El revolucionario 'meaculpa'

promovido por el Papa

con ocasión del Jubileo del 2000.

Andreas Böhmler

 

La Iglesia en los medios de comunicación. Las tentaciones del liberalismo y modernismo

Los mass-media en su más amplia acepción, en tanto que "nuevos amos de la verdad", o lo que queda de ella, acostumbran marginar y castigar con su silencio a la Santa Iglesia, principalmente en lo que se refiere a su constitución y misión sobrenaturales. Sin embargo, ¡a toda regla su excepción! Y aun así, ésta viene a confirmar a aquella. ¿En qué consiste pues esa dichosa excepción? Cabe resumirlo con un solo concepto de fácil asimilación: la crítica. Desde los albores de la Revolución francesa, o antes incluso, la Iglesia se ha convertido en presa fácil de manipulación y objeto público de animadversión y crítica emanzipadoras por parte de una agil y versatil nomenclatura masónica, que es una especie de inquisición al revés, ya no santa sino diabólica.

Si no fuera para ser acosada y criticada, de extraños o hijos, hecho este último que es más grave, la Iglesia prácticamente no llegaría a ser noticia en los medios dominantes de nuestro mundo neopagano. Pero por donde sea que brote el acoso y la crítica, la Iglesia vuelve a ser objeto predilecto de la actividad mediática.

Todo lo que significa abandono de la tradición católica e ipso facto adaptación, tentativa o abierta, a la actual corrección de pensamiento y acción, que sin duda hunde sus raíces en la autoidolatría del hombre caído, conforme a la promesa antigua del 'seréis como dioses', eso sí que es noticia.

Cuando el Papa actual, por aducir sólo unos pocos ejemplos, besa reverentemente el Corán (i), acaso movido por un desaforado celo ecuménico, torrente fuera de cauce, capaz de trasportar la doctrina de fe hasta a las mismas 'puertas del Infierno' (ii);

Cuando la Jerarquía, haciendo suya el fantasma de lo 'políticamente correcto', censura a su pasado, entre otras cosas, por la actuación -jurídicamente, por cierto, vanguardista- de los tribunales de la inquisición, en estricta conformidad con la legislación imperial vigente (Jan Hus o hereje notorio; Giordano Bruno o hereje confeso, etc.,);

Cuando se rehabilita a Galileo Galilei, aunque no por sus tesis teológicas sino sólo las estrictamente científicas, desautorizando así las eternas exigencias de prudencia de padre y de madre en el gobierno de la Iglesia universal;

Cuando la Conferencia Episcopal, en uno de sus recientes documentos, se dispone a pedir perdón por sus supuestas faltas antes y durante la Cruzada del 36 al 39, es decir, por haber defendido su derecho, e incluso su vida y supervivencia, ante los desmanes anticatólicos de la Segunda República;

Cuando se repudia categóricamente a la pena de muerte, aunque el Catecismo todavía diga lo contrario, asimilándose así la Iglesia a la dominante sensibilidad pacifista -a pesar de que esa 'sensibilidad' se hace gustosamente portadora de una cada vez más agresiva 'cultura de muerte' (aborto, tráfico y reciclaje de los fetos abortados con fines comerciales; eutanasia; etc.);

Cuando defiende -en esa misma línea- los tan manipulados derechos humanos, por encima de cualquier derecho a la legítma defensa, que no debería corresponder sólo a los individuos sino también a las comunidades, como la familiar o también la eclesial;

Cuando, para no insistir más, se hace portavoz del humanitarismo filantrópico -solidaridad (amor horizontal) vs. caridad (amor vertical), tal como lo entiende también el nuevo voluntariado social encarnado en los ONGs (iii);

En definitiva, cuando la Iglesia - en su jerarquía o sus demás fieles más notorios- piensa, dice y hace eso, o otras muchas cosas que no son ya 'signo de contradicción' sino de todo lo contrario, abalanzándose por los derroteros propios del criticismo ilustrado, hasta hacer traición a su propia historia y tradición, sólo entonces es cuando a la Iglesia se le concede un indulto, sólo entonces es cuando logra lucrarse indulgencias ante la pagana opinión pública mundial, y sólo entonces es cuando se le permite rebasar el umbral del silencio, y recuperar así por efímeros y calculados momentes la esfera de lo público, dominada e inquisitorialmente defendida por la nueva comunidad mundial de egolatras, humanistas, filántropos y demás enemigos del Dios-Hombre Jesucristo.

En esta línea, auspiciada por el loable afán de purificación y penitencia, propio de este especialísimo Año Jubilar, se inserta también la controvertida entonación del 'meaculpa' o 'petición de perdón', puesta en práctica por el Sucesor de Pedro, que como era de esperar fue jubilosa, por no decir morbosamente acogida, desde sus fases preliminares, por los 'pastores' del nuevo orden mundial, constituido en torno al nuevo dios: el hombre-cuerpo, portador de placeres (iv).

La iniciativa papal de 1994, inicio del una grave polémica teológica en el seno de la Jerarquía

Todo comenzó con un documento de trabajo, que el propio Papa había dirigido al Colegio Cardenalicio en la primavera de 1994. En este documento, Juan Pablo II propuso cinco iniciativas para el Año Jubilar 2000, entre ellas, aquella mediante la cual la Iglesia "revisa por iniciativa propia los lados oscuros de su historia y los evalúa a la luz de los principios del Evangelio", en cierto modo, como si estos principios no hubiesen iluminado a la Iglesia tradicional, pre-conciliar. Anticipándose en cierto modo a la crítica por semejante propuesta, continúa ahí que eso "no dañará en manera alguna (sic) la reputación moral de la Iglesia; por el contrario, saldrá fortalecida porque testimonia su sinceridad y valentía a la hora de reconocer los errores que fueron cometidos por los suyos, y en cierto modo, en su nombre (sic). Ya entonces fue tal el escándalo, que algunos, apostando por la ortodoxia del Papa, llegaron a creer que no fue éste sino algún funcionario eclesial que había introducido semejante concepto. Sin embargo, el autor y redactor del mismo no fue otro que el propio Romano Pontífice, que no obstante de críticas sustantivas recibidas dentro de su propia casa, prosiguió el camino, aunque fuera por cuenta propia. (v)

¿Quién negará, como fiel hijo de la Iglesia, que pedir perdón es muestra de insigne doctrina y actitud cristianas? Sin embargo, la cuestión espinosa consiste en determinar quién pide perdón a quién y por quién. Puesto que a todas luces no se trata de una manifestación pontificia ex cátedra, cabe preguntarse legítimamente si este 'gesto' de autocrítica y petición de perdón nace de la voluntad del Papa Juan Pablo II o del hombre Wojtyla. La tormenta doctrinal, jurisdiccional y disciplinar que asola a la Iglesia Jerárquica desde la ambigüedad de los textos conciliares (Gaudium et Spes, Dignitatis Humanae, etc.) ha introducido una cada vez mayor disparidad de criterios en el propio Vaticano (Curia, Dicasterios, Congregaciones, etc.) que, para ceñirnos a nuesto caso concreto, ni siquiera el Cardenal Prefecto de la Congregación de la Fe, Josef Ratzinger, se encuentra con ánimos de seguir la argumentación eclesiológica, en cierto modo acristológica, cuyo principal inspirador fue el Secretario General de la Comisión Teológica Internacional, el dominico suizo Georges Cottier, que mediante una subcomisión especial, compuesta de teólogos de segunda fila, actuó directamente por encargo del propio Romano Pontífice.

Un enfoque eclesiológico-naturalista se impone al cristológico-místico

Ya en una fase muy temprana del debate intravaticano se cristalizó una distinción conceptual, de mucho alcanze metodológico, una especie de pre-jucio teológico que pre-determina la 'verdad'. Por tanto, nos lo habemos con una distinción que concierne la misma fundamentación teológica de la iniciativa pontificia. En efectiva, algunos cardenales, entre ellos también el mismo Ratzinger, defendieron la postura, más fiel a la tradición, de dotar la articulación doctrinal del documento de un acento más marcadamente cristológico, en vez del eclesiológico (vi). Lo que ello significa, lo señaló con palabras precisas ya en 1995 el Cardenal Giacomo Biffi, uno de los más preclaros opositores de la intención pontificia. En una carta pastoral a los fieles de su diócesis pudo limitarse, sin embargo, a reincidir sin más en el Magisterio perenne de la Iglesia, proclamado por los Padres de la Iglesia, entre ellos San Ambrosio: "La Iglesia es sin pecado". Más concretamente, reafirmó la verdad siempre creida de que, cuando pecan los hijos de la Iglesia, estos pecados y errores no están adheribles a la Esposa de Cristo. "La Iglesia no tiene pecado, puesto que ella es el Cristo total: su cabeza es el Hijo de Dios, al cual no puede atribuirse pecado alguno". En la medida que los miembros de la Iglesia son santos, pertenecen al Cristo total, mientras que sus hechos pecaminosos son actos enteramente "extraeclesiales", y como tales no afectan a la Iglesia como tal. Por lo tanto, y así lo advierte Biffi, una vez más en concordancia con San Ambrosio, la Iglesia se compone de miembros más o menos manchados, pero ella misma es inmaculada (sine macula). Sólo a los ojos del mundo parece pecadora, pero eso es una suerte que corrió ya su Esposo. Y escrito está que "el discípulo no es mayor que el maestro".

Para subrayar las discrepancias de criterio existentes en el propio Vaticano, señalamos aquí que el Presidente de la Comisión Teológica Internacional (CTI), el propio Ratzinger, no difiere sino que comparte esas advertencias cristológico-eclesiológicas tradicionales, de modo que sobre este tema ya no hay diálogo entre Papa y el máximo guardián de la ortodoxia, como no dudan en confesar una serie de purpurados.

La Petición y la 'nueva' catequética, una hermenéutica ecléctica de la Palabra de Dios

No nos compete indagar en los pormenores de esta cuestión, porque en principio bastaría la contundente enseñanza del Evangelio que pone en evidencia que no es cosa prudente ni aconsejable "echar perlas a los cerdos". ¿Qué quiere decir esto? En nuestro caso parece evidente. Como toda realidad humana profunda, también el perdón requiere un ámbito de intimidad, de confianza, de amistad, como conditio sin qua non que le otorga sentido y eficacia. Si esto ya es así en un sentido horizontal (hombre-hombre), mucho más todavía lo es en el vertical (Dios-hombre).

El hecho que la propia Jerarquía desoiga un consejo evangélico bien claro, encuentra su perfecta analogía en otra reveladora circunstancia: los eclesiásticos 'modernistas' han abandonado uno de los pilares de la doctrina católica, a saber, que demonio, mundo y carne son los principales enemigos del alma, y por tanto también de la Iglesia. Sin embargo, por todas partes consta que la revolución de ideas y actitudes en el seno de la Iglesia frente a su pasado no ha logrado cambiar en nada la animadversión del mundo frente a la Esposa de Cristo. Por supuesto que no. Y a ningún alma de oración eso le extrañará.

He ahí otro de los capítulos oscuros por los que parece navegar la actual teología católica, empapada de postulados modernistas. Por colmo, esos no son ni nuevos, ni modernos. No lo fueron ni siquiera, así lo constató ya el eminente teólogo alemán Franz von Paula, en tiempos del Concilio Vaticano I. Y sin embargo, despreciando de paso el más solemne magisterio de santos pontífices, desde Pio IX hasta Pio XII inclusive, no se muestra libre de ellos, todo lo contrario, la propia comisión teológica vaticana, en cuyo foro se acogen y elaboran doctrinalmente buen número de las iniciativas del Pastor Supremo actual. Así ocurrió también en este caso. Pese a esa trascendental responsabilidad, confrontada con multitud de protestas contrarias al 'meaculpa', dicha comisión se limitó en su día a afirmar lapidariamente que "no ha podido hacer suya ninguna de las objeciones hechas", sin entrar en detalles ni razones. Con ello manifiesta que si bien le faltan razones teológicas, le sobra voluntad de promover un falso 'meaculpismo'.

Breve resumen del 'meaculpa' promovido por el Papa. Las declaraciones precisas de Mons. Marini.


Veamos a continuación algunos ejemplos claros, sin necesidad de comentarios ulteriores, tal como relucieron ya en la intervención (en italiano) de Mons. Piero Marini del día 7 de Marzo, fiel reflejo del triunfo del liberalismo y modernismo en la propia Iglesia jerárquica, errores éstos condenados con firmeza de caridad desde la Cátedra de San Pedro, con anterioridad a la revolución conciliar. El objeto de dicha intervención son indicaciones sobre el sentido y alcance de la celebración eucarística del Perdón presidida por el Santo Padre el día 12 de marzo, primer domingo de la Cuaresma:

"The Church cannot cross the threshold of the new millennium without encouraging her children to purify themselves through repentance of past errors and instances of infidelity, inconsistency and slowness to act" (Tertio millennio adveniente, 33). Consequently, a liturgy seeking pardon from God for the sins committed by Christians down the centuries is not only legitimate; it is also the most fitting means of expressing repentance and gaining purification.

Pope John Paul II, in a primatial act, confesses the sins of Christians over the centuries down to our own time, conscious that the Church is a unique subject in history, "a single mystical person". The Church is a communion of saints, but a solidarity in sin also exists among all the members of the People of God: the bearers of the Petrine ministry, Bishops, priests, religious and lay faithful.

This liturgy, by recalling the sins committed, concretizes the request for forgiveness and opens the way to a commitment made not only before God but also before men; it inaugurates a journey of conversion and change vis-à-vis the past.

Confessing our sins and the sins of those before us is a fitting act on the part of the Church, which has always felt bound to acknowledge the failures of her children and to confront the truth about sins committed.

Like the People of God in the Old Testament, who confessed the sin of the golden calf and perpetuated its memory, and the early Church in the New Testament, which recorded and recalled Peter's denial without denying or diminishing it, so the Church today, through the Successor of Peter, names, declares and confesses the errors of Christians in every age.

The reference to errors and sins in a liturgy must be frank and capable of specifying guilt; yet given the number of sins committed in the course of twenty centuries, it must necessarily be rather summary. It is also appropriate that it should take into account the admissions of sin already made both by Pope Paul VI and Pope John Paul II himself, on numerous occasions in the course of his Pontificate.

These include:

a) a general confession of sin: purification of memory and commitment to the path of true conversion
(cf. Paul VI, 4 January 1964 at Calvary in Jerusalem)

b) sins committed in the service of truth: sins of intolerance and violence against dissidents, wars of religion, acts of violence and oppression during the Crusades, methods of coercion employed in the Inquisition...

cf. John Paul II, Pro Memoria for the Consistory of 13 June 1994, 7; "Tertio millennio adveniente", 35)

c) sins which have compromised the unity of the Body of Christ: excommunications, persecutions, divisions...

(cf. John Paul II, "Tertio millennio adveniente", 34; "Ut unum sint", 34 and 82; Paderborn, 22 June 1996)

d) sins regarding relations with the people of the first Covenant, Israel: contempt, hostility, failure to speak out...

(cf. John Paul II, Mainz, 17 November 1980; Vatican Basilica, 7 December 1991; Commission for Religious Relations with the Jews, "We Remember", 16 March 1998, No. 4)

e) sins against love, peace, the rights of peoples and respect for cultures and other religions which took place during the work of evangelization...

(cf. John Paul II, Assisi, 27 October 1986; Santo Domingo, 13 October 1992; General Audience, 21 October 1992)

f) sins against human dignity and the unity of the human race: against women, races and ethnic groups...

(cf. John Paul II, Angelus Message, 10 June 1995; Letter to Women, 29 June 1995)

g) sins against basic rights of the person and against social justice: the defenceless, the poor and the unborn, economic and social injustices, emargination...

(cf. John Paul II, Yaoundé, 13 August 1985; General Audience, 3 June 1992)

One thing must be forcibly stated: the confession of sins made by the Pope is addressed to God, who alone can forgive sins, but it is also made before men, from whom the responsibilities of Christians cannot be hidden.

This confession does not entail a judgment on those who have gone before us: judgment belongs to God alone and will be declared on the last day. Christians today do not believe that they are "better than their fathers" (cf. 1 Kg 19:4), but they do wish to state what have been, in the light of the Gospel and the Spirit of Christ, objective historical errors in ways of acting. Consequently the confession clearly points to certain historical failings, but the parties responsible are neither judged nor named. The confession takes place within context of the solidarity of sinners: the baptized of the present are conscious of their link to the baptized of the past. Judgment is not passed on Christians of earlier times, nor are extenuating circumstances overlooked, but regret is expressed and the evil done is confessed as we take upon ourselves the failings of those who have preceded us.

Tres objeciones principales al enfoque de la petición de perdón.

Nos basamos en estas breves consideraciones que sin embargo señalan hasta en detalle la orientación teológica de toda la iniciativa pontificia. El propio documento elaborado por la CTI, de unas cien páginas de extensión, sirve de fuente directa para las declaraciones de Marini. Se titula 'Memoria y Reconciliación. La Iglesia y las culpas del pasado'. Como vimos fue presentado ante el público mundial el día 7 de marzo aunque el acto oficial litúrgico del Papa fue el domingo 12. A parte de todo lo dicho anteriormente, conste que ya el propio título es fuente de equívocos, porque no está claro si se está refiriendo a 'culpas en el pasado' o 'las culpas del pasado', sugeriendo acaso que el pasado como tal, es decir la tradición -molesta- de la Iglesia, fuera el sujeto propio de errores o culpas. No cabe duda que tras esta cuestión aparentemente sutil se esconde todo un abismo teológico, signo de la pugna entre los modernistas y un cada vez más disminuido 'resto' fiel.

Sin ánimo de ser reiterativo, la primera pregunta que podríamos dirigir a dicha comisión, y al Romano Pontífice que la avala, es suficientemente explicativa de la problematicidad de tal empresa: ¿A quién se dirige la petición de perdón? ¿Acaso a Dios, o al 'mundo' o las 'víctimas de los errores'? Las 'víctimas' como es evidente, ya no necesitan tal petición de perdón, porque se supone que ya no cuentan entre los vivos dado que el texto -lo criticaremos al final- se refiere tendenciosamente a las 'actuaciones de los antepasados'. Y si tal petición está dirigida a Dios, ¿para qué precisa de un acto público y manifiesto? Dios no lo necesita; la propia confesión de los pecados en el sacramento de la penitencia es todo menos que pública. Es el propio 'mundo', por tanto, el término al que se dirige esa 'petición'. El mismo Mons. Marini nos confirma esta apreciación. Y de eso no se puede extraer otra conclusión que la Iglesia se pone -volens nolens- a los pies del mundo contemporáneo, y claudica ante sus parámetros ideológicos. Es decir, aun si no estamos propiamente ante un acto de postración, en el nombre de una concepción muy parcial -revolucionaria- de la caridad, opuesta dialécticamente a la verdadvii, la iniciativa pontificia al menos amenaza con degenerar en un acto de congraciarse con el mundo. Así lo ve también el Cardenal Biffi cuando se pregunta -a modo de conciliación con el proyecto personal del Pastor Supremo- si dicha iniciativa es capaz de servir a que "parezcamos menos antipáticos y mejoremos nuestras relaciones con los representantes del llamado mundo secularizado".

A esta primera cuestión, habrá que añadir otra de igual peso, profundizando así los análisis hechos más arriba: ¿Quién es el sujeto de las faltas? ¿La Iglesia como institución o sus miembros? El texto, curiosamente no habla de miembros, sino con lenguaje más ambiguo como si de una asociación humana o grupo social más se tratara, eliminando así el inefable mysterium de la Iglesia, porque los fieles son literalmente 'miembros' del Cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 27), y eso es la Iglesia (1 Cor 1, 18). Vayamos por partes. En el caso de que se tratara de culpas -inexusables- de determinados miembros de la Iglesia, ya no sería propio hablar de una 'petición de perdón' sino de una acusación. ¡Imagínese que alguien en el confesionario pretenda pedir perdón por las faltas de su padre, y luego pregúntese en toda consecuencia si el confesor puede o no aceptar eso como efectiva confesión de culpa por parte del propio padre! El asunto está a la vista. Según las aseveraciones del documento pontificio, sin embargo, los errores de los miembros 'antepasados' deben y pueden verse, al menos en parte, como culpas de la Iglesia como tal.

Tras esta opinión se oculta una 'nueva moral' que ya no se refiere a las personas concretas, sino a las comunidades, una especie de moral despersonalizada; y por otra parte, como ya hemos visto, confirma la reducción teológica de la Iglesia a 'sujeto histórico', por muy singular que sea. Marini dixit.

Con tal apreciación confusa se acepta como falta colectiva de parte de la Iglesia curiosamente aquello que hoy se niega encarecidamente cuando se trate del pueblo judío, a saber, la presunción de falta colectiva por la muerte de Jesucristo. Confutatis maledictis. Dicho de otra manera, cuando la Iglesia aparece como comunidad de creyentes que trasciende el espacio y el tiempo en que éstos actúan, en tal Iglesia entendida como Pueblo de Dios existiría "una conciencia colectiva" y una "solidaridad transgeneracional" - también en lo que se refiere al pecado y a la asunción de responsabidades por los pecados de generaciones pasadas. Al ponerse el acento en la idea de Pueblo de Dios, peregrino en espacio y tiempo, y por tanto sujeto histórico peculiar, de hecho se eclipsa indebidamente la santidad de la Iglesia, no ya sólo la original y perfecta de la Esposa mística, sino también la de los miembros sin número que están ya en la Gloria; y por lo mismo se impone la imagen de las injusticias y pecados, que por la lógica del pecado original han estado acompañando a todo caminar histórico.

Es en este punto delicado, por tanto, donde sobreviene la principal aventura teológica, en analogía a un hecho cristológico que es tan íntimo a nuestra fe que -necesariamente- ha de resultar en 'escándalo para los judios y necedad para los paganos'; a saber, el hecho que la doctrina católica contempla a nuestro Dios y Señor mysticamente hecho pecado en la Cruz, a pesar de ser enteramente libre de todo pecado: "La Iglesia -concede el documento- no es pecadora en el sentido de que ella misma fuera sujeto y agente de pecado"; sin embargo, "se comprende como pecadora -he aquí la pretensión teológica- en cuanto toma sobre sí con solicitud materna el peso de los pecados de sus miembros, porque quiere contribuir con su amor maternal a la superación del pecado y del daño que de él se sigue para el individuo y la comunidad". ¿Acaso estamos ante una innovación teológica, de compleja estructura mística?

La tercera interrogación se refiere a una cuestión ya aludida. ¿Quién es el que expresa dicha petición de perdón? Ciertamente, el Papa es el que la hace oficial. Pero cabe preguntarse, ¿en nombre de quién? Conforme a lo anteriormente expuesto, sólo cabe pensar que lo hace en nombre de la Iglesia. El Papa no es, sin embargo, portavoz de la Iglesia sino que es Petrus, la Roca, sobre la que está fundada la Iglesia, y cuya cabeza es Cristo, Redentor en su Cuerpo (Ef.5,23). Por ende, la Iglesia Católica, asistida por el Espíritu Santo, es infalible en materias de fe y moral. Así es, y así lo creemos los católicos. La Iglesia es, además, como Cuerpo Místico de Cristo, santa. Sin embargo, no lo somos los laicos, ni lo son los obispos, ni tiene por qué serlo el Papa en cuestiones que atañen al gobierno pastoral de la Iglesia, o en asuntos políticos, y mucho menos en asuntos de 'corrección política'.

La cuestión nuclear: la presunción de "errores históricos objetivos". ¿De que objetividad se trata?

En definitiva, resulta que muchos de esos errores y pecados que atribuye el Papa a la Iglesia, no está tan claro que de verdad lo sean. Ni en cuanto al nucleo duro de la petición de perdón, referido a la división entre los cristianos, al uso de la fuerza al servicio de la verdad, a la relación entre cristianos y judios, ni tampoco en ninguno de los campos de 'corrección política' reseñados por el documento o explicitados a la hora de la celebración litúrgica. Aunque el documento (el Papa, Marini, etc.) diga expresamente no pretender juzgar a nadie, de hecho hace todo lo contrario al pretender que los contenidos concretos de la petición de perdón sean considerados 'errores históricos objetivos'. Comparado con esto, incluso podría considerarse como cuestión menor el hecho que se pida perdón por actuaciones que fueron protagonizados por otras personas en situaciones, coyunturas y contextos muy diferentes a los que hoy vivimos. Y si bien se afirma literalmente que los cristianos de hoy no se consideran 'mejores que sus padres', toda la argumentación del documento de hecho desdice dicha aseveración, meramente ornamental, por no decir engañosa; y una vez más se cae en el error tipicamente progresista de pensar que el hoy es más humano y mejor que el ayer.

Las exigencias de la prudencia. Los principales enemigos de la Iglesia, y la valiente voz de los 'fieles'

Por último, y al margen de todo lo anterior, de ningún modo puede decirse que el 'meaculpa' eclesial sea prudente; pues mucho debe y puede dudarse de que vaya a atraer las simpatías de los alejados y separados de la Iglesia; más bien, va a proporcionar nuevos argumentos a sus enemigos de siempre. Entre ellos, en primer lugar, figura el núcleo duro de la Sinagoga, que por supuesto no debe confundirse con los judios en cuanto raza, pueblo o nación, error capital del secular antisemitismo; y en segundo lugar, actuando de 'estado mayor' al servicio de la primera, habría que hablar de la Masonería, fuera y dentro de la propia Jerarquía; sin olvidarnos del propio Islam, en tercer aunque no menos eminente lugar. Todos ellos son enemigos mortales del Mesías y de su Esposa, y que por supuesto ni casualmente pedirán perdón por el sin-fin de carnicerías y destrucciones organizadas contra los cristianos a lo largo de toda la historia (supresión de los templarios, de los jesuitas; revolución francesa, revolución rusa, leyes del divorcio, aborto), sin hablar de la eficaz voluntad de marginación ejercida por una renacida nomenclatura anti-católica, dotada de una poderosa maquinaria mediática de dimensiones globales.

En resumen, las interrogaciones razonables cara a la acción pontificia se traducen en la impresión cierta de que, no Dios, sino el mundo -la no-Iglesia- es a quien se pide que perdone a la Iglesia, que ya no sería - como siempre fue afirmado por ella misma- una Iglesia de pecadores sino, por voluntad materna, una Iglesia hecha ella misma pecadora. ¿Qué consecuencias tiene la promulgación de semejante documento? Acaso apaciguar a un mundo cada vez más alejado de la Iglesia. Mas, ¿puede o debe esperar semejante efecto, puede y debe aspirar a ello (cf. Juan, 15,18ss)? Ya hemos visto que no. Con semajante declaración no se consigue nada. Todo lo contrario. Las difamaciones contra la Iglesia, en sus pilares tradicionales, no van sino aumentar, incluso dentro de la Iglesia, porque con semejante 'reconocimiento oficial' se ofrece al mundo una entrada, voz o guía, de una cualidad revolucionaria, que los enemigos de Dios van a instrumentalizar y explotar lo más que la astucia propia del mundo se lo permita; astucia que -como sabemos de fuente autorizada- suele ser mayor que la prudencia de los 'hijos de la luz'.

Como es lógico, y hay que reincidir en ello, el gesto no ha sido bien encajado por los más diversos ambientes de Iglesia que no consideran que muchos de las causas aducidas sean motivo de arrepentimiento. Así lo expresó, entre otros, desde el terremoto inicial de 1994, pero también hic et nunc, el pensador católico Vittorio Messori, como lo muestran sus recientes argumentos lúcidos ante la prensa italiana. Aun silenciando cualquier otra objeción, la petición de perdón por el uso de la fuerza, aunque sea al servicio de la verdad (cruzadas, guerras de religión, inquisición, etc.), reabre con toda seguridad la puerta grande a las leyendas negras (viii) sobre la Iglesia, que en definitiva no son sino un falseamiento de la realidad histórica. Para colmar la perplejidad de los católicos, es del todo correcta la apreciación de que pedir perdón por los pecados del mundo (sic) no es sino una muestra de inmolación; pero linguísticamente parece que quien debe de pedir perdón es quien comete la falta, no un tercero. Por todo ello, el gesto del Papa se hace de difícil comprensión o aceptación, aunque no cabe duda de que "doctores tiene la Santa Madre Iglesia". ¿Acaso el significado teológico de este gesto puede ser superior a los argumentos aquí esgrimidos? Dios juzgará, y no sólo por las intenciones, sino por la corrección del acto mismo.

Una contrapropuesta: las culpas reales del supuesto 'sujeto histórico singular'

Dicho esto, y a modo de conclusión, he aquí una invitación a rectificar la orientación material del 'meaculpa' eclesial. No hay lugar aquí para mayores desarrollos, sin embargo, quién puede dudar que existe otro enfoque más certero de la espinosa cuestión de la petición de perdón. En pocas palabras, si hay que pedir perdón, qué se pida por cosas graves que todavía están muy vivos. Por ejemplo, ¿acaso se ha pedido perdón por las culpas de los representantes del Estamento eclesiástico francés que, al unirse -contra todo mandato jurídico- con el Tercer Estado en Asamblea Constituyente, ha entregado Francia a los horrores de la Revolución francesa?, ¿o por las de los obispos de México que, al firmar los famosos Arreglos de 1929, sellaron el destino de México por 70 años, bajo el mortífero yugo del jacobino PRI?, ¿o por los obispos de España, muchos de ellos todavía vivos, por haber convertido a España en un país laico?

A este último propósito, y para avalar y complementar las anteriores apreciaciones sobre el carácter imprudente e improcedente de la actuación pontificia sobre las supuestas culpas de la Iglesia del pasado, nos vienen al dedo unas interpelaciones realizadas por J.Mª. Permuy Rey que señala agudamente otra línea muy diversa de 'meaculpa' que sí la Iglesia debería convertir en documento y acto oficial y litúrgico. Lo lamentable es sin embargo que no lo hará, ni por casualidad, porque el único meaculpa que tendría plena razón de ser no se encuentra dentro de los cánones considerados 'políticamente correctos'.

Este otro, silenciado, pero necesario 'meaculpa' ya lo manifestó en su día uno de los más prestigiosos miembros del entonces episcopado español, Monseñor Guerra Campos, que tuvo la valentía de denunciar una y otra vez la incongruencia de aquellos obispos, no sólo durante los confusos años de la transición española, que "manifestaban una cosa y luego hacían la contraria, de quienes denunciaban los frutos, y exaltaban el árbol que daba tales frutos, y que ellos habían contribuido a plantar". Aquí se refiere con especial énfasis al pre-juicio 'liberal-democrático' de Tarrancón, por encima de cualquier otra consideración, como veremos en cierto detalle a continuación, a modo de somera proposición. Sin embargo, hay que pedir perdón por una situación que permanece y que es obra de personas que, en su mayoría, todavía están en este mundo:

Por la responsabilidad de los obispos españoles y las autoridades vaticanas en permitir que políticos cristianos elaborasen una Carta Magna que ignora a Dios y que es fuente de barbaridades como el aborto y otras no menos importantes.

Por la responsabilidad de los obispos españoles en hacer posible que se aprobara el aborto recomendando el sí a una Constitución que sabían que daría lugar a su despenalización.

Por la responsabilidad de los obispos españoles en la legalización de partidos como el socialista y el comunista, que sabían eran claramente partidarios del aborto.

Por la responsabilidad actual de los obispos españoles en consolidar el aborto, recomendando el posibilismo, el mal menor, el voto útil a un partido, el Partido Popular, bajo cuyo Gobierno no dejan de aumentar los abortos en España; que está a favor de la despenalización del aborto en los casos actualmente contemplados en el Código Penal; que recomienda el aborto y la píldora del día siguiente (que es abortiva) en publicaciones editadas y repartidas por organismos públicos; que ha dado el visto bueno a la comercialización de la píldora abortiva RU-486, que no se preocupa lo más mínimamente de los efectos multiabortivos de la fecundación artificial (in vitro).

Por la responsabilidad de los obispos españoles en ignorar, marginar o desautorizar partidos políticos confesionales y de inspiración cristiana totalmente contrarios al aborto, contribuyendo así a la casi imposibilidad de que surja una reacción y una alternativa política seria a la legislación y la mentalidad abortista y anticristiana hoy imperante.

Por todo ello sí que habría que pedir perdón. O, al menos, rectificar. Pero no de palabra, sino con obras. Pero para eso hay que estar dispuestos a seguir al Maestro, que vino a traer la guerra y no la paz; que no tuvo reparo en arrojar violentamente las mesas de los mercaderes que profanaban el Templo; que no se mordía la lengua a la hora de llamar a los hipócritas raza de víboras y sepulcros blanqueados. Hay que tener el valor de gobernar a los fieles. Primero con mansedumbre, amonestando para que se corrijan. Pero si no se enmiendan, castigando.

¿Por qué no se imponen sanciones públicas contra los políticos católicos que aprueban la píldora abortiva, o los que defienden públicamente las parejas de homosexuales, o los que sostienen que el aborto es un problema de conciencia? ¿Por qué, al menos, los obispos no les amonestan públicamente, con sus nombres y apellidos, para paliar el escándalo cometido?

Con su silencio y con su falta de autoridad, los obispos españoles están consiguiendo que los fieles católicos crean que lo que hacen tales políticos está bien, o, al menos, que no es incompatible con su presunta condición de cristianos. ¡Pero, si aún encima, recomiendan -acudiendo al argumento falaz del mal menor- que se les siga votando!ix La actitud de la Iglesia hacia los políticos católicos que actúan incoherentemente en política, es muy similar. Los obispos condenan ciertas prácticas políticas, hablan de la unidad de vida, critican que la fe y la moral sean relegadas al ámbito de lo privado, etc, pero cuando algún político católico incurre en alguna de estos defectos, la Iglesia, por decirlo de alguna manera, no los penaliza, no los sanciona, no los castiga. El resultado práctico es que son muy pocos los católicos en los que su fe influye verdaderamente en su participación política y condiciona su manera de comportarse en la vida pública.

Así no hay arreglo posible. No obstante, la fe nos empuja a mantener la esperanza contra toda esperanza. Sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia, aun cuando el "humo de Satanás" se haya infiltrado en ella y asistamos a un proceso de autodemolición, como de hecho ya advirtió otro Vicario de Cristo, Pablo VI, quien sin embargo, contribuyó de manera eminente a tal autodemolición, entre otras cosas porque accedió, sin necesidad alguna, y pese a las objeciones del Cardenal Prefecto del Santo Oficio, Ottaviani, a firmar las reformas litúrgicas, hechas por modernistas, que dieron el golpe de muerte a la espléndida liturgia tridentina emanada de la tradición, no de la revolución (así lo ha señalado incluso el mismo Yves Congar, destacado eclesiástico modernista, a quien Pio XII todavía había duramente censurado por su teología filoprotestante).

Dirijámonos respetuosamente a nuestros Pastores para que realmente nos orienten y gobiernen. Para que no se dejen vencer por los respetos humanos. Para que tengan el coraje y la gallardía de reconocer los errores reales en que hayan podido incurrir, y rectificar cuanto antes. Para que se den cuenta de que, desde el "establishment", y resignándonos a tolerar indefinidamente el "mal menor" es imposible cambiar las cosas.

Notas

i ) La tesis problemática, propagada ya desde antes del Concilio, entre otros, por Charles Journet, en su Tratado acerca de la Gracia, de la actuación gradual (analogía) del Espíritu Santo en las diversas religiones, contribuyó a la suma confusión que ha culminado recientemente en las afirmaciones del Papa sobre orígen o beneplácito divinos con respecto a las diversas (sic) religiones: "No raramente -dijo el Papa hace poco en una audiencia- hallamos en su origen fundadores que realizaron, con la ayuda del Espíritu de Dios (no dice Espíritu Santo), una experiencia (sic) religiosa más profunda". Frente a tal postura, es el propio Espíritu Santo que afirma en Sab.14,12-14 que las otras religiones "entraron en el mundo por el vano pensamiento de los hombres", y su ingreso "fue el origen de la impiedad" y de la "corrupción de la vida". Y para que la cosa se grabe bien en la mente de los hombres, proclama en Sal. 147, 19-20 que El no ha hablado nunca con nadie, salvo con Israel: "Anunció a Jacob su palabra, sus estatutos y decretos a Israel. Con ninguna nación hizo tal: no les manifestó sus preceptos. Aleluya". Más claro no se puede decir las cosas, sin necesidad de ser temerario. Mas, suponiendo que Jesús dijera, interpretado fuera del contexto en que lo dijo, que el Espíritu "sopla donde quiere", esto significa, en toda lógica, justamente lo contrario de lo que interpretaría la teología modernista, porque sopla precisamente donde quiere El, no donde quieren o interpretan los hombres. Esto es, sopla fuera de la Iglesia, para impeler hacia ella mediante gracias actuales (!!!); en la Iglesia, a fin de vivificarla por medio de la gracia santificante (!!!): "El es, finalmente, quien a la par que engendra cada día hijos nuevos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados de Cristo" (Pio XII, Mystici Corporis, 29.6.1943, Denz. 2288). Que luego el Cuerpo Místico de Cristo comprenda también excepcionalmente miembros in voto, in desiderio, y no sólo miembros en acto, no se debe a la doctrina confusa de Rahner, sino que es una doctrina siempre creída por la Iglesia. Las llamadas 'semillas del Verbo', sin embargo, son insuficientes para la salvación. Dice San Justino, Apol.II, n.10 que si es dado encontrar alguna verdad natural entre los errores de las religiones falsas, "nos pertenece a nosotros, los cristianos". No son 'un reflejo' del Logos en las 'distintas tradiciones religiosas', sino un auténtico hurto al Logos, una apropiación indebida por parte de las falsas 'religiones', a propósito (procedente de Satanás, directa o indirectamente) para hacer creibles doctrinas que de suyo, sin estas medias verdades robadas a Aquél, no se sostienen en pié. En cambio, he aquí un Papa que nos quiere hacer pasar los latrocinios por reflejos divinos, y a los falsificadores, por hombres iluminados por el Espíritu de Dios. Sin más comentarios.

En medio de las convulsiones pos-revolucionarias, ya J. Balmes (1810-48), uno de los grandes filósofos europeos del siglo XIX, denunció la tentación modernista para la Iglesia, que actualmente encuentra en el falso diálogo 'interreligioso' su falange principal. "No es posible -he aquí su aguda observación, hecha en Criterio- que todas las religiones sean verdaderas. Son muchas y muy varias las 'religiones' que dominan en los diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido, los cristianos afirman que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta, los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral, los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes: unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las religiones son verdaderas. Además toda religión se dice bajada del cielo: la que lo sea será la verdadera; las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura". Luego precisa, "¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal; luego el afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la verdad y bondad del Criador".

ii ) Recordemos lo que hizo la Iglesia en los momentos decisivos de disputa con la doctrina luterana. El Card. Contarini fue enviado como legado pontificio a la Dieta de Ratisbona para facilitar la tentativa del Emperador Carlos V de un arreglo amistoso que recondujese a los luteranos a la Iglesia Católica. El Card. Contarini llegó a Ratisbona "lleno del máximo celo y animado de la más sincera voluntad de hacer todo cuanto estuviese en su poder para eliminar las turbulencias religiosas de Alemania". Contarini respondió a Eck (quien consideraba inútil dicho intento) que el cristiano debe siempre esperar contra toda esperanza, y mostraba tanta "mansedumbre, prudencia y ciencia" como era necesaria para imponerse tanto a sus colaboradores como a los mismos luteranos, que "a la larga no pudieron sustraerse al poder de su personalidad y de su ejemplar conducta", y comenzaron "no sólo a amarle, sino a reverenciarle". Los ministros de Carlos V expresaron su convicción de que Dios, en su bondad, había creado a Contarini nada más que con el fin de reconducir a los luteranos a la Iglesia Católica. Y sin embargo se llegó a la ruptura: por mucho espacio que se le quiera dar a la caridad, hay que ser siempre estricto cuando se trata de errores doctrinales, a menos que se quiera caer en la tolerancia dogmática, que pisotea los derechos de la verdad y, en este caso, de la Verdad revelada. El momento crucial llegó al tratar de la Eucaristía: "aquí pudo verse que los protestantes no sólo rechazaban el término 'transustanciación' fijado por el IV Concilio de Letrán para la transformación eucarística, sino que negaban también lo esencial, la verdadera transformación de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, añadiéndole además otra herejía al sostener que el Cuerpo de Cristo sólo estaba presente para quien comulgaba, y declarar en consecuencia que la adoración del Santo Sacramento era una idolatría".

Hasta aquel momento, Contarini, "en su condescendencia, había llegado hasta el límite y había inculcado fuertemente [en sus colaboradores] la necesidad de no abordar (...) las controversias teológicas en las cuales los mismos teólogos católicos no estaban de acuerdo [es decir, las cuestiones todavía disputadas y por tanto libres] (...) pero cuando se intentó nuevamente poner en duda una de las doctrinas fundamentales de la Iglesia, la transustanciación enseñada por un Concilio ecuménico, con toda energía defendió la verdad católica". Al Emperador Carlos V y a sus ministros, que sorprendidos por esta imprevista intransigencia sugerían un compromiso, el Card. Contarini respondió: "mi objetivo es establecer la verdad. Ahora bien, en el caso actual ésta está tan claramente expresada en las palabras de Cristo y de San Pablo, y declarada por todos los doctores eclesiásticos y teólogos de la Iglesia latina y griega antiguos y modernos, así como por un célebre Concilio, que no puedo en modo alguno consentir que se la ponga en duda. Si no puede establecerse un acuerdo sobre esta doctrina ya sólidamente fijada, habrá que abandonar el desarrollo ulterior de los acontecimientos a la bondad y la sabiduría divinas; pero hay que mantener con firmeza la verdad". Así fue como el Card. Contarini, precisamente por estar lleno de fe en la Providencia, no pretendió sustituirla en el gobierno general de la Iglesia, convencido de que a los "administradores" no se les pide ejercer de dueños, sino ser fieles (cfr. I Cor. 3, 4).

A quienes le objetaban que a fin de cuentas sólo se trataba de una palabra, y por tanto sólo de una cuestión de palabras, el cardenal, "con toda la razón, recordó el caso de los arrianos y del Concilio de Nicea, donde también se había tratado exclusivamente de una palabra [consustancial]. El legado pontificio comprendía claramente que aquella simple palabra [transustanciación] expresaba una de las doctrinas capitales de la Iglesia, por la cual se tiene la obligación de exponer la propia vida". De este modo, Contarini, precisamente por estar lleno de caridad, rechazó el sacrificio de la verdad ante una "caridad" que, sin fundamento en la fe, habría sido una falsa caridad y un engaño recíproco inútil, destinado sólo a agravar las cosas. "Comprendió en toda su extensión las enormes dificultades que obstaculizaban la unión religiosa, y si bien hasta entonces había creído que la enfermedad perduraba a causa de los errores de los médicos anteriores, ahora vio que era otra la razón principal (...) 'Dada la obstinación y pertinacia de los teólogos protestantes', escribía el 13 de mayo, 'si Dios no hace milagros no se logrará la unión' (...) Contarini declaró con gran franqueza que veía claramente cómo la diferencia con los protestantes se encontraba en la cosa misma, y que por tanto no era posible ponerse de acuerdo en las palabras; que, personalmente, él no quería una paz aparente (que sería un engaño mutuo) ni toleraría que se pusiese en duda la doctrina de la Iglesia mediante la pluralidad de expresiones; y que estaba decidido a no alejarse en nada de la verdad católica". Desde aquel momento, el Card. Contarini "dirigió su atención con mayor intensidad a que en las fórmulas de concordia no se aceptasen palabras que pudiesen interpretarse a la vez en sentido católico y protestante. Él quería una paz verdadera y leal, no una mera unión en las palabras". En una carta a Roma, el Card. Contarini expresó los principios que guiaban su conducta: "en primer lugar se debe en todo mantener la verdad de la fe. En segundo lugar, no hay que dejarse inducir a expresar el sentido de la doctrina católica con palabras ambiguas, porque de tal proceder no nacerá sino mayor discordia. En tercer lugar, se ha de actuar de modo que toda Alemania y la Cristiandad comprendan que la discordia no procede ni de la Sede Apostólica ni del Emperador, sino de la pertinaz adhesión de los protestantes al error". Pastor, que como es sabido es un converso del protestantismo, anota: "estas severas palabras, pronunciadas por un hombre tan bondadoso y conciliador como Contarini, tienen un valor doble" (ivi).

También es esclarecedor en nuestros días el análisis del Card. Contarini sobre "la causa de que se hayan implantado las ideas luteranas no sólo en las almas de los protestantes, sino también en las cabezas de aquéllos que sin embargo se decían católicos: la fascinación por la novedad, y las facilidades que ofrecía al hombre mundano la nueva doctrina". Ayer como hoy, el error encuentra su más poderoso aliado en la decadencia espiritual de los católicos, que no se esfuerzan por vivir seriamente la vida cristiana. También es muy interesante el modo en que los consejeros eclesiásticos de Carlos V habrían querido acomodar la cuestión: "al igual que antaño, ellos concebían la causa religiosa como un asunto político, en el cual se pudiese pactar sobre el dogma, aquí proponiendo algunos, allá mitigando otros". Exactamente igual que los ecumenistas hodiernos.

El Emperador Carlos V llegó incluso a proyectar que se proclamasen como doctrina común en el Imperio los artículos sobre los cuales católicos y protestantes habían encontrado un acuerdo, suspendiendo temporalmente los artículos en disputa, aunque estos concerniesen a las doctrinas fundamentales de la Fe. A la actitud de Carlos I no era ajena la influencia en toda Europa, incluida la Corte del Emperador, del pensamiento de Erasmo de Rotterdam (vid. la ya clásica obra de Marcel Bataillon, Erasmo y España; Fondo de Cultura Económica, Madrid 1991). Pero conviene recordar que la Contrarreforma Católica no tuvo mejor paladín que el rey de España, que resultó ser el único baluarte fiel contra el protestantismo en todo el continente. Tampoco nos resistimos a citar las palabras del mismo Bataillon en su prólogo de 1965 a la segunda edición española de su obra: "el ambiente actual de ecumenismo favorece el renacer del irenismo religioso de Erasmo, en especial en el seno de la Iglesia Católica, pues en el II Concilio Vaticano dominan tendencias en parte opuestas a las que hace cuatro siglos triunfaron en el Concilio de Trento, imponiendo a Erasmo, en 1559, la nota de 'auctor damnatus primae classis'" (op. cit., pág. XVII). Como se ve, Juan XXIII con su "fijémonos en lo que nos une y dejemos de lado lo que nos separa", y el Card. Ratzinger con su "unidad en la multiplicidad [doctrinal]", no han inventado nada nuevo. Sin embargo, el Card. Contadini, a aquella "línea media" dispuesta, como los ecumenistas actuales, a "favorecer la caridad en perjuicio de la Fe" (San Pío X), replicó que "prefería todo, incluso la muerte, antes que transigir contra las claras decisiones de la Iglesia sobre la tolerancia de las falsas doctrinas" (pág. 298); decisiones que también los ecumenistas de hoy día han relegado totalmente al olvido.

Igualmente enérgica fue la respuesta del Papa Pablo III al "proyecto de tolerancia" imperial: en una instrucción dirigida al Card. Contadini, declara "imposible la tolerancia con los artículos no concordados, porque éstos conciernen a puntos esenciales de la fe y no es lícito hacer ningún mal, ni siquiera para que surja algún bien. La fe es un todo inescindible del que no puede aceptarse una parte y rechazar otra". Hasta aquí, todos tenemos que meditar. Pero lo que sigue debería ser meditado en un 'lugar más alto': "si alguna vez la Sede romana, llamada a custodiar la pureza de la doctrina, consintiese, por poco que sea, con doctrinas erróneas, los cristianos dejarían de buscar en ella la regla de su fe. Y así, mientras con tal proyecto no se ganaría a los protestantes, a quienes se dejaría en sus errores, se perdería también al resto de la Cristiandad". Es exactamente lo que en tiempos más próximos a nosotros respondió León XIII ante análogas peticiones: "guárdense (..) de sustraer nada a la doctrina recibida de Dios, o de omitir nada por ningún motivo, porque quien lo hiciese tendería más a separar a los católicos de la Iglesia que a reconducir a la Iglesia a quienes se han separado de ella" (encíclica Testem Benevolentiae). La advertencia, recordamos, se dirigía a los partidarios del americanismo, precursor del modernismo hoy imperante.

iii ) ¿Quien puede dudar razonablemente de que, pese a la proliferación -o acaso por ella- de las llamadas ONGs, en excesiva dependencia de las instituciones de la ONU, sigue siendo prácticamente imposible obtener (alta)voz para los más indefensos?, y conste que a estas alturas de la historia no hay lugar de mayor indefensión que el propio seno materno. De qué sirve tanto voluntariado cuando los fines, motivaciones y métodos de aquellas ONG's no suelen ser más que la cara posmoderna, romántico-justiciera, de una misma modernidad ilustrada, con sus prejucios muy propios sobre la corrección o no-correción del pensamiento (verdad), y sobre lo que entra o no en el nuevo decálogo del bien y del mal (derechos humanos individuales).

Los organismos internacionales y un sin fin de organizaciones no-gubernamentales -muchas de ellas con categoría de consultoras de la ONU-, con los más variados pretextos -todos ellos revestidos de un manto de altruismo-, ponen en práctica una variedad abrumadora de medidas que no respetan la dignidad humana. A la vez, los Estados tienen cada vez menos libertad de acción para rechazar esos programas y proyectos, una maraña de acuerdos y tratados internacionales, así como también la opinión pública internacional, juegan un papel preponderante en la creación de un ambiente internacional ciegamente favorable a unos derechos humanos que no respetan los derechos fundamentales; a una ética medioambiental elaborada para justificar la ambición de los países centrales; a un concepto de una calidad de vida que niega el derecho a la vida de los más pobres e indefensos, etc. La variedad de temas es, evidentemente, muy amplia. Algunos programas y proyectos de los organismos internacionales, se proponen fines laudables. Pero, ¿entendemos nosotros lo mismo que ellos cuando los estudiamos?. Esas organizaciones, ¿no han implantado un lenguaje perverso, en el que lo que se oculta es más que aquello que se expresa? ¿No comprobamos en los hechos -por los informes que llegan de distintas partes del mundo-, que con sus acciones niegan lo que a simple vista aparece en los documentos? Este estado de cosas lo confirma la reciente denuncia de monseñor Cordes, presidente de «Cor Unum» (ZENIT.org). La fidelidad a la Iglesia y al Evangelio son la única vacuna que inmuniza a las asociaciones católicas que trabajan en el campo de la solidaridad ante el peligro de perder su identidad. Esta fue la constatación que hizo Cordes, al intervenir el 16 de marzo en un encuentro organizado por el Centro Cultural de la Caridad de Florencia. Explicó a su regreso de un viaje a Mozambique que «la fe y la ética no pueden estar separadas en el cristianismo». «En ocasiones se registra un desequilibrio perverso por el que para muchos el amor a Dios es algo tan evidente que creen que no tienen que "perder tiempo" en hablar con Él. Y este silencio se difunde también en la actividad caritativa de los mismos cristianos». Cordes ofreció algunos ejemplos en este sentido, entre ellos el hecho de que en un pequeño país, una agencia católica ha puesto en la lista de posibles proyectos de financiación al V Encuentro de Lesbianas Feministas de América Latina y del Caribe. «Si bien no estamos seguros de que al final se haya concedido esa financiación, tan sólo el hecho de que se dirijan a una agencia católica con este objetivo da a entender cuál es la tendencia que sigue la misma agencia». Este tipo de mentalidad está llevando -según él- a alterar los objetivos de algunas instituciones católicas de ayuda, que de este modo se convierten en instituciones burocráticas. En estas organizaciones se constata la tendencia «a reforzar el personal pagado», y a evitar todo «vínculo con la Iglesia».

iv ) Me limito aquí a referir unas advertencias muy especiales, publicadas por el Movimiento Sacerdotal Mariano, que según inscripciones formales cuenta con más de cien mil sacerdotes adheridos (entre ellos unos 400 obispos), además de varios millones de láicos. El MSM no es una obra humana, porque según la propia Virgen María 'debe ser sólo obra mía. .. No hay jefe entre vosotros: Yo misma seré vuestra Capitana. .. Os prepararé para un heróico testimonio.. (que) será hasta la efusión de sangre. Y cuando haya llegado el momento, entonces el Movimiento saldrá al descubierto para combatir abiertamente a la tropa que el demonio, mi adversario de siempre, está formándose entre los sacerdotes". Desde el 8 de mayo de 1973 hasta el 31 de diciembre de 1998, el MSM ha estado formándose de la mano de la Virgen como "pequeño resto fiel" en el seno la Iglesia, alentado por las locuciones interiores recibidos por Don Stefano Gobbi. Entre las miles de locuciones, en la fiesta del Corazón Inmaculado de Maria, el 3 de Junio de 1989, la Virgen comunica a Gobbi que en la lucha terrible entre Satanás y Ella, "sube del mar, en ayuda del Dragón, una bestia semejante a una pantera. Si el Dragón Rojo es el ateismo marxista, la bestia negra es la Masonería. El Dragón se manifiesta en el vigor de su potencia; la bestia negra, en cambio, obra a la sombra, es esconde, se oculta.. Obra por doquier con la astucia y con los medios de comunicación social. .. La masonería domina y gobierna en todo el mundo por medio de diez cuernos. El cuerno, en el mundo bíblico, siempre ha sido un instrumento de amplificación. .. Si el Dragón Rojo obra para llevar a toda la humanidad a prescindir de Dios, a la negación de Dios.. el objetivo de la Masonería no es el de negar a Dios, sino el de blasfemarlo. .. La mayor de las blasfemias es la de negar el culto debido sólo a Dios para darlo a las criaturas y al mismo Satanás. .. Si el Señor ha comunicado su Ley con los diez mandamientos, la masonería difunde por todas partes, con la potencia de sus diez cuernos, una ley que es completamente opuesta a Dios. .. (Instaura) falsos ídolos, que son exaltados y adorados por un número creciente de hombres: la razón, la carne, el dinero, la discordia, el dominio, el placer. De esta manera, las almas son precipitadas.. en el estanque de fuego eterno que es el infierno. .. Para alcanzar este fin, a la bestia negra que sube del mar, acude en ayuda, desde la tierra, una bestia que tiene dos cuernos, semejantes a los de un cordero. .. (Esta) indica la Masonería infiltrada dentro de la Iglesia, es decir, la masonería eclesiástica, que se ha difundido sobre todo entre los miembros de la Jerarquía. Esta infiltración masónica dentro de la Iglesia, ya os ha sido predicha por Mí en Fátima, cuando os anuncié que Satanás se introducirá hasta el vértice de la Iglesia. .. El fin de la masonería eclesiástica (no es el de blasfemar sino) el de destruir a Cristo y a su Iglesia, construyendo un nuevo ídolo, es decir, un falso Cristo y una falsa Iglesia. .. Trata de destruirla con el falso ecumenismo, que lleva a la aceptación de todas las iglesias cristianas, afirmando que cada una de ellas posee una parte de la verdad. Cultiva el designio de fundar una Iglesia ecuménica universal formada por la fusión de todas las creencias, entre las cuales estaría la Iglesia católica" (pp. 763-72, 19ªedición española, 1997).

v ) Así ha quedado documentado por un periodista acreditado ante el Vaticano, Luigi Accattoli, en su esclarecedor libro Cuando el Papa pide perdón (Tyrolia, 1999).

vi ) Hay que advertir que en la doctrina eclesiológica preconciliar, centrada en la doctrina del Corpus Mysticum, no cabía divergencia alguna entre ambos. Desde la acentuación conciliar del carácter de 'Pueblo de Dios', sin embargo, como eje de comprensión de lo que es la Iglesia, ésta -tanto doctrinalmente como en la conciencia de los católicos- ha sufrido un giro hermeneutico hacia posturas naturalistas, donde la distinción real entre su constitución natural y sobrenatural ya no queda tan claro. A ello contribuyó en la misma lógica filoprotestante, la marginación práctica de la Inmaculada Virgen María como prefiguración acabada de lo que es la Iglesia. Con la consecuencia de que la Iglesia se autopresenta más como 'sujeto histórico' sui generis, ya no tanto como Esposa místicamente unida a Cristo.

vii ) He aquí una vez más el prejuicio típicamente liberal y modernista de que "es necesario que el cristiano actúe según la caridad". Sí, así es verdaderamente. No hay excepción a dicha regla. Pero la caridad no es un movimiento informe, desordenado y confuso. Precisamente es el Apóstol, en el célebre himno a la caridad, el que encamina la fuerza del amor por el único cauce posible, amén de justo: "la caridad se complace en la verdad" (Ef. 13, 6). Por lo cual también la severidad forma parte de la caridad y expresa dignísimamente aspectos misericordiosos de ella, salvaguardando y tutelando la inocencia de las almas, que pueden recibir malas enseñanzas y motivos de escándalo.

viii ) Remitirse a "Leyendas negras de la Iglesia", de Vittorio Messori (Planeta, col. Testimonio, 1999), donde el autor refuta todos los tópicos que se han vertido contra la Iglesia y contra España. De lectura amena y rápida nos informa y nos carga de argumentos para poder rebatir los lugares comunes que el discurso cultural dominante del Nuevo Orden Mundial pretende imponer. Repasa todos los asuntos típicos, desde la Inquisición hasta la conquista, desde Galileo hasta la Revolución Francesa, desde la Cruzada hasta la pena de muerte.

ix )En esto, curiosamente, la Iglesia se asemeja al Estado español en relación al aborto. Me explico. En España el aborto, realmente, sigue siendo un delito. Sin embargo, está despenalizado. Es decir, no se aplican medidas punitivas contra quienes recurren a él o lo practican. De todos es sabido, e incluso algunos obispos valientes lo han dicho más de una vez, que a efectos prácticos, es lo mismo que si el aborto hubiera dejado de ser delito.