humanidad, etc.) que por su trascendencia le daba sentido a la autoinmolación.

De hecho, siempre la «militancia» ha significado una dedicación de tiempo y energías que necesariamente eran restadas de otras áreas de la propia vida. La vida de pareja, la familia, la gratuidad contemplativa, el propio desarrollo económico, el «hacer carrera» profesional, etc., etc., era con frecuencia relegados en función de algo «más importante»: la militancia. Inclusive, en determinados ambientes esto era casi una exigencia implícita: todo tiempo dedicado a lo personal que no fuese justificado desde la «militancia», más que «tiempo perdido» era considerado «tiempo ilegítimamente substraído» a la militancia. Obviamente estamos caricaturizando, pero no demasiado lejos de la realidad.

A esa «entrega de sí», a ese «espíritu de autoinmolación» si así se le puede llamar, correspondía una satisfacción íntima. La propia conciencia premiaba con la recompensa del «deber cumplido», y justificaba con el cercano ideal los «costos» pagados.

Un sentido en la vida.

Esta actitud responde a la necesidad antropológica de encontrar un «sentido en la vida». El mero vivir no es suficiente. Desde lo más profundo del ser humano surge la exigencia de encontrar un «sentido» a esa vida, de darle un rumbo cierto que no puede agotarse en sí mismo. Es una insatisfacción radical que exige una respuesta de fondo, respuesta no evidente que hay que buscar con la propia vida.

Esa actitud radical, progresivamente va siendo más abarcante y va necesitando, según la imagen dada por un excelente film, encontrar «un lugar en el mundo». Ese «lugar» no es común o genérico, sino bien concreto y propio: es «mi lugar en este mundo».

El «lugar en el mundo» se concreta en la búsqueda de un lugar en «los demás», en «la sociedad», en «la historia», y en «uno mismo». Es la respuesta personal al miedo a la irrelevancia: ser «alguien» para otros, ser «alguien» en la sociedad, ser «alguien» en la historia, ser «alguien» inclusive para uno mismo.[51]

El primer lugar, es un «lugar en otro». Ser «importante» para alguien. Que otro «me necesite». Yo necesito ser necesitado. La propia vida carece de sentido si no hay nadie a quien le importe mi existencia, si para todos es indiferente que yo haya existido o no.

El segundo lugar, es un «lugar en la sociedad». La necesidad de ser «útil» hace que la persona busque poder dar un aporte en su sociedad, un aporte que valga y tenga sentido desde su perspectiva, un aporte que en la medida de lo posible sea también reconocido. Pero en todos los casos, frente a sí mismo, necesita poder dar razón de su existencia en esa sociedad y pueblo concretos.

El tercer lugar, es un «lugar en la historia». La «historia» abarca el universo, el tiempo, y la humanidad. La propia nada, frente a la infinitud en que se halla inmerso le plantea la pregunta radical acerca del sentido de su existencia. «Mi vida no puede ser nada más que un suspiro en el tiempo». Tiene que tener un sentido que forma parte del sentido del todo. Si la historia es absurda, la vida es absurda. Necesito encontrarle un sentido a la historia y encontrar mi inserción en ella.

El cuarto lugar, es un «lugar en uno mismo». En ese fascinante, repulsivo, contradictorio, y desconocido ser que es uno, la persona necesita encontrarse a sí misma. La persona puede construir su unidad de sentido en la coherencia de vida y en la exigente riqueza de su interioridad. Encontrar un «lugar en uno mismo» es encontrarse como proceso y como proyecto de sí; es en definitiva, encontrarse a sí mismo.

El quinto lugar, es un «lugar en Dios». En el creyente todas las demás preguntas están implicadas en ésta y viceversa, pero a su vez, ésta constituye una pregunta en sí misma, y seguramente, la pregunta esencial: ¿Qué soy yo para Dios? Pero la pregunta no es acerca de Dios, sino acerca de mi vida, porque no es Dios quien está en juego, sino la propia vida. Pero ambas cuestiones no se pueden separar. Ni la pregunta se puede esquivar: si él es el creador de la vida, no se puede encontrar el sentido de ésta sin referencia a él. El sentido de la propia vida, y de la propia muerte, sólo pueden ser comprendidos desde la perspectiva global y plena de aquel que la ha hecho posible. Si Dios es absurdo, la vida no tiene sentido. Si la persona es nada para Dios, eso es lo que vale su vida. Muchas veces el «encontrar un lugar en Dios» se ha desarrollado como aspecto implícito a los anteriores.

No pasar sin dejar huella.

Como se puede ver, no se trata de «ser famoso», sino de sentir y tener la convicción profunda y sincera de que uno ha hecho un aporte real, de que su existencia no ha pasado sin dejar huella.

Se trata de «ser importante» y «valioso» en su aporte a la sociedad, no necesariamente para los demás (aunque siempre hay un nivel de consideración ajena que influye no poco), sino esencialmente para sí mismo. Ese aporte puede haber permanecido inclusive en el anonimato público, pero si para la persona se ha dado, entonces ha valido todos los esfuerzos y sacrificios realizados. En definitiva, se trata de que la propia vida haya «valido la pena».

Desde esta perspectiva, entendemos que con relativa facilidad el militante socio-político ha priorizado en la intención (dejando siempre de lado la objetividad de los hechos) el «lugar en la historia» o «en la sociedad» frente a los otros niveles, de modo tal de haberlos «relegado» con facilidad. Esto se veía como «sacrificio» justificado.

Pero para que este sacrificio sea posible, se tiene que tener una certeza muy sólida en cuanto a la validez absoluta de la propia opción. La relatividad o la duda acerca de la validez (utilidad) del propio sacrificio lo invalida automáticamente. Solo se puede «entregar la vida» si esto le da sentido total, de lo contrario deja de «valer la pena».

La crisis profunda de esa «certeza» en las propias convicciones lleva, obviamente a una crisis de sentido. Esta puede ser percibida como una verdadera frustración por la inutilidad de lo ya sacrificado. Años de vida y esfuerzos aparecen de golpe como un desperdicio, como la persecución de una quimera. Toda la «pena» asumida, de golpe ya no ha «valido». Además la vida no tiene marcha atrás, y lo jugado juzgado está. La frustración lleva a un replanteo global de sí mismo, que puede ir desde el «encerramiento» fanatizado de las propias posiciones (alejándose de la realidad) hasta la «conversión» a aquello que justamente antes se combatía.

De todos modos, aún en el caso de poder reelaborar el propio sentido de vida, es fácil que queden secuelas. Una de ellas es la inhibición frente a la nueva exigencia de un sacrificio «incondicionado». Se miden los compromisos y se dan pasos personales mucho más cautelosos. Ya nada es «incondicionado», aunque en la intención (y hasta en las palabras) uno quisiera volver a entregarse por entero y sin límites.

También es fácil la búsqueda de «seguridades» alternativas, en el mismo o en otros campos de la vida. "No poner toda la carne en el asador" y, de algún modo, cubrirse las espaldas para no volver a quedar a «la intemperie» de sentido. No se está dispuesto sin más a vivir otra crisis de sentido de vida.

Una perspectiva cristiana.

Desde la perspectiva cristiana la ética[52] y la espiritualidad son inseparables. No son lo mismo, y de hecho ha sido un riesgo permanente el «espiritualizar» la responsabilidad ética, o la de «moralizar» la espiritualidad, pero aunque no se deben confundir ni reducir mutuamente, tampoco son separables.

No se pueden separar porque la responsabilidad ética del cristiano surge esencialmente de un llamado (vocación) que le hace el Señor, y al cuál él da una respuesta que abarcará toda su vida. La moral cristiana no es una moral del «cumplimiento» de leyes morales prestablecidas. El cristiano no tiene como objetivo «ser bueno» haciendo «cosas buenas», sino el llegar a vivir con plenitud su vocación esencial como verdadero «hijo de Dios».

La moral cristiana nunca puede pensarse como la necesidad de «ganarse el cielo». No se trata de conseguir una «entrada» a ese lugar exclusivo donde no entra cualquiera. No se trata de adecuarse a esquemas de comportamiento que le aseguren la «aprobación del examen», o más propiamente, ser absuelto en el «juicio». No se trata de «hacer cosas». Aunque todo ello tiene elementos indudables de verdad moral, sin embargo la «moral cristiana» en modo alguno puede ser reducido a ello.

La moral del «cumplimiento», aunque no sea minimalista, es decir, aunque no busque «hacer el mínimo necesario como para entrar», aunque sea muy exigente, exigente hasta el heroísmo...  esa moral no es cristiana.

La moral cristiana es aquella que descubre la propia responsabilidad de su libertad en la historia a partir de haber descubierto algo fundamental antes: que Dios es Padre de todos y que nos ama a cada uno hasta dar la vida por nosotros.

La moral cristiana es una moral del «amor». No del amor «en las nubes», sino del amor real, del amor que en la vida y en la historia se juega concretamente y con toda su fuerza por el bien de quien ama. Es un amor que es generosidad y servicio. Es un amor que es entrega de la propia vida, cotidianamente, incluso muchas veces, anónimamente. Es ese «amor», porque ese es el amor de Dios.

El cristiano ha descubierto que la realidad es al revés de lo que parece. Ha descubierto que lo que parece evidente en la historia, sin embargo no son más que justificaciones y apariencias. Que en la realidad «real» el poderoso no es el que logra poner a los demás bajo sus pies, sino que justamente en único verdaderamente poderoso, el único capaz de dar vida o quitarla, de crear historia o terminarla, ese ser único «todopoderoso», Dios, es quien humildemente se pone totalmente al servicio del ser humano a quien ha creado y a quien ama entrañablemente.

Un amor que libera.

El poder de Dios se manifiesta en la «impotencia», y jamás en la «prepotencia». De este modo, el cristiano descubre que Dios ha dado vuelta la historia. Que la verdadera historia no la escriben los que consiguen «aplastar y someter», sino que la verdadera historia la escriben aquellos que, siguiendo las huellas de Dios mismo, utilizan su fuerza y poder exclusivamente al servicio de los débiles, sufrientes y pobres porque en ellos descubren a sus verdaderos hermanos.

El cristiano descubre a un Dios que es amor, que está presente, comprometido y actuante en la historia, no imponiendo sino sirviendo, en un servicio que es respeto y promoción de la libertad de todo hombre, en la construcción de una nueva realidad, verdaderamente justa, que llamamos teológicamente el «Reino de Dios».

Al descubrirlo, el cristiano se siente profundamente amado por Dios. Al sentirse profundamente amado, se siente también invitado a formar parte de ese magnífico proyecto de Dios que es su «Reino». Al dar una respuesta positiva a ese amor de Dios, el cristiano se asume profundamente corresponsable de la historia, y se juega junto con Dios para convertir esta historia de los hombres en un verdadero proceso de liberación y fraternidad, convertirla en «historia de salvación».

Pero el amor sentido por el cristiano y su compromiso en la construcción del Reino no se dan pacíficamente. Por contraposición con el amor generoso y servicial de Dios, el cristiano descubre en la historia la opresión, la muerte, la injusticia. Profundamente doloroso hasta sentir «angustia de muerte» es descubrir la deshumanización en la historia. No es anónima, son millones pero no es anónima. Es una legión impresionante de seres humanos destruidos, humillados, marginados. El dolor concreto del hermano se hace propio. El amor de Dios derramado en el propio corazón, se hace indignación.

La moral cristiana, pues, parte de una respuesta al llamado amoroso de Dios a participar activamente en la construcción de su Reino, y surge comprometidamente como efecto de la indignación de ver en los hermanos las consecuencias de la negación de ese amor.

El bien que humaniza.

«Dios quiere el bien del hombre». Pero ¿qué es el «bien» del hombre? Se trata de una pregunta muy pertinente cuya respuesta acabada excede las posibilidades de este trabajo. Pero no podemos obviarla completamente pues perdería sentido toda la reflexión. Brevemente sí podemos apuntar algunos elementos fundamentales.

En primer lugar el bien del hombre se establece en singular no por exclusión de otros «bienes», sino por integración. El «bien» es el resultado de haber integrado ponderada y coherentemente una gran cantidad de bienes históricos concretos: económicos, religiosos, afectivos, etc. No es una suma de bienes sino su realización en un proyecto coherente que hace realidad el propio sentido de vida.

En segundo lugar, no se trata de un bien «individual», sino de un bien «personal». El «bien» integral de cada persona no es separable de lo que es el bien común de la sociedad. La originalidad única de cada persona se integra en la unidad de lo social.

Por fin, el bien de la persona no es otra cosa que el hacerse «persona» en la historia. El bien es dinámico, y consiste en un proceso de progresiva «humanización». Proceso no automático, sino libre. Por lo mismo, toda deshumanización constituye el «mal» del hombre.

El ser humano no se hace «persona» en forma automática o espontánea, sino que el «hacerse persona en la historia» es una ardua tarea de toda la vida. A través de sus actos y opciones, el ser humano se va construyendo a sí mismo (se va humanizando) o se va negando a sí mismo (se va deshumanizando). El resultado de una vida puede ser el haber llegado a ser verdaderamente persona, o el haberse convertido en un verdadero «monstruo».

«Dios quiere el bien del hombre». Dios quiere al hombre, lo ama entrañablemente, y lo que busca exclusivamente es la plena humanización de ese ser que él mismo creó con ese fin. Llegar a ser «plenamente persona» es sinónimo de plena realización, y es sinónimo de «haber realizado en sí la imagen y semejanza de Dios». Ser plenamente humano es, teológicamente, ser plenamente hijo de Dios.

La tarea del ser humano, de acuerdo con la voluntad de Dios, es la de «hacernos mutuamente personas», es decir, de juntos ir construyendo una realidad en sí mismo, en los demás y en la sociedad entera, de progresiva humanización.

Esta «tarea» (vocación) abarca plenamente el propio sentido de vida, ya que no existe otro camino de humanización que el construir esa realidad radicalmente nueva tal como la soñamos compartiendo el proyecto de Dios. De ahí nace una espiritualidad esencial, la «espiritualidad del Reino».

El «hambre y sed» del Reino.

Tener «hambre y sed» del Reino. Esa es la clave espiritual que ilumina el actuar del cristiano. Hambre y sed que no son pasivas sino profundamente dinamizadoras y comprometedoras. Hambre y sed que se apoyan, por un lado en la indignación frente a la injusticia de la realidad histórica, y simultáneamente por el otro lado en la total certeza de que la realización de ese «Reino» no sólo es posible, sino que es seguro.

Hambre y sed que es deseo de plenitud «ya», y que es paciencia con los tiempos de las personas y de la historia. Hambre y sed que «quema los huesos», pero que hay que mantener despierta y viva porque corre el riesgo de enfriarse y acomodarse. Hambre y sed que no es utopismo sino apertura y compromiso con el presente y el futuro, en una certeza apoyada en Dios, que ya está presente y que lo estará en plenitud.

Esa «espiritualidad del Reino» es la contracara de la responsabilidad ética del cristiano. Tarea propia y don de Dios, responsabilidad histórica y gratuidad divina, compromiso transformador «aquí y ahora» y esperanza indestructible en el crucificado que es «Señor de la historia».

No se trata de una «tarea» entre otras, sino que es «la tarea» de la vida. No es un «compromiso» entre otros, sino que es «el compromiso» con la vida. No se trata de «dedicarle un rato a la militancia», sino que se trata de «ser militante». No se puede «medir» el esfuerzo, hay que entregarse entero: en todo momento, con todas las fuerzas, en todos los ámbitos, con toda la vida.

La ética cristiana es totalizadora y exigente, no con una exigencia que viene «de afuera» sino que surge de lo más profundo y auténtico de sí mismo. Es la exigencia del sentido de la propia vida, que se juega con la propia vida. Es encontrarse a sí mismo, dándose a los demás; es encontrar la Vida, entregándola por los demás. Es llegar a ser plenamente uno mismo, siguiendo las huellas de Jesús.

La ética cristiana es un desafío, y desafío sin límites. No tiene límites nuestra capacidad de humanizar y humanizarnos, porque no tiene límites nuestra capacidad de amar y esperar. Es un desafío que nos hace Cristo y la realidad histórica: la realidad como desafío de trasformación, Cristo como desafío de transformarla juntos con él y entre nosotros. Para eso nos entrega su Espíritu.

Es una ética «del amor» y «para la vida». No es una ética para la muerte, porque es respuesta a un llamado radical de Cristo a la vida plena. Es una ética de la entrega...  que puede llegar a la cruz, pero que sin duda llega a la resurrección. No es una ética sólo para la «vida», sino que alcanza hasta la «VIDA». Vida plena y eterna, vida justa y fraterna, vida de todo un pueblo que camina, vida que es encuentro total y definitivo con Jesús.

La aventura de seguir a Jesús.

Se trata de un «seguimiento». Porque no caminamos solos en la historia, Dios está en ella, camina y actúa en ella. Dios se ha hecho hombre para mostrarnos lo que es el amor verdadero y lo que es vivir de verdad. En Dios nada es broma o simulación, todo lo hace en serio. Se hizo hombre en serio, se identificó con los pobres y sufrientes en serio, se jugó a favor de los hombres en serio, tan en serio como para morir en la cruz, y tan en serio como para resucitar.

Cristo resucitado sigue presente en la historia, y seguirá hasta el fin de los tiempos. El camina con nosotros, nos sostiene y nos alienta. El fortalece e ilumina. Pero también él nos exige caminar, no instalarnos, no quedarnos dormidos.

El nos invita a una «aventura». Es aventura porque no hay caminos predeterminados, ni hay destinos ya probados. Es aventura porque es caminar inventando caminos, avanzando y retrocediendo, superando obstáculos y dando rodeos, con el estímulo de un entorno fresco y apacible, y con la dureza y sequedad del desierto aparentemente sin fin.

Es aventura, porque poco podemos llevar con nosotros. «Ligeros de equipaje», casi exclusivamente con el corazón, la cabeza, y las ganas. Muchas cosas hay que ir abandonando por el camino, tantas de las cuales desprenderse. Momentos de tentación, de sentarse y decirse «qué bien estamos aquí, quedémosnos», y tener que levantarse y ponerse nuevamente en marcha, aprendiendo del pasado, pero sin mirar para atrás.

No hay garantías. Sólo hay una certeza y una confianza: la certeza de la promesa de Jesús, y la confianza de reconocerlo siempre caminando a nuestro lado. La aventura es «riesgo», porque nos hay muchas seguridades al recorrer un camino que nadie ha transitado aún. «No se puede servir a dos señores», dice Jesús, no se puede dedicar a defender lo que se tiene y largarse a la aventura al mismo tiempo.

Es una aventura que no se hace solo. Es camino que hay que construir juntos. Hay que aprender a caminar, caminando. Hay que aprender a caminar con los otros. Hay que aprender a caminar de los otros. Hay que guiar y dejarse guiar. Hay que apoyar y dejarse apoyar. Hay que sostener y dejarse sostener. Juntos, juntos con todos los que quieren caminar...   y juntos con Cristo que también camina.

Es un caminar que hace pueblo: el pueblo de los que caminan construyendo el Reino. Pueblo integrado por muchos, distintos e iguales, con todas las razas, y también, con muchas formas de pensar y sentir diferentes. Pueblo con diferentes ritmos y procesos. Pueblo que ninguno de nosotros eligió por sí, sino al que se integra porque respondió a la invitación que le hizo Jesús.

Es responsabilidad personal y de pueblo. Es responsabilidad de hombre y de cristiano. Es responsabilidad histórica y meta histórica. Es responsabilidad...  y también fiesta.

ASPECTOS QUE NECESITAN SER PROFUNDIZADOS

El título de este apartado resulta un poco paradójico, ya que todo lo que hemos tratado en este trabajo necesita ser profundizado, y por tanto parecería un título más propio del libro entero. Sin embargo, en este momento simplemente queremos anotar algunos puntos concretos que consideramos claves a la hora de desarrollar una visión global de la propia actuación, y que necesariamente cada uno debe clarificarse.

Nuestro actuar sobre la realidad.

El ser humano, con todo su quehacer, va actuando sobre la realidad. Simplificando un poco, podemos decir que esa actuación es esencialmente transformadora o mantenedora de la realidad tal cual es. Esto se da más allá de la conciencia e intencionalidad de cada uno.

Nadie es totalmente transformador ni totalmente mantenedor, ya que todos y cada uno participa (es parte inseparable) del entramado de estructuras que conforman la sociedad, tal como lo desarrollamos más arriba. Como ser esencialmente estructural, la persona «transforma» y «mantiene», no siempre con coherencia, en los diferentes niveles de la realidad de la que forma parte.

Concretándonos a lo que es el actuar consciente y deliberado, refiriéndonos además a la dimensión «socio-política» en sentido amplio, y no pretendiendo en modo alguno que la realidad se reduzca a esta dimensión, podemos afirmar un hecho que es obvio y a la vez muy difícilmente aceptable: toda acción sobre la realidad la afecta solo parcial y muy reducidamente.

Digo que es obvio, porque nadie puede sostener seriamente que su actuar personal es capaz de transformar por sí mismo la totalidad de la realidad, ni tampoco que pueda transformarla en manera total y definitiva.

Digo que es muy difícilmente aceptable, porque en el fondo de nuestro ser nos resistimos con todas nuestras fuerzas a asumir que en gran medida somos realmente «impotentes» para transformar a fondo la realidad.

Toda acción humana es siempre «micro» en su capacidad de transformación. Por importante que sea la acción en sí, y por importante que sea el agente en la estructura, siempre su capacidad de transformación es «micro». Esto es aplicable, aunque con matices, tanto a las personas individuales como a los grupos organizados.

Las razones de ello son múltiples, pero ciñéndonos a la perspectiva que hemos desarrollado, quiero remarcar especialmente algunos aspectos. El primero de ellos radica en la diversidad y polifuncionalidad de las dimensiones que conforman la realidad.

El concepto de «bien común» de la sociedad como el de «bien integral» de la persona, manifiesta claramente la intrínseca pluralidad real de dimensiones que las integran. Dimensiones no reducibles entre sí, ya que cada una tiene valor en sí misma, y dimensiones no renunciables, ya que cada una es imprescindible. La realidad personal y social es de tal complejidad (porque tal es su riqueza) que no es posible abarcar en un solo discurso ni en un solo planteo. Para enfrentar la realidad, siempre tenemos necesidad de hacer algún tipo de simplificación y de reducción[53], ya que de lo contrario somos desbordados completamente. Esa simplificación y reducción de la realidad es válida en cuanto permite abarcar de algún modo la realidad, no es válida en cuanto pretendiese que explica la realidad total tal cual es.

Si eso es lo que ocurre con el intento de abarcar la realidad a nivel intelectivo, mucha mayor es aún la simplificación y reducción que ocurre a la hora de intentar actuar sobre ella, ya que la capacidad de la mente de pensar e imaginar es infinitamente mayor que la capacidad de actuación positiva que la persona tiene.

Toda actuación es siempre de algún modo puntual, y sus consecuencias para con todas las otras dimensiones de la realidad son, en la práctica, imprevisibles. La realidad está conformada por un entramado de estructuras sociales profundamente entrelazadas aunque respondan simultáneamente a sistemas diversos (culturales, económicos, políticos, etc.).

Estructuras y personas.

A su vez, las estructuras sociales tienen la doble dimensión de ser objetivas e introyectadas simultáneamente. Las estructuras no existen al margen de las personas, sino que están integradas por personas. A su vez, no son sólo externas a las mismas personas sino que se encarnan en ellas, forman parte de ellas, y actúan también desde el mismo interior de las personas.

Es así que toda transformación de la realidad, que es siempre una transformación estructural, debe abarcar tanto la dimensión objetiva como introyectada de las estructuras en cuestión. Pero el propio agente de transformación es también parte de las mismas estructuras, por lo que la transformación implica también su propia auto-transformación.

La imposibilidad de la «objetividad» absoluta[54] frente a las estructuras por varias razones, entre ellas tal vez la más importante porque el propio agente está externa e internamente condicionado por las mismas estructuras, obligan a una permanente revisión de las transformaciones ya operadas a la luz de las modificaciones que sobre el propio agente ha producido, y de ahí a su profundización o corrección. Toda transformación de estructuras conlleva necesarias instancias de evaluación y proceso.

Las transformaciones estructurales siempre son paulatinas. Atendiendo a la misma realidad de objetivas e introyectadas, las estructuras tienen una enorme tendencia a su perpetuación. Los cambios de estructuras objetivas, para ser reales, exigen los cambios de mentalidad y hábitos (dimensión de introyección), so pena de se reimplanten objetivamente una y otra vez.

Los cambios de mentalidad y hábitos siempre son paulatinos y progresivos. No se trata únicamente de «convencimiento» (orden intelectual lógico y argumentativo), ni tampoco únicamente de «decisión» (orden volitivo), sino también de posibilidades y circunstancias objetivas y ambientales. Las transformación de la dimensión introyectada de las estructuras es necesariamente mucho más progresivo y lento que el de la dimensión objetivada de las mismas.

Asumir esta relativa «impotencia» de transformación real de las estructuras, es condición imprescindible para el agente transformador. Partir de una concepción «omnipotente» (personal o grupal) frente a las estructuras, conlleva una obligación «omnipotente» del agente. Tocar los límites reales[55] significa el fracaso y la frustración para quien se consideraba obligado a «poder transformar». Hay que renunciar a ser el «director del universo», para realmente cambiar algo.

Globalidad de las dimensiones relacionales.

El «contenido» de la utopía que guía la intención de transformación de la realidad, debe incluir la globalidad de las dimensiones relacionales: intersociales, sociales, interpersonales e intrapersonales.

Una transformación profunda de la realidad implica todos los niveles de relacionalidad, ya que es de estos que surgen las estructuras sociales. Una utopía que descuidase la transformación de la relacionalidad entre las personas concretas, y de estas con ellas mismas, se haría funcional al cambio de las macro estructuras pero dejaría de lado las personas.

Si la realidad es injusta y opresiva, el proceso de transformación debe apuntar no solamente a la liberación de la sociedad como tal, sino también a la liberación de la opresión entre las personas concretas (entre las que se encuentra también propio agente transformador), así como de la liberación personal de cada persona consigo misma.

Por poner un ejemplo clásico: es imprescindible cambiar toda ley y toda costumbre que implique una opresión sexista (discriminación salarial, etc.), pero para que cambie la realidad de opresión sexista es imprescindible que además cada relación intersexo personal (no dependencia, no diferencia de autoridad, etc.), y que cambie la concepción del otro y del propio sexo que tiene cada persona (no menosprecio, etc.).

La Iglesia latinoamericana ya hace mucho años que acuñó la frase-lema muy claro sobre el tema, que recoge una muy fuerte afirmación bíblica: «no habrá un continente nuevo sin hombres nuevos, y no habrán hombres nuevos sin un continente nuevo».[56]

Hay una única «historia de salvación universal», de la que todos formamos parte. Pero al interior de esa única historia de salvación universal, cada persona vive su propia «historia de salvación personal». No es diferente, ni mucho menos al margen, de la «universal», sino indisolublemente entrelazada. Pero se trata de una «historia de salvación» tan real como la universal.

De ahí la imprescindible unidad entre la «utopía» social a construir, y el «ideal» personal de sí mismo, también a ser construido. Ambos van unidos y participan de un mismo proceso. Es tan falso pretender alcanzar el propio ideal de «hombre nuevo» sin la transformación de la estructuración social, como el construir una sociedad nueva sin una exigencia personal de autotransformación profunda.

Un criterio de verificación de la autenticidad de la lucha por la transformación social, es que ésta abarque también el empeño por la transformación de las relaciones con las personas concretas, y de la relación consigo mismo.

Un criterio de verificación de la autenticidad de la transformación de sí mismo, siguiendo un ideal personal verdadero, es que éste incluya necesariamente la transformación de sus relaciones con cada una de las otras personas, y que abarque también la globalidad de la transformación social.

Contenido y estructura se configuran mutuamente, pero en la práctica existe la tentación de disociarlos, incluso totalmente: creo que me puedo «hacer persona» al margen de cómo trate a los demás y de cómo sea la sociedad que integro; o creo que puedo cambiar la sociedad sin cambiar yo mismo.

La exigencia de transformación.

El cristiano, por vocación, es «radicalmente revolucionario». No se trata de un slogan, ni de una frase que pueda hacer con facilidad y tranquilidad. Es una frase densa y difícil en su comprensión profunda, y muy intranquilizante en su vivencia.

Es «revolucionario», porque la realidad histórica siempre le interpela a ser transformada. Lo es «radicalmente» no por los métodos que utilice, sino porque se trata de una exigencia que surge desde su «raíz»: raíz de la fe en Cristo, y raíz de su ser hombre (hijo de Dios).

Esta frase, que yo sepa, no ha sido así afirmada por el magisterio de la Iglesia dada la ambigüedad que su comprensión masiva tiene por los contenidos ideológicos que ambos términos suscitan, y por la consiguiente manipulación que podría generar. Sin embargo, su esencia está presente a lo largo de todo el magisterio social.

Normalmente se explícita a través de llamados y exhortaciones a buscar formas y modelos alternativos a los vigentes, en todos los ámbitos de la realidad. Otras veces lo hace mediante la condena implícita y/o explícita de los modelos o sistemas que imperan. En otras oportunidades, es el llamado a implementar medidas eficaces (y por tanto diferentes a las vigentes) que encaren y solucionen situaciones concretas.

Hay múltiples formas de manifestar un mismo concepto central que es: «esta realidad no es acorde con el Evangelio, y por tanto indigna (va contra la dignidad) del ser humano».

No se trata de transformaciones menores o circunstanciales, sino que se trata de transformaciones «radicales»: desde la raíz. Con toda claridad la Iglesia ha manifestado a lo largo de su historia, que detrás de todo modelo o sistema hay una determinada antropología, es decir, que hay una determinada concepción del ser humano y del ideal a construir.

Esa antropología conlleva un universo axiológico determinado, que necesariamente debe ser confrontado con el universo axiológico evangélico para discernir el grado de validez que tiene. Se trata de un juicio no solamente sobre los fundamentos teóricos de un sistema, sino ante todo de sus efectos prácticos. Del Evangelio no es posible extraer modelos sociales concretos, pero sí es posible confrontar la validez humanizadora y dignificante de todo modelo social.

En este sentido es famoso el texto de la encíclica Evangelii Nuntiandi (18-19):

"Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5; cfr. 2Cor 5,17; Gal 6,15).

(...) Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación."

Profundidad de la «radicalidad revolucionaria».

Con todo, la razón de la «radicalidad revolucionaria» es aún más profunda. Se apoya en un elemento central de la fe cristiana y que llamamos «Reino de Dios». La vocación esencial del cristiano es a participar activamente en la construcción de esa realidad radicalmente nueva que Dios mismo va generando en la historia.[57]

La realidad social se ve así exigida a una permanente superación, Esa superación no es automática ni pacífica sino que se da exclusivamente mediante la transformación que los mismos hombres van realizando en medio de situaciones conflictivas.

Así, una y otra vez, es posible transformar la realidad para irla encaminando cada vez más profundamente hacia esa realidad plena del Reino de Dios. Se trata de un proceso ininterrumpido (aunque tenga sus altibajos) e infinito. Siempre la realidad puede, y así lo exige, ser transformada en otra aún mejor.

El «Reino» no alcanza su plenitud en la historia, aunque en ella se halle presente y en ella se desarrolle, por lo que en la historia el cristiano se verá siempre exigido de buscar y construir realidades verdaderamente nuevas y más humanizantes.

Se trata justamente de la «anti-resignación». El cristiano, por su propia fe, no puede aceptar la resignación ante la realidad social. Conque mayor sea su indignación ética por la injusticia y deshumanización que encierra, mayor es su «hambre y sed del Reino».

La resignación es rechazada de plano porque, ni esta realidad presente (sea cual sea) es la «mejor posible» (siempre es posible y necesaria otra mejor), ni tampoco para los hombres es «imposible» cambiarla (la propia promesa de Cristo así nos lo asegura). Es Cristo, Señor de la Historia, quien va construyendo el Reino aquí y ahora, y lo hace junto con nosotros. Su Espíritu nos garantiza la fuerza para ello.

«Radicalidad revolucionaria» no implica falta de paciencia histórica, ni implica inmediatismo, ni tampoco implica no asumir las limitaciones personales e históricas que se nos imponen. Como vimos antes, es imprescindible asumir la «im-potencia» de transformar la realidad total, pero ello no significa en modo alguno renunciar a transformarla.

Vivir en una realidad que no es el «Reino» realizado, implica desarrollar una verdadera estrategia vital que haga posible un Proyecto de Vida coherente, en medio de una realidad personal y social que en gran medida se le contrapone.

Una «estrategia» para el Proyecto de Vida.

En el camino de la autenticidad hay muchas dificultades, pero es un camino ciertamente transitable, ya que de lo contrario la felicidad sería imposible, y no solamente todo nuestro ser se revela frente a tal suposición, sino que además la propia experiencia histórica está llena de testimonios (muchas veces silenciosos) de personas que en su autenticidad, y a pesar de muy serias y reales dificultades, fueron realmente felices.

No obstante lo recién afirmado, la experiencia personal en la vida concreta nos hace ser un tanto escépticos acerca de las verdaderas posibilidades que tenemos de alcanzar la felicidad, es decir, de realizarnos como personas. Ese escepticismo nace de la percepción que tenemos sobre la aparente imposibilidad de vivir en verdadera autenticidad.

Si ya parece como nada fácil el descubrir los propios valores y el elaborar un proyecto de vida coherente, mucho más difícil nos aparece el poder llevar coherentemente ese proyecto de vida a la práctica cotidiana. En muchísimas oportunidades nos damos cuenta de que estamos actuando incoherentemente, y así entra en crisis nuestra autenticidad ante nosotros mismos.

Hay dos elementos en los que de alguna manera podemos resumir el cúmulo de dificultades que se nos oponen en el momento de recorrer el camino que sinceramente nos habíamos trazado (nuestro proyecto de vida).

Por un lado, la falta de voluntad personal para asumir siempre las actitudes que consideramos correctas. Muchas veces nos resulta más fácil y más cómodo asumir una actitud que conscientemente consideramos incoherente con nuestras propias opciones de fondo, y nos falta la fuerza interior, la voluntad, la decisión, y la autodisciplina necesarias para actuar correctamente[58].

Por otro lado, los condicionamientos materiales y sociales, que en muchos momentos nos constriñen a asumir actitudes y criterios que van contra nuestra propia conciencia. Sobre todo la sociedad, en sus diferentes niveles y aspectos, nos va empujando y hasta exigiendo asumir como propios, valores y conductas que van contra nuestra recta conciencia y/o nuestra propia escala de valores.

En la mayoría de los casos nos resulta sumamente difícil distinguir a cual de los dos niveles pertenece el problema, ya que como verdaderos «hijos» de nuestra sociedad tenemos introyectadas esas estructuras negativas. El resultado es, sin embargo, muy claro: percepción de vivir una permanente incoherencia, imposibilidad de alcanzar el ideal propuesto, la frustración en áreas concretas de la vida, la percepción de una real falta de libertad para ser dueño de la propia vida, etc.

No es difícil en estas circunstancias el llegar a percibir a la sociedad y a los otros, como verdaderos «enemigos» de la propia realización. No es difícil caer en la resignación simplificadora de considerar imposible la propia autenticidad por culpa de los «demás». Si bien eso no es objetivamente cierto, lo que sí es cierto es que el intentar vivir en una real coherencia consigo mismo lleva, en algunos casos, a pagar unos «costos» desproporcionados o imposibles de asumir con las propias fuerzas.

Frente a una realidad que se contrapone a una vida en coherencia evangélica, estamos llamados a desarrollar esa «estrategia vital» de que hablábamos anteriormente. Sin embargo, esa estrategia para ser éticamente válida, debe incluir una serie de condiciones importantes.

De la reproducción del sistema a su transformación.

Antes de entrar en las condiciones concretas, parece importante describir sucintamente las diferentes actitudes que puede desarrollar la persona frente a una realidad social en principio adversa. Lo sintetizaré en cuatro actitudes básicas.

La primera, la «asimilación al sistema». Es el intento de racionalizar la situación en una actitud netamente pragmática. La persona acepta el «sistema» como lo realmente verdadero, considerando lo demás como «ilusiones» o «idealismos». Así abandona sus propios ideales, asume como válidas las «reglas de juego» de la sociedad, y trata de ser un «triunfador».

Ya que se ha renunciado a tener un ideal-utopía alternativo a la sociedad-persona tal como en la actualidad se le presentan, de lo que se trata es de aprovechar al máximo el propio sistema, triunfando en el mismo.

Esta actitud implica de hecho el abandono de todo proyecto personal de vida, el abandono de los propios valores éticos (pragmatismo ético), e implica también el dejar que sea la sociedad (a través de los medios de comunicación social, las situaciones que de hecho le presenta, etc.) la que lo lleve por el camino que ella quiera. El pragmatismo ético, en el sentido aquí descrito, implica la total despersonalización ética de la persona por propia voluntad.

La segunda actitud es la «mediocrización personal». La persona se niega a abandonar los propios ideales, pero percibe a la sociedad como intrínsecamente negativa y opuesta a su realización plena.

La persona pierde entonces toda esperanza de realización real (estado de permanente desesperanza), va transando en sus valores, se van aceptando como inevitables situaciones y actitudes contrarias a la propia conciencia, y se rebaja definitivamente el propio horizonte de realización.

La persona cae así en una mediocrización consciente del propio proyecto de vida. En algunos casos se da un fenómeno que podríamos llamar de «doble personalidad moral», ya que la persona se proyecta auténticamente sólo a un nivel de su vida, mientras que en los restantes niveles «se sobrevive como sea». Bastante típico es el caso de quien centra su moralidad en lo familiar (fidelidad conyugal, padre/madre cariñoso y responsable, etc.), pero que en el mundo laboral o en el político usa el lema: «la selva es la selva».

También pude ser que el rebajamiento sea parejo en todos los ámbitos, y que la persona se vaya dejando resbalar por una pendiente de progresiva conciencia de «indignidad». En este sentido, muchas veces se escuchan frases como por ejemplo: «se nota que es joven, ya va a descubrir lo que es la vida en algún momento». Nostalgias, vivas o pretendidamente olvidadas, de cuando uno se podía mirar fijo en el espejo y sentirse contento con uno mismo.

La tercera, consiste en la «evasión de la realidad». En este caso, la persona hace una dicotomía entre la vida real y la «vida interior» (espiritual, intelectual, etc.), proyectando a este segundo nivel la propia realización. Vive la vida real como si nada tuviese que ver con su realización personal o con su eticidad personal.

Esta actitud supone un encerrarse en un «globo de cristal» ideológico, que le impida ver o conocer nada que le «perturbe» la paz interior. Esto genera una ignorancia culpable, una deformación de toda la realidad, incluida la personal, un intimismo espiritualista o intelectualista, y una indiferencia de hecho (tal vez no de «sentimiento») hacia los demás.

Una variante de esta actitud sería la «radicalidad antisistémica», que pretende automarginarse de los mecanismos sociales hasta tanto el sistema no cambie (para no ser «cómplice» del sistema), y que en realidad es también un intento de evasión, dado que la automarginación total es absolutamente irreal.

Finalmente, la cuarta actitud es el «compromiso[59] ético social». Aquí la persona asume el conflicto y la tensión permanentes que genera la incompatibilidad entre la propia escala de valores y la que la sociedad le constriñe a seguir.

La persona busca cambiar la sociedad para que promueva los valores considerados verdaderos y, simultáneamente, lucha por vivir la mayor coherencia posible en sus circunstancias concretas. Esto implica que, para ser viable, todo proyecto de vida necesita tener una «estrategia» de realización, tanto a nivel de las resistencias interiores como de las resistencias sociales.

De las cuatro actitudes básicas que hemos presentado, podemos sintetizar en dos las únicas posturas posibles frente a cualquier sistema social: a) El mantenimiento y reproducción del sistema (actitudes de: asimilación, mediocrización-apatía, y evasión), o b) la transformación del sistema (actitud de compromiso ético).

EL «COMPROMISO ÉTICO»

El «conflicto» de por sí no es malo, sino que es simplemente una realidad de hecho. Muchas veces aparece la tentación de querer «negar» la existencia de conflictos (tanto interiores, como sociales) como forma de encontrar la «paz». Esta pretensión es absolutamente ilusoria, y por tanto éticamente inválida, ya que no por «negarlo» el conflicto desaparece.

La única forma de resolver los conflictos es tomando conciencia de ellos, asumiéndolos como reales, y buscando soluciones que resuelvan el fondo de la cuestión. El problema del conflicto es cuando se convierte en angustia porque no somos conscientes de él, no sabemos cómo asumirlo, o no queremos asumirlo (no queremos resolver la contradicción) por comodidad u otras razones.

En la situación real de conflicto en que la persona se encuentra entre su búsqueda de autenticidad y la oposición que las estructuras sociales despersonalizantes le hacen, la persona éticamente madura asumirá la tensión permanente vital que implica, y tendrá una actitud de «compromiso ético social».

Ello implica, además de desarrollar una estrategia de transformación social, también el elaborar un marco de situación que le permita crecer, viviendo la «mayor coherencia posible», midiendo sus fuerzas y asumiendo un nivel de tensión que sea soportable.

Para que el compromiso ético sea válido debe cumplir con una serie de condiciones que posibiliten su propia autenticidad. Un riesgo permanente del compromiso ético es el de derivar hacia la mediocridad, la mayor parte de las veces inconsciente, por lo que su validez ética depende de su permanente renovación.

Revitalizar el ideal y la utopía.

La primera condición consiste en la necesidad de revitalizar permanentemente el ideal de sociedad (utopía) y de persona (ideal de sí) que se persigue, sin perderlo de vista nunca en el propio horizonte.

Es difícil de cumplir con esta primera condición, ya que resulta fácil el caer en la tentación de considerar que uno lo tiene claro simplemente porque en algún momento de su vida lo elaboró seriamente. La utopía/ideal tiende a desvanecerse, a perder fuerza, a irse rebajando insensiblemente. Por sí misma la utopía/ideal no es capaz de mantener su riqueza y fuerza en la persona, sino que necesita una permanente revitalización.

También la persona va variando permanentemente su experiencia y percepción del mundo, y ello le exige una permanente reformulación de su utopía/ideal. A su vez, la claridad intelectual a la que hacíamos referencia recién, no implica de por sí una fuerza motivacional para la persona. Se puede tener «claro» algo y no tener la fuerza (y las ganas) de llevarlo adelante.

Hay que volver siempre a las raíces de uno mismo, a aquello que constituye su fuerza motivacional, su raíz de sentido vital, y revitalizarlo. Para usar una imagen que me es muy querida: caminar por la vida y la historia va cubriendo de polvo la razón del caminar, y es imprescindible estarla sacudiendo permanentemente.

Si la persona (o el grupo, obviamente) pierden, aún insensiblemente, su utopía/ideal su futuro será el de disminuir la velocidad o incluso abandonar de la marcha, y por sobre todo, perder la meta hacia la cual se caminaba.

Un discernimiento sistemático.

En segundo lugar, es imprescindible una actitud de discernimiento sistemático. Se trata de asumir la vida como una permanente tensión entre realidad e ideal, buscando la paz no en la evasión, sino en resolver «del mejor modo posible» cada uno de los conflictos que se le presentan.

Esta es una actitud difícil de mantener, ya que supone una considerable tensión y conflicto tener que replantearse en forma sistemática las soluciones de compromiso que ya alcanzó. toda persona quiere ir «solucionando» conflictos, y le cuesta enormemente tener que replanteárselos. Tiene la gran tentación de caer en un «statu quo» más o menos cómodo, y ahí quedarse.

A pesar de que exige fuerza de voluntad y un verdadero coraje (suele exigir mucho más coraje volver a enfrentar los viejos problemas que los nuevos), exige también método y sistematicidad. El «examen de conciencia» y la «revisión de vida» son dos de los múltiples ejemplos de intentos de sistematizar desde la práctica de fe, este aspecto.

Nunca se puede presuponer que la solución una vez alcanzada seguirá siendo válida hoy. Dado que se trata siempre de soluciones parciales, ya que nunca se alcanza el ideal en plenitud, siempre es posible que exista en el presente una solución mejor, aunque resulte más exigente.

Caer en la tentación de no replantearse la solución ya alcanzada de los conflictos, conlleva a un acomodamiento que necesariamente va deslizándose hacia la mediocridad. No se trata en modo alguno de vivir obsesionado o en permanente angustia porque «tal vez me tendría que exigir más», pero sí se trata de asumir que nunca tendremos la solución válida definitiva.

Los pies en la tierra: una criticidad realista.

La tercera y fundamental condición establece la necesidad imprescindible de mantener una criticidad realista. Se trata de asumir simultáneamente, por un lado la limitación propia y los condicionamientos sociales, y por el otro lado las posibilidades propias y los márgenes de acción que la realidad permite.

Obviamente todos estos criterios están íntimamente relacionados, y tal vez se pudiese resumir éste punto dentro del anterior, sin embargo considero que tiene una relevancia propia.

No se puede hacer un discernimiento sistemático, que sea válido, si no hay un análisis actualizado de los límites y posibilidades con que se encuentra la persona. Siempre el compromiso ético surge del desencuentro entre exigencias y posibilidades, entre lo que el utopía/ideal exige y lo que la realidad permite.

Lo que la realidad permite varía constantemente, tanto en lo personal como en lo social. Las propias fuerzas (afectivas, espirituales, físicas, etc.) varían enormemente de un período a otro, y lo que no se sentía uno con fuerzas para encarar en un determinado momento puede verse al revés en otro. La experiencia acumulada, la maduración personal, la reformulación de la utopía/ideal, el progresivo envejecimiento o la enfermedad, etc., todo va configurando en más o en menos, una realidad diferente en el sujeto. Esa realidad hay que tenerla permanentemente clarificada.

También la realidad social varía constantemente. Porque la historia no se detiene, ni se detiene lo que el ser humano va comprendiendo de ella. Cada momento y cada situación de algún modo varían el conjunto, o por lo menos, pueden variar el lugar específico de inserción del sujeto. Varía la «realidad en sí», y varía la forma de percibirla, es decir, la «realidad para mí». En ambos casos varía «la realidad» en cuanto lugar de acción del sujeto. Los límites y las posibilidades de acción son diferentes, y las metas y objetivos perseguibles a corto o mediano plazo también.

Es fácil quedarse estabilizado (o estancado) en un análisis de realidad que se hizo en un determinado momento. Luchar contra una realidad que ya no es tal, es tan ilusorio como pretender unas fuerzas que ya no se tienen. Nadie tiene derecho a exigirse más de lo que le es posible ya que se está condenando a la frustración, y nadie tiene derecho a exigirse menos, porque se está condenando a la mediocridad.

La «cruz»: pagar un precio por lo que se cree.

En cuarto lugar, se trata de estar dispuesto permanentemente a «pagar un precio» para mantener el nivel de coherencia irrenunciable en el caso concreto. Es el valor inexcusable del «testimonio».

El compromiso ético es la búsqueda de la mejor solución posible en el caso concreto (aquí y ahora), sabiendo que implica renuncias frente a la utopía/ideal. Pero no cualquier compromiso es válido, hay mínimos que no se pueden rebajar so pena de caer en la indignidad. La autenticidad de la persona, su coherencia y dignidad subjetiva y objetiva, implican mínimos que no se pueden traspasar. En este sentido tiene plena validez frases como la que dice: «más vale morir de pie que vivir de rodillas».

Desde la perspectiva de la fe se trata de asumir la dimensión de la cruz. La cruz no es un valor en sí mismo, pero tampoco el asumirla implica necesariamente ser «masoquista». Se trata de un problema de coherencia: hasta cierto punto se puede aflojar frente a la utopía/ideal para hacer posible un proceso, aunque sea lento, pero desde cierto punto no se puede aflojar más so pena de traicionarse en lo más profundo de sí mismo.

La cruz no es querida ni buscada, pero tampoco es evitada. Es el «castigo» que las estructuras le imponen a quien no se les somete. Castigo que tiene múltiples niveles y dimensiones, que pueden ir desde la pérdida de prestigio social (también al interior de la familia), a la punición económica (no créditos, pérdida de empleo, etc.), e inclusive al riesgo de vida.

La cruz no es una eventualidad, es una certeza. No se trata de que necesariamente le cueste a uno la vida (esperemos y recemos), pero sí se trata de tener claro que no se puede luchar por transformar la realidad y simultáneamente salir triunfante y airoso en ella. Los sistemas son crueles para quienes no se someten, y hay momentos en los que hay que estar dispuesto a «pagar el precio» que sea por mantener la coherencia.

Es el tema del «testimonio», porque en definitiva se trata de dar testimonio de aquello en lo que se cree y le da sentido a la propia vida, es dar testimonio de que «vivir» no es mantener la vida, sino encontrarle el pleno sentido aún a costa de su entrega. A partir de la praxis de Jesús, cruz y resurrección van indisolublemente unidas.

La alegría de vivir.

Por último, hay que desarrollar una verdadera alegría de vivir. Se trata de reconciliarse con la propia vida, tanto en la dimensión de sus posibilidades, como de sus limitaciones, de modo de vivir «entusiasmado» con el propio proyecto.

El tema de la «reconciliación» con la propia vida y la propia realidad social es imprescindible para permitir un verdadero proceso de realización. Una actitud de sistemática «enemistad» con la propia vida hace imposible cualquier proyecto de felicidad.

La posibilidad de «reconciliarse» tiene una dimensión sicológica (pueden haber trabas sicológicas para asumir determinadas realidades personales), pero tiene fundamentalmente una dimensión de voluntad. Justamente el proceso de maduración de la persona significa el ir teniendo una actitud profundamente positiva hacia la vida, simultáneamente que se profundiza en el conocimiento y reconocimiento de las propias limitaciones y carencias.

La aceptación de sí y de sus circunstancias no quedando paralizado por las limitaciones, sino aprovechando al máximo las posibilidades en un proyecto de vida positivo, es el camino a recorrer si se quiere alcanzar la felicidad real.

No es raro encontrar mucha amargura y pesimismo en círculos de gente que lucha por construir algo nuevo. La «acidez» permanente, la inconformidad frente a cualquier solución, la reivindicación de lo totalmente «puro» como lo único válido y la constatación de la imposibilidad de implementación práctica, destruyen la vida de personas que justamente por su compromiso deberían ser las más realizadas. Muchos testimonios son verdaderamente arruinados, porque la imagen que presentan quienes los sostienen hacen huir a cualquiera que «ame la vida».

No se trata de «acomodarse» para pasarla bien (ya debería estar claro a esta altura), ni se trata de buscar espacios de «alienación» o «compensación» para mitigar las cruces de la militancia. Se trata de vivir el propio compromiso como lo válido y positivo. Se trata de desarrollar la alegría de vivir en esta historia, a pesar de todo; la alegría de ser libre y poder luchar por su transformación; la alegría de saberse y sentirse llamado por Cristo a participar en la construcción de su Reino. Como el mismo Jesús nos lo anunció, y San Pablo nos confirmó con su experiencia personal: nada ni nadie podrá jamás quitarnos esa alegría.[60]

CONCLUSIÓN: «RADICALIDAD» Y «COMPROMISO»

El compromiso es el intento de un cierto acomodamiento que la persona hace ante sí misma. No se trata únicamente de enfrentar estructuras sociales deshumanizantes, sino que también es el esfuerzo de conciliar objetivos y deseos contradictorios a través de reducciones y renunciando a su plena realización. Es, así, el intento de alcanzar un modus vivendi entre dos obligaciones (p.e. familia y trabajo) o dos valores (p.e. solidaridad con el amigo y justicia objetiva), o de armonizar recíprocamente objetivos y fuerzas.

En algunos ambientes este tipo de planteo genera en primera instancia un rechazo, ya que no se acepta como válido nada que no sea absolutamente «puro». No obstante, la propia ambigüedad de la vida hace que de hecho la persona jamás pueda vivir realmente con total integridad la pureza de sus ideales. La experiencia de los propios límites (físicos, intelectuales, educativos, afectivos, etc.), así como la experiencia de las propias fallas, hace que sea incuestionable para toda persona madura el descubrir de hecho en su vida una situación de «acomodamiento» entre los ideales y la realidad vivida.

El problema radica en que ese «acomodamiento» puede ser asumido en forma negativa (resignación, evasión, etc.) o en forma positiva (compromiso). La diferencia entre una postura y otra, implica la posibilidad o no de realizarse ya que la actitud negativa inhibe el aprovechamiento de las posibilidades reales de que la persona dispone. En otras palabras, de asumir la realidad permanente de compromiso depende la posibilidad de ser verdaderamente libre (adueñándose de la propia vida) o de alienarse ideológicamente (en un mundo que termina justificando casi cualquier cosa).

La clave del tema del compromiso ético radica siempre en que la aplicación de este principio debe ser verificada sistemáticamente, buscando siempre una mayor claridad, y una mejor «solución» (una postura más coherente aún).

El peligro radica en adaptarse satisfecho a un compromiso. Esa actitud es esencialmente negativa. El compromiso debería ser en realidad, como una herida siempre abierta, que permanentemente exige buscar un camino para una mayor realización. La «radicalidad» no significa habitar ya en un mundo perfecto, que no existe, sino en vivir en «éste mundo» tan ambiguo, sin perder nunca el hambre y sed del otro, y trabajando eficazmente por construirlo desde ahora.

El compromiso ético no es de por sí algo peligroso ni una traición al bien. Por el contrario, es fundamentalmente el intento de obtener el bien tal como es alcanzable. Toda la vida es compromiso, pero debe ser consciente y responsablemente asumido.

Aún las acciones más radicales sólo aparentemente son sin compromiso, ya que por muy ideal que fuese la postura sostenida siempre por lo menos estará limitada por el espacio y el tiempo, o sea, siempre es posible un bien más amplio y más duradero del alcanzado. Por eso la oposición no se plantea entre compromiso y acción radical, sino entre un compromiso bueno (el mejor posible), y uno malo.

La «pureza» de la radicalidad no consiste en no estar «contaminado», ya que somos «hijos» de esta sociedad y de sus estructuras de pecado también participamos. Tampoco consiste en ser omnipotente y cambiarlo todo de golpe, porque no es posible. Tampoco consiste en tener buenas intenciones, porque lo que fundamentalmente cuenta es la eficacia histórica de la transformación, en sí, y en la sociedad.

La «pureza» de la radicalidad consiste en mantenerse siempre radicalmente despierto en una criticidad positiva y en un discernimiento sistemáticos. También consiste en asumir la vida como una permanente tensión entre utopía/ideal y realidad, donde jamás perder ninguno de los extremos. Por último, también consiste en asumir que el aporte que realizamos en la historia es insustituible, pero también es «micro», y por tanto no cargarnos las espaldas con la responsabilidad del universo.

Existe la «cruz», pero al centro está la esperanza de que el valor del testimonio dado por el «precio pagado» con el propio sufrimiento, un día sea comprendido, y eso refuerce el juicio ético por aquella escala de valores que está en la raíz del testimonio, y que así ejerza un influjo histórico sobre la conciencia moral común.

Las acciones de testimonio activo, inscriben un elemento de esperanza en la conflictualidad histórica, no sólo para el sujeto, siendo anticipaciones significativas (incluso a pesar de su aparente fracaso) de un mundo mejor.

Alegría y entrega, entusiasmo y realismo, prisa y paciencia...   El llamado del Señor y la interpelación de la historia nos ponen en camino. Hay que caminar con todas las fuerzas y sin detenerse, pero sin dejar de disfrutar del propio camino y de la multitud de compañeros que, de mil modos distintos, también caminan con nosotros.

 


 

 [1] P.TRIGO, Salmos de vida y fidelidad, Madrid 1989, p.17.

[2] Este carácter contradictorio del desempeño capitalista, según se lo analice en términos abstractos o desde la perspectiva de las relaciones humanas reales que genera, aparece como un aspecto intrínseco al modelo. La siguiente cita me parece elocuente al respecto: "La socialización capitalista, la puesta en cooperación objetiva de las personas que suscita este modo económico de producción, cuya eficacia en abstacto es indiscutible, tiene, pues, el límite de no disponer de mecanismos que hagan de las personas fines en sí mismas y entre sí mismas que sean inviolables por el proceso de socializacion de la producción." La frase pertenece al libro de J.R.CAPELLA, Los ciudadanos siervos, Barcelona 1993, p.84, y aparece citada en AA.VV.,El neoliberalismo en cuestión, Barcelona-Santander 1993, p.91. 

[3] Para una descripción fundamentada y un análisis crítico de la situación a nivel mundial cf. L.DE SEBASTIAN, Mundo rico, mundo pobre. Pobreza y solidaridad en el mundo de hoy, Santander 1992. Para una perspectiva latinoamericana cf. J.IGUIÑIZ, Sobre las causas de la pobreza en América Latina y el Caribe, Páginas 117, set.1992, pp.31-41.

[4] Citado por J.IGUIÑIZ a.c., pp. 33-34.

[5] Sínodo de Obispos de 1971, sobre la Justicia en el Mundo,cap.II.

[6] Sobre las repercusiones del derrumbe del socialismo soviético y del Este europeo en el Uruguay cf. N.VILLAREAL, La izquierda en Uruguay: impactos y reformulaciones(1989-1992), Montevideo 1992, editado por OBSUR.   

[7] Por ejemplo E.LACLAU, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires 1993; R.AROCENA, La crisis del socialismo de Estado y más allá, Montevideo 1991; J.J.BRUNNER, Interrogantes sobre el fin de la renovación socialista, en Brecha 14/5/93, pp.16-17. Cf.también, aunque fueron escritos antes de 1989, F.HINKELAMMERT, Crítica a la razón utópica, Costa Rica 1984 y N.LECHNER, La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, Madrid 1986.

[8] Uno de los autores que ha analizado con más agudeza filosófica la incoherencia de una utopía de plenitud intrahistórica es L.KOLAKOWSKI, en su libro La modernidad siempre a prueba, Mexico 1990. Para él "los dos postulados más comunes de los proyectos utópicos -la fraternidad a la fuerza y la igualdad impuesta por una vanguardia esclarecida- son, ambos, contradictorios consigo mismos.(p.200) Sin embargo, agrega más adelante Kolakowski, es demasiado fácil aprovechar los bien fundados argumentos antiutópicos para justificar cualquier género de opresión. Por eso aunque "la idea de fraternidad humana es desastrosa como programa político, es indispensable como señal orientadora".(p.206)

[9] Sin alguna forma de utopía, reconocen, es imposible concebir la transformación de la realidad social a través de la acción política. Acaso no son utopías el "pleno consenso" democrático, la "sociedad desinstitucionalizada" de los anarquistas y, aunque los neoliberales no quieran reconocerlo, el "mercado de competencia perfecta" como regulador automático del orden social?

[10] J.J.BRUNNER, a.c., p.17 (subrayados míos).

[11] N.LECHNER, o.c., p.7. (cursiva mía)

[12] Cf.J.MIRALLES, Los agentes sociales y los sujetos de la historia y F.J.VITORIA, Lecciones de la crisis de identidad de los sujetos históricos de la transformación social, en la ya citada obra colectiva El neoliberalismo en cuestión.

[13] F.J.VITORIA, a.c., p.284.

[14] J.COMBLIN, La presencia universal del reino de Dios y el sentido actual de la misión, en AA.VV., La misión desde América Latina, Bogotá 1982, p.53.(subrayado mío). En esta misma perspectiva señala E.SCHILLEBEECKX: "El fracaso de Jesús y el triunfo divino que se manifiesta en él deben ser considerados tanto en su diferencia como en su unidad. Pienso que no pueden representarse como si, por un lado, el mensaje y la vida de Jesús fracasaran en las dimensiones de nuestra historia a consecuencia de la incomprensión y la oposición humana, mientras que, por otro lado, en un plano trascendente, suprahistórico, transformase Dios ese fracaso en una victoria y salvación divinas, dejando intacto el fracaso en lo que realmente es. En ese caso volveríamos a caer en una especie de dualismo de dos etapas. Hay que decir más bien que la victoria trascendente de Dios sobre el fracaso humano se encarna en el amor indestructible a Dios y a los hombres que Jesús tiene en el momento histórico de su fracaso en la cruz... Jesús es la continuidad entre la realidad oculta en lo que se consuma en la cruz y su manifestación en la resurrección." En Jesús y el fracaso de la vida humana, Concilium 113 (1976), p.419. 

[15] JUNG MO SUNG, Deus numa economia sem coraçao, San Pablo 1992, p.123.

[16] CH.DUQUOC, Liberación y salvación en Jesucristo, en RENE METZ-JEAN SCHLICK, Ideologías de liberación y mensaje de salvación, Salamanca 1975, 75 y 76.(subrayado mío)

[17] Cf.J.P.MIRANDA, Marx y la Biblia, Salamanca 1975, p.115 y todo el capítulo referido al 'plan de Yahvé' en las pp.ll4-133. Jon Sobrino ha insistido en el carácter estructural de la relación entre revelación de Dios y clamor de los pobres, más allá de la experiencia del éxodo. "Hay que añadir y recalcar que el sufrimiento de un pueblo oprimido no es sólo ocasión para la revelación de Dios, de modo que posteriormente Dios, para revelarse, podría haberse desentendido de la realidad de opresión en favor de otras realidades que mediasen mejor su realidad. Indudablemente, la revelación ha ido diciendo "más cosas" de Dios mismo y ha usado otras mediaciones para ello; pero no se ha desdicho, por así decirlo, de su primera palabra ni la ha desvalorizado. Más bien la relación de Dios con los pobres de este mundo aparece como una constante de su revelación. Esta se mantiene formalmente como respuesta a los clamores de los pobres; y , por ello, para conocer la revelación de Dios es necesario conocer la realidad de los pobres." En El principio-misericordia, Santander 1992, p.55.

[18] Ibid., p.72.

[19] Los pobres sufrían, como es obvio, debido a sus tremendas angustias económicas; pero sufrían sobre todo porque estaban condenados a vivir de la mendicidad. Dependían absolutamente de los demás y por eso eran considerados -y terminaban considerándose a sí mismos- personas sin dignidad alguna. Por otra parte los que aparecen denominados como "pecadores" constituían una verdadera clase social. Eran los que no podian cumplir con la ley, los que no pagaban el diezmo, las prostitutas, los recaudadores de impuestos, los ladrones, los pastores, los que descuidaban el descanso sabático y la pureza ritual. En teoría podían convertirse y purificarse, pero en la práctica su situación lo hacía casi imposible. Por eso se sentían doblemente frustrados: no eran aceptados por la gente y se sentían rechazados por Dios. La gente "religiosa" se sentía en la obligación de señalarlos con el dedo para dejar en evidencia que no eran del agrado de Dios. La consecuencia era un complejo colectivo de culpabilidad, una práctica imposibilidad de desarrollar un mínimo de autoestima. Cf. A.NOLAN, "Quién es este hombre?", Santander 1981, todo el capítulo 3. 

[20] B.GONZALEZ BUELTA, Signos y parábolas para contemplar la historia. Más allá de las utopías, Santander 1992, pp.62-63 (subrayado mío). Este libro es una profunda meditación del Evangelio desde la inserción en el mundo y la cultura de los pobres de América Latina.

[21]Cf.B.GONZALEZ BUELTA, o.c., cap 3.

[22] Cf. J.B.METZ, La fe en la historia y la sociedad, Madrid 1979, especialmente el capítulo intitulado 'Redención y emancipación'. Un análisis crítico del 'sacrificialismo' propio de la 'utopía' neoliberal en H.ASSMANN-F.HINKELAMMERT, A idolatria do mercado, San Pablo 1989, especialmente el Cap.IV. 

[23] L.BOFF, Liberación de Jesucristo por el camino de la opresión, en R.GIBELLINI(ed.), La nueva frontera de la teología en América Latina, Salamanca 1977, p.112. (subrayado mío)

[24] E.SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Madrid 1982, p. 776.

[25] CH.DUQUOC, o.c., p.79.

[26] Es lo que Jon Sobrino llama el 'principio misericordia'. "La misericordia dice ultimidad, humana y cristiana, ante el pueblo crucificado. Habrá que buscar sus formas adecuadas, ciertamente(justicia estructural, sobre todo), pero hay que recalcar que en esa reacción primaria, para la cual no hay más argumentación ni más motivación que el hecho mismo de la crucifixión de los pueblos, se juega lo humano y lo cristiano. La misericordia no es suficiente, pero es absolutamente necesaria en un mundo que hace todo lo posible por ocultar el sufrimiento y evitar que lo humano se defina desde la reacción a ese sufrimiento." En El principio- misericordia, Santander 1992, p.8.

[27] Cf.N.VILLARREAL, Neoconservadurismo y neoliberalismo, un intento de reformulación del capitalismo. Consolidación y freno en Uruguay, Montevideo 1993, ed.OBSUR, pp.11-12. Luego de realizar una amplia recopilación documental que confirma la contradicción entre el discurso neoliberal y la práctica de sus portavoces, dice el autor: "La implementación del neoliberalismo en Uruguay ha encontrado grandes dificultades para aplicarse dado un conjunto de factores muy consolidados en nuestra sociedad. Entre los más importantes podemos destacar: la fuerte tradición de liberalismo político, las organizaciones sindicales y sociales, y un importante sector del empresariado que por un lado no está dispuesto a pagar los precios de una alta conflictividad y por otro con un apego fuerte al Estado, que lo llevó en la última etapa a restarle apoyo a las medidas implementadas por este gobierno".   (p.12)

[28] L.de SEBASTIAN, El neoliberalismo. Argumentos a favor y en contra., en El neoliberalismo en cuestión, p.21. Otras definiciones también se refieren a ideas, enfoques, 'creencias', persuasiones, que respaldan medidas concretas más que a modelos globales reales. Por ejemplo en el art. Neoliberalismo del Diccionario del pensamiento conservador y liberal, N.ASHFORD-S.DAVIES(dir.), se dice: "El neoliberalismo puede ser sintetizado como la creencia en que la intervención gubernamental usualmente no funciona y que el mercado usualmente sí lo hace".(p.242) Subrayado mío.

[29] L.de SEBASTIAN, El neoliberalismo. Argumentos a favor y en contra., p.28.

[30] H.Assmann recoge de P.Morandé la descripción de cómo en la modernidad liberal se produce una especie de 'captura' de las convicciones morales por una ética puramente funcional al sistema, sustituyendo la relación interpersonal por la relación individuo-sistema, y promoviendo una simulación de libertad bajo el lema  'cumple tu papel y haz lo que quieras'. Y luego señala: "Los lenguaje seculares de la modernidad disimulan las operaciones trascendentales de la vida cotidiana. A primera vista no parece haber ninguna sacralización de nada. Pero la total funcionalización de los valores por el límite 'espiritual' de lo que es admisible de hecho, implica constantes actos devocionales al ídolo. Nadie acostumbra llamar a eso 'experiencia de la trascendencia', pero en realidad es una trascendencia introyectada en las relaciones sociales. La abolición de un horizonte utópico situado más allá del límite de lo permitido, es, en realidad, una utopización de las condiciones concretas y de las relaciones entre los hombres tal como lo prescribe el sistema. La esperanza quedó encerrada dentro de la lógica del sistema." En H.ASSMANN-F.HINKELAMMEERT, A idolatria do mercado. Ensaio sobre Economia e Teologia., o.c., p.348.

[31] Cf.L.de SEBASTIAN, Mundo rico, mundo pobre, o.c., p.97. Los ejemplos de actividades económicas fundamentales que no pasan por el mercado, que mencionamos más adelante, también los extrajimos de este libro.

[32] Cf. Cl.BOFF, Comentario al libro de J.M.MARDONES "Capitalismo y religión", en Revista Eclesiástica Brasileira vol.51, fascículo 204, Diciembre de 1991, pp.1001-1002.

[33] Ponemos la expresión "racionalidad económica" entre comillas porque siendo de uso común entre los técnicos tiene una intrínseca ambiguedad. Una economía sólo es racional en la medida en que, más allá de su coherencia formal interna, está al servicio de la finalidad global de la actividad económica : asegurar la vida de todos los seres humanos a través de su trabajo y una distribución adecuada de los ingresos, respetando la naturaleza sin la cual el hombre no puede existir. Pero acá la usamos en el sentido vulgar y abstracto de la la relación costo/beneficio en la utilización de recursos escasos.

[34] En un artículo reciente J.García Roca hace un interesante análisis de este carácter 'triangular' de los dinamismos sociales. Entre otras denominaciones posibles de los códigos propios de cada uno de estos dinamismos él opta por la siguiente: los que se desarrollan según la 'lógica del don', los que lo hacen según la 'lógica del derecho' y los que siguen la 'lógica del intercambio'. En J.GARCIA ROCA, Estado y Sociedad. Del antagonismo a la complementariedad, en Sal Terrae, junio 1993, pp.407-422.

[35] En un número de la revista 'Nueva Sociedad' dedicado al tema del neoliberalismo en A.Latina, un cientista  chileno adopta esta perspectiva para poner de relieve el carácter socialmente desestructurante de la propuesta neoliberal. Luego de señalar que el sistema social global está integrado por 3 subsistemas, el cultural, el político y el económico -que tienen muchas semejanzas con la tríada que venimos manejando- agrega que cada uno tiene su lógica específica para poder dar de sí lo que la sociedad le requiere, pero que, además, cada uno debe respetar las reglas propias de los otros dos para no sucumbir él mismo y llevar al fracaso al conjunto de la sociedad. "Si como ocurre en la lógica neoliberal se reduce el subsistema cultural y el subsistema político a la lógica de coste/beneficio monetario, no solamente se intervienen negativamente sus potencialidades endógenas, sino que además se limita al propio subsistema económico que disminuye su despliegue a mediano y largo plazo por la deficiente integración sistémica que ello produce." En A.VIAL, La reforma neoliberal del Estado. Amenazas para el continente, en Nueva Sociedad 121, septiembre-octubre 1992, p.158.

[36] Cf. J.VERVIER, Escassez, Felicidade e Mercado: Ensaio de Diálogo Fé-Economia, en Revista Eclesiástica Brasileira, vol.51, fascículo 202, Junio 1991, p.260. Este artículo contiene interesantes reflexiones que acá hemos retomado. Sin embargo, a nuestro juicio, cae en el error de no distinguir claramente entre 'necesidades' de los hombres y 'deseos' del consumidor, que es precisamente una de las críticas centrales que hacemos al discurso neoliberal.

[37] También la defensa de la vida de todos en un mundo limitado lleva consigo la necesidad de sacrificios. La cuestión será cuáles sacrificios, por parte de quiénes y en orden a qué. Sobre esto cf. F.HINKELAMMERT, Afirmaçâo da vida e sacrifício humano, en H.ASSMANN-F.HINKELAMMERT, A idolatria do mercado, o.c., pp.363-367.

[38] Cf. JUNG MO SUNG, El Dios de la Vida y la división social capitalista del trabajo, en Pasos No.35, mayo-junio 1991, pp.4-6.

[39] Cf. la cita textual, tomada de su libro 'Introducción al análisis económico', en JUNG MO SUNG, a.c., p.5.

[40] Cf. J.VERVIER, a.c., pp.278-279.

[41] Sobre la importancia de la incorporación crítica de la racionalidad económica a las organizaciones populares, sea para conocer los mercados que las penetran, sea para tener algún tipo de control sobre esos mercados, o para participar como agentes de economía popular solidaria o microempresarios, cf. El neoliberalismo: desafío para la fe y la justicia, Seminario César Jerez, 5 a 11 de julio de 1992, editado en Montevideo por Misión de Fe y Solidaridad.

[42] Dice Laclau al final de una larga reflexión crítica sobre el derrumbe del socialismo real: "Nos enfrentamos con una fragmentación creciente de los actores sociales, pero esta fragmentación, lejos de ser el motivo para ninguna nostalgia de la 'clase universal' perdida, debe ser la fuente de una nueva militancia y un nuevo optimismo. Uno de los resultados de la fragmentación es que las diversas reivindicaciones sociales adquieren una mayor autonomía y, como consecuencia, confrontan al sistema político de un modo crecientemente diferenciado. Su manipulación y desconocimiento se hacen así más difíciles. El carácter evidente y homogéneo del sujeto del control social bajo el 'socialismo' ha desaparecido, pero es posible sustituirlo por una pluralidad de sujetos que, a partir de su fragmentación, ejerzan un control democrático y negociado del proceso productivo, con lo que puede resultar posible evitar toda dictadura, ya sea por parte del mercado, del Estado o de los productores directos... El futuro es ciertamente indeterminado y no nos está garantizado; pero por eso mismo no está tampoco perdido." En Nuevas reflexiones sobre la revolución en nuesto tiempo, o.c., pp.97-98.(subrayado mío)  

[43] J.MIRALLES, Los agentes sociales y los sujetos de la historia, en El neoliberalismo en cuestión, o.c., p.264.

[44] A.PIERIS, El rostro asiático de Cristo, Salamanca 1991, pp.l50-151.

[45]  A.PIERIS, o.c.,p.157.

[46] Para esto y lo que sigue cf. N.LECHNER, El debate sobre Estado y mercado, en Nueva Sociedad 121, septiembre-octubre 1992, pp.80-89.

[47] X.GOROSTIAGA,La mediación de las ciencias sociales, en J.COMBLIN, J.I.GONZALEZ FAUS, J.SOBRINO(ed.), Cambio social y pensamiento cristiano, Madrid 1993, p.140.(subrayado mío)

[48] Cf.M.A.GARRETON, Transformaciones socio-políticas en América Latina (1972-1992), en J.COMBLIN, J.I.GONZALEZ FAUS, J.SOBRINO (ed.), Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina, o.c., pp.17-28.

[49] Cf. J.M.MARDONES, Fe y política. El compromiso político de los cristianos en tiempos de desencanto, Santander 1993.

[50] Ibidem., p.199.

[51]Un análisis más extenso de este aspecto en mi artículo: "La ética y el sentido de la vida". En: INFO DEIE (UCUDAL), Nº 2 (1993). pp. 2-4.

[52]A los efectos del presente trabajo utilizo indistintamente y con el mismo sentido y significado los términos «ética» y «moral».

[53]Eso es esencialmente lo que hacen los diferentes paradigmas explicativos de la realidad a todo nivel: paradigmas políticos, químicos, religiosos, sicológicos, matemáticos, etc. Cada uno pretende explicar la realidad, incluso globalmente, pero siempre a partir de una simplificación y reducción que es válida pero que no se puede ignorar.

[54]En modo alguno estoy sosteniendo la imposibilidad de la «objetividad», sino únicamente afirmo que la objetividad siempre es relativa porque siempre es «situada».

[55]Todo «límite» es siempre una «im-potencia».

[56]¡¡¡ OJO !!! => revisar la frase y poner cita (?).

[57]Esto ya fue tratado con más detalle al ver el tema del «desarrollo».

[58]Influye también en este punto la propia historia de claudicaciones que hayamos tenido frente a situaciones semejantes. La personalidad ética se fortalece según la persona va exigiéndose coherencia en sus opciones y actitudes permanentes, y se debilita según la persona va relajándose en su autoexigencia. La fortaleza de la personalidad ética se construye trabajosamente, pero a su vez impulsa en un dinamismo que permite cada vez con mayor facilidad enfrentar las tentaciones de incoherencia. A su vez, el permanente debilitamiento de la personalidad ética lleva a una dinámica de falta de autoconfianza progresiva que hace cada vez más difícil asumir posturas coherentes.

[59]El término «compromiso», aquí tiene tanto el sentido de «comprometerse socialmente» (asumir un empeño de lucha fuerte en terreno de conflicto social), como sobre todo, el sentido de «llegar a un compromiso» (alcanzar una solución aceptable, que no siendo la ideal es, sin embargo, la mejor posible en el caso concreto). Ambos sentidos no solamente no son contradictorios, sino que se exigen mutuamente.

[60]Cfr. Jn 16, 18-33; Rom 8, 28-39.