¿TIENE SENTIDO LA VIDA?

L. Boros

Cuando un teólogo habla sobre el «sentido de la vida» piensa enseguida en esos acontecimientos que suponen una frontera insalvable para el desarrollo de la realidad del mundo. En esta frontera es donde se decide la cuestión de si la vida tiene o no un sentido definitivo. Si la muerte es un absurdo, la vida estará igualmente abocada al vacío. Pero si la muerte posee una plenitud de sentido de que la vida carece, entonces habrá que revalorizar la vida desde sus cimientos.

El pensamiento cristiano de los últimos tiempos ha experimentado un significativo cambio de perspectiva en lo que se refiere a los «novísimos». Se han presentado nuevos, y hasta cierto punto insólitos, planteamientos y formulado nuevas hipótesis que han supuesto un cambio radical en nuestras ideas habituales l. Por eso no se trata en este artículo de disertar exhaustiva y sistemáticamente sobre los «novísimos», que ya han sido estudiados a fondo. No es necesario advertir expresamente que en nuestra exposición aparecerán lagunas y que hay que contar con la posibilidad del error.

l. FENOMENOLOGÍA DE LA VIDA HUMANA

Imaginémonos un hombre que haya realizado completamente su vida, del nacimiento a la muerte, conforme a su dinámica existencial interna. ¿qué es lo que ha ocurrido en semejante tipo de vida humana? Encontramos en ella una doble curva existencial:

Primero se ha dado un rápido crecimiento del hombre exterior. La expresión se refiere aquí al hombre entero, puesto que el hombre está abierto hacia el exterior con todo el conjunto de su existencia. ¿En qué consiste ese exterior? Ante todo, en un crecimiento de las fuerzas biológicas, empleadas generosamente al principio y derrochadas irreflexivamente en no pocas ocasiones. Al tiempo que se desarrolla el organismo, :se da también la progresiva diferenciación y especialización de las facultades: desarrollo del saber, ampliación del horizonte cognoscitivo, despertar de la amistad, dominio del mundo y de la propia persona, tendencia a la entrega amorosa. El hombre «conquista» el mundo en sus varias referencias: el mundo de las cosas, el mundo del conocimiento, el mundo del tú. La existencia va creciendo dentro de ese mundo. Pero al entregarse el hombre a ese «cometido mundano», el mundo comienza a debilitarse. Los recursos biológicos se van desgastando. El organismo pierde cada vez más su capacidad de adaptación. La existencia se vuelve rígida. El hombre cae en la cuenta de cuantas oportunidades ha perdido en la vida. Empieza a descubrir la miseria de su propia vida. Advierte con sorprendente claridad que, a pesar de los éxitos ocasionales y de su actividad creadora, no ha rechazado sus sueños y proyectos más acariciados. En lo esencial ha fallado: en la profesión, en la amistad, en el amor. No ha estado a la altura de su misión. La vida pierde, entonces, su estímulo, su vigor y su novedad. No hay salida. Al fin, las fuerzas abandonan al hombre de un modo cada vez más perceptible en su configuración externa. Primero es la ciudad la que empieza a resultar incómoda, pues uno se cansa de andar. Después pasa igual con la casa y, por último, con la propia habitación. El hombre exterior se consume. Al cabo, uno se convierte en un cadáver que se pudre en la tierra o en un montoncito de cenizas. Pero cabría preguntarse: ¿Es esto todo lo que se puede decir de la vida humana? De ningún modo. Precisamente en la experiencia de las propias fronteras y en la vivencia de esa «destrucción exterior» ocurre -si se ha vívido la vida honestamente- algo enormemente significativo:

La maduración del hombre interior. En las diversas crisis y dificultades, en este irse consumiendo el hombre exterior (y precisamente en su acabamiento), es donde se va edificando algo que podríamos denominar con la expresión «persona». Las energías del «hombre exterior» no se van solamente «despilfarrando», sino que se van transformando en una «interioridad». En el hombre se forma un «núcleo vital» que, a pesar de los fallos y los fracasos, intenta continuamente un nuevo comienzo, que ve los peligros y los resiste, que aprovecha cualquier situación, incluso las más difíciles, para crecer interiormente. Así es como, precisamente en las decepciones, es donde surge el «hombre maduro». Este hombre ha comprendido lo esencial de su propio ser, esa realidad, independiente de lo que ocurre en el exterior, que sigue siendo actual siempre y en todas partes, lo mismo en el dolor que en la alegría.

Conocer este proceso es mucho más importante que tener un conocimiento superficial del mundo. El hombre penetra y percibe a través de los diversos seres algo que de ninguna manera se puede componer a base de puros conocimientos aislados: el fundamento de los fundamentos, el ser de los seres. En el fondo de su anhelo se da cuenta de que espera algo aún más grande, lo humanamente inalcanzable. Comprende que su amor frágil no era más que una anticipación del Absoluto, que :su «impulso amoroso externo» le llevaba hada fuera en virtud de una necesidad interna y más allá de las realizaciones limitadas de ese amor. Se siente, en todas las fibras de su ser, próximo al Absoluto, aun cuando no sea capaz de darle nombre. El espacio del infinito se abre ante él. El espacio exterior de su existencia se va contrayendo, pero, a la vez, la mirada interior llega más adentro.

Cuanto más se van extinguiendo las fuerzas vitales tanto más se va desarrollando todo aquello para lo que el hombre ha vivido, creado, amado y padecido, valores que irradian en el mundo bondad, comprensión, benevolencia, justicia y misericordia: aparece un tipo de hombre que «piensa bien» de la vida en todos sus aspectos. que es fundamentalmente feliz, aun cuando su obra y su vida se desplomen. Este hombre ha llevado al mundo un signo «más» en interioridad. Ahí está una persona, aunque sea con el rostro apesadumbrado, de rodillas, con una existencia rota. A través de esa persona y de su esfera, el mundo ha irrumpido en la esfera del «totalmente distinto», en el ámbito del Absoluto. Al irse consumiendo la existencia de este hombre en los acontecimientos de la vida cotidiana ha ido naciendo en él una vida verdadera, el «hombre interior».

2. FILOSOFÍA DE LA EXISTENCIA HUMANA

El hombre actual ha reconocido su vinculación al mundo. La realidad del mundo ya no es para él una «dimensión estática», sino la unidad y continuidad del devenir. Este «devenir del mundo» es hoy -al menos en sus estructuras fundamentales- algo ya estudiado, que «avanza por sus propios esfuerzos» a partir de un estadio originario del ser, que produce vías lácteas, sistemas solares y planetas, que busca «el camino hacia lo alto», que va creando por doquier, donde y cuando es posible, y que hace surgir formas de vida 'primitivas al principio y luego cada vez más complicadas. Al final aparece un ser, producto de los esfuerzos milenarios del mundo. Este ser es el hombre[1] .

En el hombre se concentran las energías del ser del mundo. El hombre es, por tanto, la unidad de toda la naturaleza, el más alto momento unitario del devenir del mundo. Pero en esta evolución observamos un doble proceso. Por una parte, la evolución del mundo se va haciendo cada vez «más afilada», se va estrechando hasta convertirse en hombre. Por otra parte, se va haciendo cada vez más profunda e «interior», y con ello, cada vez más «abierta». En el mundo surge por todas partes un movimiento hacia la «interioridad», aunque este movimiento no sea siempre algo observable y comprobable cuantitativamente. El estrechamiento de la evolución del mundo en el hombre provoca en nuestra conciencia una violenta presión de deseos, ideas y esperanzas. El mundo se va gastando para producir algo que le rebasa.

Sin embargo, este hombre, en el que el mundo concentra su interioridad no es capaz de encontrarse a sí mismo. Sólo es una proyección de sí mismo. La interioridad pura ‑es decir, lo que el inundo ha intentado crear a lo largo de milenios de esfuerzos, y lo que ha realizado en las «formas previas», incluso (de un modo primigenio) en los seres vivos más antiguos‑ le ha sido dejada al hombre al arbitrio de su libre realización. Al hombre se le ha impuesto la tarea de crearse a sí mismo como persona completa. La evolución del mundo sólo ]lega a producir esa «sustancia del ser» a partir de la cual debe el hombre encaramarse, mediante su propio esfuerzo, en la «cumbre del todo». Esto acontece cuando nosotros «interiorizamos» las energías que se concentran en nosotros, llevando así a su plenitud el devenir del universo.

El último «distanciamiento» del mundo de sí mismo se llama «persona completa». Cierto que ésta ya había sido creada de un modo primigenio en virtud de la evolución, pero es preciso que además se realice libremente en el plano ontológico (es decir: «ser capaz de expresar‑su propio ser»). Según esto, el hombre necesita, para devenir persona completa, gastarse a sí mismo. «El mundo muere» en el interior del hombre a fin de crear interioridad. El hombre necesita, si quiere ]levar adelante esa tarea óntica del mundo, morir en su propia interioridad a fin de abrirse a sí mismo y al mundo a un Absoluto.

Debemos entonces -observa con razón Karl Rahner- penetrar más profundamente en la realidad del devenir del hombre y del mundo. Si iluminamos filosóficamente el concepto de «evolución», resulta lo siguiente: evolución (sobrepujarse a sí mismo). Significa llegar de un «menos» a un «más», significa que el estado del mundo en el plano del ser se sobrepasa a sí mismo. Pero esto parece estar en contradicción con un principio gnoseológico fundamental: «Todo efecto debe tener una razón óntica correspondiente» (principio de razón suficiente). Si realmente surge un «más» de un «menos», quiere decirse que «fuera del mundo» hay algo que hace afluir nuevas energías a éste. Pero este ser de «fuera del mundo» tiene que ser al mismo tiempo el Absoluto. Sólo una realidad que sea el ser sin más, lo no gastado ni gastable, lo infinito, puede hacer que en el mundo surja del «menos» el «más» en el orden del ser, Dicho con su nombre escueto, rechazado por muchos, sólo lo puede hacer Dios. Dios no crea un mundo en evolución para estar siempre «interviniendo» en él, sino porque así él va otorgando al mundo cada vez más posibilidades y fuerzas ónticas en orden a su desarrollo.

Querríamos ahora -aunque sólo de un modo superficial e hipotético- dar una definición de la existencia humana: «existencia» es el hombre entero, en cuanto que en él se consume enteramente la realidad del mundo en la esfera de la interioridad. Dicho de otra manera: el hombre es ese ser que es capaz de morir en Dios.

3. TEOLOGÍA DE LA MUERTE

A la luz de las consideraciones precedentes debería ser relativamente sencillo responder a la cuestión del sentido de la vida: el mundo se va consumiendo, y así es como se convierte en el hombre; el hombre se va consumiendo, y así se va convirtiendo en persona; la persona, a su vez, se va consumiendo en la muerte, y así se convierte en una realidad totalmente nueva, la compañía eterna del Absoluto. Como indicábamos antes, todo «estrechamiento» de la vida, todo «desgaste de energías», es creador de algo, que supera lo basta entonces existente. Partiendo de esta ley fundamental de la realidad querríamos ahora interpretar ese hecho al que los hombres llamamos muerte. En primer lugar, se deduce de lo dicho lo siguiente:

·       La muerte es el «lugar» de la última interiorización del mundo. En la muerte se separan las dos curvas de la existencia. Desaparece por completo el «hombre exterior». Pero ya hemos indicado que la «atrofia de la existencia» va unida a un crecimiento en interioridad. Ser uno mismo significa desprenderse de uno mismo. La completa autocreación sólo puede acaecer en la completa ruina. Esta es la ley de la kénosis (desposeimiento de sí), que podemos observar por doquier en la conciencia del hombre, en el amor, en la amistad, en la búsqueda de la verdad. Si se prolonga esta dialéctica peculiar de lo humano, sí se sacan las últimas consecuencias, surge la siguiente visión de la muerte: en ella, es decir, en la pérdida total de la exterioridad, es donde nace la interioridad total. Así, pues, es en la muerte donde únicamente llega el hombre a la perfección de sí mismo, se hace persona definitiva, centro independiente de sus propias decisiones. Cuando el hombre está perdido por completo es cuando se le abre la posibilidad de ganarse a sí mismo. De aquí deriva la (segunda) consecuencia:

·       La muerte es el «lugar» de la decisión total. En la muerte se alcanza el Absoluto. Para una persona, es decir, para un ser que es puro «hacerse a sí mismo», alcanzar el Absoluto significa siempre un encuentro. Este encuentro sólo puede tener lugar entre dos personas que pronuncian libremente el yo y el tú. Por consiguiente, en la muerte, el hombre no se disuelve en cuanto persona, sino que, por el contrario, es entonces cuando ]lega a ser «persona completa». De donde podemos deducir nuevamente: el «vis a vis» absoluto tiene que ser forzosamente una relación personal, que no es otra sino la persona misma del Absoluto. El acontecimiento de la muerte consiste en que una persona finita, que se hace enteramente a sí misma, acepta o rechaza la compañía del Absoluto. La muerte es, por tanto, una decisión personal y total frente a Dios. Entonces tenemos la (tercera) consecuencia:

·       En la muerte, el hombre gana la eternidad (primeramente) para sí. El total establecimiento del hombre interior a raíz de la muerte es ‑en el caso de que ésta se resuelva positivamente‑ la unión, el nivel de la persona, de un ser finito con el infinito, una entera participación de Dios. Pero la participación del amor comporta un doble aspecto: por una parte, el ser del otro se convierte en nuestro propio ser; por otra, gracias al amor, llegamos a ser más «nosotros mismos». Ahora bien: la plenitud del Absoluto no puede ser agotada ni siquiera acogida por ningún ser finito. Esto quiere decir que la eternidad que nace a raíz de la muerte sólo puede ser entendida como un ilimitado crecimiento en perfección. En el cielo todo lo estático se convierte en dinamismo, que crece basta el infinito. El mundo aparece en su propia configuración sólo a condición de que el hombre, mediante su libre sí a Dios, entre en el cielo. He aquí entonces la (cuarta) consecuencia:

·       El hombre «acontece» propiamente como resurrección. La expresión «resurrección» es aquí una interpretación de algo que no se puede interpretar. Significa la existencia humana enteramente realizada. Con la resurrección todo será «inmediato» al hombre: la corporeidad se irá convirtiendo en persona, el saber en visión, el conocer en palpar, el entender en oír. Caen las fronteras del espacio: el hombre existirá inmediatamente allí donde le arrastren su amor, su anhelo, su felicidad. En Cristo resucitado se advierte lo que significa la superación de las fronteras humanas: Cristo ha penetrado en lo limitado de la vida, del espacio, del tiempo, de la forma y de la luz. Como consecuencia de su resurrección alcanzaremos nosotros la vida esencial. Resulta de aquí (en quinto lugar) que:

·       La resurrección acaece inmediatamente de la muerte. De ordinario, consideramos la muerte como separación del alma del cuerpo; tal vez no tenemos en cuenta las dificultades que lleva consigo el entender qué es un «alma separada». Para librarse de estas dificultades no hay más remedio que afirmar que la resurrección acontece en la muerte. Ciertamente, tenemos en contra esos textos revelados según los cuales la resurrección es un acontecimiento que hay que reservar al fin de los tiempos, que ocurrirá junto con la última venida de Cristo. Por otra parte, de acuerdo con lo que llevamos dicho, debemos sostener que la compañía eterna de Dios sólo se puede pensar como total entrada de la materia en el cuerpo glorificado. Así, pues, resurrección como acontecimiento del fin de los tiempos, y también resurrección inmediata en el momento de la muerte: en teoría, habría que mantener ambas. Como solución hipotética a esta objeción propongo la siguiente: la resurrección acontece inmediatamente en el momento de la muerte; pero no queda aún completa. El cuerpo resucitado necesita, como su propio espacio esencial, un mundo transformado y transfigurado. Inmortalidad y resurrección constituirían así una sola realidad. Soy consciente de que un buen número de teólogos no comparten este raciocinio ni están dispuestos a aceptar las conclusiones que de él se deducen. Por eso propongo dicha solución como opinión personal. Pero aquí querría yo subrayar que la concepción corriente de que las almas existen sin cuerpo durante el periodo que va de la muerte a la «resurrección del fin de los tiempos» y de que Dios mantiene las almas alejadas de su peculiar animación corpórea mediante una especial intervención, me parece un pensamiento extravagante, lógicamente insatisfactorio, e incluso grotesco. Si esto es así, nos atreveríamos a dar un paso más en el campo del misterio. De aquí nuestra (sexta) consecuencia:

·       La resurrección ha de ser universal. Siendo la redención operada por Cristo una redención general, aplicada y aplicable a la humanidad entera, debe todo hombre tener la posibilidad de encontrarse con Cristo de una manera totalmente personal, de «morir en él». En nuestra hipótesis, todo hombre tendría la posibilidad de superar las barreras de este mundo y encaminarse a la felicidad completa. Incluso esos millones de hombres que aún no han oído hablar de Cristo. Incluso los subnormales y los psíquicamente tarados. Incluso los que no llegaron a nacer o murieron sin bautismo. Con esta universalidad de la salvación va unida la (séptima) consecuencia:

·       El mundo será glorificado en su totalidad. Según las consideraciones que hemos hecho, no es necesario que nos detengamos extensamente en esta conclusión. Nunca han sido el cuerpo humano y el universo que en él se concentra tomados tan en serio y en tan alta estima como en esta perspectiva, auténticamente cristiana. El centro del ser no es un ángel, sino el mundo, que se unifica en Dios por medio del hombre. La primera de todas las revelaciones de Dios -que aún no hemos sabido explotar debidamente en la piedad cristiana- suena así: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y vio que todo era muy bueno» (Gn 1,3 1). De aquí la conclusión octava:

·       Hay que justificar la creación. La expresión «justificar» suscita en nosotros un sentimiento de desagrado. Sin embargo, cuanto más se conoce el mundo, sus motivos, sus esfuerzos por acrecentar su poder y por autoafirmarse, tanto más consciente se hace uno de que aún no vive en un mundo «justo». El mundo sólo será justo cuando lo bello sea, a la vez, bueno; lo verdadero, bueno, y el ser, lúcido. El mundo de hoy no es así. Debemos crearlo nosotros. Por eso (novena conclusión) el hombre debe pasar por el purgatorio:

·       La muerte es purificación. Nuestra hipótesis (de que el hombre, en la muerte, se decide en plena libertad por Dios o contra Dios) nos permite acabar con algunas representaciones indignas y grotescas sobre lo que es el purgatorio. El lugar así llamado puede ser pensado como un proceso instantáneo, como la cualidad e intensidad de la decisión por Díos que se lleva a cabo en la muerte. En este encuentro surge de nuestra existencia el amor de Dios ‑que está adormecido en el universo y llega a tomar conciencia de sí en el hombre‑. Pero es preciso que ese amor rompa, en la muerte, los estratos y sedimentos de nuestro egoísmo. La existencia debe abrirse a Dios con sus últimas fuerzas. Según eso, cada hombre debería, en la muerte, sufrir un proceso personal e «intensivo» de purificación. La diferencia de intensidad de la purificación dependería del tiempo transcurrido en el purgatorio. A través del encuentro purificador con Cristo en la muerte, nace, finalmente, un mundo justo: Cristo se queda definitivamente con nosotros. Esta es la (décima) conclusión:

·       Cristo está continuamente haciéndose. Una de las más profundas y consoladoras perspectivas de la fe cristiana consiste en que, ciertamente, Cristo ha llegado a nosotros -se puede decir que por un momento-, pero al mismo tiempo ha desaparecido en un futuro impenetrable. Ser cristiano significa crecer juntamente con Cristo. Cristo está en devenir basta el fin de los tiempos. Los cristianos ‑los que ya se reconocen por tales y también los que no saben que ya lo son‑ van construyendo su Cuerpo. Cuando Cristo alcance su «plenitud de edad cósmica», se «descargará» toda la tensión existente entre Dios y el hombre. Se cumplirá aquel sueño: Erit Deus omnia in omnibus –“Díos lo será todo en todos),” (1 Cor 15,28). Al fin surgirá un mundo totalmente transformado en Cristo. Cuando se dé un mundo y unos hombres que alienten los deseos de este inundo, Cristo será la plenitud de ese mundo y de esa humanidad.

La valentía de los cristianos se alimenta de la esperanza en la superación de la realidad de la vida, en la vida eterna, en un nuevo cielo y un nueva tierra. La muerte puede ser para los hombres un .reencuentro con Cristo (o un primer encuentro con él) en una alegría que no podrá perderse, pero una alegría que -hay que tenerlo en cuenta- ha nacido del aprieto.

[Traductor: j. REY]

 

 

 


 

[1]   Presentamos aquí parcialmente un cuadro del mundo basado en las ideas <le Teilhard de Chardin. La mejor visión de conjunto es siempre la del libro de Henri de Lubac La pensée religieuse du Père Teilhard de Chardin, Aubier París, 19ó2.